30
Faluya, provincia de Ambar, Iraq
A medida que el sol se ponía y el cielo adquiría una magnífica tonalidad rosa y morada, las llamadas a la oración desde los minaretes de docenas de mezquitas comenzaron a resonar sobre la ciudad. De nuevo sobre la vespa, oían los disparos y las explosiones de mortero hacia el oeste, mientras Warzer la llevaba de vuelta a la comisaría de policía de al-Andalus. Se estaban quedando sin tiempo. La ciudad, aunque peligrosa a cualquier hora, tras el ocaso era tierra de nadie.
Warzer y ella habían ido a casa de Romeo para llevarse a la esposa y al resto de la familia del confidente a un souk cercano. Comieron kebabs de un asador de carbón y compraron juguetes de Harry Potter para los niños en los puestos del mercado. Mientras Carrie estuvo con ellos, Virgil, disfrazado con una barba falsa y un turbante de estilo kurdo, se coló en casa de Romeo para registrarla en busca de información e instalar aparatos de escucha y cámaras ocultas.
En ese momento, al pasar ante una mezquita bajo la luz agonizante, divisaron un vehículo de combate APC de los marines, seguido por dos Humvees con ametralladoras incorporadas.
—Mierda, una patrulla —dijo Warzer.
Iban disfrazados, pensó Carrie. Para los marines, eran dos iraquíes en una vespa en una calle desierta por la noche.
—Tienen los dedos en los gatillos. Haz lo que te digan —le advirtió.
El vehículo de combate se detuvo y el arma de la torreta les apuntó directamente. Los Humvees se pararon y una voz procedente del altavoz del primer vehículo dijo: «Kiff!» «¡Alto!».
Warzer se detuvo. Carrie y él se bajaron de la vespa y el hombre la aseguró sobre el caballete antes de levantar las manos en el aire. Carrie hizo lo mismo, y a continuación se quitó el velo y la parte de la abaya que le cubría la cabeza para que pudieran verle el pelo rubio. Alzó mucho las manos. Un marine salió del Humvee y les hizo gestos para que se acercaran.
—Deja que vaya yo primero —le comentó a Warzer y, con las manos aún en alto, se aproximó.
El marine, un joven cabo, la miró con fijeza, con los ojos abiertos como platos. Con el pelo rubio y aquella cara tan de norteamericana, debía de resultarle una visión totalmente surrealista, pero el soldado siguió apuntándola con su M4.
—Soy estadounidense —le dijo en inglés—. Estamos con la Task Force 145. Tenemos que llegar a la comisaría de policía de al-Andalus.
—¿Una mujer estadounidense? ¿Aquí? —preguntó el marine.
—Lo sé. Nuestra misión es clasificada. Estamos trabajando con el capitán de marines Ryan Dempsey, de la 228. ¿Pueden ayudarnos?
—Perdone, señora, pero ¿se le ha ido la cabeza? —repuso el marine mientras la escrutaba como si quisiera asegurarse de que era real—. Éste es el Callejón de los francotiradores. No sé por qué siguen aún con vida. ¿Es usted realmente norteamericana?
—Vivo en Reston, Virginia, si eso sirve de algo —contestó—. Éste es Warzer —prosiguió señalándolo con un ligero gesto de la cabeza—. Está conmigo. ¿Podrían escoltarnos hasta la comisaría?
—Déjeme consultarlo con el teniente, señora. Pueden bajar las manos, pero no se muevan —ordenó mientras se alejaba de ella caminando de espaldas, como si aún fuera peligrosa.
Habló con el interior del Humvee y, al cabo de un minuto, regresó.
—Es una negativa, señora. Tenemos que hacer nuestro sector. Si le digo la verdad es una pu…, perdón, un milagro que nadie nos haya disparado todavía. Será mejor que se marchen —sugirió mientras miraba a Warzer como si le apeteciera dispararle de todos modos.
—Gracias, cabo. Eso haremos —contestó Carrie, y, tras ponerse de nuevo la abaya y el velo sobre la cabeza, tiró de Warzer.
