21
Baalbek, Líbano
El vestíbulo del hotel Palmyra, en Baalbek, estaba lleno de palmeras, antigüedades y muebles de la era colonial francesa cubiertos de polvo. Olía a moho, y podría haber salido íntegramente de una novela de Agatha Christie, pero las habitaciones de los pisos superiores del hotel tenían una vista increíble de las ruinas romanas. Después de registrarse, Virgil y Ziad colocaron el equipo y las armas en un cuarto que se abría a un balcón desde el que se divisaban las columnas del Templo de Júpiter, que dominaba la llanura de la Bekaa.
Mientras ascendían por la carretera de montaña en un Honda Odyssey alquilado, se hacían escasas ilusiones acerca del lugar en el que se encontraban. La carretera y la población estaban festoneadas de banderas de Hezbolá colgadas de cada edificio y de cada farola. Como estaban rastreando el teléfono móvil de Rana mediante GPS, no debían seguirla demasiado de cerca para que no sospechara que iban tras ella. La única cuestión, en palabras de Virgil, era la potencia de fuego.
¿Cuántos hombres llevaba consigo Ruiseñor?
Desde el interior de la habitación, exploraron las ruinas con binoculares, procurando que el reflejo del sol en las lentes no los delatara.
—¿La ves? —inquirió Carrie.
—Aún no —respondió Virgil, moviendo los binoculares centímetro a centímetro, barriendo el espacio adelante y atrás—. Ahí está, junto al Templo de Baco. A la izquierda. ¿La distingues?
Carrie enfocó sus binoculares sobre el templo virtualmente intacto. Las ruinas eran impresionantes. Era el grupo de ruinas romanas mejor conservadas de Oriente Medio, posiblemente del mundo entero. Databan de cuando Baalbek se conocía como Heliópolis y constituía un importante complejo de templos destinado al culto de los dioses romanos Júpiter, Venus y Baco, los dos primeros de los cuales se habían fusionado con las divinidades locales Baal y Astarté. El complejo estaba organizado alrededor del Gran Patio, un vasto espacio rectangular donde Carrie localizó a Rana, que hablaba con alguien junto a una columna situada cerca de la escalera que conducía al Templo de Baco.
—La veo. ¿Con quién está hablando? —preguntó Carrie.
—No lo distingo desde aquí, pero Ruiseñor ha traído consigo hombres armados —observó Virgil, dándole en el brazo con el codo—. Ahí, junto a esa piedra grande que hace esquina y junto al Templo de Venus.
Carrie los vio. Un hombre con lo que parecía un AK-47 sobre una piedra gigantesca dispuesta de lado formando un ángulo, otro en la escalera del Gran Patio y dos más junto al Templo de Venus.
—Veo cuatro —señaló.
—Qué diablos —murmuró Virgil—. ¿Cómo han logrado entrar en el complejo del museo con armas?
—Son de Hezbolá. ¿Cómo crees? —intervino Ziad.
—¿Podemos oír lo que dicen? —le preguntó ella a Ziad, que había sacado una maleta e instalado un micrófono parabólico con ecualizadores multicanal orientado hacia Rana a través del balcón abierto.
—Quizá —Ziad se encogió de hombros—. Están a unos cuatrocientos metros de nosotros. He ajustado los ecualizadores para una conversación a esa distancia. La probabilidad es del cincuenta por ciento. —Le tendió los cascos y puso en marcha la cámara de vídeo para grabar lo que estaban viendo.
Carrie escuchó con atención. Oyó a una mujer, Rana, que hablaba en árabe y decía algo —las palabras no se oían con claridad— acerca de que «él», quienquiera que fuese, le había dicho que tenían que ser más circunspectos después de (algo confuso) sobre Nueva York. Alguien, un hombre, estaba diciendo (algo que no se entendía) sobre «concentrarse en Ambar».
