31

Al-Ta’mim, Ramadi, Iraq

Fue el joven marine, el cabo segundo Martínez, quien lo divisó: un delgado tubo de metal oculto casi por completo bajo unos escombros en mitad de la calle que apenas sobresalía del asfalto.

—Probablemente un detonador por presión —dijo.

Había detenido su Humvee blindado a unos escasos sesenta centímetros de él. Otro medio segundo y habrían pasado sobre el artefacto, lo que habría sido el fin de Carrie. Todos estaban viviendo un tiempo prestado, pensó ella mientras se secaba el sudor de la frente con la manga. La temperatura ya rondaba los cuarenta. Llevaba puesto un uniforme de marine demasiado grande para ella, con un estampado de camuflaje en el desierto y un hiyab; su abaya y sus efectos personales estaban en una mochila que llevaba a su lado en el asiento.

Estaban intentando alcanzar el centro gubernamental, donde se encontraban las oficinas centrales en Ramadi del gobierno provisional regional iraquí, protegido por el III Batallón, 8.º Regimiento de los marines. Carrie ya pensaba que Ramadi era el lugar más mortífero del planeta, pero esa parte de la ciudad era aún peor, parecía directamente sacado de un documental de la segunda guerra mundial. No quedaba ni un solo edificio intacto; nada mostraba actividad y nada se movía por las calles, a excepción de algún gato esquelético que caminaba por encima de un montón de basura. Mirara hacia donde mirase, había edificios hechos añicos, armazones de vehículos destrozados en proceso de oxidación, escombros y basura putrefacta.

Martínez hizo retroceder el vehículo unos cuantos metros y después, con cuidado, avanzaron rodeando el tubo metálico y continuaron circulando por la calle desierta. Virgil y Warzer, en los asientos traseros, escudriñaban los edificios en ruinas y los cascotes en busca de francotiradores, mientras que Carrie, en el asiento frontal del pasajero, intentaba mantener la compostura con las manos temblorosas.

Había matado a Dempsey, se repetía una y otra vez en su mente. Toda aquella operación era una locura, pero, con la batalla recrudeciéndose en Ramadi, Abu Ubaida a punto de actuar en Bagdad y todas sus dudas sobre Romeo —que como mínimo era un agente doble—, mandar al marine por la autopista 11 sin duda había sido una misión suicida. Si ella había estado rastreando a Romeo para llegar a Abu Ubaida, también era posible que Abu Ubaida hubiese estado haciendo lo mismo, utilizar a Romeo para llegar a ella y a su equipo.

Pero ¿qué otra cosa podría haber hecho? Estaban a punto de cometerse un par de asesinatos que provocarían una guerra civil. Romeo no debía de haber mentido al respecto porque, si no sucedía como le había contado, ella acabaría con él y con su familia con tan sólo hacer que los marines se mostraran amables con ellos y los ayudaran.

No había elección. Tenía que hacer llegar la información a Langley. No importaba nada más. Dempsey era marine. Seguro que lo había entendido, se dijo. Sólo que en ese momento Abu Ubaida, y puede que Abu Nazir también, estaban en posición de atacar su objetivo… y Dempsey estaba muerto.

—¿Dónde? ¿Qué ha pasado? —le había preguntado a Warzer, tan aturdida que a duras penas si podía respirar.

—Según las Fuerzas de Seguridad Iraquíes, ha sido sólo unos cuantos kilómetros antes del puente de entrada a Faluya. En ese tramo desierto de la autopista 11 entre el canal Duban y el lago Habbaniyah. En la carretera había algo que hizo que Dempsey redujera la velocidad y, entonces, detonaron un artefacto explosivo improvisado. Dicen que ha dejado un cráter de cuatro metros de profundidad en la calzada. No creo que haya quedado mucho —Warzer hizo una mueca de dolor.

«Oh, Dios mío, oh, Dios mío», pensó Carrie. Y entonces llegó la pregunta que no pudo evitar formular:

—¿Se sabe si ha sido fortuito o si lo estaban esperando?

—No hay forma de saberlo —contestó Warzer—. Podría haber sido sólo mala suerte.