Volvieron a montarse en la vespa y pasaron por delante del vehículo de combate y los Humvees. Carrie era consciente de que todos los ojos estaban puestos en ella, a pesar de que no podía verlos. La calle por la que conducían ya estaba completamente a oscuras, la única luz que brillaba era la del faro delantero de la motocicleta.
«Nos hemos retrasado demasiado», pensó, y sintió una punzada en la columna vertebral, como si una bala pudiera desgarrarle la espalda en cualquier momento. Un minuto después, una estuvo a punto de hacerlo. Mientras avanzaban por la calle estrecha vio un destello de luz y oyó el restallar de un disparo. Instintivamente, Warzer viró a un lado con brusquedad, después enderezó la vespa y llevó el acelerador a la máxima potencia. Volvió a virar, zigzagueando primero a la izquierda y luego a la derecha.
Carrie divisó al fin las luces de la comisaría más adelante, rodeada de bolsas de arena y alambre concertina, con su tejado plano recortado contra las estrellas. Warzer se dirigió a toda prisa hacia ella, con la vespa rebotando sobre los baches de la carretera. Oyó otro disparo que se acercaba desde atrás y que, por algún tipo de milagro, no les alcanzó. Se movieron bruscamente y giraron a través de un hueco entre los sacos de arena hacia la puerta de la comisaría. Los policías iraquíes los apuntaban con sus AKM y gritaban en árabe que se detuvieran. Lo hicieron y se bajaron de la vespa. En cuanto Carrie se quitó la abaya de la cabeza y dejó a la vista su largo pelo rubio, los iraquíes se relajaron y les hicieron gestos para que pasaran.
—Nos retrasamos demasiado —le dijo a Warzer al tiempo que entraban en la comisaría.
—Lo conseguimos. Das buena suerte, Carrie —le contestó él.
—No creo en la suerte. Será mejor que no vuelva a suceder.
La información que tenía para Saul era crucial. Tenía que contactar con él cuanto antes, pensó mientras buscaba al comisario de policía, Hakim Gassid.
—Imposible, al-anesah —repuso el hombre negando con la cabeza—. No funciona ningún móvil.
—¿Qué hay de los fijos?, ¿internet…? —preguntó.
El comisario volvió a hacer un gesto de negación.
—Tengo que comunicarme con mis superiores. Es cuestión de vida o muerte, Mayakib —insistió Carrie, llamándolo «capitán».
—Puede que en Faluya, inshallah, haya alguna forma de hacerlo. En Ramadi, al-anesah, sólo hay destrucción. No tiene ni idea de lo bella que era nuestra ciudad. Solíamos ir a pasar el día junto al río —dijo con nostalgia.
Aquello era una locura, pensó Carrie. Estaba en posesión de una de las informaciones más importantes con las que se hubiera topado jamás y, de repente, se encontraba en el siglo XVIII, sin forma de ponerse en contacto con Langley. Se le tenía que ocurrir algo, y de prisa.
—¿Habías hecho alguna vez el amor en una cárcel? —le preguntó Dempsey.
Se encontraban en un catre en el despacho de Hakim Gassid, ubicado en el segundo piso de la comisaría. Fuera, se oía el ruido de los disparos y el crujido de las granadas propulsadas, que era contestado por el repiqueteo de la ametralladora del tejado y el fuego automático de los AKM de los agentes de policía que rodeaban el perímetro del edificio.
—¿Y tú? —quiso saber Carrie.
—No, pero sí en peores sitios.
—¿Dónde?
—En el último banco de una iglesia baptista, en mitad del sermón. Su papaíto era el predicador. Stella Mae, una chica guapísima. No estoy seguro de si lo hacía para vengarse de papá o si simplemente todo le importaba una mierda, pero el banco era casi tan cómodo como el hormigón, y me pasé el rato pensando: «Van a pillarnos en cualquier momento y todos y cada uno de estos cretinos tienen una pistola en el coche o el camión». ¿Y tú?
—Nunca he hecho algo así. Escabullirme para echar un polvo mientras hay gente que intenta matarme. Los polis iraquíes deben de pensar que soy una puta.
—Probablemente les gustaría que sus propias mujeres fueran la mitad de sexys que tú. Lamento la puesta en escena —se disculpó tras besarle el cuello—. No tienes ni idea de cómo me pones.
