35
Puerta de los Asesinos, Zona Verde, Bagdad, Iraq
Carrie pasó las escasas horas restantes de la noche en un estrecho catre en el interior de un contenedor de carga al que todo el mundo llamaba «caravana», ubicado en un mar de caravanas dispuestas en cuadrícula cerca del viejo Palacio Republicano. Dreyer le había cedido su caravana mientras él dormía sobre una manta en el suelo de su despacho, pero Carrie no podía conciliar el sueño. En lo único que podía pensar era en Dempsey y en el aspecto que tenía la primera vez que lo vio, y también en aquella noche en la que hicieron el amor en el hotel al-Rasheed, e imaginar lo que el artefacto explosivo improvisado le había hecho y lo que el capitán debió de pensar en aquel último instante. ¿La había culpado? Mierda, era un hombre muy guapo. El mero hecho de estar cerca de él la había hecho sentirse sexy, viva. ¿Volvería a sentirse alguna vez así? ¿Podría siquiera volver a permitírselo?
Abrió los ojos pero no vio nada. La caravana era una caja de metal oscura y cerrada. «Como vivir en un ataúd», pensó. Podía sentir cómo la depresión iba avanzando hacia ella, igual que una tormenta que se dirige hacia ti sobre el mapa meteorológico de un televisor. La apartó. No tenía tiempo para eso en aquellos momentos. Primero matar a Abu Ubaida. «Después emborracharse y dejar que llegue», se dijo.
Aun así, no podía dormir. Algo no encajaba. ¿De qué se trataba? De pronto, se incorporó sobresaltada en la oscuridad. ¿Qué era lo que decía la grabadora de la fábrica? La voz de Abu Ubaida cuando estaba interrogando a Romeo. Algo acerca de Abu Nazir. ¿Qué fue lo que dijo?
«Por supuesto que sí. ¿Y de qué me sirve eso? Quiero que me lo digas tú».
¿Por qué? ¿Qué quería decir eso? ¿Por qué no le bastaría con la palabra de Abu Nazir? ¿Por qué tenía que salir de Romeo? ¿Se trataba tan sólo de un alarde de poder por su parte? No creía. Se jugaban demasiado.
«Piensa, Carrie, piensa… No puedo… —se dijo. La clozapina no era la panacea—. Oh, Dios mío, quiero dormir. Puedo conseguirlo, lo juro, con tan sólo dormir un rato».
Cuando se presentó en el despacho de Dreyer esa mañana, con unos vaqueros y una camiseta, con la Beretta M9 que Dreyer le había dado, el sol apenas sobresalía sobre la parte alta de los edificios del otro lado del Tigris. Iba a ser otro día caluroso, pensó. Dreyer ya estaba trabajando en su ordenador. Un solo vistazo a su rostro fue suficiente para que Carrie supiera que tenía malas noticias.
—Benson nos ha rechazado. Lo he intentado. Créeme, lo he intentado —le explicó.
—Bueno, pues a mí no va a rechazarme —repuso ella, y se encaminó hacia la puerta.
—¡Carrie, espera! —gritó Dreyer—. Técnicamente, estamos adscritos a la embajada. Me ordenarán que te mande de vuelta a casa. Te necesitamos aquí. No podemos permitírnoslo.
Carrie se detuvo junto a la puerta y volvió la mirada hacia él.
—He tenido mucha sangre en las manos desde que esto empezó, Perry. No puedo volver a manchármelas. Haz lo que tengas que hacer. Yo haré lo mismo —le indicó, y a continuación se marchó.
Carrie sacó su teléfono móvil y marcó el número que el sargento mayor Coogan le había facilitado para contactar con el capitán Mullins, responsable del Grupo de Operaciones Especiales que le había asignado el coronel Salazar. Mullins contestó antes de que se completara el primer tono. Carrie le explicó dónde estaba y lo que necesitaba. El capitán le contestó que estaría allí al cabo de diez minutos.
—Reúnase conmigo en el despacho del primer ministro. Está en la segunda planta —le comunicó. Después colgó y se encaminó hacia la escalera.
Cuando comenzaba a subir por ella, Perry Dreyer se sumó a ella, seguido por tres miembros de su plantilla, hombres jóvenes armados con carabinas M4.
—Si no puedo detenerte, supongo que tendrán que dispararnos a los dos —le dijo.