Pero no lo era. No cuando jugabas con un agente doble como Romeo, que podía proporcionar información sobre ella, y es posible que también sobre su equipo, directamente a Abu Ubaida, y quizá incluso al propio Abu Nazir. Dada esa combinación, ¿qué probabilidades había de que hubiera sido fortuito? La conclusión era inevitable.

«Yo lo he matado —pensó Carrie—. Soy un peligro para cualquiera que se acerque a mí. Dima, el matrimonio de Estes, Rana, incluso Fielding, y ahora Dempsey. Para cualquiera». Deseaba acurrucarse en un rincón y no volver a moverse. Sentía la pérdida de Dempsey como un dolor físico, como si alguien la hubiera apuñalado en el pecho. Pero no podía derrumbarse. No en ese momento; no cuando todo, la guerra entera, estaba en juego. «Mantén la compostura, Carrie —se dijo—. Podrás sentir pena por Dempsey y por ti más tarde. No tienes opción. Aquí nadie la tiene… y tú tampoco».

Pasaron por delante de una mezquita con una cúpula puntiaguda de metal gris que permanecía extrañamente intacta, y después giraron por una calle sembrada de escombros. Oyeron disparos de armas automáticas y explosiones por delante de ellos. Martínez detuvo el Humvee y cogió el micrófono de la radio SINCGARS.

—Eco Uno, aquí Eco Tres. Estamos en la Zona Roja Alfa —dijo. Después escuchó y continuó—: Romeo eso. Encended el fuego, vamos a entrar. —Volvió la mirada hacia los demás—. Esperad, chicos. Va a ser como el 4 de julio.

Martínez puso el Humvee de nuevo en marcha y avanzaron a trompicones. Aceleró y comenzaron a balancearse al pasar sobre los surcos y los cascotes en dirección a un enorme edificio rectangular de hormigón situado en medio de una gran explanada abierta. Delante de él se alzaba un elevado muro de sacos de arena. «Eso debe de ser el centro gubernamental», pensó Carrie. Todos los edificios de la calle que llevaba hasta él estaban completamente destrozados; alguno mostraba lo que quedaba de sus dormitorios, con jirones colgantes de sábanas y marcos de fotos rotos sobre las paredes.

A medida que recorrían la calle, con Martínez acelerando el Humvee al máximo, los edificios cobraron vida repentinamente gracias a los destellos de las armas y al stacatto de los AKM que les disparaban; las balas rebotaban contra el acero blindado del vehículo. Carrie se hizo un ovillo en su asiento al tiempo que pensaba: «Hoy no salimos de ésta». Una serie de granadas propulsadas estalló delante de ellos. Martínez viró, pero de pronto el parabrisas se llenó de grietas provocadas por la metralla. Una bala entró por la ventana abierta y a punto estuvo de impactar en la cara de Carrie.

Al mismo tiempo se produjo un rugido de respuesta en el centro gubernamental, cuando los marines situados tras las barricadas de sacos de arena y en las ventanas y el tejado del ingente edificio lanzaron contra las ruinas de las que provenía el fuego insurgente un tiroteo devastador. Se oyó el sonoro estallido percutor de un arma grande, y la pared de una construcción cercana al Humvee explotó provocando una tormenta de fragmentos de ladrillo. El AKM que les había disparado desde aquel edificio se sumió en el silencio.

—Eso es el M1 Abrams —explicó Martínez refiriéndose al arma grande.

Aceleró al máximo para acercarse a un hueco estrecho abierto en la barricada y entró por él a toda prisa. El marine hizo entonces que el Humvee diera un radical giro de noventa grados y se detuvo a la sombra de la barricada. Junto al edificio, Carrie vio el tanque M1, que había lanzado el disparo contra el edificio. Probablemente le hubiera salvado la vida, pensó cuando salieron y echaron a correr hacia el interior del centro gubernamental.