Se incorporó. No podía ser. ¿Qué coño tendría que ver una actriz que se follaba a un jefe de delegación de la CIA en Beirut con la provincia de Ambar, en Iraq? ¿Por qué había de importarle a Hezbolá? Ellos no tenían nada que ver con Iraq. Pero Irán, el protector de Hezbolá, sí, pensó. Sin embargo, no podía ser. Tanto Rana como Dima eran suníes del norte que fingían ser cristianas. ¿Por qué habrían de proporcionarle información a Hezbolá o a la DGS siria, que era alauí?
En ese momento, el hombre se apartó de la columna. Carrie lo enfocó con los binoculares.
—¿Es ése Ruiseñor? —le preguntó Virgil.
Aunque a tanta distancia la identificación era dudosa, estaba casi segura de que era Ruiseñor.
—Es él. La novia de Fielding es un topillo repugnante —contestó.
—¡Joder! Es jefe de delegación. Tiene las llaves del reino. ¿Qué le habrá confiado? —musitó Virgil.
No, pensó Carrie. La pregunta no era qué le había confiado, sino a quién se lo había confiado. ¿Para quién trabajaba en realidad? Y, de pronto, cayó en la cuenta.
¿Y si Ruiseñor era agente doble?
Entonces la pregunta se convirtió en: ¿a las órdenes de quién estaba realmente? ¿De los iraníes vía Siria y Hezbolá o de al-Qaeda en Iraq? Sólo había un modo de averiguarlo. Tenían que atrapar a Rana, pensó, esforzándose por oír a través de los auriculares.
—Cualquier cosa sobre Iraq es —las palabras sonaban entrecortadas— máxima prioridad, ¿entiendes? Si puedes entrar en su ordenador portátil —oyó decir a Ruiseñor.
—No es fácil —replicó Rana—. ¿Qué se sabe de Dima?
—Sólo hemos sabido que la acción fracasó. Tenemos que asumir lo peor. ¿Y tu otra amiga, Marielle?
Marielle y ella tenían razón, pensó Carrie. También iban tras ella. Ruiseñor dijo algo más, pero no logró entenderlo. Luego los vio alejarse a través de los prismáticos y perderse tras unas piedras. «Mierda», pensó.
—¿Cómo ha llegado Ruiseñor hasta aquí? —le preguntó a Virgil.
—Vi dos todoterrenos Toyota negros aparcados cerca del souk —contestó Virgil—. Había un mercado al aire libre con puestos de shawarma y vendedores de recuerdos justo al salir del recinto del complejo de los templos. Dos combatientes de Hezbolá montaban guardia.
—¿Podríamos distraerlos durante el tiempo suficiente como para colocar en ellos unos micrófonos? —inquirió Carrie.
—No, a menos que dispongas de un harén de chicas de Hezbolá —respondió él, y Ziad se volvió y sonrió, mostrándoles su diente de oro.
—No, y no me presento voluntaria —repuso Carrie. Con los binoculares vio que Rana y Ruiseñor entraban en el Templo de Baco. Era imposible oír nada de lo que decían a través de los viejos muros de mármol—. Tenemos que atrapar a Rana.
—¿Quieres hacerlo aquí? —le preguntó Virgil, con un pequeño gesto que abarcaba todo el valle de la Bekaa.
Carrie entendió lo que quería decir. Se hallaban en pleno territorio de Hezbolá. Si salía mal, no tenían la más mínima probabilidad de salir con vida.
—Vino en su propio coche —apuntó ella. Rana había llegado sola en un sedán BMW azul pálido. Lo habían visto aparcado en una calle secundaria que conducía al souk y a la entrada del complejo.
—¿Y si no va sola? —inquirió Ziad.
—Vino sola. Así es como se irá. ¿Por qué piensas que recorrieron todo este trecho hasta Baalbek, joder? Ella no quería que nadie supiera de su pequeño tête-á-tête —contestó Carrie.
