CAPÍTULO
VIII
VIAJE AL VALLE DE GÜINES, AL BATABANÓ Y AL
PUERTO DE LA TRINIDAD, Y A LOS JARDINES Y JARDINILLOS DEL REY Y DE
LA REINA
AL FIN DE ABRIL, después de haber finalizado el señor Bonpland y yo las observaciones que nos habíamos propuesto hacer al extremo boreal de la zona tórrida, estuvimos para ir a Veracruz con la escuadra del almirante Aristizabal; pero noticias falsas publicadas en las gacetas acerca de la expedición del capitán Baudin, nos hicieron renunciar la proyecto que teníamos de atravesar el México para ir a las islas Filipinas. Muchos diarios y particularmente los de los Estados Unidos anunciaban que dos corbetas francesas, el Geógrafo y el Naturalista, habían dado vela para el cabo de Hornos, y que debían bordear el Chile y el Perú, y de allí navegar para la Nueva Holanda. Con esta noticia me hallé en una viva agitación: porque se presentaban de nuevo a mi imaginación todos los proyectos que había formado durante mi estadía en París, cuando no cesaba de instar al ministerio del Directorio para que apresurase la partida del capitán Baudin. Al momento de dejar la España, había yo prometido unirme a la expedición dondequiera que pudiera alcanzarla. Cuando se desea con ansia alguna cosa cuyo éxito puede ser funesto, se persuade uno fácilmente de que el único motivo de la resolución que toma es un sentimiento de obligación. El señor Bonpland, siempre emprendedor y confiando en nuestra buena fortuna, se determinó al instante a dividir en tres porciones nuestros herbarios. Para no exponer a la suerte de una larga navegación lo que habíamos recogido con tanto trabajo en las orillas del Orinoco, del Atabapo y del Río Negro, enviamos una colección a Alemania por Inglaterra, otra a Francia por Cádiz y la tercera quedó depositada en la Habana. Mucho nos hemos congratulado por haber tomado estas disposiciones que la prudencia aconsejaba como muy necesarias. Cada remesa contenía, con corta diferencia, las mismas especies, y no se había omitido precaución alguna para que las cajas que cayesen en poder de buques ingleses o franceses fuesen entregadas a sir José Banks o a los profesores del Museo de Historia Natural de París. Por fortuna, los manuscritos que tuve la intención, en un primer momento, de enviar con la remesa de Cádiz no se confiaron a nuestro amigo y compañero de viaje fray Juan González, del orden de observantes de San Francisco. Este joven estimable, que he tenido motivo de nombrar muchas veces, nos había seguido a la Habana para volver a España, y dejó la isla de Cuba poco después que nosotros; pero el buque en que se embarcó pereció con personas y efectos en una tempestad sobre las costas del África. Con este naufragio perdimos una parte de los duplicados de nuestros herbarios, y lo que fue más sensible para las ciencias, todos los insectos que Bonpland había reunido en las circunstancias más difíciles, durante nuestro viaje al Orinoco y al Río Negro. Por una fatalidad muy extraordinaria, permanecimos dos años en las colonias españolas sin haber recibido ni una sola carta de Europa, y las que nos llegaron en los tres años siguientes, nada nos dijeron acerca de las remesas que habíamos hecho. Se deja conocer cuán inquieto debía yo estar por la suerte de un diario que contenía las observaciones astronómicas y todas las medidas de alturas por medio del barómetro, de las que yo no había tenido la paciencia de sacar una copia detallada. Después de haber recorrido la Nueva Granada, el Perú y el México, y en el momento mismo de dejar el Nuevo Continente fue cuando, por acaso, en la biblioteca pública de Filadelfia fijé mi vista en una tabla de materias de una Revista científica, en la que encontré estas palabras: “Llegada de los manuscritos del señor Humboldt a casa de su hermano en París por la vía de España”. Me costó trabajo ocultar la expresión de mi alegría, y nunca tabla de materias me había parecido mejor hecha.
Entretanto que el señor Bonpland trabajaba día y noche para dividir nuestras colecciones y ordenarlas, tuve yo el pesar de hallar mil obstáculos para una partida tan imprevista; porque no había en el puerto de la Habana buque alguno que quisiese llevarnos a Portobelo o a Cartagena; y los sujetos a quien yo consultaba se complacían en exagerar las incomodidades del paso del istmo y la lentitud de una navegación de norte a sur, de Panamá a Guayaquil y de aquí a Lima o a Valparaíso. Me censuraban, y quizás con razón, el que no continuase explorando las vastas y ricas posesiones de la América española, que hacía ya medio siglo no habían estado francas para viajero alguno extranjero. Las vicisitudes de un viaje alrededor del mundo, en que generalmente no se arriba sino a algunas islas o a costas áridas de un continente, no les parecían preferibles a la utilidad de estudiar en sus intereses geológicos el interior de la Nueva España, por ser ella sola una región que suministra los 5/8 de la masa de plata que se saca anualmente de todas las minas del globo conocido. A estas consideraciones oponía yo el interés de determinar en una escala mayor la inflexión de las curvas de igual inclinación, la disminución de la intensidad de fuerzas magnéticas desde el polo hacia el ecuador, y la temperatura del océano, variable según las latitudes, según la dirección de las corrientes y la proximidad de los bajíos. Cuantos más obstáculos se oponían a mis designios, tanto más apresuraba la ejecución; y no pudiendo hallar pasaje en buque alguno neutro, fleté una goleta catalana que se hallaba en la rada en Batabanó, y que debía estar a mi disposición para llevarme, fuese a Portobelo, fuese a Cartagena de Indias, según que el mar y las brisas de Santa Marta, que soplaban con violencia todavía en aquella estación a menos de los 12° de latitud, podían permitirlo. El estado próspero del comercio de la Habana y las relaciones multiplicadas que tiene aquella ciudad, aun con los puertos del mar del sur, me facilitaban medios para proporcionarme fondos para muchos años. El general don Gonzalo de O’Farril, igualmente distinguido por su talento que por la elevación de su carácter, residía entonces en mi patria como ministro de la Corte de España. Podía yo permutar mis rentas en Prusia con una parte de las suyas en la isla de Cuba; y la familia del respetable don Ignacio O’Farril y Herrera, su hermano, se prestó gustoso, al tiempo de mi partida inopinada de la Habana, a cuanto podía favorecer mis nuevos proyectos. Supimos el 6 de marzo que la goleta que yo había fletado estaba pronta para recibirnos. El camino de Batabanó nos dirigía de nuevo por los Güines al ingenio de Río Blanco, cuya mansión estaba siendo hermoseaba por el propietario (el conde Jaruco y Mompox) con todos los medios que el gusto de los placeres y un gran caudal pueden proporcionar. La hospitalidad, que generalmente se disminuye con los progresos de la civilización, se ejerce todavía en la isla de Cuba con tanto esmero como en los países más retirados de la América española. Simples viajeros naturalistas gustan de dar en esto a los habitantes de la Habana el mismo testimonio de reconocimiento que les han dado aquellos extranjeros ilustres1, quienes por todas partes por donde he podido seguir su marcha han dejado en el Nuevo Mundo la memoria de su noble sencillez, de su entusiasmo por la instrucción y de su amor por el bien público.