—No hables tanto. Y, ahora que lo menciono, tengo que hablar con Langley.
—¿Mientras lo hacemos? —preguntó al tiempo que le deslizaba una mano entre las piernas. La estaba volviendo loca.
—Para. No podemos utilizar los móviles.
—Lo sé. La semana pasada volaron por los aires la última antena de telefonía móvil de la zona. Y aun cuando estuviera en pie, monitorizan la actividad telefónica igual que nosotros. No creo que en casa nadie tenga ni idea de lo sofisticado que es aquí el enemigo. Nuestra mejor opción es usar la línea encriptada que hay en la embajada, en la Zona Verde. Tócame justo ahí.
—No funcionará. Tengo que estar aquí para tratar con Romeo. Para, espera un segundo, espera un segundo.
—Escribe un informe. Yo lo llevaré a Bagdad y lo enviaré desde allí.
—No valdría. Tú no cuentas con mi nivel de autorización de seguridad. Oh, Dios santo, eso me gusta. Espera. Romeo mencionó que hay un vip que llegará la semana que viene. Un intento de asesinato. ¿Tienes idea de quién va a llegar?
—Yo, dentro de un minuto —contestó él.
—Gilipollas. —Le levantó la cabeza tirándole del pelo—. ¿Lo sabes?
—La secretaria de Estado Bryce —respondió—. Se supone que su viaje es secreto, pero si los hajis ya lo saben, estamos jodidos.
—Necesito que vayas a Bagdad para impedir que venga. ¿Puedes hacerlo?
—Hagamos esto primero —dijo él, y la hizo arquear la espalda de placer—. ¿Así?
—Cállate y presta atención a tu trabajo —repuso Carrie.
Al amanecer, Dempsey salió de la comisaría en dirección a Bagdad con su Humvee. Carrie lo había obligado a memorizar el número de Saul en Langley. Con independencia de si su informe captaba la suficiente atención de quienquiera que fuese el enlace de la DIA-CIA al que se lo pasara, Saul tenía que saber lo que Carrie había descubierto. Tenían que conseguir que la secretaria de Estado Bryce cancelara su viaje a Bagdad. Además, había que hacer planes para proteger al primer ministro iraquí en las oficinas del Gobierno de la Zona Verde y para prepararse ante un intento de traspasar la Puerta de los Asesinos. Si surgían problemas, Dempsey debía ponerse en contacto con ella de algún modo en cuanto pudiera. Alguien les había dicho que había un equipo de mantenimiento trabajando para reparar una antena de telefonía móvil, pero, si era necesario, Dempsey regresaría de nuevo conduciendo desde Bagdad.
Carrie lo observó marchar. Los tiroteos se habían prolongado a lo largo de toda la noche y, en algún momento cercano a las tres de la mañana, habían oído una explosión gigantesca cerca del hospital que había junto al canal. Se comentaba que había sido un coche bomba en la comisaría iraquí del distrito de Mua’almeen, y corría el rumor de que habían muerto más de treinta agentes de policía. Mientras Dempsey se alejaba, Carrie pensó: «No debería haberlo enviado. Es demasiado peligroso. Todos los muyahidines de Ramadi deben de estar viéndolo avanzar hacia la calle Michigan y la carretera de vuelta a Bagdad».
Al ver que el Humvee aumentaba la distancia que lo separaba de la comisaría, Carrie intentó llamar a Dempsey al móvil con la más que improbable esperanza de que funcionara. Ya lo echaba de menos. Pero no había nada. Ningún tipo de señal. Por no hablar de que la batería de su móvil estaba a punto de morir y apenas había dónde cargarlo, ya que el suministro eléctrico de la ciudad era esporádico.
De todos modos, llamarlo era una locura; se sintió como una completa estúpida. ¿Qué demonios estaba haciendo actuando como una adolescente? Se sentía extraña, desconectada de si misma. ¿Era el trastorno bipolar? ¿O era que todo lo que hacían allí era tan peligroso que tenías que vivir no sólo día a día, sino segundo a segundo? Se sentía como fuera de su cuerpo, como si estuviera contemplando la calle polvorienta y sembrada de basura por la que Dempsey se alejaba conduciendo y observándose a sí misma contemplarlo.
