12

Acela Express, tren de alta velocidad de la Amtrak, Nueva Jersey

Cuatro días después, en el Acela Express de la Amtrak que hacía el trayecto de Washington a Nueva York, Carrie contemplaba pasar precipitadamente por la ventana las llanuras de Nueva Jersey mientras iban camino de Penn Station, en Manhattan. Saul Berenson se hallaba sentado junto a ella, trabajando en su ordenador portátil. Estaba perdida en sus pensamientos, mientras su mente vagaba por algún lugar entre Beirut y David Estes. Cada vez que pensaba en él, se le presentaban imágenes de ambos desnudos.

Le gustaba su gran tamaño, encima y dentro de ella. Había sido jugador de fútbol americano en la universidad y aún tenía ese gusto por la actividad física que formaba parte del sexo. Le gustaba acariciarlo, y el contraste de sus pieles la una contra la otra, negro y blanco, como las teclas de un piano, lo que la hacía pensar en grandes acordes de jazz. Thelonious Monk, Bud Powell…, y le traía recuerdos de Princeton y de la noche en que se enteró de quién era.

Era su penúltimo año de universidad. El año en que se dedicó a Oriente Próximo y estudiaba árabe, y el año de John, su profesor-amante. Habían pasado la noche en el apartamento de él, fumando hierba, escuchando sus CD de jazz y teniendo sexo en todas las posiciones que eran capaces de adoptar. Por la mañana, el desayuno consistía en café espresso, patatas fritas, galletas con pepitas de chocolate y Billie Holiday.

—Yo era un crío —le dijo él—. Eran los sesenta, en el norte del estado de Nueva York, ¿vale? Vietnam. Rock’n’roll. Los Stones. Crecdence Clearwater. Era un chiquillo solitario, despierto muy tarde por la noche, que escuchaba la radio en mi habitación. Estaban poniendo una canción de Billie Holiday. Esta canción, Strange fruit, que, te juro, Carrie, dice más acerca de ser negro en Estados Unidos que todos los libros y documentales que verás jamás, y me di cuenta de que todo estaba en la música. Sólo tenías que escuchar.

Sólo que ella no estaba escuchando porque la cosa había empezado ya. Se sentía ligera, como si estuviera hecha de helio, y, si algo no le impedía elevarse, empezaría a flotar hacia el cielo y no bajaría nunca.

Aquella noche, John tenía que llevarla a una fiesta, pero no se presentó. Cabreada, acudió sola. Todo el mundo estaba bebiendo y bailando y ella tomaba tequila y se sentía como si nada pudiera hacerle daño. La gente hablaba de «Expediente X», la serie de televisión, y de Dolly, una oveja que habían clonado a partir de otra.

Un tipo atractivo de una de las universidades de la Ivy League con un jersey muy pijo y que se aseguró de que Carrie se enterara en los primeros tres segundos de que pertenecía al Colonial, una de las fraternidades de élite de Princeton, le preguntó si pensaba que se podía clonar a la gente, y ella se abrió como una granada al explotar. Comenzó a decir que la repetición infinita era imposible, de modo que la clonación degeneraría inevitablemente, y que todo había comenzado con Charlie Parker y el jazz y se podía ver en el arte islámico de los mosaicos de las mezquitas. Hablaba sin parar, sintiéndose guapa y encantadora y pensando que John podía irse al diablo, sin apercibirse de que Club Colonial y todos los demás se apartaban de ella. Hasta que vio a dos chicas hablando entre sí y mirándola, y la forma en que la miraban no era como «qué guay», por fin era la chica guapa, cautivadora y divertida, sino «qué diantre le pasa», mezclado con una pizca de compasión, por lo que Carrie se levantó y regresó corriendo a la residencia de estudiantes lo más a prisa que pudo.

