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Calle F, Washington, D. C.

David Estes estaba ya sentado a la mesa cuando Carrie entró en la brasería del Monaco, un hotel boutique dotado de una fachada con columnas y toldos rojos que se abrían sobre la calle frente a la National Portrait Gallery. El maître la miró, pero ella negó con la cabeza y se dirigió hacia el bar. Estes estaba cenando con un hombre que tenía el aspecto de un congresista de un distrito seguro, de esos que no tenían que ir a mendigar a la calle K porque los grupos de presión acudirían a él.

Se había puesto su ropa más sexi, un Terani bordado sin mangas que se adaptaba a su cuerpo, un vestido corto hasta medio muslo con un profundo escote que dejaba tan poco a la imaginación como era posible sin provocar escándalo. En el mismo instante en que se aproximó al bar modernista, tres hombres saltaron de sus taburetes para dejarle sitio. Un agradable estímulo para el ego. «Supongo que el vestido ha causado efecto», pensó ella.

Una vez en Langley, después de comer con Jimbo, había tardado treinta segundos en averiguarlo. Dos días después se celebraba en el Waldorf un acto de recaudación de fondos del Partido Republicano. El vicepresidente, el gobernador de Nueva Jersey y el alcalde eran el gancho. Los objetivos obvios.

No podía limitarse a pasárselo al FBI. Habría que informarles y, en cualquier caso, ella tendría que estar allí, en Nueva York, pensó. Para Carrie, Dima no era tan sólo una foto. La conocía. El problema era conducir a Estes hacia la luz.

El hombre cuyo taburete había ocupado en el bar de la brasería era distinguido, de unos cuarenta años y cabello cano, y llevaba un traje de Armani. Con toda probabilidad, miembro de algún grupo de presión. «Apuesto a que se gana la vida vendiendo algo… o a alguien», pensó Carrie.

—¿Calle K? —le preguntó.

Él asintió, sonriendo como si acabara de sacar el tercer as y hubiera convertido un doble par alto en un full.

—¿Qué tomas? —le preguntó.

—Un margarita, con Patrón Silver.

El hombre llamó con un gesto al camarero y pidió su bebida.

—¿Dónde trabajas? —le preguntó.

—En Foggy Bottom —respondió ella, refiriéndose al Departamento de Estado—. Otra burócrata más. —Se encogió de hombros y miró hacia la mesa de Estes—. ¿Quién es ese hombre que está con ese tipo negro? Tengo la impresión de que lo conozco. ¿Quizá de la televisión o algo así? —dijo. A veces hacerse la tonta era lo más inteligente que podía hacer una chica, pensó.

—¿No lo reconoces? Es el congresista Riley. Hal Riley, presidente del Comité de Apropiaciones de la Cámara. Es un peso pesado en el Congreso —respondió él guiñándole un ojo.

—¿Lo conoces? —inquirió Carrie, y pensó: «Si el ego de este tío crece un poco más, de un momento a otro empezará a elevarse como el dirigible de Goodyear».

—Jugué al golf con él el martes —contestó Traje de Armani—. Es un buen tipo, pero —se acercó un poco más para susurrarle al oído—, con él, uno de cada dos tiros es un Mulligan. ¿Qué te dice eso?

—Que hace trampas, como la mitad de la gente de esta ciudad. Me imagino que lo conoces bien —terció ella, preguntándose cuánto tardaría Estes en acercarse.

—Pero al afroamericano no lo conozco —declaró Traje de Armani—. Es probable que sea el subdirector de alguna agencia de mierda.

—Supongo —coincidió ella, vigilando a Estes por el rabillo del ojo, preguntándose si la habría visto ya. Esperaba que lo hiciera pronto. Otros veinte minutos más y Traje de Armani le habría puesto la mano en el culo, susurrándole palabras cariñosas al oído acerca de un fin de semana en las Bahamas.

Estes levantó la vista, la vio, se inclinó hacia adelante y le dijo algo al congresista. Se levantó y se acercó a ella en el bar.

—Justo estaba diciéndole a la señorita… —empezó a decir Traje de Armani.

—¿Qué quieres? —le preguntó Estes a Carrie—. ¿Me estás siguiendo?

—Tenemos que hablar —contestó ella.

Estes frunció el ceño.

—Esto es poco profesional. Hablaremos mañana. En mi oficina. —Se dio media vuelta.

Ella lo agarró de la manga.

—No, ahora —insistió ella—. Es urgente.

—Estoy con el congresista Riley. Es…

—Sé quién coño es —lo interrumpió Carrie—. Deshágase de él.

Estes se la quedó mirando mientras un músculo de la barbilla se le contraía nerviosamente. Se volvió, les dijo algo al congresista y al camarero y regresó a donde se encontraba ella.

—No podemos hablar aquí. Vámonos —le indicó, mirando a Traje de Armani y, acto seguido, se dirigió hacia el perchero y cogió su abrigo. Carrie cogió el suyo y ambos abandonaron el restaurante y salieron al vestíbulo del hotel. Se aproximaron a una de las columnas cuadradas cercanas a la chimenea de gas.

