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Prisión de Abu Ghraib, provincia de Ambar, Iraq

Llevaron a Abu Ammar, también conocido como Walid, esposado a la sala de interrogatorios donde Carrie lo esperaba. La habitación estaba vacía: paredes de hormigón y dos sillas de madera enfrentadas entre sí, nada más. Ella le hizo un gesto para que se sentara y, al cabo de un momento, el prisionero obedeció.

Salaam alaikum —le dijo Carrie al tiempo que indicaba que se marcharan a los dos soldados estadounidenses que lo habían acompañado.

Walid no contestó «Wa alaikum Salaam», tal y como exigía la cortesía árabe. Era un hombre delgado con el pelo muy corto y una barba desaliñada; llevaba el mono naranja de los presidiarios y tenía un tic nervioso que provocaba que sacudiera ligeramente la cabeza hacia un lado cada pocos segundos. Carrie se preguntó si sería algo natural o como consecuencia de su encierro y sus interrogatorios pasados.

El preso la recorrió de arriba abajo con la mirada durante menos de un segundo; observó su hiyab azul, los pantalones vaqueros y su sudadera con capucha del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, y luego miró hacia otro lado. No tenía nada que decir. Carrie lo entendía: ella era el enemigo. Durante varios minutos ninguno de los dos habló, y Carrie se aseguró de permanecer inmóvil para que el equipo de grabación y la videocámara en miniatura que llevaba oculta captaran una buena imagen.

—Conoces el hadiz de Abu’Isa al-Tirmidhi, procedente del Mensajero de Alá, la paz sea con él, que dijo «El mejor de entre vosotros es el que es mejor para su familia» —señaló en árabe.

El hombre sacudió la cabeza, pero no dejó de mirarla en ningún momento. Luego parpadeó repetidas veces, como un pajarito.

—De manera que esta vez no hay ni descargas ni ahogamientos. Tú debes de ser «la poli buena» —comentó él en árabe iraquí.

—Algo así. —Carrie sonrió—. Necesito tu ayuda, assayid Walid Karim. Sé que preferirías morir a colaborar conmigo, pero piensa. Una palabra mía… y te librarías de este sitio —añadió haciendo un gesto vago con la mano en dirección a las paredes.

—No te creo. Y, aunque lo hiciera, preferiría morir a ayudarte. De hecho, creo que prefiero las descargas y los ahogamientos a tu estupidez —concluyó sacudiendo la cabeza.

—Me creerás, Walid Karim. Te llamas así, ¿verdad?

Pese a que el prisionero intentó no demostrarlo, Carrie se dio cuenta de que parecía sorprendido de que conociera su nombre.

—Soy Abu Ammar —repuso.

—¿Y qué hay del pobre Yasser Arafat, que quiere recuperar su kunya? —dijo ella esbozando un mohín sarcástico—. Escucha, esto irá mucho mejor si nos decimos la verdad el uno al otro. Tú eres Walid Karim, de la tribu Abu Risha y uno de los comandantes del Tanzim Qaidat al-Jihad fi Bilad al-Rafidayn, conocido para nosotros, los pobres infieles norteamericanos, como al-Qaeda en Iraq. Procedes de Ramadi, de al-Thaela’a al-Sharqiya, al sur del río, cerca del hospital.

Karim la observaba atentamente sin apenas respirar, dando sacudidas con la cabeza. A Warzer y a ella les había costado tres complicados días de secretismo —recurriendo a toda la familia y a los contactos tribales de Warzer, escondidos en la casa del tío del intérprete en Ramadi, Carrie vestida con una abaya completa, con las cejas teñidas de castaño, con lentillas marrones en los ojos y sin desprenderse nunca de su disfraz— descubrir el verdadero nombre de Karim y la casa donde vivía su familia. A continuación, Carrie visitó a la familia del prisionero llevándose consigo a Warzer, que aseguraba haber estado encerrado en Abu Ghraib con Karim, para que confiasen en ella.

—He estado en tu casa —prosiguió—. He hablado con tu madre, Aasera. Con tu esposa, Shada. He tenido a tus hijos, a tu hija Farah y a tu hijo Gabir, entre estos brazos —dijo levantando las manos. Con cada palabra, veía lo horrorizado que estaba Karim de que supiera tantas cosas—. Tu hijo, Gabir, es muy guapo, pero demasiado joven como para entender qué es ser un shahid, un mártir. Echa de menos a su padre. Dímelo, y te prometo que estarás en casa con él en brazos dentro de un par de horas.

—Mientes —replicó él con una sacudida de la cabeza—. Y, aunque no fuera así, preferiría ver cómo los matas antes que ayudarte.

—Dios es grande. Nunca los mataría, ya Walid. Pero tú sí —repuso ella.

El rostro del hombre se contrajo en una mueca de repugnancia.

—¿Cómo puedes decir algo así? ¿Qué clase de mujer eres?

—Recuerda el hadiz de Abu’Isa. Estoy tratando de salvar a tu familia. —Se mordió el labio—. Estoy intentando salvarte a ti, sadiqi.

—No me llames así. No somos amigos. Nunca seremos amigos —replicó él con una mirada llena de fiereza, como la de un profeta del Antiguo Testamento.

