20
Karantina, Beirut, Líbano
Era tarde. Cuando llegó, la farmacia estaba a punto de cerrar y los escaparates de las tiendas brillaban en la noche con las luces de neón. Le tendió su vieja receta al farmacéutico, un libanés calvo de mediana edad con un flequillo de cabello blanco. Él apenas le echó un vistazo.
—Esta receta está caducada, mademoiselle —dijo.
—Aquí está la nueva —repuso ella, dejando doscientos dólares americanos sobre el mostrador. Él los miró pero no los cogió—. Min fathleki —«Por favor», añadió Carrie. No tenía que fingir la desesperación en su voz.
El farmacéutico dirigió una mirada hacia la puerta, cogió el dinero y se lo metió en el bolsillo. Volvió al interior de la farmacia y, mientras esperaba, Carrie pensó en las noticias de Virgil. Rana había de reunirse con Ruiseñor al día siguiente en Baalbek, la ciudad donde se hallaban las famosas ruinas romanas del valle de la Bekaa, a unos ochenta y cinco kilómetros al nordeste de Beirut. Ellos tres, Virgil, Ziad y ella, también estarían allí.
El farmacéutico regresó. Llevaba en la mano dos frascos de pastillas.
—¿Se da cuenta de que esto es grave? —preguntó.
—Sí, shokran —respondió ella dándole las gracias.
—Debería hacerse pruebas. Los efectos secundarios pueden ser muy malos.
—Lo sé. Pero llevo años tomándolas sin ningún problema —contestó Carrie, al tiempo que pensaba: «Dámelas de una vez, maldita sea».
El corazón le latía a mil por hora. La calle se estaba convirtiendo ya en un laberinto de motivos geométricos que se movían y, si no se metía pronto una pastilla en el cuerpo, no sabia lo que iba a hacer. Matar al hijo de puta.
—No me traiga más recetas viejas, mademoiselle. La próxima vez, insistiré —le aclaró él.
—Lo entiendo, assayid. Muchísimas gracias. —Estaba pensando: «Pero ¿qué quiere?, ¿que se la chupe? Por favor, dámelas».
—Buenas noches, mademoiselle —la saludó el farmacéutico, tendiéndole la medicación en una bolsita de plástico.
—Adiós —repuso ella, sin mirar atrás mientras franqueaba la puerta.
Se detuvo unas cuantas puertas más allá en una tienda de comestibles bakkal del barrio que estaba ya cerrando, compró una botella de agua y se tomó un comprimido. Consultó su reloj. La ciudad nocturna estaba cobrando vida. Las calles rebosaban con el tráfico y los bocinazos de los conductores.
Ahora la cuestión era si podría encontrar a Marielle. La tercera mujer.
El domicilio de Marielle Hilal que le había indicado el fotógrafo, Abou Murad, se hallaba en la calle Mar Yousef, en Bourj Hammoud, el barrio armenio. En la planta baja, junto a la puerta del edificio, había un restaurante de mala muerte que ofrecía kebab. Alguien había colocado sobre la calle una bandera armenia de rayas rojas, azules y amarillas. Carrie utilizó una tarjeta de crédito, que deslizó entre la cerradura y el quicial de la puerta, para abrir la puerta principal del edificio de apartamentos.
Mientras subía la escalera —no había ascensor— olió los kebabs asados del restaurante. El pasillo estaba a oscuras y no había luz con temporizador. Encontró el apartamento y encendió el teléfono móvil para ver el nombre escrito en árabe en un pedazo de papel pegado en la jamba de la puerta. No era «Hilal» ni nada parecido. Escuchó junto al umbral. Alguien estaba viendo la televisión. Parecía tratarse de un popular programa sobre una guapa periodista que se hallaba en pleno proceso de divorcio. Llamó. No obtuvo respuesta. Al cabo de un minuto, volvió a llamar y la puerta se abrió.
Una mujer delgada con mechas en el pelo, vestida con vaqueros y una camiseta roja con la leyenda B018 Club estampada en el pecho —debía de tener unos cuarenta y tantos—, abrió la puerta.
