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Centro de Inteligencia George Bush, Langley, Virginia

Mientras examinaba los archivos sobre Dima que se había llevado de la NSA en el disco duro, Carrie observó que a las 15.47 horas del día en que aquélla había desaparecido su último teléfono móvil había estado en una peluquería de Ras Beirut. Después, ni rastro. Comenzó a ir hacia atrás, tratando de identificar cada contacto de teléfono móvil. ¿Era la peluquería un intermediario o Dima simplemente había querido arreglarse el pelo? Una llamada de Estes la interrumpió.

—Sube a mi oficina. Ahora —dijo, y colgó.

«Bueno, por fin», pensó Carrie, preguntándose si la llamada tendría que ver con el correo electrónico que le había mandado sobre los Sawarka, una tribu beduina salafista del norte del Sinaí, y la posibilidad de un ataque terrorista contra turistas en Sharm el-Sheikh y en Dahab, cosas que había obtenido de la Casa Negra. Mientras se dirigía a la oficina de Estes, iba pensando en eso y en Dima. ¿Por qué no había aparecido… o por qué no había al menos alguna noticia sobre ella? Si hubieran encontrado un cadáver, estaba segura de que Virgil la habría contactado.

Cuando llamó a la puerta y vio a Saul en la oficina con Estes con expresión preocupada, se dio cuenta de que había algo más.

Estes no sonrió, simplemente le indicó con un gesto que tomara asiento. Saul, sentado en otra silla, no la miró. «Joder», pensó Carrie.

El sol de la tarde brillaba sobre la ventana que había a sus espaldas, mientras su reflejo casi oscurecía la vista del patio que se extendía entre el Centro George Bush y el edificio del viejo cuartel general, donde unos cuantos miembros del personal se encontraban sentados al aire libre en mangas de camisa. «Qué tiempo tan extraño», pensó Carrie al tiempo que, de pronto, su mente se apercibía de todo. Algo estaba a punto de suceder. Notaba que sus desmadrados circuitos eléctricos echaban chispas.

—¿En qué coño estabas pensando? —le soltó Estes—. ¿Es que estás completamente loca?

—¿Pensando sobre qué? ¿De qué está usted hablando? —inquirió ella.

—No finjas que no estuviste en la NSA. Sola. Sin autorización. ¿Tienes la más mínima idea de la cantidad de procedimientos que has quebrantado? —espetó Estes.

—Te advertí que no lo hicieras, Carrie —intervino Saul en voz baja.

—¿Cómo lo ha averiguado? —quiso saber ella.

—Recibí un correo electrónico muy cordial de un directivo de grado medio de allí llamado Jerry Bishop. Agradecía tu visita, que había allanado la rivalidad entre agencias y todo eso. Me hacía saber, muy amablemente, que había tenido lugar a pesar de las normas. Le parece una buena idea. Lo único que faltaba era una sugerencia de que tostemos malvaviscos juntos alrededor de un fuego de campamento. Salvo que no quiero que se repita, Carrie. Somos consumidores suyos, nada más. Además, no tenemos ni tiempo ni recursos para revisar su mierda, tal como están las cosas. No puedo admitirlo. Y lo que es más importante —señaló vagamente al techo—, tampoco pueden nuestros jefes de arriba.

—¿Ni siquiera cuando resulta productivo? Descubrí una cosa. Los miembros de las tribus del Sinaí. Usted dijo que lo quería todo. Le mandé un correo —le dijo a Estes, temerosa de mirar a Saul.

—Fantástico. Los miembros de las tribus del Sinaí. Alertaré a Lawrence de Arabia. ¿En qué demonios estabas pensando, Carrie? ¿Tienes idea de cómo estamos en términos de presupuesto? ¿Sabes que el Senado se muere por cortarnos las pelotas si observa la más mínima redundancia?… Y tú vas y te das un paseo hasta Fort Meade, violando acuerdos que hemos tardado años en alcanzar. —Negó con la cabeza—. La delegación de Beirut señaló que estabas fuera de control, pero Saul me convenció de lo contrario. Esto no lo puedo consentir.

—¿Qué me dice de los Sawarka? —preguntó Carrie. Estuvo a punto de mencionar los registros que faltaban en la base de datos de la NSA y el material censurado del CTC, pero algo le dijo que no debía hacerlo: «Atente a los yihadíes».