Un escalofrío la recorrió de arriba abajo sin razón aparente. No iba a volver a verlo jamás, algo se lo decía. Sacudió la cabeza para intentar aclarársela. Aquello era una locura. Todavía tenía las pastillas de Beirut, pero cuando regresara a Bagdad encontraría algún sitio y encargaría más. No podía librarse del sentimiento de inquietud viendo la zona que rodeaba la comisaría de policía. Nada de bipolaridad; aquel lugar la estaba volviendo loca de mil maneras distintas.
Aunque todavía era temprano y el sol apenas iluminaba la parte alta de los edificios, Carrie presentía el calor que se aproximaba. Si no fuera por los escombros y la muerte, Ramadi podría haber estado en cualquier lugar de Oriente Medio. «Qué extraño —pensó—. Las decisiones que tomamos por la más arbitraria de las razones terminan cambiando nuestras vidas para siempre». En su caso, lo que la había llevado hasta allí era la decisión que había tomado casi por casualidad hacía años en Princeton, la de cursar Estudios de Oriente Medio porque le fascinaban las pautas geométricas del arte islámico.
Y luego estaba Romeo. Le estaba proporcionando información útil, pero tenía tantas posibilidades de que fuera de fiar como de derribar ella misma el puente de Brooklyn, lo último que Abu Ubaida había intentado destruir.
Entró de nuevo y se dirigió a una celda abierta en la que Warzer y Virgil habían pasado la noche. Se estaban levantando y, al cabo de un rato, todos estaban sentados en la celda bebiendo té iraquí fuerte con mucho azúcar y comiendo kahi, unos dulces de pasta filo bañados en miel que uno de los policías iraquíes les había traído.
—¿Y ahora qué? —preguntó Virgil. Espantó una mosca de su kahi y le dio un bocado a la pasta.
—¿Hay algo de los micros que pusiste en casa de Romeo? —quiso saber Carrie.
—Las mujeres estuvieron hablando. En árabe —hizo un mohín—. Necesito que Warzer o tú lo traduzcáis, pero Romeo no apareció.
—Lo que quiere decir que está con Abu Ubaida. Está dentro. Eso es lo que queremos —dijo Carrie.
—¿Y qué hay de la información sobre el ataque en Bagdad? —volvió a preguntar Virgil.
—Esperaremos hasta saber qué quiere hacer Langley. Dempsey nos lo dirá mañana cuando regrese —contestó ella.
—¿Tú? ¿Esperar? —Virgil esbozó una enorme sonrisa—. No te pega. ¿Te estás acobardando, Carrie?
—Lo admito —respondió—. Este sitio hace que me cague de miedo.
—Debería —intervino Warzer—. Yo trasladé a mi familia a Bagdad, aunque no es que aquello sea mucho más seguro…
—Tengo que confesar que no me gusta la idea de esperar. Especialmente por Langley —explicó Carrie—. Una vez que Abu Ubaida comience el operativo de este último ataque, y hablamos de una semana como máximo, nuestra oportunidad de atraparlos a él y tal vez a Abu Nazir se irá a la mierda.
—¿Qué quieres que hagamos? —le preguntó Warzer.
Durante un instante, Carrie recorrió con la mirada las paredes de la celda como si buscara la respuesta en ellas. Pero allí no había nada más que fragmentos en árabe de grafitis hechos con lápiz, que, salvo por las recurrentes invocaciones a Alá, eran sorprendentemente similares a los grafitis occidentales.
—Vuelve a la vigilancia electrónica de la familia de Romeo —le pidió a Virgil—. Le di dinero. Querrá entregarles al menos una parte. Me pasaré por allí dentro de un momento para traducir.
Su colega se puso en pie, aún con el té en la mano, y salió, presumiblemente en dirección a la celda de tránsito del segundo piso donde había instalado su equipo.
—¿Y yo? —preguntó Warzer.
—Abu Ubaida está aquí, en Ramadi. No me creo que ninguno de estos policías de Ramadi tenga chivatos. Mira a ver si puedes descubrir si alguien sabe dónde se esconden.