Desde el Río Blanco al Batabanó el camino atraviesa un país inculto y cuya mitad está cubierta de bosques. En los claros, el índigo y el algodonal son ya allí silvestres por falta de cultivo. Como la cápsula del Gossypium se abre en el tiempo en que son más frecuentes las tempestades del norte, la pelusa que envuelve los granos es arrastrada de un lado a otro, y la cosecha de algodón, que por otra parte es de la mejor calidad, padece mucho cuando coinciden las tempestades con la madurez de los frutos. Muchos de nuestros amigos, y entre ellos el señor Mendoza, capitán del puerto de Valparaíso y hermano del célebre astrónomo que ha residido largo tiempo en Londres, nos acompañaron hasta el Potrero del Mompox. Herborizando a mayor distancia hacia el sur, hallamos una nueva palmera2 con hojas en forma de abanico (corypha marítima), que tenía una hebra libre entre los intersticios de las hojuelas. Este Corypha abunda en una parte de la costa meridional y substituye la majestuosa palma real3 y el Cocos crispa de la costa septentrional. De tiempo en tiempo se dejaba ver en la llanura el calizo poroso (de la formación jurásica).
El Batabanó4 era entonces una aldea pobre, cuya iglesia se había concluido pocos años ha. A media legua de distancia empieza la Ciénega, terreno pantanoso que se extiende desde la laguna de Cortés hasta la embocadura del Río Jagua, por espacio de sesenta leguas de largo del oeste al este. Se cree que en Batabanó el mar prosigue en aquellas regiones ganando terreno; y que la irrupción oceánica se ha conocido, particularmente en la época del gran derrumbe que se verificó al fin del siglo XVIII, cuando desaparecieron los molinos de tabaco, y mudó de curso el río de la Chorrera. Nada hay más triste que la vista de los pantanos alrededor de Batabanó, porque ningún arbusto interrumpe su monotonía, y algunos troncos casi podridos de palmeras se alzan solos, a manera de mástiles quebrantados en medio de grandes espesuras de junqueras y de lirios cárdenos. Como sólo permanecimos una noche en Batabanó sentía yo mucho no poder adquirir datos bien exactos acerca de las dos especies de cocodrilos que plagan la Ciénega. Los habitantes llaman al uno caimán y al otro cocodrilo, cuyo nombre se le da comúnmente. Se nos aseguró que este último es más ágil y más alto puesto de pie; que tiene el hocico mucho más puntiagudo que los caimanes y que nunca se mezcla con ellos. Es igualmente muy bravo, y aun se dice que trepa a los buques cuando puede apoyarse sobre la cola. La gran osadía de este animal se había ya notado en las primeras expediciones de Diego Velázquez5. Se aleja una legua de distancia del río Cauto y de la costa pantanosa de Jagua para devorar los marranos en el interior de las tierras. Los hay de quince pies de largo, y los más malignos persiguen, según se dice, un hombre a caballo, como lo hacen los lobos en Europa, mientras que los llamados exclusivamente caimanes en el Batabanó son tan tímidos que no se tiene miedo en bañarse en los parajes donde habitan a bandadas. Estas costumbres y el nombre de cocodrilo que se da en la isla de Cuba al más peligroso de los saurios carnívoros, me parece que indican una especie diferente de los grandes animales del Orinoco, del río Magdalena y de Santo Domingo. En cualquiera otra parte del continente de la América española, engañados los colonos con las relaciones exageradas acerca de la ferocidad de los cocodrilos de Egipto, repiten que no hay verdaderos cocodrilos sino en el Nilo, siendo así que los zoólogos han reconocido que hay en América caimanes de hocico obtuso y de patas sin escamas, y cocodrilos de hocico agudo y de patas con ellas; y en el Antiguo Continente se ven al mismo tiempo cocodrilos comunes y los del Ganges de hocico redondo. El Cocodrilus acutus de Santo Domingo, del cual yo no acertaría a distinguir por ahora específicamente el cocodrilo de los ríos caudalosos del Orinoco y del Magdalena, tiene, valiéndome de la expresión del señor Cuvier6, una semejanza tan asombrosa con el cocodrilo del Nilo, que ha sido necesario un examen minucioso de cada parte para probar que no era defectuosa la ley de Buffon relativa a la distribución de las especies entre las regiones de los trópicos de ambos continentes.
Como en mi segundo paso por la Habana, en 1804, no podía volver a la Ciénega del Batabanó, hice venir a mucha costa las dos especies que los habitantes llaman caimanes y cocodrilos. De estos últimos me llegaron dos vivos, y el más añoso tenía cuatro pies y tres pulgadas de largo. Había costado mucho trabajo cogerlos, y se los transportó encima de una mula atados y con bozal; eran fuertes y muy feroces, y para observar sus hábitos y sus movimientos, los pusimos en una sala grande, donde, colocándonos encima de un mueble muy alto, podíamos verlos atacando perros grandes7. Habiendo estado en el Orinoco, en el río Apure y en el Magdalena durante seis meses en medio de cocodrilos, nos gustaba observar de nuevo, antes de regresar a Europa, estos animales singulares que pasan con una rapidez asombrosa de la inmovilidad a los movimientos más impetuosos. Los que nos fueron enviados del Batabanó como cocodrilos tenían el hocico tan puntiagudo como los del Orinoco y del Magdalena (Cocodrilus acutus, Cuv.); su color era un poco más obscuro, verde negruzco en el lomo, blanco en el vientre, y los flancos tenían manchas amarillas. Yo conté treinta y ocho dientes en la quijada superior y treinta en la inferior, como en todos los verdaderos cocodrilos. De aquéllos el décimo y el nono, y de los segundos el primero y el cuarto, eran los mayores. La descripción que Bonpland y yo hemos hecho en aquellos parajes dice expresamente que el cuarto diente inferior abarca libremente la quijada superior. Las extremidades posteriores estaban palmadas. Estos cocodrilos del Batabanó, nos parecían específicamente los mismos Cocodrilus acutus; aunque es cierto que todo lo que se nos decía de sus costumbres no estaba muy de acuerdo con lo que nosotros habíamos observado en el Orinoco; también los saurios carnívoros de una misma especie son más suaves y más tímidos, o más feroces y más bravos en un mismo río, según la naturaleza de las localidades. El animal que se llama caimán en el Batabanó, murió en el camino y no hubo la previsión de traérnoslo, de manera que no pudimos hacer la comparación de las dos especies. ¿Habría por ventura en el sur de la isla de Cuba verdaderos caimanes de hocico romo, cuyo cuarto diente inferior encaja en la quijada superior, y la otra especie (aligatores), de los que se parecen a los de la Florida? Esto es casi cierto8 atendido a lo que dicen los colonos acerca de la cabeza mucho más alargada de su cocodrilo del Batabanó; y en este caso el pueblo habría hecho distinción en aquella isla, por un