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Ruta irlandesa, Bagdad, Iraq

Demon estaba hablando bajo los arcos de metal de la zona de espera del Aeropuerto Internacional de Bagdad. Era un ex militar bajo y fornido con un hueco a lo Alfred E. Neuman entre los incisivos; vestía un uniforme de batalla con una calavera pirata y dos huesos cruzados pintados sobre el chaleco antibalas y la palabra «Demonio» en el casco militar. No llevaba camisa debajo del chaleco y tenía los brazos y el cuello —machacados en el gimnasio— cubiertos de tatuajes de cobras y caras de diablos. Como el resto de los miembros de su equipo de escolta de la compañía Blackwater, lucía un cinturón de munición con cargadores extras y un par de granadas de mano que le colgaban del pecho como frutas mortíferas, además de una carabina M4 apoyada en la curva del brazo.

Aunque aún no eran las nueve de la mañana, Carrie ya estaba sudando. La temperatura superaba los 32 °C en aquel día de principios de abril, y daba la sensación de que el calor iba a aumentar bastante. Al igual que los demás, llevaba un chaleco antibalas y un casco de Kevlar, aparte de cargar torpemente con la M4 reglamentaria de los Blackwater, un arma que nunca había tocado hasta entonces. Virgil, a su lado, aparentemente tan incómodo como ella, se secó el sudor de la frente con la manga.

Habían pasado siete meses desde que había salido de Iraq, pero el calor, las empresas militares privadas y la sensación de guerra en el instante en que aterrizabas se lo recordaron todo de golpe, casi como si jamás se hubiera marchado, como si Beirut no hubiese existido nunca. Resultaba difícil de creer que hubieran transcurrido menos de dos meses desde que todo había empezado con el intento de secuestrarla en Beirut. Ya estaban a 9 de abril. En Estados Unidos, las vacaciones de primavera, el día de los santos inocentes, la época de impuestos y el final del March Madness… Como si estuviera en una carrera en la que el tiempo parecía condensado y eterno al mismo tiempo. «De vuelta en Iraq», pensó con desmayo. Sólo que esta vez tenía una pista.

Durante la escala en Amán, había ido al baño de señoras en el aeropuerto, donde una agente femenina del puesto de Amán, una atractiva joven árabe-americana, le había deslizado un móvil encriptado por debajo del tabique divisorio del urinario que Carrie había utilizado para llamar a Saul.

—¿Qué hay de lo que te di? —le preguntó refiriéndose al teléfono móvil de Ruiseñor.

—Aún estoy trabajando en ello. Después de cada encuentro con Rana, llamaba al mismo número de móvil de Iraq.

—¿Dónde?

—En todas partes. Bagdad, Faluya, Ramadi. La última fue a Ramadi.

—Entonces, ¿pensamos que ahí es donde está Abu ya sabes qué más? —susurró al teléfono.

—¿Ubaida? Sí. ¿Carrie?

—Estoy aquí.

—Cuídate. Estás en la Zona Roja.

Las cosas debían de estar realmente mal si Saul creía que tenía que prevenirla, pensó. Por las noticias de la televisión, sabía que la guerra, que ya estaba mal cuando ella se había marchado de Iraq, estaba recrudeciéndose. ¿O estaba advirtiéndola respecto a otra cosa, como una escalada importante o una operación de AQI?

—Saul, ¿va a pasar algo?

—Por lo general es así —contestó él.

Demon los orientó acerca de qué debían esperar durante el traslado desde el aeropuerto al interior de la Zona Verde de Bagdad. Estaban con un grupo de contratistas que trabajaban para Blackwater y otras empresas de seguridad, y con un par de reporteros de la CNN que acababan de llegar con ellos en el avión desde Amán.