Él hizo ademán de levantarse, pero Carrie lo detuvo con un gesto de la mano. No estaba segura de cómo preguntárselo, así que lo soltó sin más:
—Warzer, ¿crees que estos agentes iraquíes piensan que soy una ramera? —le preguntó utilizando la palabra árabe «sharmuta»—. Es sólo que ahora, con la muerte tan cerca, hay tan poco tiempo… —titubeó.
Él apartó la mirada, claramente incómodo, y luego la clavó en ella.
—Carrie, eres una mujer muy hermosa. De verdad. Para estos hombres eres como una estrella de Hollywood. Alguien completamente fuera de su alcance. Pero es cierto que nuestro mundo es muy diferente con las mujeres. Así que sí, tal vez te vean un poco como una sharmuta. Pero, escucha, el capitán Dempsey, como hombre, me cae bien. Tiene valor. Pero no lo conoces. Circulan rumores… Ten cuidado —le advirtió.
—¿Qué clase de rumores?
—Dinero —contestó él mientras se frotaba el pulgar con el índice—. Historias sobre venta de equipamiento estadounidense, suministros médicos, munición, neveras, todo tipo de cosas del mercado negro. Esta guerra es la fiebre del oro más grande de la historia para las empresas. Blackwater, DynCorp, KBR… Todo el mundo se está haciendo rico excepto el pueblo.
—¿Sabes si es verdad lo que se dice sobre el capitán Dempsey?
—No sé nada. No debería haber dicho nada, sólo que…
—¿Sólo que qué?
—Me caes bien, Carrie. Para mí eres lo mejor de Estados Unidos. En cuanto a ti y el capitán Dempsey, no debería hablar. Sólo que… —dudó— creo que estás muy sola.
Carrie estaba hablando sobre los informadores con el jefe de policía, Hakim Gassid, cuando Virgil se acercó y la agarró de la mano.
—Será mejor que vengas a ver esto —le dijo.
Lo siguió hasta la celda donde tenía su equipo. En su portátil, Virgil le mostró dos escenas interiores del zaguán y la sala principal de la casa familiar de Romeo.
—Esto fue anoche —le explicó, y rebobinó el metraje. La gente hacía gestos y se movía hacia atrás. Entonces Virgil lo paró para que comenzara a reproducirse hacia adelante justo cuando Romeo entraba en la casa.
Carrie observó que Romeo pasaba por el zaguán y llegaba a la sala principal. Como en la mayor parte de Ramadi, en la casa no había electricidad y las habitaciones estaban iluminadas con candiles y velas. Oyó cómo Romeo saludaba a su esposa y a su madre, y luego abrazaba a sus hijos. Como en la mayoría de los hogares iraquíes, el mobiliario era escaso y estaba colocado junto a las paredes. Sobre el suelo de la sala principal había una alfombra. Hasta entonces, todo, incluida la conversación, parecía normal, aunque… Carrie notó que Romeo no dejaba de mirar a su alrededor. En un momento dado, se levantó, cogió una lámpara y la examinó.
«Está buscando micrófonos —pensó Carrie—. Lo sabe… Pues claro que lo sabe, idiota» se dijo censurándose mentalmente. Lo primero, no era tonto, y lo segundo, alguien, algún vecino o algún familiar lejano, debía de haber visto a Virgil, que ni siquiera con su mejor disfraz podría pasar por kurdo…, aparte de que la gente se preguntaría qué estaba haciendo un kurdo en Ramadi.
Lo observó darle a su esposa parte o la totalidad del dinero que ella le había entregado —imposible de distinguir— y susurrarle al oído algo que no pudieron oír. Y, a lo lejos, incluso a través del sonido de la cinta, distinguió el ruido de los disparos. Mientras veían la grabación, Carrie le tradujo a Virgil en un murmullo el resto de la conversación que pudo captar.
Vieron que Romeo se iba a un extremo de la habitación, doblaba el extremo de una alfombra, levantaba un tablón del suelo y sacaba un rifle de asalto AKM. Luego colocó de nuevo el tablón en su sitio y comenzó a revisar el AKM.
Los niños regresaron; Romeo habló con ellos y permitió que se subieran encima de él. El niño intentó coger el AKM y su padre sonrió y le enseñó a sujetarlo y a apuntar. Entonces la esposa y la madre de Romeo se llevaron a los crios, supuestamente a la cama.
