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Achrafieh, Beirut, Líbano
Nightingale, Ruiseñor, llegaba tarde.
Sentada en la oscura sala de proyección, segundo asiento, cuarta fila empezando por atrás, Carrie Mathison intentaba decidir si debía abortar la operación. Se suponía que era tan sólo un contacto inicial. «Barcos que se cruzan», lo había llamado Saul Berenson, su jefe y mentor, durante el período de instrucción, allá en La Granja, en las instalaciones de capacitación de la CIA en Virginia. Echarle un vistazo de cerca a un tal Taha al-Douni, al que le habían asignado el nombre en clave de «Ruiseñor», permitir que él le echara a ella una mirada rápida para la siguiente ocasión, susurrarse la hora y el lugar para el próximo encuentro y luego marcharse. Estrictamente a rajatabla.
Si el contacto llegaba tarde, el protocolo de la Compañía consistía en esperar entre quince y veinte minutos, luego abortar la operación y volver a programar un encuentro sólo si el contacto daba una razón jodidamente buena para no haberse presentado. No bastaba una excusa corriente como el concepto del tiempo en Oriente Medio, que podía suponer cualquier cosa, desde media hora a medio día de retraso, o el habitual embotellamiento de los viernes por la noche en el bulevar General Fouad Chehab durante el cinq á sept, el lapso entre las cinco y las siete de la tarde en que los hombres de negocios se encontraban con sus amantes en los discretos pisitos del distrito de Hamra.
Sólo que Carrie quería a ese contacto. Según su informadora, Dima, una guapa chica de alterne libanesa perteneciente al 14 de Marzo, un grupo político cristiano maronita, a quien uno podía hallar todas las noches en el bar de la azotea del Le Gray, en el distrito central, al-Douni tenía dos cosas que hacían de él alguien que la CIA se moriría por pescar: una, era miembro de la DGS, un agente de la Dirección General de la Seguridad, el brutal servicio de inteligencia sirio, lo que lo convertía en una fuente directa de información sobre el régimen de Assad en Damasco; y dos, necesitaba dinero. Una atractiva novia egipcia con gustos caros lo estaba dejando seco, le había dicho Dima.
Volvió a consultar su reloj. Veintinueve minutos. ¿Dónde diablos se había metido? Observó la sala. Más de las tres cuartas partes de las localidades estaban ocupadas. En la pantalla, Harry Potter, Ron y Hermione estaban en clase de Ojoloco Moody viendo cómo le echaba una maldición Imperius a un insecto volador de aspecto letal.
Tenía los nervios tan tensos como una cuerda de violín, aunque eso no significaba nada. No siempre podía confiar en sus sensaciones, porque había ocasiones en las que estaba convencida de que su sistema nervioso lo habían montado los mismos idiotas que habían construido la red eléctrica de Washington, D. C. Trastorno bipolar, lo llamaban los médicos. Un trastorno psiquiátrico del estado de ánimo caracterizado por episodios de hipomanía alternados con fases depresivas, como lo había descrito un psiquiatra que le recomendaron una vez en el centro de salud para estudiantes de Princeton. Su hermana Maggie tenía una definición mejor: «Cambios de humor que oscilan desde “Soy la chica más lista, más guapa y más fantástica del universo” a “Quiero suicidarme”». Aun así, todo en ese contacto le daba mala espina.
Ya no podía esperar más, se dijo. En la pantalla, Hermione le estaba gritando a Moody, pidiéndole que detuviera una maldición que estaba torturando al pobre insecto hasta la muerte. Era el momento idóneo. Un montón de ruido y efectos especiales. Nadie repararía en ella, decidió poniéndose en pie y dirigiéndose hacia el vestíbulo del cine.
Salió a la calle con la impresión de que todo el mundo la miraba, sintiéndose desprotegida. Hasta cierto punto, eso siempre era así para una mujer occidental en Oriente Medio. Llamabas la atención. La única manera de pasar desapercibida era ponerte una abaya que te cubriera todo el cuerpo y un velo, y esperar que nadie se te acercase lo suficiente como para echarte una buena ojeada. Pero con su constitución esbelta, su largo cabello rubio y sus facciones inequívocamente norteamericanas, Carrie no podía engañar a nadie salvo a distancia y, en cualquier caso, esa treta no habría funcionado en el norte de Beirut, donde las mujeres llevaban de todo, desde hiyabs a ajustadísimos vaqueros de marca, y a veces ambos al mismo tiempo.