Incluso antes de entrar, Carrie sintió la embestida de un intenso hedor a orina, basura en descomposición y cuerpos desaseados. Percibió el zumbido de un generador que servía de trasfondo al casi constante ruido de los disparos salpicado de explosiones. El centro gubernamental estaba lleno de marines, algunos en las aberturas de las ventanas —desaparecidas hacía tiempo— disparando contra los armazones de los edificios derruidos que rodeaban la plaza. Unos cuantos funcionarios iraquíes, con los trajes sin planchar, se movían como fantasmas entre los marines, varios de los cuales, a pesar del tiroteo, dormían tumbados sobre el duro suelo de baldosas. Otros se movían de un lado a otro mientras trabajaban procurando no pisar a los soldados que dormían.

Un marine que había junto a la abertura de una ventana dejó de disparar para comer algo sacado de una ración de comida preparada; otros dos bajaron la escalera cargando con un pesado cubo que, aun envuelto en plástico, apestaba a residuos fecales.

—Perdón por el olor. No hay agua corriente —les dijo Martínez—. La oficina del comandante está en el segundo piso.

—Gracias, cabo segundo —contestó Carrie, y se dirigió hacia la escalera mientras se quitaba la parte del hiyab que le cubría la cabeza y sacudía su largo pelo rubio.

Al instante, los marines abandonaron sus respectivas tareas y la miraron como si fuera una criatura procedente de otro planeta. Cuando empezó a subir la escalera, alguien lanzó un aullido de lobo.

Carrie estuvo a punto de responder, pero el recuerdo de Dempsey la golpeó con fuerza, como el dolor de un miembro amputado. Por dentro sentía náuseas, temblaba. ¿Era la medicación? «No puedo hacerlo —pensó, y de inmediato se dio cuenta—: No hay más opción. Tengo que hacerlo». No era sólo la misión, sino la guerra en sí.

En el segundo piso pidió indicaciones a un par de marines que se limitaron a mirarla con fijeza y a señalar un despacho. Un cartel manuscrito pegado en la pared rezaba: «Teniente coronel Joseph Tussey, III Batallón, 8.º Regimiento, Cuerpo de Marines de Estados Unidos». No había puerta. Carrie, seguida de Virgil y Warzer, dio unos golpecitos en la pared y entró.

Tussey, sentado detrás de un escritorio de metal, era un hombre esbelto de tamaño medio, unos cincuenta y ocho, cabello escaso y cortado a lo marine, ojos del pálido azul del hielo ártico. En la pared que había a su lado descansaba un mapa de Ramadi salpicado de chinchetas de colores. Cuando entraron, su mirada les sugirió que eran tan bienvenidos en su despacho como una plaga de langostas.

—Buenos días, coronel. Soy Carrie Mathison. Éstos son Virgil Maravich y Warzer Zafir. Trabajábamos con… —Estaba a punto de decir «el capitán Dempsey», pero no fue capaz de pronunciar las palabras. Eso era todo cuanto podía hacer para no echarse a llorar como una niña pequeña delante de aquel oficial de aspecto grave.

—¿Qué demonios están haciendo en medio de un campo de batalla? —espetó Tussey—. Mis hombres no tienen tiempo de jugar a las niñeras.

—No necesitamos ese tipo de cuidados —repuso ella—. Pero sí voy a precisar de una buena parte de sus hombres y de algo de apoyo, incluyendo un vehículo aéreo no tripulado.

—No sé quién coño se cree que es para entrar aquí, pero tenemos una batalla entre manos y lo único que voy a permitirles que hagan es agacharse hasta que podamos encontrar la forma de sacarlos echando leches de Ramadi… y de mi vista. Lárguense —gruñó Tussey, y comenzó a teclear en su ordenador portátil.

Warzer hizo ademán de marcharse, pero Carrie le indicó que se quedara. Al cabo de un minuto, el marine levantó la vista.

—¿Por qué siguen ahí de pie? Les he dicho que se larguen —ordenó alzando la voz.

—Lo siento, coronel —contestó Carrie—, pero voy a necesitar un poco de ayuda. Al menos un par de pelotones o más. Y comunicaciones. Necesito comunicaciones seguras con Bagdad y Langley lo más rápidamente posible.

—Mire, señorita como cojones quiera que se llame, salga ahora mismo de mi despacho o haré que la encierren. Y si cree que este agujero de mierda huele mal…

Carrie les indicó con un gesto a Virgil y a Warzer que se marcharan. Aguardó hasta que salieron y entonces rodeó el escritorio y se coloco justo delante de Tussey.