—Será mejor que estés en lo cierto. Una vez empiece el tiroteo, tendremos mil pollas en el culo —replicó Ziad, utilizando una expresión vulgar árabe.
—Si tiene problemas, Ruiseñor o su gente podrían presentarse —intervino Virgil.
—Yo la entretendré —dijo Carrie—. Una vez haya terminado la reunión, Ruiseñor no va a perder el tiempo en ir a por shawarma. Sólo tenemos que asegurarnos de que ella se marcha después de él.
—¿Tenemos algo más que hacer aquí? —preguntó Virgil.
—Recojamos. Vosotros dos poneos el uniforme e inutilizad su BMW. Yo procuraré que llegue tarde a la fiesta.
Los dos hombres asintieron. Sacaron unas boinas verdes con la insignia de Hezbolá, trajes de camuflaje y rifles de asalto. Se los pusieron y empezaron a recoger el resto del equipo. En ese contexto, si alguien los detenía, todos supondrían que estaban ocupándose de alguna cuestión legítima de Hezbolá, Ziad hablaría en árabe y les diría que se metieran en sus propios asuntos. Carrie actuaría en consecuencia con lo que sucediera en las ruinas con Rana y Ruiseñor.
Virgil y Ziad se marcharon pocos minutos después. Guardaron el equipo de escucha y los auriculares y la dejaron tan sólo con un par de pequeños gemelos.
Carrie comprobó la Glock 26, la pistola de nueve milímetros que le había dado Virgil, y volvió a metérsela en el bolso. Rogó a Dios no tener que usarla y enfocó el Templo de Baco con los binoculares.
Ruiseñor salió del templo a toda prisa. Les lanzó una mirada a sus hombres y éstos echaron a andar hacia el Gran Patio y la escalera de la entrada. Un minuto después, con un hiyab verde en la cabeza, un color favorable a Hezbolá, pensó Carrie, Rana salió del templo y los siguió.
Carrie se metió los gemelos en el bolso, abandonó la habitación y salió a la calle. Se encaminó de prisa hacia el souk y fingió estar comprando en un pasillo próximo a la puerta por la que saldría Rana. Sólo tenía que asegurarse de que Ruiseñor no la viera. Se cubrió la cara con un extremo del hiyab como si fuera un velo. Sabía que Virgil y Ziad se dirigían a inutilizar el BMW y a colocar la camioneta Honda en posición.
—Si tuviéramos que hacerlo, ¿cómo lo harías? —le había preguntado a Virgil mientras se dirigían hacia allí desde Beirut.
—El cable de plomo del juego de bobinas. —Se encogió de hombros—. Simplemente lo desconectaré. No podrá poner el coche en marcha.
—¿Y después no hay más que volverlo a conectar y el coche está listo para funcionar?
Virgil asintió. Y como llevaban las boinas de Hezbolá, con suerte, nadie los detendría, pensó Carrie. Con suerte…
Ruiseñor y sus hombres se acercaban. Carrie entró en un puesto apartado que vendía antigüedades. Monedas, cerámica, ámbar y joyería en plata. Todos presumiblemente de los períodos romano y fenicio. «Me apuesto lo que sea a que están hechos en China», pensó.
—¿Son todos auténticos? —le preguntó en árabe al dueño del puesto, un hombre grueso con bigote.
—Yo mismo le daré un certificado de autenticidad de la Oficina de Antigüedades, madame —repuso el comerciante mientras Ruiseñor y sus hombres pasaban de largo. Uno de ellos miró en su dirección y un escalofrío le recorrió la columna vertebral.
»Mire, madame, joyas romanas —dijo el hombre, mostrándole un brazalete de plata y cristal de colores.
—¿Es auténtico? —preguntó ella, alejándose unos pasos para verificar el pasillo. Estaba despejado.
—Ciento cincuenta mil livres, madame. O, si paga en dólares americanos, ochenta y cinco.
