8
Reston, Virginia
Durante una semana y media se las arregló para arrastrarse hasta el trabajo, vestirse, maquillarse, fingir que no le importaba un comino. Había dejado de tomar de golpe las pocas medicinas que le quedaban de las que le había dado Maggie. Era como si hubiera caído en un agujero negro, abandonada, exiliada. Leyó algunos informes en relación con AQI, pero tuvo que releerlo todo tres o cuatro veces. Le resultaba imposible concentrarse.
«Qué hijos de puta», pensó. Durante todo ese tiempo había creído que Saul era como el padre que nunca había tenido, o más bien como el tío judío sabio y divertido que todo el mundo deseaba tener. Y Estes. Había creído que apreciaba lo que ella hacía, lo duro que trabajaba, lo bien que cumplía con su cometido.
Pero incluso cuando les proporcionó información importante, no sólo no hicieron nada, sino que la castigaron. Destruyeron su carrera. Se había acabado, pensaba, y comenzó a pasar cada vez más tiempo en el aseo de señoras cuando iba a trabajar. No tenía nada. No era nada.
Dejó de ir al trabajo. Sabía que debía tratar de investigar el futuro atentado del que le había hablado Julia, pero no lograba forzarse a hacer nada.
Estaba sentada en el suelo en un rincón de su habitación, el apartamento de Reston completamente a oscuras y en silencio. No había comido… ¿en cuántos días? ¿Dos? ¿Tres? Una parte de su cerebro le decía: «No eres tú. Es la enfermedad», pero no podía hacerle caso. ¿Cuál era la diferencia?
Tenía que orinar pero no podía forzarse a ir al baño. ¿Cuándo había ido por última vez? ¿Qué importaba? Estaba sola en la oscuridad. Era una fracasada. Como su padre.
Su padre.
El día de Acción de Gracias. Su primer año en Princeton. Su hermana, Maggie, estaba en el último año en la NYU, en Nueva York. Había llamado a Carrie para hacerle saber que celebraría Acción de Gracias en Connecticut con la familia de su novio, Todd.
—Papá está solo. Tienes que ir, Carrie —dijo Maggie.
—¿Por qué yo? Tú también tienes que ir. Nos necesita —repuso ella al tiempo que pensaba: «Es Acción de Gracias. Tal vez mamá venga por fin. Estuvo casada con él un montón de años. ¿Acaso no tuvieron ninguna importancia?».
¿Y Maggie y ella? ¿Qué habían hecho mal? Si no quería llamar a Frank, al menos podría haberlas llamado a ella o a Maggie. Sabía el número de teléfono del apartamento de Maggie en Morningside Heights. Y sabía que Carrie estaba en Butler, en Princeton. Si hubiera querido, podría haberse puesto en contacto con ellas. Su padre, Frank, no tenía por qué haberse enterado nunca. Dios santo, ¿es que toda la familia estaba loca?
Su padre la llamó dos días antes de Acción de Gracias.
—Tu hermana no viene —comentó.
—Lo sé, papá. Es por su novio. Creo que la cosa va en serio, me refiero a Todd y a ella. Pero yo sí voy a ir. Llegaré el miércoles. Tengo muchas ganas de verte —mintió, pensando que iba a ser mortal estar en aquella casa, solos ellos dos.
—No es preciso que vengas, Caroline. Sé que tienes cosas que preferirías… —su voz se fue apagando.
—No seas tonto, papá. Es Acción de Gracias. Mira, compra tú el pavo. Llegaré el miércoles por la tarde. Yo lo prepararé. Yo lo haré todo, ¿vale?
—No pasa nada. Tal vez sea mejor que no vengas —replicó él.
—¡Papá, por favor! No te pongas así. Te he dicho que iré a casa. Iré a casa.
—Siempre fuiste una buena chica, Carrie. Tu hermana también. No es tan lista ni tan guapa como tú, pero también es una buena chica. Deberíamos habernos esmerado más contigo. Lo siento.
—¡Papá! No digas esas cosas. Te veré el miércoles.
—Lo sé. Adiós, Carrie —repuso él, y colgó, dejándola mirando el teléfono que tenía en la mano.
Pensó en llamar a Maggie e insistir, aunque luego decidió no hacerlo. Su hermana estaba con Todd. Optó por dejarlo correr. Sin embargo, su padre parecía raro. Como si estuviera deprimido. Calculó. Tenía un parcial el martes por la mañana, pero luego ya no había nada, puesto que la universidad cerraba para las vacaciones. Podía darle una sorpresa. Marcharse el martes justo después del examen y llegar a casa ese mismo día por la tarde.
Aquel martes, cogió un autobús de la compañía Greyhound en Mount Laurel hasta Silver Spring. Llegó a Kensington por la tarde. Era un día soleado, despejado y fresco, y las hojas de los árboles empezaban a ponerse marrones, rojas y doradas. Tomó el autobús local y se bajó cerca de la casita de madera en la que había crecido. A la luz del sol, tenía un aspecto más decrépito de lo que recordaba. «No la ha estado manteniendo», pensó mientras abría la puerta.
Un minuto después, Carrie estaba al teléfono llamando a emergencias.
«Feliz día de Acción de Gracias, papá», recordaba haber pensado mientras lo acompañaba al hospital en la ambulancia.
Sólo que, ahora, Maggie se había llevado a su padre, Frank, a vivir con su agradable y típicamente norteamericano marido y sus típicamente norteamericanas hijas, y ella, Carrie, era una fracasada y una loca como su padre. Al igual que él, no tenía nada.
Sin un hombre, sin hijos, sin vida, un fracaso total en el trabajo. Sola. Completamente sola. Incluso Saul la había abandonado. Se hallaba tan sola que podría haber estado en la cara oculta de la Luna. Justo el extremo opuesto de alguien como Dima. La chica de alterne.
La chica que no soportaba estar sola, que nunca estaba sin un hombre, a pesar de que todos pasaban por la puerta giratoria sin fin que eran las relaciones con el otro sexo entre las mujeres solteras del norte de Beirut.
Dima nunca estaba sola. Eso era una pista, pero ¿hacia qué? Había desaparecido de la faz de la tierra.
—Quizá —dijo Carrie en voz alta en el que, se daba cuenta, era su primer momento de lucidez en varios días— la puta esté con mi madre.