Una vez en su habitación, se quitó toda la ropa, cuanto llevaba puesto. Sentada desnuda en la cama, se puso a escribir furiosamente en un cuaderno. Una página tras otra, tan de prisa como podía. Hablaba de la música y de que las leyes que sostenían el universo eran una partitura. Cuando terminó, unas siete horas después, había amanecido y tenía un manifiesto de cuarenta y cinco páginas que tituló «Cómo reinventé la música», que explicaba la relación entre las notas de jazz y Jackson Pollock y las matemáticas y la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad general de Einstein. Porque todo estaba relacionado. Como John, esa mierda, había dicho: «Sólo tenías que escuchar».

Cuando hubo terminado, agarró su chaqueta y el cuaderno y, aún desnuda salvo por la chaqueta, corrió al pasillo, bajó la escalera y salió a la calle. Corrió descalza por la nieve, casi derribando a un hombrecito con gafas de aspecto hispano que nunca antes había visto. Pero era obviamente un profesor. Carrie se aferró a su abrigo y le tendió enérgicamente el manifiesto.

—Tiene que leer esto, tiene que publicarlo. Esto cambiará el mundo. Todo es música, pero tal como era antes era un desastre. Un callejón sin salida. Yo la he reinventado. ¿No lo entiende? Todo está relacionado. Ésta es la voluntad de Dios, maldita sea —dijo.

—¿Está usted bien, señorita? ¿Es usted de Butler? —inquirió el hombrecito mirando a su alrededor. Algunos estudiantes se habían parado a mirar.

—Tiene que leer esto, ¡ahora! Es el documento más importante del mundo. ¡Mire! —exclamó Carrie mostrándole la primera página.

—¿Conoce alguien a esta joven? —preguntó el profesor. Nadie se movió ni dijo una palabra.

—Está desnuda —observó una chica.

—Y descalza —añadió otro estudiante.

—¡¿De qué estáis hablando?! —gritó Carrie—. ¿Es que no lo entendéis? Lo que Charlie Parker y Thelonious Monk hicieron por la música estaba libre de la eterna influencia opresiva de la mierda europea. Ellos vislumbraron la base matemática subyacente. ¡Éste es el jodido universo al que os aferráis!

—Soy el profesor Sánchez. Necesito que algunos de ustedes me ayuden —les dijo el profesor a los estudiantes—. Vamos a llevarla a McCosh.

Aún hablando sin parar, la llevaron al centro de salud estudiantil, donde le dieron carbamazepina, que lo único que hizo fue hacerla vomitar. Después le dieron una fortísima dosis de sedantes, borrando el resto del día y casi dos semanas de su memoria para siempre.

Luego, en un hospital privado, el litio la devolvió a este mundo. Había transcurrido algún tiempo. Estaba en casa y en Maryland.

—Volaste —le dijo su padre—. Lo siento, Caroline. Tal vez ahora lo entiendas. A veces pienso que es lo mejor y lo peor del mundo.

—Lo heredé de ti, hijo de puta —repuso ella—. No quiero volver a verte ni a sentirme así jamás.

—¿Y qué te hace pensar que tienes elección? —inquirió él.

Unos cuantos días después de que regresó a Princeton y John la llamó.

—¿Qué te pasó? Me dijeron que habías tenido un ataque de nervios —le dijo—. Quiero verte.

—Déjame en paz. Yo no quiero verte a ti.

—¿Qué pasa? Deja que vaya.

—No. No vuelvas a llamar. Por favor.

—¿Por qué? Dímelo por lo menos. Al menos me debes eso.

—Aquella muchacha, la chica guapa con la que podías acostarte y sentirte tan inteligente, olvídala. Ya no está.

—Carrie, habla conmigo. ¿Qué ha pasado? ¿Se trata de tu familia?

—En cierto modo. Es la genética. Mira, John, conoces muy bien tu rutina. Encontrarás a otra estudiante mona a la que dejar alucinada. A la que contar tus historias sobre Billie Holiday y Charlie Parker. Hazme un favor y háztelo a ti también. Olvídame.

—Creo que estoy enamorado de ti.

—¡Y una mierda! Te encantaba cómo te hacía sentir respecto de ti mismo. Sólo tenía que ver contigo, no conmigo, era como una especie de masturbación.