Rodearon el gran atrio interior hasta llegar al despacho esquinero del primer ministro, situado en el lado del edificio que daba a la calle Yafa. Dos soldados iraquíes armados y ataviados con la boina roja de las Fuerzas de Seguridad Iraquíes hacían guardia ante la puerta.
—Primer ministro no estar —informó uno de ellos en un inglés bastante malo.
—Salaam alaikum, sadikh’khai —Carrie les dedicó el saludo árabe reservado para los amigos—. Los dos sois chiíes, ¿verdad? —Uno de los soldados asintió con la cabeza—. ¿De qué tribu, habibi? ¿Shammer Toga? ¿Bani Malik? ¿Al-Jabouri? —les preguntó refiriéndose a las principales tribus chiíes de la zona de Bagdad. Suponía que al-Waliki, el candidato de los chiíes, sólo se fiaría de que lo protegieran hombres chiíes, preferiblemente de su propia tribu.
—Bani Malik —contestó el primer guardia de las ISF.
—Claro, como el primer ministro al-Waliki —asintió Carrie—. Debería haberlo adivinado.
—Él pertenece a los al-Ali de los Bani Malik —precisó el guardia señalando la rama tribal específica de al-Waliki.
—Nosotros somos de la CIA. Los suníes de al-Qaeda planean matar al primer ministro esta mañana. No cabe duda de que vosotros también moriréis. Llamad a vuestro responsable para que se reúna con nosotros y nos acompañe —ordenó ella al tiempo que se abría camino entre los soldados hasta la puerta.
Entró en el enorme y lujoso despacho en el que el primer ministro, Wael al-Waliki, estaba reunido con el embajador Robert Benson.
Los dos hombres estaban sentados a una pequeña mesa de caoba. Tras ellos, una ventana encortinada, una de las pocas del Centro de Convenciones, les ofrecía una panorámica del césped y los jardines y, al otro lado de la valla, de los árboles que bordeaban la calle Yafa y del hotel al-Rasheed a lo lejos. Dreyer, los hombres de la CIA y los dos guardias de las ISF estaban detrás de Carrie.
—¿Qué demonios es esto? Salgan de aquí… todos ustedes —gruñó Benson. Cuando localizó a Dreyer, continuó—: Perry, te di órdenes estrictas. ¿Tanto interés tienes en suicidarte profesionalmente? Largaos.
—Él intentaba detenerme —dijo Carrie—. Esto ha sido idea mía —y, dirigiéndose al primer ministro iraquí, añadió en árabe—: Lahda, min fathlek, primer ministro, pero su vida está en peligro. Debe escucharme.
—Mire, no sé quién es usted, señorita, pero esto es una orden directa. Salga de esta habitación ahora mismo —insistió Benson.
—Embajador, si me marcho, el primer ministro y usted estarán muertos dentro de una hora. Así que, si quiere acabar con mi carrera mañana, estupendo, pero no voy a marcharme —replicó Carrie.
—¿Quién demonios es? —le preguntó Benson a Dreyer.
—Una de los nuestros, señor embajador. Tiene que escucharla. Sabe de qué está hablando.
—Mire, señorita, gracias por sus desvelos, pero no necesitamos protección. Estamos en la más que vigilada Zona Verde, rodeados de tropas estadounidenses en el edificio más protegido de la ciudad, por no hablar de que las ISF patrullan estas oficinas. Su preocupación es innecesaria —afirmó Benson.
—Con todo el respeto que se le debe, señor, AQI se ha infiltrado en las ISF y no les importará una mierda quién sea usted cuando lo maten. Si pudiera sacar la cabeza un instante de su arrogante culo, se daría cuenta de que no importa si acaban con usted. Será sustituido. Pero si lo matan a él —señaló a al-Waliki—, los chiíes se volverán locos y todo este país se sumirá en una guerra civil generalizada.
—¿Qué es esto? ¿Alguna clase de broma pesada? —se alteró Benson.
—Ayer por la tarde regresé de Ramadi empapada en la sangre de uno de mis hombres. ¿Tengo pinta de estar de broma? Ahora mismo tenemos que llevarlos a usted y al primer ministro a una localización segura sin que nadie lo sepa. Y debemos hacerlo de inmediato. Quítense la ropa.
—¿Qué?