Mientras se hallaba en el cine, había oscurecido. El tráfico era intenso en la avenida Michel Bustros, y los faros de los coches y las ventanas iluminadas de los altos edificios de apartamentos y oficinas formaban un mosaico de luces y sombras. Recorrió la calle con la mirada buscando observadores. Los contactos rotos eran siempre potencialmente peligrosos. Entonces, casi se le paró el corazón.
Ruiseñor estaba sentado en un café al otro lado de la calle, mirándola fijamente. Justo lo que no había que hacer. No podía haber malinterpretado las instrucciones que le había pasado Dima en el Le Gray la noche anterior. ¿Acaso estaba loco? En ese momento, empeoró las cosas aún más: le hizo señas dirigiéndole un gesto que en Estados Unidos significa «vete» pero que en Oriente Medio quiere decir «ven aquí». Su forma de actuar se explicó por sí sola al instante, como uno de esos caleidoscopios que uno sacude y de pronto todas las piezas encajan. Era una emboscada. Se suponía que al-Douni era un miembro de la DGS. Un experto profesional de inteligencia. No era posible que estuviera haciendo algo tan chapucero.
Ya se tratara de la DGS, ya de Hezbolá, nada iba a impedirles matar a una agente de la CIA o, mejor todavía, tomar un rehén para sus propios propósitos. Para ellos, apresar a una atractiva espía rubia de la CIA sería como haber ganado la lotería. En su mente, Carrie imaginaba ya el circo mediático mientras la exhibían ante la cámara, denunciando aún más interferencias de Estados Unidos en Oriente Medio mientras la mantenían encerrada en un armario durante años, torturándola y violándola porque, al fin y al cabo, era una espía, por no mencionar el hecho de que muchos hombres en Oriente Medio creen que las mujeres son todas unas putas en cualquier caso. Ruiseñor volvió a hacerle señas y, mientras lo hacía, Carrie divisó con el rabillo del ojo a dos árabes que salían de una camioneta aparcada en su lado de la calle y se dirigían hacia ella.
Era un secuestro. Tuvo que decidir en un instante. En escasos segundos la habrían hecho prisionera. Se dio media vuelta y volvió a entrar en el cine.
—Se me ha olvidado una cosa —murmuró en árabe al tiempo que le mostraba al portero su billet.
Avanzó por el pasillo entornando los ojos para adaptar nuevamente la vista a la oscuridad. En la pantalla, Hermione le lavaba la memoria a uno de los atacantes del café mientras Carrie escapaba por la salida de emergencia de aquel lado de la sala e iba a dar a un callejón. Irían tras ella, pensó, mientras se dirigía a la avenida. Atisbó desde la fachada lateral del edificio. Ruiseñor ya no estaba en el café. Los dos hombres debían de haber entrado en el cine.
Corrió a la avenida y dobló la esquina para tomar un estrecho callejón alejado del tráfico. ¿Cuántos eran?, se preguntó, maldiciéndose por llevar tacones altos. Formaban parte de su disfraz. A menos que llevase abaya, ninguna mujer que se preciara se dejaría ver ni loca con zapatos planos. Con toda seguridad debía de haber más de dos hombres, pensó mientras se paraba para quitarse los zapatos.
La calle estaba oscura, flanqueada de árboles que ocultaban la luz. No había mucha gente a la vista, aunque la presencia de otras personas tampoco iba a detenerlos. Los dos árabes de la camioneta volvieron entonces la esquina. Uno de ellos se sacó algo de la chaqueta. Parecía una pistola con silenciador. Carrie echó a correr. La habían subestimado, pensó. Había sido corredora. Podía dejarlos atrás.
En ese preciso momento oyó un agudo sonido metálico y sintió que algo le lastimaba la pierna. Miró hacia abajo y hacia atrás y distinguió en la acera una marca blanca causada por una bala. Le estaban disparando. Se escabulló a la izquierda, luego a la derecha, y se tocó la pierna, palpando un desgarrón en sus vaqueros y una mancha. Sangre. Un pedacito de acera debía de haber salido despedido y la había alcanzado, pensó, corriendo para salvar la vida, batiendo con fuerza el hormigón con los pies desnudos. Torció la esquina y corrió a toda velocidad por una calle vacía. Tenía que hacer algo, y rápido. A su izquierda había una gran casa tras una cerca de hierro forjado. En el lado derecho de la calle, una iglesia griega ortodoxa con una cúpula destacaba, blanca, en la oscuridad.