Pero allí faltaba algo, pensó Carrie. ¿Qué era? Observó el vídeo con atención y en seguida lo descubrió. No había tics nerviosos. No sacudía la cabeza. Habían desaparecido. Aquel miserable mentiroso hijo de puta, pensó. ¿Por qué lo hacía? ¿O quizá no era más que un mentiroso patológico? Todo cuanto decía debía tomarse con la máxima cautela. Pero eso ya lo sabía, ¿no?
—No hay tics. ¿Era eso lo que querías que viera? —le preguntó a Virgil.
—Espera —le dijo él mientras estiraba un dedo disuasorio.
La madre, Aasera, volvió, preparó té y le sirvió un vaso. Hablaron durante unos instantes sobre la familia. Romeo le preguntó sobre Carrie, la mujer estadounidense, y su acompañante iraquí, Warzer.
—No me fío de ellos —contestó Aasera—. Fingen ser nuestros amigos, pero son infieles. ¿Por qué los trajiste aquí?
—Ama, no tuve opción. Inshallah, no volverán a molestarnos —respondió.
—Ten cuidado. Creo que esa sharmuta rubia es peligrosa.
—Basta, mujer. Mantente al margen de mis asuntos —le espetó él, y le hizo un gesto para que se marchara.
La mujer le lanzó una mirada suspicaz y salió de la habitación. En cuanto se hubo marchado, Romeo sacó su teléfono móvil y comenzó a escribir mensajes.
—¿Podemos saber qué está escribiendo y a qué número lo envía? —le preguntó Carrie a Virgil.
—Ése no es el móvil que le dimos. Es probable que la Estación de Bagdad pueda captarlo desde la COMINT de móviles de Iraqna. AQI podría contar con su propia antena de telefonía móvil funcional. Puede que podamos captarlo desde la empresa Iraqna y obtenerlo de ellos, pero me llevará un par de horas.
—Hagámoslo —contestó, y empezó a levantarse.
—Espera —la detuvo Virgil.
Éste hizo avanzar entonces el vídeo hasta que más o menos hubo transcurrido una hora. De repente, Carrie oyó ruidos del exterior en la grabación y vio que Romeo se ponía en pie. Su esposa, Shada, lo miró y le preguntó quién podía ser a aquellas horas. Él comenzó a preparar el AKM, después lo dejó sobre la silla y le indicó a Shada que fuera a abrir la puerta. Él la siguió hasta el zaguán.
Cuando la esposa abrió, cuatro muyahidines con armas automáticas —Carrie supuso que de AQI— irrumpieron en la casa seguidos del mismísimo Abu Ubaida. Ella lo reconoció del souk.
—Es tarde, hermano —comenzó a decir Romeo, pero Abu Ubaida lo interrumpió.
—Tienes que venir ahora. Quiere verte —anunció Abu Ubaida.
—Pero mi familia… Les prometí que hoy me quedaría en casa —repuso Romeo señalando a su esposa y a su madre, que entraba en la habitación en ese momento.
—¿Estás seguro de que quieres que se vean involucrados en esto, Walid? Tiene preguntas para ti, hermano. Y yo también —añadió Abu Ubaida mientras los cuatro hombres sacaban a Romeo de la casa a empujones.
En el vídeo, Carrie distinguió a la perfección el ruido de varias portezuelas de coche al cerrarse y el de un vehículo que se alejaba mientras las dos mujeres permanecían allí, sin más, con la mirada clavada en la puerta. Virgil detuvo el vídeo.
—Está jodido, ¿no es así? —comentó.
—Sí, pero ¿has oído lo que dijo Abu Ubaida? —preguntó Carrie.
—Era él, ¿verdad?
—Joder, claro que era él. ¿Te das cuenta de lo que quiere decir esto? Le dijo: «Quiere verte». Sólo hay una persona que puede darle órdenes a Abu Ubaida: ¡el mismísimo Abu Nazir! ¡Los tenemos a ambos! ¡Los dos en el mismo lugar al mismo tiempo! Pedimos un vehículo aéreo no tripulado y los eliminamos a los dos, ¡de una vez por todas! ¡Virgil, eres un genio! —le dijo, y a continuación le dio un abrazo—. ¿Todavía tiene el móvil que le dimos?