—Los dos, usted y el primer ministro. Vamos a disfrazarlos —explicó, y lo repitió en árabe para al-Waliki. Después se volvió hacia Dreyer—: Necesitamos un emplazamiento totalmente seguro dentro del Centro de Convenciones. Algún lugar en el que las ISF no busquen y que pueda albergar al menos a media docena, o más, de soldados estadounidenses, sólo para asegurarnos de que estén bien. ¿Alguna idea?
—Hay varias salas en el sótano, debajo del gran auditorio redondo, ese en el que se reúne el Parlamento —intervino uno de los hombres de la CIA—. He oído decir que la policía secreta de Saddam las utilizaba para todo tipo de mierdas: drogas, interrogatorios, violaciones.
—Encantador —murmuró Dreyer.
En ese momento llegó el capitán Mullins con un escuadrón de soldados con todo el equipamiento de combate y un oficial iraquí con la boina roja de las ISF.
—¿Es usted Carrie? —preguntó Mullins.
Era un hombre bajo y musculoso, de unos cincuenta y siete, con unos ojos marrones que lo absorbían todo en un instante.
—¿Por qué no estáis en vuestros puestos? —les preguntó el oficial iraquí a los dos guardias de las ISF en árabe.
—Los necesitaba aquí. Lo comprenderá dentro de un instante —le contestó Carrie en la misma lengua. A continuación, se dirigió a Mullins—: Tenemos que llevar al embajador Benson y al primer ministro al-Waliki a un lugar seguro. Este hombre, ¿cómo te llamas? —señaló al agente de la CIA que había mencionado las salas de almacenaje.
—Tom. Tom Rosen —contestó él.
—Tom les mostrará dónde llevarlos. Necesitamos hombres de absoluta confianza para protegerlos. ¿Cuántos hombres ha traído? —le preguntó a Mullins.
—Dos ODA. Equipos A. Veinticuatro hombres sin contarme a mí —contestó.
—¿De cuántos puede prescindir? Necesito al menos tres o cuatro —prosiguió—. Ellos, sumados a nuestro personal de la CIA, bastarán para protegerlos. ¿Tienen uniformes de más?
Uno de los hombres de Mullins le pasó a Carrie dos pares de ACU, uniformes de camuflaje en el desierto, y dos M4. Ella se los entregó a Benson y al primer ministro.
—Pónganselos —les pidió—. Fingirán ser soldados. —A continuación se volvió hacia el oficial de las ISF—. Queremos que todos los demás miembros de las Fuerzas de Seguridad Iraquíes continúen pensando que la reunión se está celebrando en este despacho —le dijo en árabe mientras le hacía un gesto para que se acercara—. Reúna a hombres chiíes, agentes a los que conozca y en los que confíe, si es posible de su propia tribu. Tiene que encontrar a los infiltrados de AQI. En cuanto nos marchemos, nadie entrará ni saldrá del Centro de Convenciones. Cualquier soldado suní que se haya unido a las ISF a lo largo de los tres últimos meses es sospechoso. Desarme a todos y cada uno de ellos y envíenoslos para que los interroguemos. No deben hacerles daño, ¿entendido? Poseen información fundamental.
Se volvió y le tradujo a Dreyer lo que acababa de decir.
—Y, Perry, da igual lo que tengas que hacer —añadió—, pero no permitas que se deshagan de ellos ni que los sobornen para poder salir. Necesitamos información de cualquiera que tomen como prisionero.
El primer ministro al-Waliki se levantó de pronto y se encaró con ella.
—Escúcheme bien, señora de la CIA. No haré esto. No puedo esconderme. ¿Y si alguien me ve vestido de soldado estadounidense? Políticamente, eso sería mi fin —dijo en inglés.
—No tiene elección —le respondió ella en árabe—. Los elementos suníes de al-Qaeda están ya dentro del edificio. Si lo matan, Iraq se romperá en dos. Habrá una guerra civil. Usted lo sabe mejor que nadie, primer ministro. Entonces gana Saddam. Puede que muera, pero gana. Póngase esa ropa durante sólo una o dos horas y conserve la vida.
De pronto, el estrépito de una enorme explosión sacudió las ventanas. Después llegaron más estallidos de cañón —Carrie habría apostado a que se trataba de las armas de 105 milímetros de los tanques Abrams— y una tormenta ininterrumpida de disparos de armas de fuego pequeñas. La batalla había comenzado.
—Están atacando la Puerta de los Asesinos. ¡Póngase los pantalones! —le gritó a Benson—. ¡De prisa!