—Entiendo su situación, coronel, y créame, no tengo ningún interés en competir con usted para ver quién los tiene más gordos. Pero antes de que nos encierre en lo que quiera que se considere una celda en este estercolero, permítame coger el micrófono de una radio y haré que el general Casey, comandante de las fuerzas multinacionales en Iraq, le ordene personalmente que coopere conmigo. Además, cuando oiga lo que tengo que decirle, va a querer darme cuanto pueda.

Tussey exhaló lentamente.

—Muy bien, señorita, he de admitirlo: tiene usted pelotas. Siéntese —ofreció mientras señalaba una silla plegable de metal.

Carrie se sentó.

—Mi misión es clasificada, coronel. Pero hace unas horas localizamos a los líderes de AQI, Abu Nazir y Abu Ubaida, los hombres que lideran a la gente que están intentando matar a sus hombres en este mismo momento. Están al oeste de aquí, en la fábrica de porcelana del distrito de al-Ta’mim, en la autopista 10. Deme a unos cuantos de sus hombres y acabaremos con ellos —dijo.

—¿Así, sin más? —preguntó él al tiempo que hacía chasquear los dedos.

—Así, sin más —contestó Carrie.

—¿Cómo sabe que están allí? —quiso saber Tussey.

—Tenemos un agente doble, un oficial de AQI, dentro. Lo llevaron allí para que lo interrogara el propio Abu Nazir. Lo rastreamos por medio de un teléfono móvil que le dimos.

—¿Abu Nazir? ¿Ese Abu Nazir?

—Sí.

—¿Y Abu Ubaida también? ¿Cómo sabe que está allí?

—Ayer lo vi con mis propios ojos en el souk. Además, colocamos micrófonos y cámaras en casa de nuestro agente doble. Abu Ubaida fue a buscarlo allí.

—¿Lo vio? ¿En el mercado? ¿Una mujer estadounidense paseándose por ahí como una turista y aún está viva?

—Llevaba esto puesto. —Sacó su abaya de la mochila para mostrársela—. Una mujer con una abaya es invisible para muchos hombres en esta parte del mundo, coronel. Le sorprendería.

—Es posible. —Tussey frunció el ceño—. Ha pasado mucho tiempo. A estas alturas podrían estar todos camino de Siria, joder.

—Excepto si quieren interrogarlo. Lleva tiempo. Todavía están allí.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque el móvil no se ha movido —informó ella al tiempo que se inclinaba hacia adelante—. Venga, coronel. Deme unos cuantos marines. Abu Nazir y Abu Ubaida son listos como el demonio. Sin su liderazgo, esos muyahidines que les disparan a usted y a sus hombres no valen para nada. Desaparecerán.

—Puede que el móvil no se haya movido porque lo hayan dejado atrás. Puede que su hombre de dentro esté muerto. Puede que sea una trampa.

Carrie no contestó de inmediato, sino que miró hacia una abertura irregular que había en la pared, detrás del coronel, y que una vez había sido una ventana. El sol brillaba con fuerza y el día se iba tornando cada vez más caluroso. El hedor procedente de abajo debido a la falta de inodoros era indescriptible. «¿Cómo demonios pueden seguir aquí?», se preguntó.

—Tal vez. Es muy posible —admitió finalmente—. Pero Abu Nazir y su mano derecha asesina, Abu Ubaida, son responsables de la muerte de cientos de estadounidenses. Ésta es la mejor oportunidad que jamás hayamos tenido contra ellos.

—¿Con quién ha dicho usted que trabajaban como enlace? —le preguntó el coronel.

—Con el capitán Dempsey. Ryan Dempsey, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos —contestó Carrie, incapaz de controlar el temblor de la voz—. Task Force 145.

—Lo conozco. ¿Dónde está? ¿Por qué no está con ustedes?