—Será mejor que sea importante —le advirtió—. Estoy intentando convencer a ese gilipollas de que los malos siguen ahí y que no nos destripe.

—Aquí tampoco podemos hablar —replicó Carrie mirando a su alrededor—. Washington es como un pueblo. He reservado una habitación arriba. Podemos hablar allí.

Estes adoptó una expresión de asombro, luego sus facciones se endurecieron.

—¿Estás loca? ¿Qué demonios es esto?

—Es trabajo —respondió ella—. ¿Qué cree que es?

—Será mejor que no me marees la perdiz, Carrie. Quiero saber de qué va esto. ¿Me estás acosando?

—No sea estúpido. ¿Por qué habría de acosarlo? Sé donde trabaja usted. Venga —soltó dirigiéndose hacia el ascensor. Él la observó alejarse y después, al cabo de un momento, la siguió.

No dijeron una palabra ni en el ascensor ni en el pasillo, con sus elegantes alfombras estampadas y el papel de rayas de la pared. Carrie abrió la puerta de la habitación y entró en ella. Dio la luz, pero dejó encendida sólo una lámpara y apagó la luz del techo.

—Bueno, ¿qué diantre es todo este…? —comenzó a decir él, pero no pudo terminar porque ella se arrojó en sus brazos y lo besó.

Estes se quitó de encima los brazos de Carrie, que lo abrazaban.

—Si esto es una trampa, estás metida en un lío mayor del que puedas imaginar —le advirtió.

—Dos cosas. Sólo dos…, y después puedes despedirme o hacer lo que te dé la gana —declaró ella levantando dos dedos—. Una. Dima, el contacto que me tendió la trampa para el secuestro en Beirut, está viva. Dima, que me puso en contacto con Ruiseñor, que, por cierto, está compinchado con Hezbolá, cosa que tu amiguito Fielding no te contó, y que intentó matarme o raptarme. ¿Me escuchas, David? Esta información me la ha pasado la NSA, la gente por el simple hecho de hablar con la cual me diste por saco. ¿Y Dima viene hacia aquí, justo después de lo de Abbasiya? Saca las cuentas. —No le dijo adonde se dirigía Dima, por si trataba de detenerla—. Y dos —dijo acercándose a él y oprimiendo su cuerpo contra el suyo—. Te deseo. Y esto no tiene nada que ver con el trabajo. Puedes tenerme y despedirme después. No me importa.

—¿Sabes que estoy casado?

—No me importa arder en el infierno. Te deseo, y si de una cosa estoy segura es de que tú también me deseas.

Intentó besarlo en la boca pero él volvió la cara, de modo que lo besó repetidas veces en la mejilla, tratando de alcanzar sus labios.

—Dime que no me deseas —murmuró—. Dime que no has pensado en esto ni una sola vez y me detendré y no volveré a acercarme a ti jamás, lo juro.

Sus labios hallaron los de él y se besaron larga e intensamente. Carrie le mordió el labio superior, notando el sabor de la sangre, y él la apartó de un empujón.

—¡Puta! —exclamó, llevándose la mano a la boca para limpiarse la sangre.

—Lo soy. ¿Qué vas a hacer al respecto?

Se abalanzó sobre él y lo besó con fuerza, tomando su mano y poniéndosela sobre el pecho. Era un hombre tan grande que tuvo que estirarse para cogerla, lo que le encantó. Apretándose contra él, notó su erección, dura contra su cuerpo.

—Dime que no has deseado esto —murmuró.

—Lo admito. He pensado en ello —musitó él.

Carrie se llevó los brazos a la espalda para desabrocharse el Terani. Comenzó a bajar la cremallera desde arriba, se volvió de espaldas y continuó hasta el final antes de quitarse el vestido. Se quedó ante él sólo en sujetador y braguitas. Se tocó.

—Dios mío, estoy empapada. Haz algo —susurró arrastrándolo a la cama. Por la ventana, se veía el museo iluminado por la noche, blanco como un iceberg.

—Es una mala idea —dijo Estes, empezando a desnudarse.

—Espantosa —repuso ella, coincidiendo con él.

—Voy a lamentar esto. Ambos lo lamentaremos —prosiguió él con la corbata y la camisa a medio quitar.

—Lo sé.

—No lo haré. No puedo —declaró Estes, deteniéndose, quedándose allí parado mientras miraba por la ventana.

—Si no me deseas, dilo y lo dejamos ahora —dijo Carrie desabrochándose el sujetador y liberando sus pechos. Se tumbó sobre la cama, elevó las caderas y se quitó las braguitas—. Pero estoy harta de estar viva a medias —susurró—. ¿Tú no? ¿O acaso la vista desde las buenas localidades es maravillosa?

—Eres un demonio —replicó él, quitándose los pantalones y los calzoncillos y colocándose encima de ella.

—Última oportunidad para decir no —susurró Carrie, cogiéndole el pene para guiarlo hacia su interior. A pesar de lo mucho que pesaba, le rodeó las caderas con las piernas y se estrechó contra él.

—Oh, Dios mío —Carrie dejó escapar un grito ahogado cuando él la penetró—. Ha sido una eternidad.