—Aiwa, ¿qué pasa? —preguntó la mujer en árabe.
—Estoy buscando a Marielle —contestó Carrie.
—No sé de qué está usted hablando. Aquí no hay ninguna Marielle —le dijo la mujer.
—Por favor, madame. Soy una amiga suya y de Dima Hamdan. Tengo que verla. Es urgente.
—Ya se lo he dicho. Aquí no hay nadie con ese nombre —repuso la mujer.
—¿Es «Kinda»? —inquirió Carrie, hablando del programa de televisión—. Me gusta ese programa.
La mujer asintió.
—Está bien —replicó, y se dispuso a cerrar la puerta—. Lo siento, no puedo ayudarla.
—¡Espere! ¿Podría al menos darle un mensaje? Su vida corre peligro —anunció Carrie, plantándose en el umbral, de modo que la mujer no pudiera cerrar la puerta.
—¡Quienquiera que usted sea, márchese! ¡No conozco a ninguna Marielle Hilal! —espetó la mujer.
Carrie se la quedó mirando. «Te he pillado», pensó, diciéndose a sí misma: «Gracias a Dios que tomé la medicación o no me habría dado cuenta».
—¿Cómo sabe usted que se apellida Hilal? Yo no se lo he dicho —la interrogó.
La mujer se quedó allí parada, pensando. Miró a su alrededor, como si buscara un arma.
—Si no se va, llamaré a la policía —la amenazó.
—Hágalo —Carrie se cruzó de brazos—. Está usted ocultando algo. Ambas sabemos que lo último que desea es que venga la policía.
La mujer titubeó, salió al rellano para asegurarse de que Carrie estaba sola y luego la dejó entrar. Permanecieron incómodas en el recibidor. Al cabo unos instantes, la hizo pasar al salón.
—¿De qué conoce usted a Marielle? —le preguntó, volviéndose para hablar con ella.
—Conozco a Rana y a Dima —contestó Carrie.
—¿De qué conoce a Dima?
—Del Le Gray y del fotógrafo de moda François Abou Murad… y de otros lugares.
La mujer se quedó allí, reflexionando.
—Ha dicho que la vida de Marielle corría peligro. ¿Qué quería decir?
—Usted sabe perfectamente qué quiero decir o, de lo contrario, no estaría intentando protegerla. He de hablar con ella. —Decidió arriesgarse—: Dima está muerta, madame.
La mujer se la quedó mirando, estupefacta.
—¿Muerta? ¿Qué está diciendo?
—Tengo que hablar con Marielle. Es increíblemente urgente.
—¿Es usted norteamericana? —inquirió mirándola con atención.
—Sí. Soy Carrie. Una amiga.
—Espere aquí —le ordenó, y entró en un dormitorio.
Carrie supuso que estaba llamando a Marielle. Era desconcertante. La mujer —imaginó que se trataba de una pariente de Marielle— no parecía armenia y, mirando a su alrededor, no vio ni rastro de una cruz ni de fotografías del monte Ararat ni nada armenio. Entonces, ¿por qué vivía en Bourj Hammoud? Salvo que allí todo el mundo conocía a todo el mundo, pensó Carrie. Ellas eran forasteras. La gente estaba sensibilizada con los forasteros. Quizá Marielle viviera allí cerca por seguridad. En la televisión, un hombre con traje amenazaba a Kinda. La mujer regresó.
—Se reunirá con usted hoy después de la medianoche en el B018.
Vaya sola o no conseguirá hablar con ella. —La mujer frunció el ceño—. Lamento tanta precaución.
—No, Marielle tiene razón. Podría correr un grave peligro —terció Carrie.
El B018 se hallaba en el distrito de Karantina, entre el río Beirut, que discurría por su estrecho canal de hormigón, y el puerto. Antaño, la zona se llamaba La Quarantaine, y había sido un campo de refugiados para los supervivientes de la masacre armenia en Turquía durante la primera guerra mundial. Más tarde, durante la guerra civil libanesa, se convirtió en un campamento para palestinos. Ahora era una zona industrial de clase trabajadora que, como singularidad, albergaba el club más exclusivo de la ciudad.