—No, pero ambos somos humanos. Si no me ayudas, el Tanzim les cortará la cabeza a tus hijos… y yo no podré pararlos, que Alá lo impida —dijo Carrie al tiempo que levantaba la mano derecha.

—Mis hermanos nunca…

—¿Y qué le harán a un traidor, a un murtadd? —Carrie escupió la palabra, «apóstata», en dirección a su horrorizada expresión—. ¿Qué le harían a su familia? ¿A su pobre madre? ¿A su esposa y a sus hijos?

—No se lo creerán —repuso Walid.

—Sí lo harán —replicó ella asintiendo con la cabeza—. Se lo creerán cuando vean a los marines estadounidenses llevándoles regalos, televisores de plasma nuevos y grandes, y dinero, arreglando y pintando la casa. Cuando tengamos a miembros de las tribus Dulaimi y Abu Risha murmurando por todo el Ambar sobre cómo ayudaste a los norteamericanos, y de que incluso te estás planteando convertirte al cristianismo. No querrán creer, pero verán los regalos y la protección de los estadounidenses y lo sabrán. Y, entonces, un día, los norteamericanos desaparecerán de repente. Y en ese momento el Taksim llegará para administrar justicia.

—Zorra —masculló.

—¿Y qué quedará del hadiz del Profeta de Alá ese día? O puedes salir en libertad de este lugar terrible hoy mismo. Irte a casa, Walid. Ser un marido para tu esposa y un padre para Farah y Gabir y no tener que volver a preocuparte por el dinero o la seguridad mientras vivas. Tienes que escoger —señaló ella mientras consultaba su reloj—. Dentro de poco me iré… y, decidas lo que decidas, no habrá marcha atrás.

Durante un largo rato el hombre no abrió la boca. Carrie echó un vistazo a su alrededor, a las paredes desnudas, y pensó en las cosas que se habían hecho en aquella sala. Tal vez el también lo hacía, pensó.

—Esto es crueldad —dijo él finalmente con una nueva sacudida de la cabeza.

—En pos de un bien mayor. Tú has decapitado a gente inocente, Walid. No me hables de crueldad —repuso.

El prisionero la miró con los ojos entornados.

—No hay gente inocente —aseguró—. Yo no lo soy. ¿Y tú?

Carrie dudó; después, hizo un gesto de negación.

Walid sacudió la cabeza y exhaló.

—¿Qué quieres, mujer?

Ella se sacó una fotografía del novio de Dima, Mohammed Siddiqi, también conocido como Abu Ubaida, del bolsillo.

—¿Conoces a este hombre? —le preguntó. Por la expresión de su cara, en seguida supo que así era.

—Abu Ubaida —asintió Walid—. Debes de saber quién es, de lo contrario, no me preguntarías por él.

—¿Cuál es su verdadero nombre?

—No lo sé.

—Sí lo sabes —replicó ella cruzando los brazos sobre el pecho.

La, de verdad. No lo sé.

—¿Qué sabes de él? Tienes que saber algo. Alguien debe de haberle llamado de algún modo.

—No es ambarí, ni siquiera es iraquí. Una vez oí que alguien lo llamaba «Kaden».

—¿De dónde es?

La expresión de Walid se endureció y luego miró a Carrie con suspicacia.

—¿Me dejarás marchar? ¿Hoy? —inquirió.

—Pero trabajarás para mí en secreto —contestó ella—. ¿De dónde procede?

—De Palestina, como… —Se detuvo en seco.

Había cometido un error. Carrie no lo dejó escapar.

—¿Como quién? ¿Como Abu Nazir? ¿Ambos son palestinos? —Cuando no recibió respuesta, agregó—: La vida de tu hijo Gabir pende de un hilo, Walid.

—Como la de todos. Todos estamos en manos de Alá —repuso él.

—Y en las tuyas. Dime, ¿son palestinos? ¿Ambos? ¿Es ése el motivo por el que están tan unidos?

Entonces el hombre dio una nueva sacudida con la cabeza y asintió:

—Puede que ya no estén tan unidos.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—No lo sé. ¿Cómo podría saberlo? Estoy aquí encerrado como un animal —replicó él.

—Entonces, libérate. ¿Dónde está Abu Nazir en estos momentos?

—No lo sé. En cualquier caso, se mueve constantemente. Dicen que nunca pasa dos noches en la misma cama. Como Saddam —esbozó una amplia sonrisa que dejó a la vista sus dientes amarillentos.

—¿Y Abu Ubaida? ¿Dónde está? ¿En Ramadi?

El hombre asintió casi imperceptiblemente.

—Pero no por mucho más tiempo.

—¿Por qué? ¿Adonde se marcha?

Walid hizo un gesto de negación con la cabeza. Durante un momento, Carrie tuvo miedo de que se hubiera hartado de hablar. Aquel hombre era la mejor baza de la que disponían. Si no conseguía que se implicara entonces —cuando estaba a punto de desatarse una batalla importante en Ramadi, según Dempsey—, fracasarían. «Lanza los puñeteros dados», Carrie, se dijo, y se puso en pie.

—Quedarse o largarse, Walid. Éste es el momento —dijo conteniendo la respiración.

Desde algún lugar de la cárcel les llegaba el débil sonido de los gritos de alguien, pero Carrie no era capaz de discernir qué decían. Walid también debía de oírlos, pensó.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó él.