—También tú te lo pasabas bien, ¿no? —espetó él—. Admítelo.

—Sí, me lo pasaba bien. Ahora, déjame en paz. Lo digo en serio —dijo, y colgó.

De regreso a su minúsculo despacho, comenzó con una idea que no la había abandonado: Dima no estaría sola. De modo que la pregunta era ¿quién iría con ella y cómo tenían planeado liquidar al vicepresidente y a la gente del evento?

Primero hizo que Joanne la ayudara, pero no era suficiente. Se estaban quedando sin tiempo. El atentado podía producirse pronto. Se encaminó a la oficina de Yerushenko.

—¿Qué pasa? —inquirió él, levantando la vista.

Carrie se lo contó. Todo. Dima y Ruiseñor en Beirut. La advertencia de Julia. Los archivos que habían desaparecido. Dima, que se alojaría en el Waldorf bajo el nombre falso de Jihan Miradi, y el evento de recaudación de fondos para el vicepresidente y los demás. Hablaron durante dos horas y, cuando terminaron, Yerushenko movilizó al departamento entero y le permitió utilizar su despacho para empezar a colgar fotos y notas en una gran pizarra blanca.

—Me ha sorprendido —le dijo Carrie—. Después del modo en que me trasladaron y todo, creí que no me apoyaría.

—No tiene nada que ver contigo —repuso Yerushenko—. Las cosas encajaban. Una agente doble relacionada con la DGS y posiblemente Hezbolá que podría haber participado en un ataque o en un posible secuestro de una agente de operaciones de la CIA, una agente que da la casualidad que ahora trabaja conmigo… y, por cierto, yo no acepto la evaluación de nadie como si fuera el evangelio. Puedo juzgar a mi gente por mí mismo, gracias… Y, de pronto, esa agente doble que, al parecer, se ocultó después de la acción contra ti, reaparece de repente y va a venir a Estados Unidos después de lo de Abbasiya. Hace una reserva en el Waldorf justo antes de un elegante evento al que asiste el vicepresidente del país. Sería un imprudente si no me lo tomara en serio.

Carrie se puso ella misma y puso también a los demás miembros del departamento a verificar la identidad de todo hombre —«Creedme, con Dima, siempre serán hombres», les dijo— de cualquier país de Oriente Medio que o bien hubiera llegado a Estados Unidos en los últimos dos meses o bien tuviera previsto llegar antes del acto de recogida de fondos. Había miles. Obtuvieron las listas completas del Departamento de Estado y del Departamento de Aduanas y Protección de Fronteras y se pusieron manos a la obra.

—Lo que estamos buscando es una relación —les dijo a sus colegas de la OCSA—. Alguien que vuele desde Beirut o que haya estado en Beirut pero venga de cualquier otro sitio. Alguien con una relación con la DGS siria o con Damasco. Alguien que pueda tener una relación de cualquier tipo con Ruiseñor o con Dima, cualquier tipo de comunicación, o que haya estado en la misma ciudad que Ruiseñor o Dima. Cualquier vínculo, aunque sea indirecto, de cualquier tipo.

Dado que quedaban tan sólo unos días para el evento de recaudación de fondos, trabajaron por turnos las veinticuatro horas del día, comiendo en la cafetería y asaltando a media noche los distribuidores automáticos, mientras Joanne la arrastraba consigo para tener compañía mientras se fumaba un cigarrillo rápido a hurtadillas en el baño de señoras.

Al cabo de tres días habían reducido la lista a cuatro posibilidades: Mohamed Hegazy, un médico egipcio que estaba visitando a un hermano en Manhattan; Ziad Ghaddar, un hombre de negocios libanés que se alojaba en el Best Western, cerca del JFK; Bassam al-Shakran, un vendedor de productos farmacéuticos jordano que había estado tanto en Bagdad como en Beirut en los últimos dos meses, había llegado de Amán hacía tres días y residía en casa de un primo en Brooklyn, y Abdel Yassin, un universitario jordano, también procedente de Amán, que había llegado a Estados Unidos con un visado de estudiante para el Brooklyn College.