Desde fuera, el club parecía una nave espacial de hormigón, y mientras recorría la rampa inclinada que conducía a la entrada subterránea, Carrie, que había ido a casa a ponerse el Terani y los zapatos de tacón más altos que tenía, se preguntó si su vestido corto hasta medio muslo era lo bastante corto. Era uno de esos sitios. Mientras bajaba a la zona de la entrada principal, oyó la música sonar tan fuerte que hacía vibrar las paredes.
Antes incluso de pasar frente a los seis gorilas de la puerta, un hombre con una chaqueta de Hugo Boss le rodeó la cintura con el brazo y le preguntó si quería un Johnnie Walker etiqueta Azul. A precio de club, una bebida como aquélla podía costar quinientos dólares.
—Tal vez más tarde —contestó ella, liberándose.
Después de que los gorilas le practicaron un registro que duró sólo unos segundos pero le pareció tan invasivo como un examen ginecológico y que la hicieron pasar —gracias al Terani y a sus Jimmy Choo, pensó—, entró en el local. El club principal, con su superficie semejante a un hangar y su barra infinitamente larga, estaba atestado de gente, muchos bailando como locos al compás de Run it de Chris Brown. Media docena de hermosas mujeres con minifaldas ultraceñidas se agitaban en lo alto de la barra al ritmo de la música suscitando estrepitosos vítores entre los presentes.
Alguien le puso un cóctel en la mano, casi derramándolo, mientras una chica divina de la muerte con sombra dorada en los ojos y lápiz de labios morado la miraba fijamente y le decía: «Qué cara tan bonita, chérie. ¿Puedo besarte?». Sin esperar respuesta, besó a Carrie de lleno en los labios, mientras su lengua le penetraba la boca como un pez. «Qué distinto de besar a un hombre», pensó ella. Más suave, una sensación curiosamente desconcertante y sugestiva.
—Ven conmigo —sugirió la muchacha, poniéndole a Carrie una mano en el pecho.
—Tal vez más tarde —repuso ella, la frase se estaba convirtiendo rápidamente en su nuevo mantra, y se alejó con rapidez.
Se abrió camino zigzagueando alrededor de la pista de baile y a lo largo de los muros, buscando a Marielle. Lo único que tenía para seguir adelante era la fotografía. Esperaba que la mujer no se hubiera cambiado mucho el estilo de pelo. Un hombre le agarró la mano libre y se la besó.
—Tómate una copa, habibi —le dijo. Ella retiró la mano y siguió avanzando.
La música era ensordecedora y alguien gritaba en árabe que las cosas no habían hecho más que empezar, kahleteen! Destellaron unas luces semejantes a láseres y alguien dijo que iban a abrir el techo retráctil a las estrellas, pero nada sucedió. La música había cambiado y todos enloquecían con la banda finlandesa de heavy metal Nightwish.
Carrie distinguió a una chica que podría haber sido Marielle sentada cerca del otro extremo de la barra. Mientras cruzaba la pista de baile, la magrearon dos veces y apenas si logró evitar que la arrojaran entre un grupo de tres chicas que bailaban con tanta energía que los pechos, de tanto saltar, amenazaban con salírseles del escote.
Cuando se aproximó, vio que se trataba de Marielle. Se había teñido el pelo de rojo, llevaba una camiseta sin mangas muy escotada del al-Ansar Sporting Club que le dejaba al aire el canalillo y unos vaqueros Escada tan apretados que podrían haber estado pintados con espray. No era tan guapa como en la foto, pero su rostro era más interesante, pensó Carrie, apretujándose a su lado.
—¿Dónde podemos hablar? —le preguntó en árabe.
—¿Eres Carrie? —inquirió Marielle, inclinándose hacia ella.
—Aquí hay demasiado ruido. Vamos a alguna parte.
—No me moveré hasta que sepa que eres quien dices ser. ¿De dónde era Dima? ¿De dónde era Dima de verdad? —le planteó la pelirroja al oído.
—De Ákar, de Halba.