—Escuchadme, sólo voy a decirlo una vez y me importa una mierda si prestáis atención o no, porque puede que no viváis lo suficiente como para que sea relevante —dijo Demon de un modo que le dio a entender a Carrie que ya había pronunciado aquel discurso muchas veces antes—. Sólo hay diez kilómetros de aquí a la Zona Verde. Es un trayecto llano, prácticamente recto, por la carretera del aeropuerto, también conocido como la Ruta irlandesa, para los que seáis novatos, o Callejón de las granadas, para los que realmente estéis prestando atención. Llegaremos en diez minutos. No es tan grave, ¿no? —Esbozó una amplia sonrisa que dejó a la vista el hueco de sus dientes—. Iremos en dos convoyes de cinco vehículos cada uno. Ambos estarán compuestos de tres todoterrenos blindados, un camión Mamba blindado, propiedad de Blackwater, con una ametralladora M240 montada en la parte de arriba abriendo camino, y otro Mamba en la retaguardia. Bien, algunos de vosotros, novatos —prosiguió mientras les echaba un vistazo a todos—, podríais estar pensando que todo esto es un poco exagerado. Podríais mirar nuestros enormes y culones vehículos norteamericanos y sentiros algo más seguros con todas esas láminas de metal que llevan soldadas. Pero escuchadme bien: con la cantidad de explosivos RDX que utilizan nuestros hermanitos yihadíes, el blindaje que os rodea es más o menos igual de efectivo que un pañuelo de papel.

»A cada uno se os asignará un campo de visión que vigilar mientras avanzamos. Mantened los ojos abiertos. No disparéis vuestra arma excepto que yo grite: «¡Fuego!». Lo digo en serio. Si os indico que disparéis, más os vale hacerlo o yo mismo os pegaré un tiro a vosotros. Bueno, llegados a este punto, algún listillo podría estar pensando para sus adentros: «Esto es una gilipollez, tío».

»Vale, es una gilipollez. Pero, sólo para que conste, ayer hubo veintiún ataques contra convoyes norteamericanos en esta misma carretera. Tuvimos dos víctimas. Pero hoy, gente con suerte, es la víspera de la gran fiesta de Mawlid al-Nabi. El cumpleaños del profeta Mahoma. Así que cabe esperar que los moros suban las apuestas. Por cierto, es la fiesta suní, así que, aparte de los ataques contra nosotros, podemos esperar explosiones y coches bomba en las mezquitas y los mercados suníes. Dentro de cinco días es la versión chií del Mawlid al-Nabi y volveremos a encontrarnos con la misma gilipollez otra vez. Se ha acabado la charla. O lo conseguimos o no. ¿Alguna pregunta?

Los miró. Un par de contratistas arrastraron los pies, pero nadie dijo una palabra.

—¡Muy bien, niños y niña! —Señaló a Carrie, la única mujer, con la cabeza—. Preparaos para los diez minutos más largos de vuestra vida. Larguémonos de aquí —ordenó, y después dio media vuelta y se alejó caminando.

Al cabo de un instante, los demás lo siguieron hacia el exterior de la terminal. Los Mambas grises y los todoterrenos negros esperaban alineados en el arcén bajo el sol abrasador.

Rabbit, un ex marine con el pelo rapado como si fuera la pelusa de un melocotón, les mostró a Carrie y a Virgil en qué todoterreno meterse y dónde sentarse, y les asignó sus respectivos campos de tiro. Viajarían en el segundo convoy. El asiento de Carrie estaba en la fila central, al lado derecho.

—¿Qué debemos buscar? —le preguntó a Rabbit. Había pasado por eso la última vez que había estado allí, pero, teniendo en cuenta lo que la rodeaba, estaba claro que las cosas habían cambiado.

—Cualquier vehículo que no se mantenga lo bastante lejos de nosotros. Cualquier cosa. Mujeres, niños, un montón de basura que no está donde debería estar —contestó él—. Si alguien se acerca, gritad «Imshi». Significa…

—Sé lo que significa —le espetó ella.

—Apuesto a que sí —replicó él al tiempo que asentía con la cabeza.

Carrie comprobó su M4. Llevaba un cargador estándar de treinta proyectiles. La palanca de seguridad del lado izquierdo estaba en la posición de «Seguro». Se apartó una mosca de la cara y rogó a Dios por no tener que usarla.