—Saul avisó al Servicio de Investigaciones de la Seguridad del Estado egipcio. Dijeron que lo investigarían. También los israelíes. Ése no es el problema.

—Entonces, dígame cuál es el problema, David —repuso ella, poniéndose en pie para enfrentarse a él—. Porque me sacaron de Beirut en medio de una operación en la que tenemos a una agente desaparecida de la faz de la tierra después de que Hezbolá y la DGS atacaron a uno de sus agentes de operaciones, a mí —se golpeó en el pecho—, y no sólo nadie lo ha investigado, sino que nadie ha sido lo bastante inteligente como para formular la pregunta «¿Por qué?». Además, les proporcioné datos significativos sobre un importante ataque terrorista contra Estados Unidos que me facilitó una fuente altamente fiable y hasta ahora no parece importarle a nadie un carajo salvo a mí. Así que dígame cuál es el maldito problema.

Esta vez miró a Saul, y estaba verdoso, como si tuviera náuseas.

—Siéntate. Lo digo en serio —terció Estes con rabia.

Ella se sentó. Inspiró una vez, y luego otra.

—Mira, Carrie. Esto no es el ejército. Aquí no sólo damos órdenes. De los nuestros se espera que actúen con independencia, que piensen por sí mismos. Desde el punto de vista de la gestión, es como poner en orden una jaula de grillos. Pero ése es el precio que se paga por tener gente competente que desentierra cosas en lugares que nadie esperaría y que puede salvar a toda una nación. Por consiguiente, les damos mucha libertad de acción, pero esto pasa de castaño oscuro.

»Saliste de la Agencia completamente sola. Rebasaste sobradamente el parámetro de la «necesidad de saber», que es el motivo por el que sólo permitimos contactos autorizados entre agencias a través de los canales normales. La tarea de la NSA es proporcionarnos datos. Punto. Ellos no tienen expertos en análisis de inteligencia para convertir datos brutos en información útil. Nosotros sí. La mayoría de la gente de todo este campus no hace más que analizar datos. Si metemos a la NSA en nuestras actividades, el Congreso tiene derecho a preguntar para qué demonios nos pagan. Y si quieres que haga algo en relación con esa presunta información sobre un ataque que justifica una actuación, será mejor que me des algo con lo que trabajar, maldita sea.

»Además, mientras tú estás ocupada jugando en tu arenero con el Sinaí y Beirut, no le prestas atención a al-Qaeda, especialmente en Iraq, que es en lo que yo necesitaba que te concentraras y el único motivo por el que estás aquí.

—También estoy investigando Iraq. Yo…

—Déjate de gilipolleces, Carrie. No tenemos tiempo para eso. Lo que acaba de suceder en Abbasiya es un regalo para los malos. No puedo tenerte por ahí haciendo lo que te da la gana. Las cosas no funcionan así. —Negó con la cabeza—. En cualquier caso, he dado parte a Recursos Humanos. Estás fuera del CTC. En realidad, no sólo del CTC, sino también del Servicio Nacional Clandestino. Aquí has terminado. ¿Saul? —dijo mirando a Berenson.

Carrie se sintió como si le hubieran propinado un puñetazo en el estómago. Tenía ganas de devolver. Aquello no podía estar pasando. ¿Es que no entendían lo que estaba sucediendo? Archivos que faltaban, un posible ataque terrorista… Nadie más se había dado cuenta, ¿y ahora se deshacían de ella?

—Carrie, tienes un gran talento. Tus habilidades lingüísticas, tu instinto —declaró Saul con las manos juntas, casi como si estuviera rezando—. Pero nos has obligado a ello. Te vamos a reasignar.

Sintió una oleada de alivio. No era una buena cosa, pero no la despedían.

—Creí que estaba fuera del NCS —soltó.

—Lo estás —manifestó Saul, mirando a Estes—, te vamos a trasladar a la OCSA, la División de Análisis de Inteligencia.

—Con efecto inmediato —terció Estes—. Se acabó el trabajo de campo, Mathison. Has terminado.

—¿A quién le has hinchado las pelotas? —le preguntó su compañera de trabajo del despacho de al lado, Joanne Dayton.