instinto feliz, entre el cocodrilo y el caimán, con la misma exactitud que lo hacen hoy los sabios zoólogos cuando establecen sub-géneros que tienen los mismos nombres. Yo no dudo que el cocodrilo de hocico puntiagudo y el aligator o caimán de hocico chato9 no habitan juntos, aunque en camadas distintas, las costas pantanosas entre Jagua, el Surtidero de Batabanó y la isla de Pinos. En esta última fue donde Dampier, tan digno de elogios como físico observador y como marino intrépido, ha visto claramente la gran diferencia que hay entre los caimanes y entre los cocodrilos americanos. Lo que se refiere acerca de este punto en su viaje a la bahía de Campeche, habría podido excitar, ha más de un siglo, la curiosidad de los sabios, si los zoólogos no desechasen las más veces con desdén cuanto los navegantes u otros viajeros que carecen de conocimientos científicos observan acerca de los animales. Dampier, después de haber señalado muchos caracteres, aunque no todos con igual exactitud, para distinguir los cocodrilos de los caimanes, insiste en la distribución geográfica de estos enormes saurios. “En la bahía de Campeche, dice, no he visto sino caimanes o aligatores; en la isla del Gran Caimán hay cocodrilos y no aligatores; en la isla de Pinos y en innumerables estuarios y caletas de la costa de Cuba hay cocodrilos y caimanes al mismo tiempo”10. A estas observaciones valiosas de Dampier añadiré que el verdadero cocodrilo (C. acutus) se vuelve a hallar en las Antillas de sotavento, que son las más inmediatas a Tierra Firme, por ejemplo en la Trinidad, en la Margarita, y verosímilmente también en Curazao, a pesar de la falta de agua dulce11. Más al sur se le ve (y sin que yo haya encontrado con él algunas de las especies de aligatores que abundan en las costas de la Guayana12), en el Neverí, el río Magdalena, el Apure y el Orinoco hasta el confluente del Casiquiare con el río Negro (latitud 2°2’), y por consiguiente a más de cuatrocientas leguas de distancia del Batabanó. Sería importante verificar dónde se halla el límite de las diferentes especies de saurios carnívoros en la costa oriental de México y de Guatemala, entre el Mississippi y el río Chagre (en el istmo de Panamá).
El 9 de marzo, antes de salir el sol, ya estábamos a la vela, algo intimidados por la extrema pequeñez de nuestra goleta, cuyas instalaciones no nos permitían acostarnos sino sobre cubierta. La cámara de pozo recibía el aire y la luz por arriba y era un verdadero cargadero de víveres, donde apenas había cabida para nuestros instrumentos. El termómetro se mantenía constantemente allí a 32° y 33° centesimales, y por fortuna estas incomodidades duraron sólo veinte días. La navegación en las canoas del Orinoco y en un barco americano cargado de millares de arrobas de carne secada al sol, nos había hecho menos exigentes.
El golfo de Batabanó, rodeado de costas bajas y pantanosas, parecía un vasto desierto. Las aves pescadoras, que generalmente se hallan en su puesto antes que los pajaritos de tierra y los perezosos zamuros13 despierten, no se veían sino en corto número. El agua del mar tenía un color verduzco obscuro como en algunos lagos de Suiza, mientras que el aire, a causa de su mucha pureza, tenía al momento de salir el sol aquel matiz frío del azul pálido que tanto llama la atención de nuestros pintores de paisajes, a la misma hora, en el sur de Italia, y sobre el cual se perfilan los objetos lejanos con un vigor extraordinario. Nuestra goleta era el único barco que había en el golfo; porque nadie entra en la rada del Batabanó sino los contrabandistas, o como allí se dice con más cortesía, los tratantes. Hemos recordado antes, hablando del canal proyectado de los Güines, cuan importante podría hacerse el Batabanó por las comunicaciones de la isla de Cuba con las costas de Venezuela. En su estado actual, sin que se haya intentado hacer dragado alguno, apenas hay allí nueve pies de agua14. El puerto está en el fondo de una bahía que termina al este por la Punta Gorda, y al oeste por la Punta de Salinas; pero esta misma bahía no forma sino el fondo (la cima cóncava) de un gran golfo que tiene cerca de catorce leguas de hondura de sur y de norte, y que en una extensión de cincuenta leguas entre la laguna de Cortés y el cayo de Piedras se cierra por una cantidad innumerable de encalladeros y de cayos. En medio de este laberinto se levanta una isla grande única, cuya área excede cuatro veces la de la Martinica, y cuyos áridos montes están coronados de majestuosos coníferos. Esta es la isla de Pinos, llamada del Evangelista por Colón, y después la isla de Santa María por otros pilotos del siglo XVI: es célebre por la excelente caoba (Swietenia Mahogani) que el comercio toma de allí. Navegamos al ESE, atravesando la embocadura de Don Cristóbal, para llegar al islote rocalloso de cayo de Piedras y salir de aquel archipiélago que los pilotos españoles llaman desde los primeros tiempos de la conquista Jardines y Jardinillos. Los verdaderos Jardines de la Reina15, más inmediatos al cabo Cruz, están separados del archipiélago que voy a describir por un mar libre de treinta y cinco leguas de ancho.
El mismo Colón los llamó así en mayo de 1494, cuando en su segundo viaje estuvo cincuenta y ocho días luchando contra las corrientes y los vientos, entre la isla de Pinos y el cabo oriental de Cuba. El describió los islotes de aquel archipiélago, como verdes, llenos de arboledas graciosas16.
Efectivamente, una parte de aquellos pretendidos jardines es muy agradable; porque el navegante ve variar la escena a cada momento, y el verdor de algunos islotes parece tanto más hermoso cuanto hace contraste con otros cayos en que sólo se ven arenales blancos y áridos. La superficie de éstos, recalentada por los rayos del sol, parece ondear como la de un líquido; y por el contacto de las capas de aire de temperatura desigual, produce desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde los fenómenos más variados de la suspensión y la refracción (espejismo)17. En aquellos parajes desiertos es el sol el que anima el paisaje, el que da movilidad a los objetos tocados por sus rayos, a la llanura polvorosa, a los troncos de los árboles y a las rocas que entran en el mar en forma de cabos. Desde que sale el sol, aquellas masas inertes parecen como suspendidas en el aire; y los arenales presentan en la playa contigua el espectáculo engañoso de una planicie o superficie de agua agitada blandamente por los vientos. Una rastra de nubes basta para volver a poner en el suelo así los troncos de árboles como las rocas suspendidas, para dejar inmóvil la superficie ondeante de las llanuras y disipar aquellos prestigios que los poetas árabes, persas e indios han cantado “como los dulces engaños de la sociedad del desierto”.