—De momento —asintió él.
—¿Así que podemos rastrearlo?
—Echa un vistazo —pidió Virgil.
Abrió otra ventana en su portátil y le mostró un punto intermitente superpuesto sobre una imagen satélite de Ramadi en Google. Daba la sensación de estar en la autopista 10, en el distrito de al-Ta’mim, en la parte occidental de la ciudad al sur del canal.
—¿Sabemos qué es eso? —inquirió ella.
—Le he preguntado a uno de los agentes de policía. Dice que su mejor conjetura es que se trata de la fábrica de porcelana. Afirma que ahora está destrozada debido a la guerra, pero que allí solían hacerse lavabos, inodoros, ese tipo de cosas.
—Los tenemos —exhaló Carrie—. Tenemos que solicitar un ataque.
Virgil frunció el ceño.
—A no ser que sea una trampa —repuso.
Carrie sintió como si le hubieran dado un repentino bofetón. Claro, ¿en qué estaba pensando?
—¿De qué hora es el vídeo de cuando van a buscar a Romeo? —preguntó.
—De justo después de medianoche.
Carrie miró el reloj. Eran poco más de las ocho de la mañana. Así que Romeo llevaba con Abu Ubaida y, posiblemente también con Abu Nazir, entre siete y ocho horas. O tal vez no. Tenía que admitir que, asimismo, existía la posibilidad de que Abu Ubaida se hubiera escindido de Abu Nazir y de que sus comentarios a Romeo hubieran sido un engaño. Abu Ubaida debía de haberle encontrado a Romeo el teléfono móvil que ellos le habían entregado. El teléfono seguía encendido, y Abu Ubaida debía de haber supuesto que lo estaban rastreando.
Sin duda, las probabilidades de que Virgil estuviera en lo cierto eran muy altas. Era una trampa. Puede que estuvieran torturando a Romeo en ese mismo instante, si es que no estaba ya muerto. No tendrían que atormentarlo mucho para que les contara todo lo que sabía sobre Zahaba, la agente rubia de la CIA que hablaba árabe, y su compinche iraquí. Sintió náuseas. Eso la convertiría en el objetivo número uno de al-Qaeda en todo Iraq. Por no mencionar que Romeo era su sujeto, su responsabilidad. Ella lo había puesto en esa situación.
A no ser que Abu Ubaida aún confiara en Romeo. En ese caso, cabía la posibilidad de que le hubiera dicho la verdad a Romeo y de que ellos aún pudieran matar tanto a Abu Ubaida como a Abu Nazir ese día. Sin embargo, Carrie tenía que admitir que la forma en que el líder le había hablado a Romeo no daba a entender que se fiara de él. ¿Qué era lo que Romeo le había dicho acerca de Abu Ubaida en la casa de té? «No confía en nadie. Y mata a cualquiera en el que no confíe».
Entonces, ¿cuál era la verdad? «Hora de decidirse, Carrie».
Si solicitaba un ataque con un vehículo aéreo no tripulado, Romeo también moriría, junto con todo aquel que estuviera con él en la fábrica de porcelana. Si eso significaba pillar a Abu Ubaida y tal vez a Abu Nazir, detener los asesinatos y una guerra civil que podría acabar con decenas de miles de vidas, valía la pena. Romeo era un daño colateral.
Pero si era una trampa, quería decir que sabían que tenían que pararla. Trabajos de rastreo en ambos sentidos. Ese pensamiento hizo que se quedara de piedra. ¿La habrían estado rastreando a ella?
—Aunque sea una trampa, tenemos que ponernos en contacto con el comandante de los marines y hacer que ordene un ataque contra la fábrica —le expuso a Virgil mientras le indicaba con un gesto que la siguiera.
Cuando se acercó a la escalera, vio que Warzer subía por ella con el rostro contraído.
—Carrie —dijo—. Lo siento. De verdad.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Artefacto explosivo improvisado. En la autopista 11, a las afueras de Faluya. Dempsey está muerto.