Durante la espera en el aeropuerto de Beirut, y en el vuelo a Amán, y en el segundo vuelo a Bagdad, con Virgil a su lado leyendo un libro de bolsillo, básicamente había escuchado a John Coltrane en el iPod, temas tranquilos y románticos como Body and soul, y reflexionado sobre el suicidio de Fielding. La pregunta era por qué. No podía haber sido a causa de lo que lo estaba esperando en Langley. Fielding era de esos gilipollas que siempre se habían salido con la suya a lo largo de toda su vida. Probablemente habría imaginado que también encontraría una forma de salir de ésa. Entonces, ¿por qué lo había hecho? ¿Qué estaba ocultando? ¿Y qué tenía aquello que ver con Abu Ubaida y Abu Nazir?

Los todoterrenos y los Mambas estaban cargados y a la espera. Rabbit estaba sentado delante de ella en el asiento del pasajero de la «escopeta». Aunque el aire acondicionado estaba puesto, hacía calor en el vehículo, que tenía las ventanillas parcialmente bajadas para que sus armas asomaran al exterior. La radio crepitó y de inmediato Carrie oyó la voz de Demon, que decía: «Mantened los ojos abiertos y los esfínteres cerrados. En marcha».

El Mamba de la cabecera comenzó a avanzar y su todoterreno lo siguió de cerca, con la bandera del Mamba de la empresa Blackwater, negra con la garra de un oso blanco, ondeando sobre la cubierta del techo solar. El convoy tomó la curva de la carretera de acceso y se encaminó hacia la salida del aeropuerto. Carrie la veía a lo lejos a través del parabrisas. La puerta estaba fuertemente atrincherada, contaba con barreras de hormigón que obligaban a los vehículos a realizar cuidadosas maniobras antes de poder entrar en el aeropuerto. Estaba operada por guardias de Blackwater con coraza de cuerpo entero y ametralladoras.

Una señal junto a la puerta rezaba: «Está abandonando la zona del aeropuerto. Estado rojo». Virgil se acercó a Carrie y le susurró al oído que «Estado rojo» significaba armas a punto para disparar. Cuando se aproximaron a la barrera automática que atravesaba la carretera, la voz de Demon chirrió a través de la radio: «Mirad y cargad, gente. Seguros fuera. No quiero turistas en este autobús».

Se produjo un repiqueteo cuando todo el mundo manipuló la palanca de carga. Carrie la movió de «Seguro» a «Semi», en lugar de a «Ráfaga», como le habían mostrado. «Esto es de locos», pensó. No tenía ni idea de cómo utilizar aquella arma, y no estaba segura de si podría darle a algo.

Salieron del aeropuerto hacia una autopista rodeada de desierto. Justo al otro lado de la puerta, Carrie vio palmeras, con los troncos ennegrecidos y las copas cercenadas por las explosiones. A lo largo de un lateral de la carretera había una prolongada columna de escombros retorcidos, los restos carbonizados y renegridos de todoterrenos y camiones. A juzgar tan sólo por la cantidad de desechos, estaba claro que las cosas se habían puesto mucho peor desde la última vez que había estado allí. Un amplio arcén con terreno llano, matorrales y palmeras los separaba del tráfico que circulaba en dirección contraria.

Su todoterreno aceleró. Se movían más de prisa, a unos 95 kilómetros por hora. Carrie se enjugó el sudor de los ojos. Junto a su lado de la carretera había más de lo mismo: chasis de vehículos carbonizados, palmeras destrozadas y maleza. Delante de ellos estaba el Mamba guía, con alguien en la parte de arriba manejando la ametralladora, y, por delante, la carretera, parcialmente oculta en la distancia por un velo de polvo amarillo, levantado, supuso ella, por el primer convoy, que circulaba un par de minutos por delante del suyo.

—Paso elevado al frente —anunció Rabbit volviendo la cabeza por encima del hombro—. Preparaos. A los hajis les gusta dejar caer granadas y artefactos explosivos improvisados sobre nosotros. Ojos bien abiertos. No los veréis hasta que aparezcan de repente.