—Ven —dijo Marielle, bajándose del taburete y alejándose de allí.
Carrie la siguió. Después de recorrer un largo trecho para salir del club principal y llegar a un pasillo, encontraron una fila serpenteante que emergía del aseo de señoras. Marielle pasó de largo y, tras sacar una llave, abrió una puerta lateral al final del corredor. Daba a un trastero vacío. Cerrando a sus espaldas para asegurarse de que nadie les prestaba atención, entraron en el cuarto. A excepción de una única bombilla, el cuarto estaba a oscuras y había un montón de cajas de cartón apiladas al fondo. Se oía la música vibrar a través de los muros.
—¿Dima está muerta? —inquirió Marielle
Carrie asintió.
—Lo sabía. Esa gente… —dijo Marielle, agitando la cabeza con amargura.
—¿Qué gente?
—No lo sé. No los conozco. No te conozco. Lo único que sé es que es peligroso. Sabía que estaba metida en un lío.
—¿Cómo lo sabías?
—Dima y Rana estaban siempre jugando con fuego. Rana está con un tío que creemos que es de la CIA.
—¿Fielding? —sugirió Carrie.
—Norteamericano —asintió Marielle—. Como tú. ¿Te ha mandado él?
—¿Tú qué crees?
—No sé qué pensar. Estoy asustada, eso es lo que creo. Si mataron a Dima, pueden matarme a mí. Mírame. Me tiembla la mano —le mostró la mano bajo la tenue luz.
—Dima desapareció hace menos de dos meses. ¿Qué pasó?
—Fue él —Soltó Marielle.
—¿Quién?
—Su nuevo novio. Mohammed. Mohammed Siddiqi. Estaba con él.
—¿El de Dubái?
—¿Quién te dijo que era de Dubái?
—El fotógrafo, François.
—Qué khara mentiroso es. Mohammed es iraquí. De Bagdad. Afirmaba ser de Qatar, pero yo sabía que mentía, el muy perro —hizo una mueca—. Al principio, Dima estaba enamorada. No hacía más que decir lo maravilloso que era. Que tenía muchísimo dinero. Que era un amante increíble. Iban a dar paseos por la playa, a Saint Georges, y contemplaban salir el sol. Todo khara.
—¿Qué paso?
—Fingía. Una vez la hubo conseguido, cambió. Ella le tenía miedo. Me enseñó los cardenales. Quemaduras de cigarrillo en la cara interior de los muslos, donde nadie podía verlas. Una vez le hundió la cara en la taza del váter hasta que le prometió que haría todo lo que él le ordenara. Le dije que escapara. O que hablara con el tipo de la CIA de Rana, pero estaba demasiado aterrorizada. Él sólo tenía que mirarla y Dima se quedaba blanca. Me contó que había una mujer, alguien en quien pensaba que podía confiar. Norteamericana. —Sus ojos escrutaron el rostro de Carrie, sobre el que la bombilla arrojaba sombras en la oscuridad—. ¿Eras tú?
Carrie asintió.
—Le fallé —dijo—. Lo siento. A lo mejor podría haberla ayudado, pero desapareció. No pude encontrarla.
—Estaba en Doha, en Qatar. Con él —le reveló Marielle escupiendo las palabras—. No sé qué estaban haciendo, pero antes de marcharse Dima me advirtió que me mantuviera alejada. Afirmó que la siguiente sería yo.
—¿Así que fuiste a esconderte a Bourj Hammoud? ¿Es por eso por lo que fuiste allí? ¿En busca de seguridad? Tú no eres armenia.
—Allí la gente tiene en cuenta a los extraños. Nos protegen. ¿No se lo dirás a nadie?
Carrie negó con la cabeza.
—Ese Mohammed Siddiqi, ¿has dicho que era iraquí? —inquirió.
Marielle asintió, con una sonrisa triste en el rostro.
—Afirmaba ser catarí, pero mentía.
—¿Cómo lo sabes?