La Puerta de los Asesinos era un arco de piedra blanco situado sobre la calle Haifa y coronado con una escultura en forma de cúpula que se parecía al casco de los antiguos guerreros babilonios. Estaba a unos trescientos metros al este del Centro de Convenciones y se había convertido en uno de los principales puestos de control de entrada a la Zona Verde. Guiados por uno de los líderes de equipo de Mullins, se encaminaron hacia el este por la calle Yafa y después bajaron por un callejón que había detrás de los edificios hasta la calle Haifa; los ruidos de la batalla se hacían más fuertes a medida que se acercaban. Por los huecos que quedaban entre los edificios, veían a los iraquíes, hombres, mujeres abrazadas a niños, algunas empujando cochecitos, corriendo en dirección opuesta a la calle Yafa, huyendo de la batalla.
Se detuvieron junto a una construcción que daba a un aparcamiento situado detrás del hospital infantil. Era un área abierta y grande rodeada de arbustos. Si los insurgentes se habían hecho con el control del hospital, podrían estar metiéndose de lleno en una emboscada. El estrépito de la batalla era enorme, un staccato casi continuo de disparos de armas automáticas salpicado del estruendo de las descargas de cañón. Veían los destellos de los tiros que salían de las ventanas del hospital infantil.
Se organizaron en dos equipos A, Alfa y Bravo, y le asignaron a Carrie el nombre en clave de «Fugitiva». El sargento mayor Travis, al frente del equipo A Alfa, señaló que iba a entrar. Un momento después, mientras Travis corría hacia el aparcamiento, los miembros del otro equipo tomaron posiciones detrás de los coches aparcados para ofrecer fuego de cobertura si fuera necesario. Sin embargo, no hubo disparos de muyahidines desde las ventanas o desde el aparcamiento. Tal y como había anticipado el capitán Mullins, todo estaba concentrado en el lado del hospital que daba a la calle Haifa, donde se estaba desarrollando la batalla.
A pesar de que desde su posición no podía ver la batalla del puesto de control, Carrie calculaba que el coronel Salazar la había convertido en un área de combate. Con los tanques y las tropas atrincheradas para defender el puesto de control y los Bradleys y los demás hombres llegados desde atrás para acorralar a los muyahidines, el estruendo era más que considerable. No sabía qué había causado la gran explosión —si un artefacto explosivo improvisado, un coche, o qué—, pero probablemente los estadounidenses también habrían sufrido víctimas.
El brigada Blazell, al que los demás llamaban «Crimson» porque era de Alabama y así se llamaba el equipo de fútbol de la universidad local —un afroamericano de dos metros con la cabeza rapada y alrededor de treinta y cinco años al que Mullins había responsabilizado del cuidado de Carrie—, le dio unos golpecitos en el hombro y le indicó que debía seguirlo mientras el equipo avanzaba en zigzag por el aparcamiento, donde dos miembros de los equipos A se habían hecho ya con el control de la puerta trasera del hospital.
Carrie lo siguió a paso ligero; lo único que llevaba ella era la Beretta. Una vez que estuvieron al otro lado de la puerta, Crimson la empujó al suelo. De inmediato quedó claro por qué. Los disparos provenientes de todos los rincones del edificio y del puesto de control del exterior retumbaban por los pasillos. Había destellos de armas y balas por todas partes. El cuerpo de una mujer, una enfermera, con las piernas abiertas de par en par y el hiyab cubierto de sangre, descansaba en el vestíbulo.
Carrie siguió a Crimson, escudándose detrás de su enorme cuerpo, y al resto del equipo A Bravo mientras avanzaban corriendo por los pasillos, comprobando las habitaciones una a una. En una de ellas encontraron a niños enfermos acurrucados en el suelo con una enfermera, junto al cadáver de un iraquí con una bata blanca. «Un médico», pensó Carrie. No veía ni al equipo A Alfa ni al capitán Mullins, así que supuso que habían seguido adelante, tal vez hacia otra planta. Otro de los miembros del equipo A Bravo, colocado junto a la escalera, les hizo gestos de que habían limpiado aquella planta y de que se dirigieran a la siguiente.