—Madre mía —murmuró Virgil mientras le dirigía una mirada a Carrie que indicaba que a él no le gustaba todo aquello más que a ella.

Pasaron bajo el paso elevado mientras todos y cada uno de los nervios de Carrie esperaban que algo cayera sobre ellos. Cuando salieron de la zona oscurecida, echó la mirada hacia atrás, pero no vio a nadie. Estaba a punto de coger aire cuando la radio crepitó de nuevo.

—Preparaos, gente. Intersección de artefactos explosivos improvisados. Aquí es donde empieza la diversión —informó la voz de Demon.

—Aquí siempre hay algo al menos una vez al día —dijo Rabbit al tiempo que se encorvaba sobre su arma.

Carrie vio entonces a qué se refería. Unos cuantos coches entraron en la autopista procedentes de una carretera secundaria. Uno de ellos, un taxi con dos hombres árabes que llevaban kufiyas, pañuelos de cuadros, en el asiento delantero, se aproximó a ellos.

Imshi! ¡Alejaos, coño! —gritó Rabbit, y disparó una ráfaga de advertencia justo enfrente del parachoques delantero del taxi mientras les hacía gestos para que se apartaran.

El conductor del taxi les lanzó una mirada asesina, pero redujo la velocidad y se alejó. Delante de ellos, el Mamba guía hacía sonar el claxon continuamente, pero Carrie no veía por qué. Entonces se dio cuenta de que el Mamba chocaba a propósito contra la parte trasera del coche que lo precedía y observó que el vehículo se hacía a un lado para quitarse de en medio.

Después vio que, un coche detrás de otro, se hacían a un lado de la autopista para permitir el paso a su convoy, y que los iraquíes que viajaban en su interior los miraban desde la cuneta con expresiones indescifrables.

Cruzaron otro paso elevado, apuntando con las armas hacia él, y luego otro. Había un cráter en la carretera a causa de la anterior explosión de un artefacto, y los convoyes tuvieron que aminorar la velocidad para sortearlo.

De repente, una mujer que llevaba una abaya negra y dos niños pequeños aparecieron a un lado de la autopista por delante de ellos, cerca de los restos de un coche que aún no habían sido retirados. La mujer sujetaba una cesta. Estaban en el campo de tiro de Carrie.

—¡Dos en punto! ¡Mujer con una cesta y niños! —vociferó.

La mujer les hizo gestos y alargó la cesta en su dirección. «¡Dios mío!», pensó Carrie. ¿Había un artefacto explosivo en la cesta? No sabía qué hacer.

—No dispares todavía —gritó Rabbit mientras apuntaban con sus armas a la mujer y a los dos niños.

«¿Qué está pasando aquí? —se dijo Carrie—. ¿Qué estamos haciendo?».

Balah! —chilló la mujer haciéndoles señas con la mano mientras los vehículos reducían la marcha para sortear el coche accidentado.

—¡Esperad! —gritó Carrie—. ¡Está vendiendo dátiles!

—¡No disparéis! —ordenó Rabbit.

Carrie apartó el dedo del gatillo. Cuando pasaron, el más pequeño de los niños los saludó con la mano. «Este lugar es surrealista», pensó ella con el corazón latiéndole en el pecho como un tambor.

Más adelante redujeron de nuevo la velocidad en un control de carretera formado por tanques APC y comandado por soldados del Ejército iraquí vigilados por un par de marines estadounidenses. Los soldados iraquíes les hicieron señas para que continuaran sin apenas mirarlos y los convoyes aceleraron de nuevo. Un cartel en la carretera rezaba: «Autopista de Qadisaya».

De pronto, Carrie oyó una explosión increíblemente ruidosa y vio una enorme bola de fuego naranja brotar unos cuantos cientos de metros por delante de ellos. Un estallido de calor y el olor de los explosivos llegaron hasta ellos como un viento cálido.

—Mierda —murmuró Rabbit.

—¿Qué es? —preguntó ella.

—El convoy que nos precede —musitó el ex marine con los dientes apretados.