—La familia de mi madre pasó tiempo en Qatar. Le pregunté a qué escuela había ido. ¿A la Academia Doha, en B Ring Road? Todos los que son alguien van allí. Dijo que sí. ¡Mentiroso! Todo el mundo en Qatar sabe que la Academia Doha se encuentra en al-Khalifa al-Jadeeda, lejísimos de B Ring. Y los giros que utilizaba eran árabes, no cataríes ni libaneses.
—¿Sabes dónde se encuentra ahora?
Ella negó con la cabeza.
«Es un callejón sin salida. No tenemos información suficiente», pensó Carrie, tratando de encontrar desesperadamente algo más. Ese Mohammed tenía que ver con el atentado de Nueva York. Estaba segura.
—¿Estuviste alguna vez con ellos? ¿No os hizo nadie nunca alguna foto? —le preguntó.
—Él no quería fotografías. Una vez Dima me pidió que sacara una instantánea de ellos dos en la Corniche y, antes de que yo pudiera hacer nada, él me arrancó la cámara de la mano y la destrozó.
—¿Así que no hay ninguna foto en absoluto?
Marielle vaciló y luego negó con la cabeza. «Está mintiendo», pensó Carrie.
—Sí hay una foto, ¿verdad? —inquirió con el corazón latiendo desbocado. Era como si el oído se le hubiera aguzado más allá de lo normal. Oía el corazón de Marielle y la música y las conversaciones del exterior, y pensó: «Oh, Dios mío, es la medicación. Por favor, ahora no. Todo pende de un hilo».
Marielle no contestó. Miró hacia otro lado.
—Min fathleki. —«Por favor»—. No permitas que la muerte de Dima haya sido inútil. Es más importante de lo que imaginas —suplicó Carrie.
Su instinto —rogaba por que no se tratara de su maldita enfermedad— le indicaba que lo que Marielle dijera ahora lo cambiaría todo. Como san Pablo de camino a Damasco —retrocediendo a su infancia católica—, pendiente de lo que su visitador nocturno diría a continuación mientras su mundo se tambaleaba.
Los ojos de Marielle se clavaron en los suyos como si pudieran ver su alma y, acto seguido, abrió el bolso, sacó el móvil y, al cabo de un minuto, encontró lo que estaba buscando.
—Saqué ésta cuando él no miraba. No sé por qué —manifestó, y se mordió el labio—. No, no es verdad. Pensé que era posible que la matara y que tal vez la necesitaría para la policía.
Le mostró a Carrie la foto del teléfono móvil. Era una instantánea de Dima en la Corniche, con unos shorts ajustados y una camiseta, aspecto tenso, rodeando con el brazo a un hombre enjuto de piel cobriza, cabello rizado y una barba de tres días que entornaba ligeramente los ojos para protegerse del sol, con el rostro vuelto tres cuartos de giro hacia la cámara. Carrie casi no se lo podía creer, y una sensación próxima al orgasmo la hizo estremecerse. «¡Te tengo, cabrón!», pensó excitada.
—Necesito esa foto —dijo—. Si necesitas dinero, ayuda… —dejó la frase en el aire.
Ambas permanecieron en silencio. Oían los compases de la música y el sonido de la multitud que se hallaba fuera de la habitación como el sonido del mar en una concha.
—Dame una dirección de correo electrónico y te la mandaré —terció Marielle, repentinamente nerviosa—. ¿Algo más? Sólo me arriesgué a venir aquí para encontrarme contigo en un sitio público. Tengo que irme.
Carrie le tocó el brazo.
—¿Y Rana? ¿Lo conocía?
Marielle dio un paso atrás, su rostro difícil de distinguir bajo la luz tenue que lucía a sus espaldas.
—No lo sé. No sé nada. No quiero saber.
—Pero ¿conoce al sirio, Taha al-Douni?
—Rana es famosa. O conoce a todo el mundo o la gente la conoce a ella o finge conocerla. Pregúntaselo —respondió, encogiéndose de hombros.
—Es peligroso también para ella, ¿no? —inquirió Carrie.
—Esto es Beirut —respondió Marielle—. Vivimos en un puente suspendido sobre un abismo, hecho de explosivos y mentiras.