Subieron la escalera a toda prisa y se diseminaron por una sala llena de camas vacías. Todos los niños estaban tumbados en el suelo, y las enfermeras y auxiliares gateaban de uno a otro. Algunos de ellos habían recibido impactos de bala que habían entrado a través de las ventanas hechas añicos y de las paredes del edificio que daban a la calle Haifa. Lloraban y chillaban y, mientras corría, Carrie estuvo a punto de pisar a un niño pequeño —debía de tener tres o cuatro años— que se agarraba el estómago para intentar contener la sangre y gritaba a voz en grito: «Ama! Ama!» «¡Mamá! ¡Mamá!» «Esto es el infierno. Así es como debe de ser», pensó ella.
Alguien, un insurgente surgido de la nada, pasó corriendo junto a la puerta y después volvió y les disparó con un AKM. Cuando Carrie golpeó el suelo, Crimson se volvió, apuntó y le devolvió los disparos con un único y fluido movimiento. Lo mató al instante y gruñó al hacerlo.
—¿Estás bien? —le preguntó ella.
No podía creerse cómo lo había hecho Crimson. Tenía una increíble naturaleza atlética y era sorprendentemente rápido y grácil para un hombre de su tamaño.
—Bala. Me ha dado en el chaleco —dijo él sin detenerse refiriéndose a su chaleco antibalas de Kevlar. Luego salió por la puerta a toda prisa, giró sobre sí mismo y disparó a otra persona en el pasillo.
Carrie no lo siguió, no haría más que obstaculizarlo. Ya volvería a por ella, decidió, pero preparó la Beretta por si alguien más entraba por la puerta. Gateó hasta la pared que había junto a la ventana destrozada y, tras ponerse de rodillas, echó un vistazo hacia el puesto de control del exterior por encima de los fragmentos de cristal. Daba la sensación de que los disparos llegaban desde todas partes. Junto al puesto de control había un tanque Abrams ennegrecido y ardiendo; a su lado, el chasis destrozado de lo que podría haber sido un coche o un camión. Coche bomba. Ésa debía de haber sido la explosión que habían oído desde el Centro de Convenciones, pensó, aturdida.
Un par de tanques Abrams, con las ametralladoras disparando continuamente y seguidos por decenas de soldados de infantería estadounidenses, avanzaban poco a poco desde el puesto de control. Un grupo de muyahidines parecía haberse refugiado en una zona herbosa, ajardinada, de la calle Haifa, al norte del cruce con la calle Yafa. Disparaban sin cesar desde detrás de los arbustos y los árboles, aunque también había proyectiles que procedían de varios edificios a ambos lados de la calle, entre ellos el propio hospital, desde una posición más baja y a la derecha de Carrie.
Detrás de los muyahidines del parque, bloqueándoles la salida, había dos vehículos de combate Bradley, uno que bajaba por la calle Haifa, el otro en Yafa, acercándose desde el puente de al-Jumariyah, de modo que los muyahidines quedaban totalmente acorralados en el parque. Ambos Bradleys disparaban sus armas ininterrumpidamente. De pronto, una bala atravesó la pared justo a su lado y Carrie se tiró de nuevo al suelo.
«Estúpida —se dijo—. ¿Acaso quieres que te maten?». Echó un vistazo a su alrededor. Era de suponer que el resto del equipo hubiera salido de la sala y avanzado por el pasillo, desde el que le llegaba el ruido de los disparos. Salió al corredor y alguien la agarró por la espalda rodeándole el cuello con un brazo. Gritó e intentó retorcerse para que la Beretta apuntara en dirección a su atacante, pero sintió que él le arrancaba la pistola de la mano. Era demasiado fuerte para ella.
El hombre la arrastró de espaldas hacia la escalera, medio ahogándola. Forcejeando para liberarse, Carrie le propinó un codazo. Lo oyó gruñir al recibir el impacto, pero el tipo se limitó a sujetarla con más fuerza. No podía verle la cara…, la manga era blanca; llevaba una bata de médico… pero sí podía olerlo. Un olor acre a sudor y miedo. Mientras la arrastraba hacia la escalera, Carrie vio a Crimson salir por una puerta: volvía a buscarla.
—¡Socorro! —gritó.
Quienquiera que la estuviera agarrando le puso la Beretta en la sien.
—Eskoot! —siseó. «¡Cállate!».
Crimson se puso de rodillas en posición de tiro con su M4.
—¡Suéltala! —gritó.
—¡Suelta el arma o la mato! —respondió el hombre también a gritos—. Déjala en el suelo o está muerta.
Crimson apuntó con la M4, absolutamente inmóvil.
—¡Crimson! ¡Dispara! ¡Confío en ti! —gritó Carrie.