—Lo han matado esta mañana. En la autopista 11, a las afueras de Faluya. Acabo de enterarme hace una hora —le explicó con las manos trémulas—. Estoy en posesión de una información urgente que he de hacer llegar a Langley y a la sede de las USF-I. No disponíamos de comunicaciones telefónicas, ni tampoco de internet. Ha sido culpa mía. Yo lo he matado. —Apretó la mandíbula y tuvo que esforzarse para mantener el control—. No va a ser en vano.

El coronel se puso en pie.

—Como un marine —dijo, y le rozó el hombro con el puño cuando pasó por su lado de camino hacia el mapa para estudiar la ubicación de la fábrica de porcelana en la autopista 10 del distrito de al-Ta’mim. Luego volvió la mirada hacia ella—. ¿Cuántos hombres tiene Abu Nazir consigo en la fábrica?

—No lo sé —repuso Carrie al tiempo que se encogía de hombros—. Podrían ser diez, pero también podrían ser cien.

—No puedo darle un par de pelotones. La verdad es que ni siquiera puedo prescindir de una escuadra. Pero le daré un escuadrón. Eso son dos escuadras. Es probable que pierda a la mitad a dos manzanas de aquí —masculló el coronel.

—¿Y qué hay de un Predator?

Un vehículo aéreo no tripulado Predator armado con misiles Hellfire ayudaría a nivelar la batalla, aun cuando no contaran con más que un escuadrón de ocho marines.

—Eso depende de ustedes, los clandestinos, o de las Fuerzas Aéreas. Si su relación es tan buena con la sede de las USF-I como asegura, debería poder solicitar uno. Pero si yo fuera usted, me daría prisa. Los hajis han intensificado sus ataques exponencialmente. Se acerca algo grande, y pronto. Muy pronto —aseguró el coronel.

La fábrica de porcelana, o lo que quedaba de ella, era el armazón de arenisca de un edificio situado en un enorme terreno vacío a alrededor de un kilómetro al sur del Ramadi Barrage, una presa de acero y hormigón construida sobre el canal del Éufrates. Una alambrada metálica encima de una berma de hormigón agrietado rodeaba por completo las instalaciones de la fábrica. El día era caluroso y una ligera brisa arrastraba polvo del desierto.

Carrie estaba con el sargento Billings, un antiguo ranchero de Montana con los hombros del tamaño del Half Dome[4] del parque Yosemite, en la planta baja de las ruinas de una casa destrozada enfrente de la fábrica. El sargento había desplegado una escuadra de infantería de cara a la fábrica, y la segunda escuadra detrás del hormigón y de la alambrada metálica en el lado opuesto de las instalaciones. Había posicionado a su artillero en un Humvee blindado, parapetado entre los escombros tras su posición, con otro marine como conductor. Cuando comenzara el tiroteo, utilizarían el Humvee para bloquear la carretera e impedir cualquier intento de huida por parte de los terroristas.

Sólo que, ¿dónde estaban los muyahidines?, se preguntaba Carrie. Si Abu Nazir y/o Abu Ubaida estaban allí dentro, debería haber insurgentes armados de al-Qaeda pululando por toda la zona. En cambio, no había nadie. ¿Qué había salido mal? ¿Habían tardado demasiado en llegar?

Aun así, estaban allí. Lo sabían porque Virgil había activado el software del móvil de Romeo, que les permitía escuchar subrepticiamente todo lo que se decía cerca de él. El alcance se limitaba a uno o dos metros de distancia del teléfono. Y lo que estaban captando era un interrogatorio.

Virgil le había pasado a Carrie un auricular conectado a su portátil para que pudiera escucharlo. Alguien —podría ser Abu Ubaida o incluso el propio Abu Nazir— le estaba haciendo preguntas a Romeo. Las respuestas de Romeo estaban entremezcladas con gritos.

—¿Esa mujer era una puta sharmuta de la CIA? —oyó preguntar al interrogador. A Carrie le sonó como la voz de Abu Ubaida en el vídeo grabado en casa de Walid.

—Nunca lo dijo de manera explícita, pero sí, lo dio a entender —oyó que contestaba Walid. Sí, era su voz, estaba segura de ello.

—¿Cómo se llamaba?

—No lo sé. ¡Aaaaahhhhh! —gritó Walid.