Corrió a la puerta lateral de la iglesia y tiró del picaporte. Estaba cerrada. Al mirar a sus espaldas, con el corazón aporreándole el pecho, distinguió a los dos árabes corriendo hacia ella. Ahora ambos llevaban pistolas con silenciador y se estaban acercando. Más adelante, en la esquina, un Mercedes se detuvo emitiendo un chirrido y de su interior salieron cuatro hombres en tropel. «¡Mierda!», pensó Carrie, y corrió tan a prisa como pudo hasta la puerta principal del templo. La abrió de un tirón y se precipitó al interior.
En la iglesia había quizá una docena de personas, casi todas mujeres vestidas de negro. Caminaban por ella, encendiendo velas y besando iconos, o estaban de pie ante el altar, con sus arcos y sus imágenes recubiertas de oro. Un joven con barba, un sacerdote vestido con una túnica negra, se aproximó a ella por el pasillo.
—Cristo está entre nosotros —le dijo en árabe.
—Por supuesto, padre. Necesito ayuda. ¿Hay una salida trasera? —replicó ella también en árabe.
Instintivamente, el sacerdote dirigió su mirada hacia un lado, sobre su hombro. Carrie salió corriendo en aquella dirección en el preciso momento en que la puerta principal se abría de golpe y entraban los cuatro hombres del Mercedes, dos de ellos empuñando rifles automáticos. Una mujer se puso a gritar y todos se dispersaron. A excepción del religioso, que echó a andar hacia los hombres.
—Bess! —«¡Deténganse!», gritó—. ¡Ésta es la casa de Nuestro Señor!
Uno de los hombres lo apartó de un empujón mientras corría pasillo abajo en dirección al hueco por el que Carrie había desaparecido tras una cortina que daba a una puerta.
Carrie se abalanzó al exterior. Podía tomar un sendero que conducía hasta una avenida o cruzarlo para acceder a un aparcamiento rodeado de un seto. Atravesó corriendo el estacionamiento, partiendo justo en el instante en que a sus espaldas sonaba el ruido amortiguado de un disparo. Se deslizó a través de un hueco del seto y salió a la avenida Charles Malek, una amplia calle principal atestada de coches y de gente. Se arrojó en medio de la calzada, esquivando coches, entre un coro de bocinas. El semáforo cambió a verde y los vehículos empezaron a circular a su alrededor. De reojo, volvió la vista a la bocacalle y vio a tres de los hombres del Mercedes en la acera, buscándola. La localizarían en cuestión de segundos.
Se hallaba en medio del tráfico, entre dos carriles de coches separados apenas veinte centímetros el uno del otro. Notó que una mano le pellizcaba el trasero desde un turismo que circulaba en dirección contraria. No perdió el tiempo en averiguar quién había sido. Tenía que hacer algo en seguida para desaparecer del campo visual de sus perseguidores.
Un taxi comunitario estaba a punto de rebasarla. Atrás había un sitio disponible. Agitó la mano delante del parabrisas, frente a la cara del conductor, y gritó: «¡Hamra!». El taxi iba ya en aquella dirección, y en el barrio de Ras Beirut, no lejos de Hamra, había un refugio de la CIA: debía intentar llegar hasta él sin que la descubrieran. El vehículo se detuvo en medio del tráfico mientras los cláxones bramaban detrás de él, y Carrie se montó de un salto en el asiento trasero.
—Salaam alaikum —dijo en un murmullo a los demás pasajeros mientras volvía a ponerse los zapatos que llevaba en la mano. Luego se sacó un hiyab negro del bolsillo y se cubrió con él la cabeza para contribuir así a cambiar su imagen. Se echó uno de los extremos del pañuelo por encima del hombro mientras dirigía una mirada rápida a su alrededor.
Uno de los hombres que se hallaban en la acera estaba señalando el taxi al tiempo que decía algo. Carrie se recostó contra el respaldo, de modo que los otros dos pasajeros del asiento de atrás, una mujer mayor con un traje gris que la miraba con franco interés y un joven en chándal, probablemente un estudiante universitario, le hicieran de pantalla. En el asiento del acompañante viajaba una jovencita que ignoraba a todo el mundo y hablaba con alguien por el móvil.
—Wa alaikum salaam —le respondieron en voz baja el estudiante y la mujer mayor.
—¿Adónde de Hamra? —le preguntó el conductor pisando el acelerador y virando de golpe con el fin de introducirse en un hueco entre los coches que tenía delante y avanzar unos pocos metros.
—Central Bank —contestó simplemente Carrie, puesto que no quería revelar la verdadera ubicación del refugio, en especial si aún la estaban siguiendo.