Rubia, ojos azules, con algo de sobrepeso y lo bastante guapa como para haber sido animadora en el instituto, pero, según le había dicho ella misma, había sido una drogata, no una chica buena. «De lo contrario, nunca habría acabado en este lugar», había añadido en un susurro al tiempo que ponía los ojos en blanco.

—A David Estes —respondió Carrie.

—¿De verdad? —terció Joanne, mirándola ahora con mayor interés—. Me sorprende que sigas trabajando aquí. —Se aproximó a ella. De chica a chica—. ¿Qué hiciste?

«¿Que qué hice?», pensó Carrie. No había permitido que la secuestraran ni que la mataran. Desde que había empezado a correr para salvar la vida en la avenida Michel Bustros, en realidad no había parado.

—Aunque parezca mentira, mi trabajo —respondió.

Su nuevo jefe era un hombre de origen ruso, alto y de aspecto extraño, con los brazos y las piernas desproporcionadamente más largos que el torso, como si su cuerpo estuviera hecho de pedazos desechados de otra gente y ensamblados de algún modo entre sí como una de las torres Watts. Alguien había dicho que lo habían herido en Bosnia, pero nadie hablaba de ello. Se llamaba Yerushenko. Alan Yerushenko. «No sé por qué te trasladaron del NCS y tampoco me importa —le había dicho a Carrie mirándola a través de sus gafas oscuras—. Tal vez no seamos los chicos glamurosos de la empresa, como los de al otro lado de la casa, pero creo que lo que hacemos es importante. Y espero un informe diario de tus progresos».

«Vete al infierno», pensó Carrie.

—¿Qué le pasa a Yerushenko? —le preguntó a Joanne.

—Es muy riguroso. Pero podría ser peor. No es completamente idiota. Sólo en su mayor parte. —Sonrió.

Yerushenko la puso a analizar los datos sobre Iraq que aportaban los recolectores de inteligencia, agentes de la CIA que recogían la información facilitada por los agentes de operaciones y la mandaban a Langley para su análisis y evaluación. «Tienes que asignar probabilidades de credibilidad y exactitud —le indicó—. La regla general es que la mayoría de ellos son apenas creíbles y el resto son incluso peor».

Carrie comenzó a trabajar en informes sobre AQI, al-Qaeda en Iraq. Su líder era una figura misteriosa que utilizaba el nom de guerre de Abu Nazir. Había oído hablar de él por primera vez el año anterior, cuando estaba siguiendo una pista en Bagdad. Pero era como un fantasma. Casi no había nada real sobre él. Tampoco se sabía gran cosa de él personalmente, aunque se sospechaba que se encontraba en la provincia de Ambar, donde había intimidado a los jefes tribales cortándole la cabeza a todo aquel que se interponía en su camino. En ocasiones, los dejaban colgados de postes a lo largo de las carreteras como horripilantes indicadores. También se mencionaba a un lugarteniente suyo igualmente despiadado, sobre el que se sabía aún menos, cuyo nombre en clave era Abu Ubaida.

Pero no podía concentrarse. Se sentía humillada, tenía ganas de vomitar. ¿Por qué se habían portado con ella de aquel modo? ¿Por qué la había abandonado Saul? ¿Y por qué no la escuchaban? Habían planeado un ataque contra Estados Unidos que podría tener lugar dentro de unos pocos días o semanas y a nadie parecía importarle.

Carrie se dirigió al aseo de señoras, entró en uno de los compartimentos y cerró la puerta. Sentarse sobre la tapa del váter con la cara entre las manos era lo único que podía hacer para evitar ponerse a gritar a pleno pulmón.

¿Qué estaba pasando? Sentía una especie de cosquilleo en la piel. Un hormigueo, como cuando a uno se le duerme un pie. «Es estrés. Una sacudida hormonal», se dijo. El estrés estaba interfiriendo con su medicación, dejando los circuitos fuera de combate. Se frotó la piel de los brazos para intentar detener el hormigueo. No surtió efecto. Entonces lo entendió. Le quedaba poca clozapina, por lo que había empezado a tomarla a días alternos. El trastorno bipolar estaba empezando a manifestarse. Estaba entrando en un episodio depresivo.

Miró el compartimento en el que se encontraba como un animal enjaulado. Tenía que irse a casa.