—¿Cómo se llamaba?

—¡Aaaaahhhhh! ¡Por favor! Si lo supiera te lo diría. Lo juro —balbuceó Walid.

—¡No blasfemes! ¿Cómo se llamaba?

—¡Aaaaahhhhh! ¡Por favor! ¡Aaaaahhhhh! Sólo conocía su nombre en clave: Zahaba. Por favor, basta. Por favor, hermano.

—¿Por qué «oro»?

—Por el color de su pelo. Era rubia. Sólo conocía su nombre en clave.

—Descríbela.

—Estadounidense. Pelo largo y rubio. Ojos azules. Alrededor de 1,65 de estatura. Delgada. Tal vez cincuenta kilos de peso, no más.

—¿Qué quería?

—Información acerca de ti y de Abu Nazir. Cualquier cosa que pudiera decirle, pero no le dije nada. ¡Nada!

—Mientes —rugió el interrogador, y se oyeron nuevos gritos.

Aquello se prolongó durante un buen rato. Carrie se quitó el auricular. De manera que el interrogador era Abu Ubaida. No había duda.

«Información acerca de ti y de Abu Nazir», había dicho Romeo. Sólo podía estar hablando con Abu Ubaida.

—¿Qué os parece? —les preguntó a Virgil y a Warzer.

Ambos estaban tumbados boca abajo en el suelo, escrutando con prismáticos la fábrica, que se encontraba al otro lado de la carretera.

—Estás oyendo lo mismo que yo. Deberían estar ahí. —Virgil frunció el ceño—. Pero no veo nada en absoluto. No encaja. Hay algo que va mal.

—Hemos tardado demasiado en llegar hasta aquí. Al-Qaeda debería estar por todas partes. Como mínimo, deberían tener a alguien vigilando la carretera. Y, en cambio, no hay nadie —comentó Warzer.

—¿Así que los dos pensáis que es una trampa? —preguntó Carrie.

Virgil asintió con la cabeza. También Warzer.

—¿Sargento? —pregunto ella entonces tras volverse hacia Billings, que escupió un chorro marrón de tabaco de mascar contra los ladrillos que tenía delante.

—Esto es territorio indio, señora. Cuando no ves a los indios, es cuando tienes que preocuparte —contestó Billings.

—Es unánime —dijo mirándolos—. Yo también opino lo mismo. ¿Solicitamos el Predator?

—Sabes que si Romeo aún está vivo ahí dentro será hombre muerto —le recordó Virgil.

Carrie pensó en ello. En Walid; en su esposa, Shada; en sus hijos, Farah y Gabir, que se quedarían huérfanos de padre; en su madre. «Soy la muerte —pensó—. Llevo la muerte a todo aquel que toco».

—Romeo pertenece a al-Qaeda —declaró—. Ese cabrón murió en el mismo instante en que lo conocí.

Billings, sonriendo ante el comentario, le hizo una señal al soldado de primera Williams, un afroamericano muy delgado de veinte años que era el operador de radio. Williams le entregó el micrófono a Carrie y le mostró qué botón debía presionar.

—Aquí Thelonious Uno. Entra, Cannonball —ordenó a través del micrófono. A petición suya, los códigos eran de jazz.

—Aquí Cannonball, Thelonious Uno —crepitó una voz por medio de la conexión satélite encriptada.

—Tienes que probar esto, Cannonball. ¿Has…? —Miró al soldado de primera Williams, que articuló la palabra «Romeo». «Irónico», pensó Carrie—. ¿Has Romeo? —le dijo al micro.

—Romeo eso, Thelonious Uno. Cuidaos.

—Lo haremos. Corto —contestó, y le devolvió el micro a Williams.

Se llevó los brazos por encima de la cabeza y se apretó contra el suelo rocoso tanto como pudo. A su lado notó que los demás hacían lo mismo. Los segundos transcurrían angustiosamente lentos mientras esperaban el ataque.

Eso no era lo que Carrie había previsto cuando había contactado con Saul desde el edificio del centro gubernamental por medio de la radio satélite AN/MRC de los marines. Primero había probado con el número de su oficina, pero cuando no contestó nadie, lo llamó al móvil. Le echó un vistazo a su reloj y vio que eran las diez de la mañana pasadas. Las tres de la madrugada en Virginia. Saul contestó al cuarto tono.