Un minuto después tuvieron que reducir la velocidad para rodear el desvencijado armazón de un todoterreno idéntico al de ellos, completamente envuelto en llamas, que desprendía una columna espesa y acre de humo negro que se elevaba decenas de metros en el aire. Junto a él se encontraban los ardientes restos de otro vehículo destrozado del que no quedaba nada excepto el chasis. «Un coche bomba», pensó Carrie de manera automática mientras maniobraban para superarlo. Sintió el calor de las llamas en la piel. El aire estaba cargado de humo y de olor a explosivos.

Debido a las llamas, no pudo ver a nadie en el interior, pero divisó el brazo de un hombre sobre la carretera a unos metros de distancia. Iban a pasar justo por su lado, o tal vez sobre el brazo. Sintió náuseas y se obligó a tragar saliva para evitar vomitar. Mientras avanzaban, fue incapaz de apartar la vista del brazo cercenado. Estaba allí tirado, con la palma vuelta hacia arriba, los dedos perfectos, intactos, incluso con aspecto relajado. Dos hombres de Blackwater cargaban con un tercero cuyo tronco estaba empapado en sangre. Lo llevaron a un todoterreno detenido en mitad de la autopista con la puerta abierta.

«Debe de acabar de suceder», pensó, asqueada, recordando de repente cómo había sido todo para ella antes en Iraq, que aquel lugar era de verdad; podía morir en cualquier momento. De pronto se sintió aterrorizada y, aun así, más viva de lo que jamás se hubiera sentido en su vida. Cada poro de su piel era una especie de receptor que advertía todos los átomos del aire que la rodeaba.

«Esto es como uno de mis vuelos», pensó. Era una verdadera locura. Y sin embargo…, sin embargo… aquello era como era Carrie en realidad.

En el momento en que comenzaron a acelerar, los M240 y las M4 del flanco derecho del Mamba que los precedía abrieron fuego. Todos los del costado derecho del Mamba, el costado de Carrie, empezaron a disparar. Siguiendo el vuelo de las trazadoras de la metralleta, daba la sensación de que estaban apuntando al tejado de un edificio del color de la arenisca situado a unos cien metros de la autopista. «Dios santo», pensó al ver un destello de fuego procedente de allí. Alguien les estaba disparando.

—Francotiradores. ¡Fuego, cojones! —gritó Rabbit, y de inmediato comenzó a disparar su M4 contra el tejado del edificio.

Carrie lo intentó, pero no veía quién les estaba disparando, aunque sus nervios clamaban a la espera de que una bala impactara contra ella en cualquier instante. El estridente restallar de las salvas de las M4 de Rabbit y del hombre que había detrás de ella le retumbaba en los oídos de una forma increíblemente fuerte. Colocó el dedo en el gatillo sin saber qué hacer cuando se situaron frente al edificio. Y entonces lo vio.

Vio la silueta de alguien allí arriba y, antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, apretó el gatillo a ciegas y sintió que la M4 se movía entre sus manos. Lo hizo de nuevo; los disparos eran muy ruidosos, aunque estaba segura de que no se había aproximado ni de lejos a acertar en quienquiera que fuese. Antes de que pudiera siquiera ver qué ocurría, comenzaron a alejarse a toda velocidad. Sintió una terrible necesidad de orinar y se tensó para contenerla en su interior. Volvió a colocar la palanca en la posición de «Seguro».

Después de lo que le pareció una hora pero que apenas debió de ser un minuto, abandonaron la autopista. El Mamba guía tocaba el claxon y chocaba contra los vehículos iraquíes para apartarlos de su camino mientras se encaminaban hacia el control de la Zona Verde. Las calles estaban atestadas de coches, motos y gente. Por la ventanilla les llegaba el olor a polvo, gasoil y basura en descomposición.