—Si tuvieras que elegir a uno, ¿cuál sería? —inquirió Saul al tercer día. Estaban con Yerushenko en la oficina de éste, con todo el muro enteramente cubierto de notas, papeles, fotografías y capturas de pantalla unidos entre sí con líneas de colores hechas con rotulador como una telaraña tejida por una araña loca.

—Los dos jordanos —respondió ella, dándoles unos golpecitos a sus fotografías pegadas en la pared—. El primo del vendedor vive en Gravesend. —Le indicó el barrió en un mapa de la ciudad de Nueva York—. El otro asistirá al Brooklyn College, que se encuentra en la zona de Midwood-Flatbush. No están lejos la una de la otra. Le pedí a Joanne que hiciera averiguaciones y viera a qué se dedica el primo.

—¿Y? —le preguntó Yerushenko.

—Esto os va a encantar. Tiene una empresa que fabrica aparatos de fitness. Cintas para correr, máquinas de pesas, cosas de este tipo. Son vendedores y servicio técnico.

—¿El Waldorf tiene gimnasio? —quiso saber Saul.

Carrie asintió. Los dos hombres intercambiaron una mirada.

—No me lo digas —terció Yerushenko—. El Waldorf es uno de sus clientes.

—Matrícula de honor —repuso Carrie—. Tienen acceso al hotel.

Estudiaron las conexiones de la pared. Había dos líneas que relacionaban a los dos jordanos, básicamente porque ambos procedían de Amán. Sólo el vendedor había estado en Beirut, pero había ido en tres ocasiones que ellos supieran, la última sólo dos semanas antes, según las interceptaciones telefónicas de la NSA.

—¿Algo más sobre los jordanos? —preguntó Saul.

—Esto —contestó ella señalando una captura de pantalla de un artículo de periódico en árabe con la fotografía de un joven unida por una única línea de rotulador a la fotografía del DS-160 de al-Shakran—. Es una necrológica. El hermano de al-Shakran. Muerto en Iraq.

—Joder —dijo Saul en voz baja—. ¿Estuvieron involucrados soldados norteamericanos?

—No lo sé. El artículo no lo dice, y la delegación de Amán aún no ha tenido tiempo de ponerse en contacto conmigo con información sobre el hermano. Tenemos que asumir que es una posibilidad.

—Y un motivo. —Saul hizo una mueca.

—¿Y cómo van a hacerlo? —inquirió Yerushenko—. ¿Con explosivos?

—Es posible. Con pistolas, más probablemente. —Saul se encogió de hombros—. Los fusiles de asalto serían lo mejor.

—¿Dónde los conseguirían? Nueva York tiene leyes bastante estrictas —señaló Yerushenko.

—En cualquier parte —intervino Carrie—. Vermont no está lejos y tiene las leyes sobre posesión y uso de armas de fuego más liberales del país. Pero en realidad no es tan difícil. Apuesto a que ahora tienen ya todo lo que necesitan.

—¿Y la seguridad del evento? Servicio secreto para el vicepresidente. Detectores de metales en la sala de baile. Tendrían que saber que han de enfrentarse a ella.

—Una vez dentro del hotel, el lugar no plantea ningún problema. Simplemente podrían abrirse paso a tiro limpio. Con rifles de asalto es posible matar a un montón de personas antes incluso de que el servicio secreto pueda empezar a reaccionar —replicó Carrie.

—El servicio secreto los matará —terció Yerushenko.

Saul y Carrie sonrieron.

—Claro. Pero no les importa. Además, sólo hay que disparar uno o dos buenos tiros al principio para alcanzar al vicepresidente. Si además matan a cualquier otra persona, es la guinda del pastel —manifestó Saul.

—¿Y el CTC y David Estes? —preguntó Carrie.

Saul la miró con curiosidad.

—Lo que le dijiste, fuera lo que fuese, funcionó. Nos apoya al ciento por ciento. Incluso ha obtenido la aprobación del director.