—Déjeme pensarlo —terció Carrie, dejando el brazalete y saliendo al exterior.
—Setenta y cinco mil, madame —gritó tras ella el propietario mientras Carrie avanzaba por el pasillo—. ¡Cincuenta mil! ¡Veinticinco dólares americanos!
Vio a dos niñas árabes, de unos diez y siete años de edad respectivamente, de pie junto a un puesto que vendía rosarios y se acercó a ellas.
—¿Conocéis a Rana Saadi, la estrella de la televisión? —les preguntó en árabe.
Ambas asintieron.
—¡Está aquí! Pasará por aquí de un momento a otro. Deberíais conseguir su autógrafo. Por lo menos saludarla —les propuso haciéndolas salir al pasillo justo cuando Rana bajaba los viejos peldaños de piedra en dirección a la salida del complejo—. ¿Veis? ¡Mirad! —exclamó empujándolas hacia la actriz. Y mientras Rana se aproximaba, dijo en voz bien alta—: ¡Mirad! Es Rana, ¡la famosa estrella! Onzor!
La gente que se hallaba en el souk levantó la mirada, y media docena de mujeres y las dos chiquillas se arremolinaron en torno a Rana, que al principio pareció sorprendida y luego comenzó a sonreír y a saludar a todos con la mano como si estuviera en una carroza del Desfile de las Rosas. Cuando empezó a firmar autógrafos, Carrie dio media vuelta y se alejó. Encontró a Virgil y a Ziad comiendo shawarma dentro de un pan de pita en un puestecillo situado frente al BMW de Rana.
—¿Dónde está la camioneta? —les preguntó.
—A la vuelta de la esquina —contestó Virgil, indicándole la dirección con la barbilla.
—¿Y Ruiseñor?
—Se ha ido. Los dos todoterrenos.
Pocos minutos después vieron a Rana llegar por la calle y meterse en el BMW.
—Ve a buscar la camioneta —le dijo Virgil a Ziad, que se marchó.
La observaron tratar de poner el coche en marcha y oyeron el vehículo chirriar y no arrancar.
—¿Cuándo actuamos? —preguntó Carrie.
—Espera a que salga del coche —respondió Virgil al tiempo que Ziad volvía la esquina con la camioneta. Se detuvo unos cinco metros más atrás.
Observaron cómo Rana intentaba poner en marcha el BMW y quedarse parada después llena de frustración. Mientras permanecía en el interior del vehículo pensando qué hacer y la situación se volvía más peligrosa por segundos, Virgil se sacó la jeringa del bolsillo, le quitó el capuchón y la ocultó en su mano.
—Venga, sal de ese maldito coche —murmuró.
Cuando Rana empezó a salir, Carrie y Virgil se acercaron a ella, mientras Ziad se aproximaba poco a poco con la camioneta.
—Ahlan, ¿necesita ayuda? —inquirió Carrie en árabe.
—Es este estúpido coche… —comenzó a decir Rana, pero no terminó porque Virgil la agarró y le clavó la aguja en el brazo—. ¿Qué es…? —intentó gritar Rana, pero ya había empezado a derrumbarse mientras Carrie abría la puerta de la camioneta y Virgil la empujaba sobre el asiento.
Carrie le ató las muñecas con una ligadura de plástico a pesar de darse cuenta de que no era necesario. Rana estaba inconsciente. La quetamina hacía efecto en seguida, pensó Carrie mientras le colocaba el cinturón de seguridad a la mujer desplomada y Virgil abría el capó del BMW y volvía a conectar el cable de la bobina.
—Las llaves están en el contacto. Arranca —le dijo mientras rodeaba el vehículo y se introducía en la camioneta junto a Rana.
En cuestión de segundos, la camioneta se había puesto en marcha y Carrie la seguía en el BMW. Cuando Rana recobrara el sentido, estarían de vuelta en Beirut. De un modo u otro, pensó Carrie, obtendría algunas respuestas.