Doblamos el cabo de Matahambre con muchísima lentitud. Como el cronómetro de Luis Berthoud había funcionado muy bien en la Habana, aproveché la ocasión que se presentaba para determinar, en aquel día y los siguientes, las posiciones de cayo de don Cristóbal, cayo Flamenco, cayo de Diego Pérez y cayo de Piedras18. Me ocupé también en examinar la influencia que tiene los cambios del fondo en la temperatura de la superficie del mar19. Abrigada con tantos islotes, se conserva la superficie en calma como si fuera un lago de agua dulce, no hallándose mezcladas las capas de diferentes profundidades; y las menores variaciones que indique la sonda influyen en el termómetro. Me sorprendí al ver que al este del pequeño cayo de don Cristóbal los fondos profundos no se distinguían por el color lechoso del agua como en el banco de la Víbora, al sur de la Jamaica, y en otros muchos que yo había reconocido por medio del termómetro. El fondo de la ensenada del Batabanó es de una arena compuesta de corales desmenuzados, donde hay ovas que casi no suben a la superficie. El agua es verdosa, como ya lo hemos notado, y el no tener el color lechoso proviene, sin duda, de la calma perfecta que reina en aquellos parajes; pues dondequiera que la agitación se propaga hasta cierta profundidad, una arena muy fina o las partículas calizas suspendidas en el agua, hacen que se enturbie y tenga el color lechoso. Hay, sin embargo, bajíos que no se distinguen por el color ni por la corta temperatura de las aguas, y creo que estos fenómenos provienen de la naturaleza de un fondo duro y rocalloso, que no tiene arenas ni corales, de la forma y del declive de los cantiles, de la velocidad de las corrientes y de la falta de comunicación de movimiento a las capas inferiores del agua. El frío que las más veces indica el termómetro, en las superficies de los fondos profundos, proviene al mismo tiempo de las moléculas de agua que la difusión del movimiento y del enfriamiento nocturno hacen caer desde la superficie a la profundidad, donde se detienen en su caída, por la hondura del agua y por la mezcla de las capas de agua muy profundas que suben a los cantiles del banco como sobre un plano inclinado, para mezclarse con las capas de la superficie.
A pesar de lo muy chica que era nuestra embarcación, y del ponderado saber de nuestro piloto, encallamos muchas veces; pero como el fondo era blando, no había peligro de vararse. Sin embargo, al ponerse el sol, cerca del paso de don Cristóbal, se tuvo por más conveniente echar el ancla. Hubo una serenidad admirable durante la primera parte de la noche, y vimos una multitud de estrellas fugaces por el lado de la tierra, siguiendo todas una misma dirección contraria a la del viento del este que soplaba en las regiones bajas de la atmósfera. Nada se parece hoy a la soledad de aquellos sitios que en tiempos de Colón estaban habitados y eran frecuentados por gran número de pescadores. Los naturales de Cuba se servían entonces de un pececito20 para coger las grandes tortugas de mar; ataban una cuerda muy larga a la cola del revés (este es el nombre que daban los españoles al tal pececito, especie del género Echeneis). El pez pescador, por medio del disco chato guarnecido de chupones que tiene en su cabeza, se agarraba de la concha de las tortugas de mar que abundan en los canales estrechos y tortuosos de los Jardinillos. “El revés, dice Cristóbal Colón, antes se dejaría hacer pedazos que soltar por fuerza el cuerpo a que se agarra”. Con una misma cuerda sacaban los indios el pez pescador y la tortuga. Cuando Gómara y el sabio secretario del emperador Carlos V, Pedro Mártir de Anglería, hicieron conocer a la Europa este hecho que sabían de boca de los mismos compañeros de Colón, el público lo tuvo seguramente por cuento de viajero. Hay, en efecto, alguna apariencia de cosa maravillosa en la narración de Anglería que empieza con estas palabras: “Non aliter ac nos canibus gallices per aequora campi lepores insectamur, incolae (Cubae insulae) venatorio pisce pises alios capie— bant”21. Sabemos hoy por testimonios recogidos del capitán Rogers, de Dampier y de Commerson22, que este mismo artificio para la caza de tortugas de que se sirven en los Jardinillos, lo emplean los habitantes de la costa oriental del África, cerca del cabo Natal, en Mozambique y Madagascar. Algunos hombres, con la cabeza cubierta con grandes calabazas agujereadas, cogían los ánades en Egipto, en Santo Domingo y en las lagunas del llano de México, escondiéndose debajo del agua y cogiéndolos por las patas. Los chinos, desde la más remota antigüedad, se valen de cuervos marinos, aves de las familias de los pelícanos, y los envían a pescar a las costas, poniéndoles unos anillos al cuello para que no puedan comerse la presa y pescar para sí. En el menor grado de civilización se despliega toda la sagacidad humana en los artificios de la caza y de la pesca. Pueblos que probablemente, nunca han tenido comunicaciones entre sí, presentan las analogías más palpables en los medios propios para dominar los animales.
No pudimos salir sino pasados tres días de aquel laberinto de Jardines y Jardinillos. Todas las noches estábamos anclados y por el día visitábamos los islotes o cayos a que podíamos arribar más fácilmente. A medida que avanzábamos hacia el este, el mar estaba menos en calma, y los fondos profundos empezaban a conocerse por lo lechoso del agua. A la orilla de una especie de remolino que se encuentra entre cayo Flamenco y cayo de Piedras, observamos que la temperatura del mar, en su superficie, aumentaba repentinamente desde 23°,5 C. hasta 25°,8. La constitución geognóstica de los islotes rocallosos que rodean la isla de Pinos me llamaba la atención tanto más cuanto siempre había tenido dificultad en creer lo de los edificios de corales litófitos de Polinesia, que se decían salir de lo más profundo del océano y levantarse hasta la superficie de las aguas; porque me parecía más probable que aquellas enormes masas tenían por base alguna roca primitiva o volcánica a que estaban pegadas a corta profundidad. La formación, en parte compacta y litográfica y en parte porosa como el calizo de Güines, continuaba hasta Batabanó. Es harto análoga al calizo jurásico; y si se ha de juzgar por el simple aspecto exterior, los islotes de los Caimanes se componen de la misma roca. Si las montañas de la isla de Pinos, que presentan a un mismo tiempo (según los primeros historiadores de la conquista) pineta et palmeta23, se ven a distancia de veinte leguas marítimas24, su altura debe ser de más de quinientas toesas; y me aseguraron que se componen también de un calizo en todo semejante al de los Güines. Según estos hechos, yo creía volver a encontrar aquella misma roca (jurásica) en los Jardinillos; pero no he visto, al examinar los cayos que suben comúnmente cinco o seis pulgadas sobre la superficie del agua, sino una roca fragmentaria, en la que trozos cortantes de madréporas están cimentados por una arena cuarzosa. Algunas veces los fragmentos tienen de uno a dos pies cúbicos de volumen, y los granos de cuarzo desaparecen de tal modo que se podría creer que los pólipos litófitos han permanecido allí en muchas capas. La masa total de este grupo de cayos me pareció una verdadera aglomeración caliza bastante análoga al calizo terciario de la península de Araya25, cerca de Cumaná, pero de una formación mucho más moderna. Las desigualdades de estas rocas de corales están cubiertas de un detritus de conchas y de madréporas. Todo lo que sube a la superficie de las aguas se compone de trozos quebrantados y cimentados con carbonato de cal, donde están encajados granos de arena cuarzosa. Ignoro si bajo esta roca fragmentaria de corales se hallarían a una grande profundidad edificios de pólipos todavía vivos, y si están fijados sobre la formación jurásica. Los pilotos creen que el mar va disminuyendo en aquellos parajes, quizás porque ven los cayos crecer y levantarse, sea por los alfaques que forma el embate de las olas, sea por aglutinaciones sucesivas. Además, no sería imposible que el ensanchamiento del canal de Bahama, por el cual salen las aguas del Gulf-stream, causase, con el progreso del tiempo, una pequeña baja de las aguas en el sur de Cuba, y particularmente en el golfo de México, centro de aquel gran remolino del río pelágico que baña los Estados Unidos, y arroja los frutos de las plantas de los trópicos a las costas de la Noruega26. La configuración de las costas, la dirección, la fuerza y el tiempo que duran ciertas corrientes y ciertos vientos, las variaciones que tienen a causa del variable predomino de estos vientos, las alturas barométricas, son todas causas cuya concurrencia puede alterar en un largo espacio de tiempo y entre límites circunscritos de extensión y de profundidad, el equilibrio de los mares27. Donde las costas están de tal modo bajas que el nivel del terreno, a una legua del interior de las tierras, no varía de ninguna pulgada, estas elevaciones y estas bajas de las aguas asombran la imaginación de los habitantes.