Central Bank no se hallaba muy lejos del lugar al que ella quería ir. Le dio al conductor dos billetes de mil libras y, acto seguido, sacó del bolso una polvera e intentó colocarla de modo que le permitiera ver el parabrisas trasero. A sus espaldas no había más que coches. Si la camioneta o el Mercedes le seguían los pasos, estaban demasiado lejos para ser vistos. Pero aún iban tras ella. Estaba segura. Por su causa, todos los pasajeros del taxi estaban en peligro. Tenía que apearse en cuanto pudiera, pensó. Se apartó un mechón de cabello de encima de los ojos y, mirando a su alrededor, guardó la polvera.
—No debería hacer eso —le aconsejó la señora mayor—. Quedarse así parada en medio del tráfico.
—Hay muchas cosas que no debería hacer —repuso ella. Y, apercibiéndose de que la mujer se estaba tomando demasiado interés en ella, añadió—: Mi marido no para de decírmelo —y se aseguró de que la mujer viera la alianza que llevaba siempre cuando tenía que encontrarse con algún contacto, a pesar de que no estaba casada, con el fin de evitar lo que Virgil, su especialista en operaciones encubiertas, llamaba «sexo Everest». Sexo no deseado o con los compañeros inadecuados o, como el Everest, «porque está ahí, Carrie[1]».
Se encontraban ahora en el bulevar General Fouad Chehab, la calle más importante que cruzaba el norte de Beirut de este a oeste, y el tráfico avanzaba ligeramente más de prisa. Si iban a lanzarse sobre ella en el interior del taxi, lo harían entonces, pensó mientras dirigía rápidas miradas a su alrededor. Coches y camiones por todas partes y la adolescente del asiento delantero diciendo: «Lo sé, habibi. Chao». La muchacha colgó y se puso de inmediato a mandar mensajes.
Al llegar al elevado edificio rectangular de al-Mour, el conductor giró y tomó el bulevar Fakhreddine. Todos los edificios de esa zona eran nuevos. Los viejos habían sido destruidos durante la larga guerra civil. Más adelante, Carrie divisó las altas grúas allí donde había otros nuevos edificios en construcción. El taxi torció a la izquierda y, tras recorrer unas cuantas manzanas, el conductor redujo la velocidad con el fin de encontrar un lugar donde detenerse para que bajara un pasajero.
Carrie echó un vistazo por la ventanilla trasera. Aún la perseguían. Estaban entre el tráfico, cuatro coches más atrás, en el Mercedes, tratando de hacerse a un lado. Esperarían a que se bajara del taxi. Luego la cogerían antes de que hubiera podido alejarse ni seis metros. ¿Qué podía hacer? El vehículo se aproximó a la acera y se detuvo cerca de un alto bloque de apartamentos. Carrie se puso tensa. ¿Irían ahora a por ella? Podían detenerse junto al taxi, bloqueándolo de manera que no pudiera incorporarse al tráfico. Estaría atrapada. Tenía que hacer algo, y pronto.
La señora mayor saludó con la cabeza a los demás pasajeros y salió del vehículo. Un segundo después, Carrie salió a su vez por el lado de la calzada, rodeó el taxi y la cogió del brazo.
—Creí que iba usted a Central Bank —terció la mujer.
—Estoy metida en un lío. Por favor, señora —replicó Carrie.
La mujer la miró.
—¿En qué clase de lío? —inquirió mientras caminaban hacia la entrada del edificio de apartamentos. Carrie lanzó una mirada a sus espaldas. Al tiempo que el taxi se alejaba, el Mercedes ocupaba su lugar en el arcén.
—De los peores. Tenemos que correr o la matarán también a usted, señora —declaró Carrie echando a correr y arrastrando consigo a la mujer. Se precipitaron al interior del edificio, se dirigieron hacia los ascensores y pulsaron el botón de llamada.
—No apriete el de su piso —le advirtió Carrie—. Seleccione uno más alto y luego baje andando. Cierre la puerta con llave y no le abra a nadie por lo menos durante una hora. Lo siento muchísimo. —Tocó a la mujer en el brazo.
—Espere —dijo ella rebuscando en su bolso—. Tengo un Renault rojo en el aparcamiento—. Le tendió las llaves.
—Espere una hora antes de denunciar que se lo han robado —repuso Carrie cogiendo las llaves—. ¿Conoce el Crowne Plaza, junto al centro comercial?
La mujer asintió.
—Si puedo, se lo dejaré allí —la informó Carrie, corriendo ya hacia la puerta lateral, próxima al aparcamiento—. Shokran —gritó para darle las gracias a la mujer mientras ésta se metía en el ascensor.