—Te lo advierto… —comenzó a decir el hombre que la sujetaba.
Y Crimson disparó. Carrie sintió que la bala pasaba literalmente junto a su mejilla y, un instante después, el brazo del hombre desapareció. Él cayó al suelo, Carrie era libre. Se agachó y le quitó su Beretta al muyahidín muerto disfrazado de médico, que estaba tumbado de lado, mirando hacia la nada, con un agujero de bala en la frente.
—Gracias… —empezó a decirle a Crimson.
—Permanezca a mi lado, joder, señora. El capitán Mullins me matará si le ocurre algo —le ordenó, y, agarrándola de la mano, tiró de ella para que lo siguiera.
Corrieron hacia el resto del equipo A Bravo, que salía de un quirófano sacudiendo la cabeza. Crimson y ella se acercaron a los demás, pero uno de los soldados la detuvo.
—No quiere verlo, señora. No eran más que unos crios. Dos enfermeras y niños. Todos muertos —le explicó—. Créame, es una imagen que se le quedará grabada.
—Vamos, hijos de puta —gritó desde la escalera el sargento mayor Travis—. Nos quedan dos pisos más.
—¿Ha visto a Abu Ubaida? —vociferó Carrie.
—Hemos matado a ocho hajis. Puede comprobarlo más tarde —contestó Travis.
Siguió al sargento mayor y a los demás miembros del equipo hasta el piso superior, donde había un tiroteo. Uno de los suyos disparó su lanzagranadas hacia el otro lado de una puerta abierta y una avalancha de miembros del equipo A Bravo siguió hacia el interior de la sala. Sus subfusiles M5 no paraban de disparar. El ruido era atronador. Travis y un sargento se quedaron atrás. Travis apuntó entonces con su subfusil hacia una puerta con un cartel en el que se leía «Azotea» en árabe y en inglés. Abrieron la puerta y subieron por una escalera de metal hasta el acceso que daba al tejado.
Travis intentó abrir la puerta pero estaba cerrada con llave. Cogió una granada de mano y le hizo un gesto a Crimson, el más corpulento de los hombres presentes. Éste asintió, se preparó y pegó una patada que hizo que la puerta saliera volando. Travis arrojó una granada a través de la abertura en cuanto Crimson lanzó el golpe.
Todos descendieron uno o dos pasos en la escalera cuando la granada estalló en la azotea. Carrie se había quedado más atrás. Crimson estaba en medio de la puerta, disparando, y le impedía ver nada. Alguien disparó o lanzó una granada y la explosión retumbó en la escalera. Oyó el tartamudeo de otro AKM que abría fuego y después un grito: «¡Me han dado!».
Crimson apuntó y lanzó un proyectil desde su M4, y luego otro, y después otro.
De repente, el tiroteo cesó, aunque Carrie aún podía captar algún disparo esporádico y el singular estallido de un cañón a lo lejos. ¿Era uno de los tanques?, se preguntó. De pronto, el capitán Mullins y dos de sus hombres pasaron por su lado a toda prisa, salieron al tejado y se dispersaron por la azotea disparando mientras avanzaban.
—Oh, mierda… —dijo alguien.
El capitán Mullins gritó:
—¿Dónde está esa mujer? Fugitiva. ¡Traedla ya!
Crimson miró a Carrie y le hizo un gesto para que saliera a la azotea. Ella salió al exterior y la resplandeciente luz del sol la obligó a entornar los ojos. Uno de los miembros del equipo estaba vendándole un brazo a Travis. Los cuerpos de dos muyahidines habían caído derribados sobre un compresor de aire acondicionado, y otro cadáver con una bata blanca de médico estaba tendido boca arriba cerca del antepecho. Sin embargo, ésa no era la razón por la que Mullins la requería.
Un árabe con una chaqueta blanca de médico estaba de pie sobre el antepecho que bordeaba la azotea. En una mano sujetaba a un bebé que no llevaba más que un pañal y, en la otra, una granada de mano.
—¿Es él? —le preguntó Mullins con el rifle de asalto apuntando al hombre del antepecho—. ¿Es Abu Ubaida?
Era la cuarta vez que lo veía. La primera, en la foto con Dima que había conseguido en Beirut a través de Marielle; la segunda, en el souk; la tercera, en el vídeo de la casa de Romeo. La conmoción del reconocimiento fue inconfundible. Era Abu Ubaida.