El cayo Bonito, que fue el primero que visitamos, merece este nombre por la riqueza de su vegetación; y todo demuestra que hace mucho tiempo que existe sobre la superficie del océano, por lo que el interior del cayo casi no está más bajo que las orillas. Sobre una capa de arena y de conchas trituradas de cinco a seis pulgadas de grueso que cubre la roca madrepórica fragmentaria, se eleva un bosque entero de manglares (Rhizophora). Según su altura y sus hojas, de lejos parecen laureles. La Avicennia nítida, el Batis, pequeños euforbes y algunas plantas gramíneas sirven para fijar las arenas movibles con el enredo de sus raíces. Pero lo que particularmente caracteriza la flora de aquellas islas de corales28, es el soberbio Tournefortia gnaphalioides de Jacquin, de hojas plateadas, que encontré allí por primera vez. Es una planta que vive gregaria, un verdadero arbusto de cuatro pies y medio a cinco de alto, cuyas flores expiden un olor muy agradable: adorna también el cayo Flamenco, el cayo de Piedras y quizás la mayor parte de los terrenos bajos de los Jardinillos. Mientras estábamos ocupados en herborizar, nuestros marineros buscaban langostas, e irritados de no hallarlas, se desquitaron de su equivocación subiendo a los manglares y haciendo un terrible destrozo en los tiernos alcatraces que estaban juntos de dos en dos en sus nidos. Con este nombre se conoce en la América española el pelícano negruzco del tamaño del cisne de Buffon. El alcatraz, por la estúpida confianza y la incuria que es propia de las grandes aves del mar, hace su nido con solo la reunión de algunas ramas de árboles, y nosotros contábamos cuatro o cinco de estos nidos en el mismo tronco de Rhizophora. Los de menos tiempo se defendían valientemente con sus enormes picos, que tienen de seis a siete pulgadas de largo; y los más viejos volaban sobre nuestras cabezas dando chillidos roncos y lastimeros; la sangre goteaba desde lo alto de los árboles, pues los marineros usaban grandes garrotes y machetes. Por más que les afeábamos esta crueldad y estos tormentos inútiles, no desistieron; pues aquéllos, condenados a una larga obediencia en la soledad de los mares, se complacen en ejercitar un imperio cruel sobre los animales cuando se les presenta la ocasión. El suelo estaba cubierto de aves heridas que luchaban con la muerte, de modo que hasta nuestra llegada había reinado en aquel pequeño rincón del mundo una calma profunda, y desde entonces todo parece que decía: el hombre ha pasado por aquí.
El cielo estaba cubierto de vapores rojizos que se disipaban hacia la parte de sudoeste; y tuvimos la esperanza vana de descubrir las alturas de la isla de Pinos. Aquellos sitios tienen un atractivo que no hay en la mayor parte del Nuevo Mundo, porque renuevan recuerdos que están unidos a los nombres más grandes de la monarquía española, a los de Cristóbal Colón y Hernán Cortés. En la costa meridional de la isla de Cuba, entre la bahía de Jagua y la isla de Pinos fue donde Colón, en su segundo viaje, vio con admiración “aquel rey misterioso que no hablaba a sus súbditos sino por señas, y aquel grupo de hombres que llevaban túnicas largas y blancas parecidos a los frailes mercedarios, mientras que todos los demás del pueblo estaban desnudos”. En su cuarto viaje encontró en los Jardinillos grandes piraguas de indios mexicanos cargadas de ricas producciones y de mercancías de Yucatán. Engañado por su ardiente imaginación, le pareció oír de labios de aquellos navegantes, “que habían venido de un país en que los hombres estaban montados sobre caballos29 y llevaban coronas de oro en la cabeza”. Ya, “el Catay (la China), el imperio del Gran Kan y la embocadura del Ganges”, le parecían estar tan cerca, que esperaba poderse servir bien pronto de los intérpretes árabes que había embarcado en Cádiz, cuando fue a América. Otros recuerdos que tenía de la isla de Pinos y de los Jardines que la rodean pertenecen a la conquista de México. Cuando Hernán Cortés preparó su grande expedición, encalló en uno de los bajos de los Jardinillos, navegando desde el puerto de la Trinidad al cabo de San Antonio, en su nave Capitana. Durante cinco días se le tuvo por perdido, cuando el valeroso Pedro de Alvarado le envió (en noviembre de 1518) desde el puerto de Carenas30 (la Habana) tres buques para buscarle. Posteriormente, en febrero de 1519, reunió Cortés toda su flota cerca del cabo de San Antonio, probablemente en el paraje que todavía tiene el nombre de Ensenada de Cortés, al oeste de Batabanó, frente a la isla de Pinos. De allí es donde, creyendo poder librarse mejor de las trampas que le armaba el gobernador Velázquez, pasó casi clandestinamente a las costas de México. ¡Extrañas vicisitudes de las cosas humanas! Un puñado de hombres que del extremo occidental de la isla de Cuba desembarcaron en las costas de Yucatán derribaron el imperio de Moctezuma; y en nuestros días, tres siglos después, el mismo Yucatán, que es una parte de la nueva Confederación de los Estados independientes de México, casi ha amenazado conquistar las costas occidentales de Cuba.