Carrie entró en el aparcamiento. El Renault rojo se hallaba aparcado en una fila de coches, junto a un muro bajo con un seto. Carrie corrió hacia él, abrió la puerta, entró y arrancó. Cuando estaba ajustando los espejos retrovisores, los vio. Dos hombres. Los mismos dos que la habían perseguido en la iglesia. Metió la marcha atrás, retrocedió y avanzó hacia la salida. Los hombres se lanzaron tras ella. El que la había tiroteado adoptó la posición de disparar, apuntando al coche. Instintivamente, Carrie se agachó mientras derrapaba y salía a la calle, girando con brusquedad y acelerando al máximo el pequeño vehículo. Una bala atravesó el parabrisas trasero, haciendo brotar del orificio una telaraña de grietas.
Derrapó de nuevo mirando hacia el aparcamiento, donde el tirador estaba apuntando directamente hacia ella. En el último segundo, apretó el pedal del freno y su cabeza se bamboleó hacia atrás y se golpeó contra el reposacabezas. Otra bala perforó entonces la ventanilla lateral, cortando el aire frente a su rostro. Pisó de nuevo a fondo el acelerador, provocando el bocinazo de un coche a sus espaldas, y avanzó veloz calle abajo buscando un hueco en el tráfico. Echó una ojeada al retrovisor y vio que, por el momento, el Mercedes seguía parado en el arcén. Alguien corría por la acera en dirección a él. Dios santo, esperaba que no le hubieran hecho daño a la mujer. ¿Por qué le habían disparado? ¿Qué estaba pasando? Un rehén de la CIA era valioso para Hezbolá, para Siria o para quienquiera que estuviera detrás de aquel maldito asunto. Una mujer muerta, aunque fuera una agente de la CIA, no valía gran cosa.
De pronto, sin indicarlo, cambió al carril de la derecha y dobló la esquina, haciendo chirriar los neumáticos mientras avanzaba a toda velocidad por la estrecha calleja. Más adelante había un hombre que cruzaba la calzada y, en lugar de frenar, Carrie se puso a tocar frenéticamente el claxon sin reducir en ningún momento la velocidad. Lo sorteó a duras penas mientras él le mostraba los dos pulgares hacia arriba, el equivalente en Oriente Medio al corte de mangas. Sin frenar, tomó entonces la siguiente calle a la izquierda, comprobando una vez más por el retrovisor si la seguían. Por el momento, no había nadie tras ella.
Torció de nuevo a la izquierda en Rome y regresó a la calle Hamra, una vía estrecha abarrotada de coches y de gente. Si la perseguían con el Mercedes o con otro vehículo, no habría manera de alcanzarla a través del tráfico. Las aceras estaban atestadas de personas de todas las edades, muchas elegantes, unas cuantas mujeres con hiyabs; los cafés y los restaurantes rebosantes de colorido, con rótulos de neón, y los compases de la música hip-hop que llegaban de la puerta abierta de un club.
Se dirigió hacia el oeste por la calle Hamra, verificando los espejos mientras la ciudad, con todos sus colores, se arremolinaba a su alrededor. Abrió una ventanilla y oyó los sonidos de la gente y de la música y percibió el aroma del shawarma asado y del humo del tabaco de manzana que brotaba de los cafés shisha. Ni rastro de sus perseguidores. Era posible que hubieran cambiado el Mercedes o la camioneta por otro vehículo, pero, en su opinión, los había perdido. Sin embargo, no podía bajar la guardia. Estarían rastreando la ciudad en su busca. Si habían atrapado al taxista, éste les habría dicho que se dirigía a Hamra. Era posible que estuvieran en cualquier parte. Y sólo podía esperar que no hubieran dado con la señora mayor. Era hora de deshacerse del coche.
Divisó el hotel Crowne Plaza más adelante, con su letrero rojo chillón en lo alto del edificio. Pasó frente a él, cruzó la entrada del centro comercial y, después de pasarse quince minutos dando vueltas, encontró un sitio para aparcar. Dejó las llaves del coche sobre la alfombrilla, salió del vehículo, abandonó el aparcamiento, entró en el centro comercial y se mezcló con la riada de compradores saliendo y volviendo a entrar por distintos accesos, vigilando en los espejos y subiendo y bajando escaleras para asegurarse de que no la seguían. Realizó una última comprobación mientras salía definitivamente del lugar y se alejaba de la multitud por la calle Gemayel en dirección al campus de la Universidad Americana.
Rodeó la manzana un par de veces y luego dio una vuelta caminando en dirección contraria para tener la absoluta seguridad de que no la seguían. De este modo, aunque se repartieran la tarea, casi siempre podías detectar a un seguidor. Empezó a respirar más tranquila. Por el momento parecía que los había despistado. Pero no se hacía ilusiones. Estarían peinando Hamra, buscándola. Tenía que llegar al refugio de inmediato.
