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Zona Verde, Bagdad, Iraq
Carrie estaba de vuelta en el Aeropuerto Internacional de Bagdad. Calor, moscas y Demon soltando su discurso sobre la Ruta irlandesa, diciendo que había menos de diez kilómetros desde el aeropuerto hasta la Zona Verde. Reconoció a Carrie de su última visita.
—Veo que tenemos una clienta que repite. ¿No fue un paseo agradable la última vez, señorita? —le preguntó a voces.
—He estado en Ramadi, Demon. La Ruta irlandesa es una mariconada —le gritó entre estrepitosas carcajadas masculinas y unos cuantos abucheos y vítores bienintencionados.
Se metieron en un convoy de todoterrenos y Mambas de Blackwater. Mientras abandonaban el aeropuerto, pasaban por delante del cartel de «Estado rojo», entraban en la carretera del aeropuerto, avanzaban por la autopista en dirección a Bagdad y dejaban atrás las palmeras destrozadas y los restos chamuscados de coches y camiones, Carrie experimentó una sensación muy extraña.
«Estoy en casa —pensó—. Me he pasado la vida buscando un lugar en el que encajar, jamás me he sentido cómoda en ningún sitio». Crecer con su padre y su madre había sido como vivir en un país extranjero —¿de qué otro modo podría haberse marchado su madre así, sin decir una sola palabra?—, y, por increíble que pareciera, su hogar había resultado estar allí. En Iraq. En Oriente Medio. En mitad de una guerra.
Mientras su convoy pasaba por debajo de los pasos elevados y los artilleros giraban al unísono, como bailarines, para cubrirlos frente a cualquiera que pudiese lanzar una granada o un artefacto explosivo improvisado contra uno de sus vehículos, mientras pasaba junto a los iraquíes que habían detenido su coche en el arcén para permitir que su convoy los adelantara, hombres que los miraban con fijeza y sin parpadear, se dio cuenta de que era al riesgo, al juego, a lo que era adicta.
Por si ser bipolar no fuera ya lo bastante malo, tenía que convertirse también en una yonqui de la adrenalina. ¿O quizá fuera otra cosa?, se preguntó cuando se incorporaron al tráfico denso de la autopista de Qadisaya. Pasaron por delante de palmeras y edificios, algunos de ellos picados de agujeros de balas y proyectiles. «Es como cruzar una línea de meta; algo está terminando o comenzando», pensó.
Desde aquella noche en Achrafieh en la que Ruiseñor había tratado de tenderle una emboscada, había estado disputando una carrera, como cuando estaba en Princeton. La carrera más larga de la historia. No había terminado hasta entonces. Cuando corría en la liga de la NCAA, pensaba que podría correr para siempre. Ahora, en cambio, ya no era tan inocente.
«Coge aire, Carrie —se dijo—. Ha llegado la hora de una nueva carrera». Esta vez el conejo al que perseguía era Abu Nazir. El convoy pasó el puesto de control de entrada a la Zona Verde, la plaza de armas y el Monumento al Soldado Desconocido hasta llegar a la calle Yafa y el hotel al-Rasheed.
Abu Nazir. ¿Qué tenía ese hombre? Algo realmente aterrador. Algunos preferían morir a enfrentarse a él. Bilal Mohamad no era un loco yihadí, y tampoco un pelele. Era un verdadero demonio. A Carrie se le habían puesto los pelos de punta con su mera presencia. ¿Cómo podía ser que Davis Fielding no lo hubiera visto? ¿Tan cegado estaba por el sexo? Tal vez fuera como le había dicho Saul: tenía el cerebro pegado al suelo. Pero Bilal quería vivir. Estaba descuartizando tranquilamente a un amigo gay para que Abu Nazir lo diera por muerto cuando ella lo encontrara. Sin embargo, cuando se le ofreció la posibilidad de conservar la vida, incluso Bilal prefirió suicidarse con tal de no tener que plantarle cara a Abu Nazir.
«Bueno, Abu Nazir, el siguiente baile es para nosotros», pensó sombríamente Carrie.
Cuando entró en el vestíbulo de mármol del hotel, Warzer la recibió con un gran ramo de rosas.
—Marhaban! Bienvenida, Carrie. Me alegro de tenerte de vuelta —la saludó mientras le entregaba las flores.
—Shokran, Warzer. —Olió las rosas—. ¿No se pondrá celosa tu mujer?
—Se pondría celosa si fuera lo bastante tonto como para decírselo. ¿Cómo está Virgil?
—Está bien. Está deseando volver.
Carrie le dejó su maleta con ruedas al botones del hotel y los dos salieron del edificio y cruzaron hacia los jardines del Centro de Convenciones. La seguridad había mejorado desde la última vez que había estado allí, y el Centro de Convenciones estaba rodeado por capas de protección concéntricas. Además del personal, Carrie notó que había cámaras de vigilancia y sensores por todas partes.
Warzer y ella presentaron sus credenciales ante unos policías militares estadounidenses situados tras varios sacos de arena, de nuevo ante unos guardias de Blackwater y por tercera vez en un puesto de control operado por soldados iraquíes de las ISF en la entrada principal.
—¿Cómo están de verdad las cosas? —le preguntó a Warzer mientras atravesaban el vestíbulo abierto.
—Todo pende de un hilo, Carrie. Los iraníes y el ejército de al-Mahdi están pasando armas y explosivos de contrabando. Los kurdos van por su lado. Los estadounidenses están atrapados en el medio…, y una vez que el juicio de Saddam termine y lo ejecuten…
—¿Es la conclusión inevitable?
—Sin duda. Lo colgarán. Dentro de muy poco.
—¿Qué pasará entonces?
—Eso depende de Abu Nazir…, y también de ti, Carrie —sonrió él.
Se encontraban frente a la puerta del Servicio de Ayuda a los Refugiados de Estados Unidos. Pasaron a la zona de recepción y Carrie le pidió a la empleada de la CIA que avisara a Perry Dreyer de que ella estaba allí y que le consiguiera un jarrón para las rosas, que le entregó a la mujer. La empleada se puso en pie y se marchó. Cuando regresó, les dijo que la siguieran.
Entraron en una sala grande que era un hervidero, abarrotada como estaba de agentes de la CIA sentados a sus ordenadores o hablando por teléfono. En la pared habían colgado fotografías enmarcadas del embajador Robert Benson y del primer ministro Wael al-Waliki con sus uniformes militares de combate. Había otra del jefe de la delegación, Perry Dreyer, y, en la pared que había junto a Carrie y Warzer, dos fotos de dos marines estadounidenses con un cartel que rezaba: «Marines estadounidenses desaparecidos en combate, supuestamente capturados por AQI, Operación Libertad Iraquí».
La primera imagen era de un afroamericano: «Marine estadounidense Scout Sniper Thomas Walker. Capturado a las afueras de Haditha, provincia de Ambar, 19 de mayo de 2003». Tres años. Muchísimo tiempo para ser prisionero de al-Qaeda, si es que aún estaba vivo, el pobre hombre. Probablemente no había ni una sola posibilidad de que siguiera con vida. «Haditha», musitó Carrie. La última ubicación conocida de Abu Nazir. Su siguiente destino.
La segunda fotografía estaba etiquetada con el siguiente texto: «Marine estadounidense sargento Nicholas Brody, capturado a las afueras de Haditha, provincia de Ambar, 19 de mayo de 2003». Los habían cogido juntos. Carrie estudió la imagen con detenimiento.
«Un rostro interesante», pensó.