El 11 de marzo por la mañana visitamos el cayo Flamenco, y establecí su latitud 21°59’39”. El centro de aquel islote es bajo, y sólo excede la superficie del mar catorce pulgadas. El agua es poco salada, siendo así que otros cayos la tienen del todo dulce. Los marinos de Cuba, así como los habitantes de las lagunas de Venecia y algunos físicos modernos, atribuyen esta falta de sal a la acción que ejercen las arenas, filtrando el agua del mar. ¿Pero cuál es el modo con que se ejerce esta acción, cuyo supuesto no se justifica por analogía química alguna? Además, los cayos se componen de rocas y no de arenas, y su pequeñez presenta otra igual dificultad para conceder que las aguas de lluvia puedan reunirse allí en un mar permanente. Quizás las aguas dulces de los cayos provienen de la costa contigua, y aun de los montes de Cuba por efecto de una presión hidrostática. Esto demostraría una prolongación de los estratos de calizo jurásico bajo el mar, y la superposición de la roca de corales sobre el calizo31. Es una preocupación demasiado general considerar cada fuente de agua dulce o de agua salada como un pequeño fenómeno local; porque las corrientes de agua circulan en el interior de la tierra entre capas (estratos) de roca de una densidad o de una naturaleza particular en distancias inmensas, semejantes a los ríos que surcan la superficie del globo. El sabio ingeniero don Francisco Le Maur, el mismo que después ha mostrado una firmeza tan enérgica en la defensa del castillo de san Juan de Ulua, me dijo que en la bahía de Jagua, ½ grado al este de los Jardinillos, se ven salir hirviendo en medio del mar, a dos leguas y media de la costa, fuentes de agua dulce. La fuerza con que salen aquellas aguas es tan grande, que causan un choque con las olas, peligroso muchas veces para las pequeñas canoas. Las embarcaciones que no quieren entrar en Jagua hacen algunas veces aguada en la fuente salada, y el agua lo es tanto menos y tanto más fría cuanto se la saca más cerca del fondo. Los manatís guiados por su instinto han descubierto esta región de agua dulce, y los pescadores que gustan mucho de la carne de cetáceos herbívoros32 los encuentran allí en abundancia y los matan en alta mar.
A una media milla al este de cayo Flamenco rozamos con dos rocas a flor de agua, contra las que se estrellan las olas con mucho estrépito. Son33 las Piedras de Diego Pérez (latitud 21°58’10”). La temperatura del mar, en la superficie, baja allí hasta 22° ,6 cen., no siendo la profundidad del agua más que de seis pies y medio. Por la tarde llegamos al cayo de Piedras, que son dos escollos reunidos por rompientes y dirigidos de NNO al SSE. Como estos escollos están bastante separados (forman el extremo oriental de los Jardinillos), se extravían en ellos muchos buques. Casi no hay arbustos en el cayo las Piedras porque los que naufragan los cortan, en su escasez de todo, para hacer señales y pedir socorro con el fuego. Las orillas del islote son muy escarpadas por el lado del mar, pero hacia el medio hay una pequeña albufera de agua dulce. Encontramos encajado en la roca un trozo de madrépora de más de tres pies cúbicos; y no nos quedó duda que la formación caliza, que desde lejos se parecía bastante al calizo jurásico, era una roca fragmentaria. Es de desear que los viajeros geognósticos examinen algún día toda aquella cadena de cayos que circunda la isla de Cuba, para determinar lo que se debe a los animales que todavía trabajan en la profundidad del mar, y lo que corresponde a verdaderas formaciones terciarias cuya época se remonta a la del calizo basto, que abunda en los restos de los corales litófitos. Lo que sobresale de las aguas no suele ser más que una especie de mármol o agregado de fragmentos madrepóricos unidos por el carbonato de cal, de conchas trituradas y de arena. Es importante examinar en cada cayo sobre qué estriba esta especie de piedra, si cubre edificios de moluscos todavía vivos, o aquellas rocas secundarias o terciarias que, por el aspecto y la conservación de restos de corales que encierran, se podrían creer productos modernos. El yeso de los cayos, frente a San Juan de los Remedios, en la costa septentrional de la isla de Cuba, merece mucha atención; porque su época se remonta seguramente más allá de los tiempos históricos, y ningún geognóstico le juzgará obra de los moluscos de nuestros mares.
Desde el cayo de Piedras empezamos a ver, hacia el ENE, los altos montes situados más allá de la bahía de Jagua. Pasamos de nuevo la noche anclados; y la mañana siguiente (12 de marzo), desembocando por el paso entre el cabo septentrional del cayo de Piedras y la costa de Cuba, entramos en un mar libre de escollos. Su color azul de índigo oscuro y el aumento de temperatura nos demostraban cuanto mayor era la profundidad del agua. El termómetro, que a los 6 ½ y 8 pies de sonda habíamos visto muchas veces en la superficie del océano a 22°,6 cent., se mantenía entonces a los 26°,2 cent., y durante aquellas experiencias estaba el aire por el día, como entre los Jardinillos, de 25° a 27°. Procuramos, a favor de los vientos variables de tierra y de mar, subir hacia el este hasta el puerto de la Trinidad para hallar por medio de los vientos del nordeste, que soplaban entonces a lo largo, menos dificultades en hacer la travesía a Cartagena de Indias, cuyo meridiano cae entre Santiago de Cuba y la bahía de Guantánamo. Después de haber pasado la costa pantanosa de los Camareos, donde Bartolomé de las Casas, célebre por su humanidad y su noble valor, había conseguido34, en 1514, de su amigo el gobernador Velázquez, un buen repartimiento de indios, llegamos (por 21°50’ de latitud) al meridiano de la entrada de la bahía de Jagua. El cronómetro me dio la longitud de aquel punto: 82°54’22”, casi idéntica con la publicada después (en 1821) en el mapa del Depósito Hidrográfico de Madrid.
El puerto de Jagua es uno de los más hermosos, pero también de los menos frecuentados de la isla. No debe tener otro tal el mundo, decía ya el cronista mayor Antonio de Herrera35; las remarcaciones y los proyectos de defensa que hizo el señor Le Maur, al tiempo de la comisión del Conde de Jaruco, han justificado que el ancladero de Jagua merecía la celebridad que tenía desde los primeros tiempos de la conquista. No se encuentra allí todavía más que un pequeño grupo de casas y un castillejo que impide a la marina inglesa el carenar sus buques en la bahía, como se practicó muy tranquilamente durante las guerras con España. Al este de Jagua los montes llamados Cerros de San Juan se acercan a la costa y tienen un aspecto cada vez más majestuoso, no por su altura, que al parecer no excede de trescientas toesas36, sino por sus escarpaduras y su forma en general. La costa, según me dijeron, tiene un acceso de tal corte que una fragata puede acercarse por todas partes hasta cerca de la embocadura del río Guarabo. Cuando por la noche la temperatura del agua bajaba a 23° y el viento soplaba de tierra, sentíamos aquel olor delicioso de flores y de miel que es característico de los surtideros de la isla de Cuba37. Navegamos por la costa a dos o tres millas de distancia, y el 13 de marzo, poco antes de ponerse el sol, nos hallamos frente a la embocadura del río San Juan, temido de los navegantes por la innumerable cantidad de mosquitos y de zancudos de que está llena la atmósfera. La embocadura aparece a la abertura de un barranco en que podrán entrar los buques que calan mucha agua, si un bajío no cerrase la entrada del paso. Algunos ángulos horarios me señalaron la longitud de 82°40’50” para aquel puerto que frecuentan los contrabandistas de la Jamaica y hasta por los corsarios de la Providencia. Los montes que dominan el puerto apenas tienen 230 toesas de elevación38. Pasé una gran parte de la noche sobre cubierta. ¡Qué costas tan desiertas, en las que no se ve ni siquiera una luz que anuncie la cabaña de un pescador! Desde el Batabanó hasta la Trinidad, en una distancia de cincuenta leguas, no hay pueblo alguno, y apenas se encuentran dos o tres rediles o corrales de marranos o de vacas; sin embargo, en tiempo de Colón, aquel terreno estaba habitado aun a lo largo de la parte litoral. Cuando se cava en el suelo para hacer un pozo, o cuando torrentes de agua surcan la superficie de la tierra durante las grandes inundaciones, se descubren muchas veces hachas de piedra y algunos utensilios de cobre39, obras de los antiguos habitantes de la América.
