—¿Sabes cómo es Princeton una mañana oscura de invierno, a las cinco, antes de que nadie más se haya levantado? Salta de la residencia de estudiantes 1915 en chándal, porque nunca fui una chica con glamur. Yo era la seria, la que no se dedicaba a flirtear con los chicos, sino que quizá iba a hacer algo en la vida. Echaba a correr sin tocar el cronómetro. El campus estaba en silencio, absolutamente desierto, el aire tan frío que dolía al respirar. Corría sin parar hasta Nassau Street, las tiendas con las persianas echadas, las luces de las farolas reflejándose en el suelo helado. Luego torcía a la derecha en Washington y entraba de nuevo en el campus, dejando a un lado Woodrow Wilson y Frist en dirección a Weaver Track.

»Me detenía, echando nubes de vaho, mientras el cielo iba adquiriendo una tonalidad gris, y entonces ponía en marcha el cronómetro y corría los mil quinientos como si me fuera la vida en ello, intentando concentrarme en el ritmo. Pero te juro, Saul, que, a veces, en los últimos doscientos, a pesar de parecerme que iba a reventar, tenía la impresión de que podría haber corrido eternamente.

—¿Qué es lo que quieres, Carrie? ¿Qué demonios quieres en realidad?

—No lo sé. Volver a ser aquella chica. Sentir la limpiedad…, ¿existe la palabra «limpiedad»? Oculta algo, Saul. Te lo juro por Dios.

—Todo el mundo oculta algo. Somos humanos.

—No, algo malo. Algo que va a hacernos mucho daño. No podemos permitir que vuelva a suceder.

—Seamos claros, no estás arriesgando sólo tu vida y la carrera de ambos. Se trata de la seguridad nacional, de la propia Agencia. ¿Estás segura de que quieres hacerlo?

—Acabo de darme cuenta de una cosa. No volveré a ser nunca aquella chica, ¿verdad?

—No estoy seguro de que lo hayas sido nunca.