—Berenson —dijo.

Carrie percibió el sueño en su voz.

—Saul, soy yo —contestó.

—¿Estás donde creo que estás? —le preguntó él.

Carrie asumió que se refería a Bagdad.

—Peor —repuso, y le transmitió la inteligencia y lo que necesitaba, incluyendo la autorización de la sede de las USF-I, las fuerzas estadounidenses en Iraq, es decir, de las oficinas centrales del general Casey, para el vehículo aéreo no tripulado Predator—. ¿Puedes impedir que ya sabes quién venga?

Se refería a la secretaria de Estado Bryce.

—Puede que sea demasiado tarde. ¿Cómo demonios se han enterado de eso?

—¿Te acuerdas de tu historia sobre los cangrejos? —le preguntó.

Hablaba de algo que Saul había explicado en su clase hacía años, durante su formación en La Granja: que en un entorno de inteligencia cerrado, tenías a los agentes trepando los unos sobre los otros como cangrejos en una cesta. «Cuando ocurre eso —les había dicho—, es más difícil mantener dentro un secreto que una diarrea».

—¿Puedes detenerlo? —le preguntó Saul, y Carrie dedujo que se refería a los asesinatos.

—Tengo que hacerlo. Saul…, Dempsey ha muerto.

Durante un largo instante, a través de la línea tan sólo le llegó silencio. «Pregúntame si lo he matado —pensó ella—. Pregúntamelo». Finalmente, Saul dijo:

—¿Y tú? ¿Cómo lo llevas?

—Bien, estoy bien —mintió.

—Eres una chica dura.

—Saul, lo he visto. Con mis propios ojos.

—¿Alfa Uniforme? —AU, Abu Ubaida—. ¿Y qué hay del gran tipo? —Abu Nazir.

—Sólo al primero. Estamos cerca.

—¿Y qué me cuentas de tu Joe?

—No creo que vaya a conseguirlo —respondió ella.

Su recuerdo de la conversación fue repentinamente interrumpido por una devastadora explosión en la fábrica, al otro lado de la carretera, que hizo que los escombros y el humo se elevaran por los aires sacudiendo el suelo por debajo de ellos. Segundos después, la fábrica recibió un segundo impacto, igual de potente. Y después nada.

A Carrie le zumbaban los oídos, el olor a explosivos los rodeaba por todas partes y, cuando levantó la cabeza, durante unos cuantos segundos no vio más que una espesa cortina de humo y polvo. A través de ella, a duras penas distinguió que la fábrica había desaparecido casi por completo. El tejado que aún permanecía sobre el edificio, las paredes llenas de agujeros de balazos y medio derruidas…, todo había desaparecido. No quedaban más que algunos pedazos de la valla y escombros.

Virgil le estaba diciendo algo, pero no podía oírlo debido al zumbido que le taladraba los oídos. Su compañero se puso en pie y le hizo gestos para que lo siguiera. Ella lo entendió. Tenían que ir a la fábrica e identificar los cuerpos. Ver si podían confirmar a quién habían matado.

«Dios mío, después de todo esto, espero que al menos hayamos pillado a Abu Ubaida», se dijo Carrie. Lo de Abu Nazir sería un milagro. Haría que todo eso hubiese merecido la pena, pensó mientras ella, Virgil, Warzer y los dos marines, el sargento Billings y el soldado de primera Williams, atravesaban corriendo la carretera con las armas listas para disparar, todos mirando a derecha e izquierda en busca de muyahidines.

Con suma cautela, llegaron hasta las humeantes ruinas de la fábrica. Había fragmentos de hormigón, de porcelana y de máquinas por todas partes. Sobre sus cabezas no había tejado, tan sólo el cielo azul oscurecido por el humo. Sin embargo, había alguien hablando en árabe. Al principio, Carrie no fue capaz de distinguir las palabras. Cuando avanzó hacia ellas, percibió los mismos sonidos del interrogatorio que habían estado escuchando en el portátil de Virgil. La voz del interrogador y los gritos de Romeo. Entonces Warzer gritó. Todos se volvieron y Carrie lo comprendió de inmediato. Era el torso carbonizado y sin cabeza de un hombre, un iraquí, según su vestimenta. A escasos metros de distancia hallaron la cabeza tirada sobre los escombros, quemada por un lado pero intacta por el otro.