Carrie miró más allá de Saul, sentado junto a la ventana, mientras el tren entraba en Trenton Station. Observó a los viajeros bajarse de los vagones y a la multitud agolparse en el andén. Gente que vivía su vida sin tener ni idea de lo que se les venía encima a menos que ellos pudieran detenerlo.

—¿Quién viene a buscarnos? —preguntó.

—El capitán Koslowski, de la División de Inteligencia y la DPNY, la Oficina Antiterrorista del Departamento de Policía de Nueva York. Dijo que estaría en Penn Station o mandaría a alguien a esperarnos.

—¿El FBI no?

—No puedo mantenerlos al margen. Pero quiero que Nueva York se encargue de esto tanto como sea posible —respondió él.

Carrie asintió. Deseaba hablarle a Saul de la conversación que había mantenido con Virgil la noche anterior, pero decidió no hacerlo. Sólo había pasado unas pocas horas con David en el Hilton de Tysons Corner antes de marcharse a las seis de la mañana con el fin de prepararse para partir hacia Nueva York.

—Mi mujer me deja —le había contado David—. Ni siquiera me preguntó por ti ni me pidió que dejara de verte. Sólo dijo que podía volver con mi ramera. Se acabó.

—¿Y qué pasa con nosotros? —preguntó ella.

—No lo sé —respondió David—. ¿Tú qué dices?

—Yo tampoco lo sé —contestó Carrie.

Tras regresar a Reston para hacer las maletas, se había puesto en contacto con Virgil en Beirut para ver si desde su marcha había averiguado algo sobre Dima o Ruiseñor, pero su colega le explicó que no había ninguna novedad. En cualquier caso, Fielding le había encomendado una operación encubierta sobre un diplomático bareiní que iba por ahí tirando el dinero como si fuera confeti.

—Si te interesa la vida sexual de los bareiníes fuera de casa, tengo kilómetros de película —le dijo.

—Mándasela a Fielding. Dale algo que él entienda —replicó ella.

—Sí, bueno, la línea entre la pornografía y los medios y métodos de espionaje está empezando a desdibujarse por aquí —se quejó Virgil, poniendo fin así a la llamada.

Así que Beirut no tenía nada. ¿Cómo era posible? ¿Dónde había estado Dima todo ese tiempo? No podía haberse quedado allí. Dima no era de esas chicas que pasan desapercibidas, en especial en Beirut, donde todo el mundo se da cuenta de todo. ¿Y para quién trabajaba? ¿Para el 14 de Marzo, la facción cristiana maronita? ¿Para Hezbolá? ¿Para los sirios? ¿Para los iraníes? Después de lo de Abbasiya, todo el mundo asumía que, si había un atentado, los autores serían los suníes. Al-Qaeda. Pero tal vez fueran los iraníes, intentando echarles la culpa a los suníes.

Entonces se le ocurrió una cosa. Se enderezó en su asiento como una baqueta mientras el tren abandonaba Trenton Station. Quizá fuera al revés.

¿Y si AQI, al-Qaeda en Iraq, estaba utilizando a Dima y sus relaciones con los sirios para atentar contra el Waldorf y cargarles el muerto a los iraníes?

Diablos, era posible. Durante parte del tiempo que llevaba en la OCSA, cuando no estaba trabajando en Beirut, su cometido oficial había sido al-Qaeda. Y el año anterior, mientras estaba destinada en Bagdad, había pasado mucho tiempo estudiando a AQI, en particular los pequeños fragmentos de información que tenían sobre Abu Nazir, el líder de AQI, y la única conclusión a la que había llegado era que se trataba de una persona retorcida. No hacía nunca nada sencillo ni directo. Nunca. Un ataque contra el Waldorf con conexiones sirioiraníes sería exactamente el tipo de cosa que él haría para después sacarle partido en Bagdad.

Allí pasaba algo más, sólo que no lograba identificarlo, pensó mientras veía a Saul guardar su portátil cuando el tren se metía ya bajo tierra y entraba en Penn Station.