El control estaba justo delante de ellos: alambre concertina; muros de hormigón antiexplosiones, algunos de ellos decorados con grafitis; barreras de hormigón en la calzada; una cola de coches y una larga fila de gente sometiéndose a inspecciones y detectores de metales para entrar, vigilados por un tanque M1 Abrams y un destacamento de soldados del Ejército de Estados Unidos. Se abrieron camino por las serpenteantes barreras y se detuvieron brevemente en el punto de control, donde un contratista que tenía exactamente el mismo aspecto que un soldado excepto por el parche de Blackwater que llevaba en el hombro de la camisa les hizo señas para que pasaran.

Al dejar atrás los muros de hormigón antiexplosiones, de repente fue como si hubieran aterrizado en otro planeta. Estaban en una amplia avenida bordeada de palmeras, casas con césped y jardines verdes, edificios monumentales con cúpulas puntiagudas que parecían sacadas de Las mil y una noches y, a lo lejos, el sol destellante sobre el río Tigris. Pasaron por delante de un monumento con unas gigantescas cimitarras cruzadas sobre la entrada de lo que parecía ser una enorme plaza de armas. Cerca había algo que recordaba a un gran platillo volante de hormigón con la escotilla abierta. Lo recordaba de su último viaje, pero Rabbit, asumiendo que era novata, se lo señaló:

—El Monumento al Soldado Desconocido —dijo mientras continuaban avanzando por la avenida para finalmente girar a la izquierda por delante de varios edificios gubernamentales situados en espacios abiertos y herbosos, y luego a la derecha hacia la calle Yafa.

Allí se detuvieron ante la entrada de un edificio alto que tenía delante una fuente monumental seca que, tarde o temprano, todo extranjero que no estuviese restringido al Ejército llegaba a conocer: el hotel al-Rasheed.

—¿Quieres registrarte o ir al Centro de Convenciones? —le preguntó Virgil mientras descargaban. El Centro de Convenciones era el lugar donde el gobierno provisional iraquí y las agencias gubernamentales estadounidenses tenían sus oficinas.

—Al Centro de Convenciones —contestó ella al tiempo que volvía a poner el seguro y le pasaba su M4 a Rabbit.

—Lo has hecho bien —comentó éste.

—Estaba muerta de miedo —repuso ella.

—Yo también.

Rabbit sonrió y les dijo adiós con la mano.

Arrastrando sus maletas con ruedas tras de sí, Virgil y Carrie cruzaron a pie el ancho bulevar y les mostraron sus identificaciones a los marines norteamericanos posicionados tras los sacos de arena que rodeaban la valla de hierro forjado y hormigón del Centro de Convenciones. Era un edificio enorme con aspecto de fortaleza hecho de hormigón gris, parecía una fortificación de la primera guerra mundial.

Volvieron a mostrarles sus identificaciones a los policías militares estadounidenses que se encargaban de la entrada y la sortearon. Al instante, el aire acondicionado los golpeó de lleno y, tras preguntar, terminaron por encontrar un despacho con un letrero en la puerta que rezaba «USAID/Bagdad», la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional. Llamaron y entraron.

Una vez dentro, los guiaron hacia la sala de espera de un despacho, donde se sentaron y esperaron mientras un joven estadounidense con la camisa y la corbata del uniforme de los marines del servicio «C», con un aspecto inconfundiblemente militar, iba a buscar a alguien. Un capitán de los marines de Estados Unidos, también con el uniforme del servicio «C», salió de una oficina interior.

Medía alrededor de metro ochenta, atlético, atractivo, con el pelo ondulado y oscuro más largo que el de los marines normales, ojos azules y sonrisa de Tom Cruise.

—Soy Ryan Dempsey. Vosotros debéis de ser Virgil y Carrie. Bienvenidos al Saco de Arena —dijo mientras les estrechaba la mano.

Al tocarlo, Carrie sintió un estremecimiento distinto de todo lo que había experimentado desde que hacía una eternidad había conocido a John, su profesor de ciencias políticas en Princeton. «Es la adrenalina —se dijo—, la emoción de haber sobrevivido al trayecto en coche, de estar viva». Pero, echándole un buen vistazo al capitán Dempsey, supo que no era sólo eso.

«Mierda —pensó—. Voy a meterme en un lío».