La clave era mantenerse alejada de la multitud de la calle Hamra. Allí cabía la posibilidad de que tuvieran suerte y la localizaran. Se dirigió, en cambio, hacia la universidad. Para ocultarse se juntó con un grupo de estudiantes que discutían acerca de dónde podían ir a comer manaeesh, una especie de pizza. Las dos muchachas eran libanesas y uno de los chicos, jordano, y por un segundo fue como volver a estar en la universidad. La invitaron a unirse a ellos en un local modesto y apartado, pero ella rechazó el ofrecimiento y siguió caminando. El refugio no quedaba lejos. Veinte minutos más tarde estaba en la calle Adonis, una estrecha vía residencial flanqueada por árboles, subiendo en ascensor al apartamento del octavo piso que hacía las veces de refugio.
Al salir, examinó atentamente el pasillo y el hueco de la escalera, y escuchó el ascensor proseguir su trayecto antes de acercarse a la puerta del apartamento. Estudió la jamba y el marco buscando señales de que hubiera sido forzada. Parecía limpia. Sabía que la mirilla ocultaba una cámara de grabación. La miró y dio la señal convenida, dos golpes dobles, preparada para salir corriendo si algo sucedía. No hubo respuesta. Volvió a llamar y, acto seguido, sacó la llave del bolso y abrió la puerta.
El apartamento parecía vacío. No debería haber sido así. Se suponía que tenía que haber siempre alguien. ¿Qué diantre estaba pasando? Tras verificar que las cortinas estuvieran echadas, cerró la puerta tras de sí y exploró los dos dormitorios, uno lleno de catres, el otro de equipamiento. Se acercó a la cajonera donde guardaban una variedad de armas. Extrajo una Glock 28 y cuatro cargadores. La pistola era perfecta para ella. Pequeña, ligera, con escaso retroceso, y los cartuchos del calibre 380 habrían atravesado cualquier cosa. Cargó el arma y se la metió en el bolso junto con los cargadores.
Se aproximó a la ventana y, desde un lado de la cortina, miró hacia abajo, a la calle, que iluminaba una única farola. Si había algún observador, estaba oculto entre las sombras de los árboles y los coches aparcados en la oscuridad.
—Diablos, necesito una copa —se dijo en voz alta, y se dirigió al mueble bar del salón.
Echó una ojeada al ordenador portátil que había sobre la mesita de café y que mostraba múltiples tomas de las cámaras de seguridad instaladas en la mirilla, en el pasillo y en la calle, afuera, en el tejado. Todo parecía estar en orden. En el mueble bar encontró una botella medio vacía de Grey Goose y se sirvió un cuarto de vaso, sabiendo que probablemente no debería haberlo hecho, y pensando que, a esas alturas, le importaba un carajo. Sacó del bolso una de sus pastillas de clozapina —tendría que conseguir más en la farmacia del mercado negro de Zarif, pensó frunciendo el ceño— y se la tragó junto con el vodka. Consultó el reloj: las 19.41. ¿Quién estaría a cargo de la centralita de la delegación de Beirut?, se preguntó. Linda, pensó de inmediato, Linda Benítez. Hasta medianoche.
Sólo que, antes de llamar, tenía que reflexionar. Lo que acababa de suceder no tenía sentido. El contacto con Ruiseñor lo había concertado Dima. La chica de alterne no era una de las «palomas», los agentes que Carrie había reclutado desde su llegada a Beirut. La había heredado de Davis Fielding, el jefe de la delegación de la CIA en la ciudad. Era una de los suyos. Se iba a armar la de Dios es Cristo, supuso, enojada. Salvo que no podía estar segura de que Dima estuviera jugando para ambas partes ni de que Ruiseñor no la hubiera engañado a ella también. De hecho, podría estar en peligro, o incluso muerta.
Sin embargo, no tenía forma de ponerse en contacto con ella. No podía llamarla. Los dos teléfonos del refugio estaban vedados. El normal era sólo para recibir llamadas. El codificado era estrictamente para comunicar con la centralita de alta seguridad de la embajada de Estados Unidos en Aoukar, en la parte más septentrional de la ciudad. Y si utilizaba un móvil y la estaban rastreando por GPS, revelaría su posición. «Piensa —se dijo—. Supón que o bien la DGS o bien Hezbolá están detrás de esto». ¿Cómo habían dado con ella? Dima. Debía de haber sido Dima, y eso podía significar que había algo que Fielding no sabía. Él la había alentado a establecer el contacto: «Mataríamos por alguien que estuviera en la DGS —había declarado. Y también le había dicho que no necesitaba ningún apoyo—. Dima es sólida. No nos ha facilitado muchas cosas, pero lo que viene de ella es estrictamente oro de veinticuatro quilates».