Al salir el sol conseguí que nuestro capitán echase la sonda y a las sesenta brazas no había fondo; así la superficie del océano estaba más caliente que en cualquiera otra parte, era de 26°,8 y superaba de 4°,2 a la que habíamos hallado cerca de los rompientes de Diego Pérez. A una media milla de distancia de la costa, el agua del mar sólo estaba a 25°,5; pues aunque no tuvimos ocasión de sondear, el fondo era menor, a no dudarlo. El 14 de marzo entramos en el río Guarabo, uno de los dos puertos de la Trinidad de Cuba, para dejar a tierra al práctico de Batabanó que nos había guiado al atravesar los bajos de los Jardinillos, haciéndonos varar muchas veces. También esperábamos hallar en aquel puerto un correo marítimo con el que debíamos navegar juntos a Cartagena. Yo desembarqué por la tarde, y fijé en la orilla la brújula de inclinación de Borda y el horizonte artificial, para observar el paso de algunas estrellas por el meridiano; pero apenas habíamos empezado los preparativos para ello, cuando unos pequeños pulperos catalanes que habían comido a bordo de un buque extranjero llegado recientemente, nos convidaron con mucha alegría a que los acompañásemos a la ciudad. Aquellas gentes honradas nos hicieron montar a caballo, dos a dos en cada uno; y como el calor era excesivo, no titubeamos en aceptar una oferta tan franca y sencilla. Hay cerca de cuatro millas desde la embocadura del río Guarabo a la Trinidad en dirección de noroeste, y el camino pasa por una llanura que parece nivelada por el estancamiento de las aguas, la cual está cubierta de una hermosa vegetación que tiene un carácter particular40, a causa del Miraguama, que es una palmera de hojas plateadas que vimos allí por primera vez. Aquel terreno fértil, aunque de tierra colorada, sólo espera la mano del hombre para ser desbrozado y dar cosechas abundantes. Hacia el oeste se descubría una vista muy pintoresca encima de las Lomas de San Juan, que son una cadena de montes calizos, muy escarpada hacia el sur, de mil ochocientos a dos mil pies de altura. Sus cimas desnudas y áridas forman tan pronto unas cumbres redondas, y tan pronto unos verdaderos cuernos con una leve inclinación41. A pesar de lo mucho que baja la temperatura durante la estación de los nortes, nunca se ve nieve, sino únicamente escarcha, en aquellos montes y en los de Santiago. Ya he hablado en otra parte de esta falta de nieve, que es difícil de explicar. Al salir del bosque se ve una cortina de colinas, cuyo declive meridional está lleno de casas; es la ciudad de la Trinidad, fundada, en 1514, por el gobernador Diego Velázquez, con motivo de las ricas minas de oro que se decía haberse descubierto en el pequeño valle del río Arimao42. Todas las calles de la Trinidad están muy pendientes y las gentes se quejan allí, igualmente que en la mayor parte de la América española, de la mala elección de terrenos que hicieron los conquistadores para fundar las nuevas ciudades43. Al extremo boreal se halla la iglesia de Nuestra Señora de la Popa, sitio célebre de romería. Aquel punto me pareció de una altura de setecientos pies sobre el nivel del mar; y se goza allí, como en la mayor parte de las calles, de una vista magnífica al océano, a los dos puertos (puerto Casilda y boca Guarabo), a un bosque de palmeras y al grupo de los altos montes de San Juan. Como se me había olvidado llevar a la ciudad el barómetro junto con los demás instrumentos, a la mañana siguiente, para determinar la elevación de la Popa probé de tomar alternativamente las alturas del sol sobre el horizonte del mar y un horizonte artificial. Ya había ensayado este método44 en el castillo de Murviedro, en las ruinas de Sagunto y en el cabo Blanco, cerca de la Guaira; pero el horizonte del mar estaba nublado e interrumpido, en algunas partes, por estrías negruzcas que anuncian, ya pequeñas corrientes de aire45 o ya un juego de refracciones extraordinarias. Nos recibieron en la villa (hoy ciudad) de la Trinidad en casa del señor Muñoz, administrador de la Real Hacienda, con la hospitalidad más amable. Yo hice observaciones durante gran parte de la noche, y cerca de la catedral hallé la latitud por la Espiga de la Virgen, del Centauro y de la Cruz del Sur, en circunstancias que no eran igualmente favorables, 21°48’20”. Mi longitud cronométrica era de 82°21’7”. Supe en mi segundo paso por la Habana, al volver de México, que esta longitud era casi la misma que la que había observado el capitán de fragata don José del Río, que había vivido mucho tiempo en aquel paraje, y también que aquel mismo oficial ponía la latitud de la ciudad a los 21 °42’40”. He controvertido esta discordancia en otro paraje46, pero basta notar aquí que el señor de Puysegur halló 21°47’15”, y que cuatro estrellas de la Grande Osa observadas por Gamboa, en 1714, señalaron al señor Oltmanns (al determinar la declinación conforme al catálogo de Piazzi) 21°46’25”.
El teniente gobernador de la Trinidad, cuya jurisdicción comprendía entonces Villa Clara, el Príncipe y Sancti-Spiritus, era sobrino del célebre astrónomo don Antonio Ulloa. Nos dio un gran convite, en que se hallaron reunidos algunos de los emigrados franceses de Santo Domingo, que habían llevado allí su industria y su inteligencia. La exportación del azúcar de Trinidad (ateniéndose sólo al registro de la Habana) no excedía todavía de cuatro mil cajas. Se quejaban de las trabas que el gobierno general, por su injusta predilección para con la Habana, oponía en el centro de la isla y en su parte oriental al fomento de la agricultura y del comercio; y se quejaban también de la grande acumulación de riqueza, de población y de autoridad en la capital, mientras que lo demás del país estaba casi desierto. Muchos centros menores, repartidos a iguales distancias en toda la superficie de la isla, eran preferibles al sistema que regía y que había atraído a un punto único el lujo, la corrupción de costumbres y la fiebre amarilla. Estas acusaciones exageradas y estas quejas de las ciudades de provincia contra la capital, son las mismas en todos los países. No se puede dudar que en la organización política, como en la física, el bienestar general depende de una vida parcial extendida de un modo uniforme; pero es preciso distinguir entre la preminencia que nace del curso natural de las cosas, y aquella que es del efecto de medidas del gobierno.