Romeo. En lo que quedaba de su boca, alguien le había incrustado el teléfono móvil. Junto a la cabeza, una grabadora digital Sony chamuscada seguía reproduciendo el interrogatorio.

—Contacta con él. ¡Aaaaahhhhh! Él te lo dirá… —gritó la voz de Romeo en la grabadora.

—Por supuesto que sí. ¿Y de qué me sirve eso? Quiero que me lo digas tú.

—Pero él es… ¡Aaaaahhhhh! —gimió.

Virgil estiró la mano y la paró.

Ya Allah —murmuró Warzer.

La mente de Carrie funcionaba a toda velocidad. ¿Quién les diría qué? Eso era algo nuevo. Pero ¿qué?

Se acercó y tocó el cuerpo de Romeo. El rigor mortis estaba muy avanzado. Normalmente hacía su aparición al cabo de aproximadamente cuatro horas, pero, con el calor de Iraq una vez que salía el sol, debía de haberse acelerado. En conclusión, a Romeo probablemente lo habrían matado entre las dos y las tres de la madrugada pasada. Entretanto, los demás echaban un vistazo a su alrededor, buscando bajo los restos de acero retorcido de las máquinas y pasando sobre los cascotes, pero no había más cuerpos.

—¿Qué coño es esto? —dijo Virgil al tiempo que se quitaba el casco del uniforme y se rascaba la cabeza.

Para Carrie, viendo los escombros, ya no cabía duda alguna. Era una trampa.

—¡Salid de aquí! ¡Tenemos que largarnos ya! ¡Corred! —gritó.

Los dos marines echaron a correr en dirección a la carretera desde la que habían llegado.

—¡No! ¡Por el otro lado! —volvió a gritarles.

De pronto, como por arte de magia, de unos agujeros camuflados en torno a la fábrica comenzaron a salir soldados muyahidines. Habían estado ocultos allí todo el tiempo. De los edificios y ruinas del otro lado, aparecieron veintenas de muyahidines que les disparaban con sus AKM. El sargento Billings y el soldado de primera Williams devolvieron el fuego durante un instante; después, dieron media vuelta y corrieron tras Carrie. Mientras avanzaban a toda prisa hacia el extremo opuesto, Carrie vio que una granada propulsada pasaba por su lado y tuvo el tiempo justo de lanzarse al suelo antes de que explotara y lanzara por los aires los fragmentos de lo que quedaba de un lavabo de porcelana.

El repiqueteo de las balas rebotando contra los trozos de metal y los puntales de acero que sujetaban un tejado que ya ni siquiera estaba allí desgarraba el aire que los rodeaba como si de avispas de metal se tratara. Carrie volvió a ponerse en pie y siguió corriendo, corrió como cuando estaba en la universidad, consciente de que los demás avanzaban tras ella pesadamente. Había balas por todas partes. Era imposible que no los alcanzaran, se dijo.

En algún punto de la carretera que quedaba a sus espaldas, una ametralladora abrió fuego. «Gracias a Dios», pensó. Los dos marines del Humvee estaban disparando a los muyahidines que estaban entrando en la fábrica en pos de ellos.

Por delante vio a uno de los marines de la otra escuadra posicionada detrás del hormigón y de la alambrada metálica del otro lado de las instalaciones. Les hacía gestos para que se dirigieran hacia ellos mientras el resto de los marines de su equipo les cubrían con sus M4, sus lanzagranadas y una ametralladora ligera. Desde atrás le llegaban gritos y maldiciones en árabe cuando los muyahidines que entraban en la fábrica caían bajo el fuego de los marines. Carrie comenzaba a pensar que tal vez lo consiguieran cuando oyó a Virgil gritar a su espalda.

—Me han dado —vociferó.