«Hijo de puta», pensó Carrie. ¿Se la estaba tirando? ¿Era el sexo el oro de veinticuatro quilates que ella le daba? Carrie habría querido que Virgil Maravich, el genio de las operaciones encubiertas permanente de la delegación, el mejor técnico especialista en vigilancia, micrófonos ocultos y pirateo de ordenadores que había conocido nunca, la acompañara, pero Fielding había dicho que lo necesitaba para otra cosa. «Además, tú eres una chica mayor. Te sobras y te bastas», había añadido dando a entender que, de no ser así, Beirut, las grandes ligas, no era su sitio.
«Reglas de Beirut» —le había dejado bien claro Fielding el primer día en su oficina del último piso de la embajada de Estados Unidos, repantigado en una silla de cuero frente a un ventanal desde el que se divisaba el edificio del ayuntamiento, con sus ventanas y su entrada en forma de arco. Era robusto, empezando a tirar a grueso, y de cabello claro. Tenía un toque de rosácea en la nariz. Un hombre al que le gustaba comer y beber—. No hay segundas oportunidades. Y en Oriente Medio a nadie le importa que seas una chica. Si la jodes, si cometes un error, estás muerta sin remedio. Incluso de no ser así, tienes que marcharte. Ésta parece una ciudad civilizada, hay montones de clubes, mujeres guapas con ropa de marca, una comida buenísima, la gente más sofisticada del planeta… Pero no te dejes engañar: sigue siendo Oriente Medio. Un paso en falso y te matarán…, y un minuto después estarán celebrando otra fiesta.
«¿Qué coño está pasando?», se preguntó Carrie de nuevo. Había sido la informadora de Fielding quien había organizado el encuentro, había sido Fielding quien la había animado a intentarlo y quien se había asegurado de que acudía a la cita sin apoyo alguno. Pero Fielding llevaba años como jefe de la delegación de Beirut. Se trataba de un primer contacto normal y corriente. No se esperaba que nada saliera mal. Habían estado a punto de secuestrarla o de matarla. Era obvio que él no lo deseaba. Respiró hondo. Aquello era una locura. ¿Estaba un poco fuera de sí? ¿Era posible que la clozapina, la medicación para el trastorno bipolar que padecía, no estuviera funcionando?
Se puso en pie. Le parecía que tenía que hacer algo, cualquier cosa, pero no sabía muy bien qué. Sintió un cosquilleo en la piel. «Dios mío, eso no». No iría a padecer uno de sus «vuelos», como ella llamaba a la fase maníaca de su enfermedad, ¿verdad? Se puso a caminar por la habitación, se acercó a la ventana, sintiendo un impulso irresistible de abrir las cortinas y echar un vistazo al exterior. «Venga, ¡miradme, bastardos!» «No seas estúpida, Carrie —se dijo—. Estás bien, dales un segundo a la clozapina y al vodka para que hagan efecto». Aunque tal vez fuera un disparate mezclar ambas cosas. Alargó la mano para coger la cortina. «Cuidadito», se advirtió a sí misma. Levantó una esquina y echó una ojeada a la calle.
El Mercedes que la había estado persiguiendo estaba ahora aparcado en doble fila delante del edificio donde se encontraba el refugio. Tres hombres caminaban hacia la entrada principal. El miedo le sacudió todo el cuerpo como si de una descarga eléctrica se tratara. Sintió una necesidad terrible de orinar y tuvo que apretar fuertemente los muslos el uno contra el otro para controlarla.
No era posible. Se trataba de un refugio. ¿Cómo la habían localizado? No la habían seguido, de eso estaba segura. Los había perdido en el Renault rojo y se había asegurado de ello por partida doble sorteando las calles de Hamra. Nadie a pie. Nadie en coche. ¿Qué iba a hacer ahora? Estaban entrando en el edificio. No tenía más que unos segundos para escapar. Cogió el teléfono seguro para llamar a la embajada y marcó el número. Contestaron al segundo timbrazo.
—Buenas tardes, Oficina de Servicios Culturales de Estados Unidos —anunció alguien. A pesar de una leve distorsión en la codificación de la línea, Carrie reconoció la voz de Linda Benítez. No la conocía mucho, sólo lo suficiente para saludarla.
—Amarillo —dijo Carrie, utilizando la contraseña de esa semana—. Ruiseñor era una trampa.
—¿Confirma oposición?