—Es él —contestó ella—. Sin duda.
—¡Tú! Sahera americana —exclamó Abu Ubaida sin apartar la mirada de ella. La había llamado «bruja». Así que él también la reconocía—. Del souk.
—Soy yo —repuso Carrie.
—Me largo —les dijo el hombre en inglés—. Si alguien intenta detenerme, el bebé muere. Si me disparáis, se me caerá la granada y también morirá.
—Tú no vas a ninguna parte —intervino Mullins. Las armas de casi una docena de soldados estadounidenses que lo acompañaban en la azotea apuntaban a Abu Ubaida.
—Entonces el bebé morirá —amenazó Abu Ubaida, y apretó la granada contra el cuerpo de la niñita, que no dejaba de retorcerse entre sus brazos.
—Suéltala —ordenó Mullins—. Es el único final posible para esto.
—Si quieres matarla, es tu propia alma. Yo estoy listo para morir —repuso Abu Ubaida.
—No irás a la Yanna —señaló Carrie. Se refería al cielo musulmán.
—Sí iré. Es la yihad.
—Así no. Alá no perdonará algo así —insistió mientras lo observaba con atención.
No sabía qué iba a hacer, pero veía en sus ojos que ya lo había decidido. Sin embargo, antes de que pudiera gritar o hacer cualquier cosa, Abu Ubaida dejó caer a la niña y lanzó la granada directamente contra Carrie. Antes de que nadie pudiera reaccionar, él gritó «Allahu akbar!», «¡Alá es grande!», y saltó del tejado.
La granada iba directa hacia ella y el capitán Mullins. Cuando rebotó sobre la azotea, a apenas un metro de distancia de ellos, Crimson, moviéndose a una velocidad extraordinaria, saltó delante de ella e, increíblemente, la pateó como si fuera un balón de fútbol. Una milésima de segundo después de separarse de su pie, la granada estalló.
La explosión le arrancó la pierna al soldado a la altura de la rodilla, y los fragmentos de metal salieron propulsados directamente hacia ellos. Carrie pensó que estaba muerta, pero el inmenso cuerpo de Crimson y su chaleco de Kevlar la protegieron a pesar de que él se quebró como un árbol. El capitán Mullins y dos de sus hombres recibieron múltiples impactos de la metralla. Mullins tenía parte de la mejilla completamente abierta, pero Carrie estaba intacta. La niña estaba sentada en la azotea, junto al antepecho, chillando a voz en grito, pero al parecer también ilesa.
Uno de los otros soldados echó a correr hacia Crimson, que estaba tumbado en el suelo, y comenzó a trabajar para hacerle un torniquete en la pierna. La sangre brillante manaba rítmicamente del muñón. El pie de Crimson, aún con la bota de combate puesta, estaba a escasos metros de distancia sobre la azotea. El capitán Mullins, sangrando, también se acercó mientras los demás soldados se dispersaban para asegurar la azotea.
Carrie sabia que debía quedarse y ayudar, especialmente a Crimson, pero no podía. Tan sólo podía pensar en Abu Ubaida. Tenía que ver qué había pasado. Se volvió y regresó corriendo a la escalera metálica mientras pensaba para sí: «¿Qué clase de mierda soy? Me ha salvado la vida, dos veces…, ¿y lo único que me importa es la misión?». Pero no podía contenerse. Bajó corriendo por la escalera hasta la planta baja y salió por la puerta de la calle Haifa, consciente de que pensaría en lo que estaba haciendo en ese instante durante años y años, a lo largo de las largas noches insomnes en las que la clozapina no funcionara. Abu Ubaida estaba tendido en la acera a unos cincuenta metros de distancia. La chaqueta blanca de médico que llevaba se había oscurecido por la sangre bajo la brillante luz del sol.
Carrie se acercó a él con las entrañas temblorosas. Excepto por el charco de sangre que se iba formando detrás de su cabeza, el hombre de la acera tenía exactamente el mismo aspecto que en el souk de Ramadi. Con los ojos abiertos, miraba distraídamente hacia el cielo, y Carrie no tuvo que agacharse y tomarle el pulso para ver que estaba muerto.
Sintiéndose como si una persona que no era ella controlara sus movimientos, apuntó con su Beretta al rostro de Abu Ubaida. «Esto es por Ryan Dempsey, maldito hijo de puta», pensó, e ignorando el hecho de que ya estaba muerto, apretó el gatillo.