Se ha controvertido muchas veces en la Trinidad sobre cuál es mejor de los dos puertos; y quizás valdría más que el Ayuntamiento, que tiene pocos fondos de que disponer, sólo se ocupase de mejorar el uno. La distancia de la ciudad al puerto de Casilda y al puerto de Guarabo es casi la misma; pero los gastos de transporte son sin embargo mayores cuando se carga en el primero. La boca del río Guarabo, defendida por una batería de nueva construcción, tiene un fondeadero seguro, aunque menos abrigado que el de puerto Casilda. Las embarcaciones que calan poca agua, o que sean aliviadas de la carga para pasar la barra, pueden subir el río y acercarse a la ciudad hasta menos de una milla. Los paquebotes correos que tocan en la Trinidad de Cuba viniendo de Tierra Firme, prefieren generalmente el río Guarabo, en el cual anclan con toda seguridad sin necesidad de piloto. El puerto de Casilda es un paraje más cerrado y más metido tierra adentro; pero no se puede entrar en él sin llevar un piloto del país, a causa de los arrecifes de Mulas y Mulatas. El gran muelle, construido de madera y muy útil para el comercio, quedó muy maltrecho al descargar piezas de artillería: se halla del todo destruido, y se duda si sería mejor restablecerle en mampostería, según el proyecto de don Luis de Basecourt, o abrir la barra de Guarabo por medio de dragas. El grande inconveniente del puerto de Casilda es la falta de agua dulce, pues las embarcaciones se ven precisadas a buscarla a una legua de distancia, doblando la punta del oeste, y exponiéndose en tiempos de guerra a ser presa de los corsarios. Se nos aseguró que la población de la Trinidad con la de las haciendas que la rodean en un radio de dos mil toesas, subía a 19.000 almas. El cultivo del azúcar y del café ha crecido prodigiosamente; pero los cereales de Europa no se cultivan sino más al norte, hacia Villa Clara.
Pasamos una noche muy agradable en casa de don Antonio Padrón, uno de los habitantes más ricos, donde se hallaba reunido en tertulia la mejor sociedad de la Trinidad. Nos asombró de nuevo la alegría y el ingenio de las mujeres de Cuba, igualmente en la provincia que en la capital. Son unos dones felices de la naturaleza a los que el refinamiento de la civilización europea puede dar más atractivo; pero que agradan ya en su sencillez primitiva. Dejamos la Trinidad en la noche del 15 de marzo, y nuestra salida en nada se parecía a la entrada que habíamos hecho a caballo con los tenderos catalanes; porque el Ayuntamiento nos hizo llevar al embocadero del río Guarabo en un hermoso coche guarnecido con damasco viejo carmesí, y para aumentar la confusión que experimentábamos, un eclesiástico, que era el poeta del país, vestido enteramente de terciopelo a pesar del calor del clima, celebró en un soneto nuestro viaje al Orinoco.
En el camino que conduce al puerto nos chocó singularmente un espectáculo con el que dos años de residencia en la parte más cálida de los trópicos debiera habernos familiarizado. En ninguna otra parte he visto tan innumerable cantidad de insectos fosforescentes47, porque las hierbas que cubren el suelo, las ramas y las hojas de los árboles resplandecían con aquellas luces rojizas y móviles, cuya intensidad varía, según la voluntad de los animales que las producen, pareciendo que la bóveda estrellada del firmamento bajaba sobre la sabana o pradera. En la casa de los habitantes más pobres del campo, quince cocuyos, puestos en una calabaza agujereada, sirven para buscar objetos durante la noche. Basta sacudir con fuerza la calabaza para estimular al animal a que aumente el brillo de los discos luminosos que tiene a cada lado de su cosete. El pueblo dice con una expresión verdadera y muy sencilla, que las calabazas llenas de cocuyos son unos faroles siempre encendidos; y en efecto, no se apagan sino por enfermedad o muerte de los insectos, a los que es fácil alimentar con un poco de caña de azúcar. Una joven nos contaba en la Trinidad de Cuba, que durante una larga y penosa travesía a Tierra Firme, había sacado provecho de la fosforescencia de los cocuyos siempre que por la noche tenía que dar el pecho a su niño. El capitán del navío, por temor de los corsarios, no quiso que se encendiese otra luz a bordo.
Como la brisa continuaba refrescando y fijándose al nordeste, quisimos evitar el grupo de los islotes de los Caimanes, pero la corriente nos arrastró hacia ellos. Navegando hacia el S ¼ SE, perdimos de vista la orilla sembrada de palmeras, las colinas que cubren la ciudad de la Trinidad y los altos montes de la isla de Cuba. Hay algo solemne en el aspecto de un país del que uno se va y que desaparece poco a poco en el horizonte del mar. Esta impresión crecía en interés y gravedad, en una época en que Santo Domingo, centro de grandes agitaciones políticas, amenazaba con envolver a las demás islas en una de aquellas luchas sangrientas que descubren al hombre la ferocidad de los de su especie. Por fortuna no se realizaron aquellas amenazas y aquellos temores, la tempestad se apaciguó en los mismos parajes en que tuvo origen, y una población negra libre, lejos de turbar la paz de las Antillas inmediatas, ha hecho algunos progresos hacia la suavidad de costumbres y el establecimiento de buenas instituciones civiles. Puerto Rico, Cuba y la Jamaica, que tienen 370.000 blancos y 885.000 hombres de color, rodean a Haití donde 900.000 negros y mulatos manumiso por su voluntad y por el buen éxito de sus armas. Estos negros, más ocupados del cultivo de las plantas alimenticias que del de productos coloniales, se aumentan con una rapidez, a que sólo excede el incremento de la población de los Estados Unidos. La tranquilidad de que han gozado las islas españolas e inglesas en los veintiséis años que han pasado desde la primera revolución de Haití, ¿continuará inspirando a los blancos una seguridad funesta que se opone con desdén a toda mejora en la situación de la clase que se halla en la servidumbre? Alrededor de aquel mediterráneo de Antillas, hacia el oeste y el sur, en México, en Guatemala y en Colombia, trabajan con ahínco los nuevos legisladores en extinguir la esclavitud; y puede esperarse que la reunión de estas circunstancias imperiosas ayudará las intenciones benéficas de algunos gobiernos europeos, que quisieran suavizar progresivamente la suerte de los esclavos; porque el temor del peligro obligará a concesiones que los principios eternos de la justicia y de la humanidad están reclamando.