—No tengo tiempo. La seguridad de Achilles ha sido violada. ¿Toma usted nota, maldita sea? —casi gritó Carrie. «Achilles» era el nombre del refugio.
—Confirme Achilles. ¿Cuál es su situación y estatus? —prosiguió Linda, y Carrie sabía que no sólo la estaba grabando, sino que recitaba un texto memorizado y anotaba cada palabra, preguntándole si aún podía desplazarse y seguía siendo operativa o si llamaba bajo coacción o captura.
—Me voy de aquí. Dígale a quien usted sabe que lo veré mañana —dijo Carrie a toda prisa, y colgó.
Por un instante permaneció en equilibrio sobre la punta de los pies, como una bailarina, tratando de decidir qué dirección tomar. Tenía que salir de allí en seguida, pero ¿cómo? Eran tres. Más otro por lo menos fuera, en el Mercedes. Subirían tanto por la escalera como por el ascensor.
¿Cómo se suponía que iba a escapar? No había nada previsto para algo así. Semejante situación no debería plantearse en un refugio.
No podía quedarse donde estaba. Encontrarían el modo de entrar. Si no por una puerta, a través de una ventana, de un balcón o incluso de una pared del apartamento contiguo. Si entraban, dispararían. Tal vez pudiera acertarle a uno, quizá a dos, pero no a los tres. No habría ningún tiroteo al estilo de O. K. Corral[2] . Tampoco podía salir al pasillo, intentar llegar a la escalera o al ascensor. Podían estar esperándola. De hecho, lo más probable era que se plantaran en cualquier momento al otro lado de la puerta, pensó mientras se precipitaba hacia la entrada del apartamento y corría el cerrojo de seguridad.
Quedaban la ventana y el balcón. Mientras se dirigía al dormitorio, oyó ruidos en el pasillo y el pánico la invadió. Se acercó al ordenador. Los tres árabes se hallaban en el pasillo. Se aproximaban metódicamente a la puerta de cada apartamento y escuchaban con una especie de dispositivo amplificador. Estarían allí en cuestión de segundos.
Regresó corriendo al armario del dormitorio, donde guardaban el equipo. Lo abrió y empezó a revolver en él, buscando una cuerda o algo que pudiera utilizar para descolgarse. No había ninguna cuerda. Sólo ropa masculina de recambio. Algunos trajes, zapatos y cinturones de cuero. ¡Cinturones! Agarró tres de ellos, los enganchó unos con otros para formar un único y largo cinturón y, acto seguido, corrió de nuevo al ordenador.
La pantalla mostraba a los tres hombres justo al otro lado de la puerta del refugio. Estaban fijando algo sobre ella. «¡Explosivos!», pensó Carrie. De inmediato se abalanzó hacia el dormitorio, abrió la puerta del balcón y sujetó el cinturón a la barandilla de hierro forjado usando la hebilla. Echó un vistazo por encima del borde. El Mercedes seguía allí, pero nadie había salido de él ni miraba en su dirección. Examinó el balcón de abajo, sin poder determinar si había alguien en el apartamento. «¿Y qué importancia tiene?», gritó para sí. Iban a volar la puerta y quizá el apartamento entero. Podría estar muerta de un momento a otro.
Ajustó el cinturón sobre la barandilla y tiró con fuerza de él. Parecía que iba a aguantar. Tenía que aguantar. Trepando por encima del borde, se dejó caer, agarrándose mano sobre mano al cinturón. La puerta de cristal del balcón del apartamento inferior estaba a oscuras. No había nadie en casa. Estirando cuanto pudo los brazos, trató de alcanzar la barandilla del balcón de abajo con los dedos de los pies. «No mires al vacío», se dijo mientras tocaba la baranda con los dedos. Se balanceó hacia adelante y se soltó en el preciso momento en que caía al interior del balcón. Una explosión ensordecedora en el piso de arriba sacudió el edificio.
Habían volado la puerta del refugio. Con un silbido en los oídos, rompió el cristal de la puerta del balcón con la Glock, introdujo la mano por el dentado agujero y abrió la puerta.
Intentando no pisar cristales rotos, se precipitó hacia la puerta principal del apartamento, la abrió, salió corriendo al pasillo y bajó a toda prisa la escalera hasta llegar a la planta baja. Varios segundos después, salía por la puerta de servicio a un callejón situado en la parte de atrás del edificio. Recorrió la calleja con cautela hasta llegar a una calle secundaria. Parecía despejada. Ningún observador del Mercedes a la vuelta de la esquina. Se quitó los zapatos y echó a correr tan de prisa como pudo, su esbelta figura desapareciendo en la oscuridad.