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NO les separaban más de quince millas del continente, un trayecto de apenas tres horas con viento a favor. Conway aprovechó ese margen para intentar dormir un poco. Cerca del alba les despertó la bocina de un gran paquebote arbolado de banderas. A bordo parecía reinar un ambiente de fiesta. Una fatigada orquestina interpretaba el himno de Italia, como un saludo al amanecer. Gaetano se puso de pie agitando sus brazos frente a los pasajeros que se asomaban a cubierta con copas y botellas en la mano. Aunque pasaron cerca la distancia no les permitió distinguir sus rostros. Tal vez porque la mayoría de ellos vestían camisas negras. Sin embargo, se trataba de auténticas celebridades. Ese personaje envarado de cuello de toro y mandíbula prominente que parecía competir con el mascarón de proa era nada menos que il Duce, Benito Mussolini. Junto a él se ordenaba lo más granado de sus Fasci de Combattimento, como los «cónsules» Balbo y Galbiati, así como una tropa de ilustres futuristas capitaneados por Gabrielle d’Anunnzio y Filippo Marinetti, a quienes acompañaba un viejo amigo de Conway, el incorregible Ezra Pound.

Aún faltaban siete años para que el papa Pío IX enalteciera al Duce llamándole «el enviado de la Providencia». No obstante, aquel hijo de un herrero de Forlí se aprestaba a conquistar los poderes dictatoriales que le permitirían forjar su revolución fascista. Dentro de su plan de asalto al Estado, aquel viaje a Capri podía significar un punto de inflexión bien relevante. Su hombre en la isla, Curzio Malaparte, le había asegurado que ese mismo día y con toda certeza, sus escuadristas acabarían de liberar la galería cegada en la Gruta Azul para poner en sus manos el sarcófago del faraón más relevante de la historia de Egipto.

Remiso al principio, Mussolini acabó cediendo a sus solicitudes. No le vendría nada mal darse a conocer al mundo posando junto a aquel sarcófago maravilloso, por delante del presidente de Gobierno y aún del propio Víctor Manuel III.

En la efervescencia que animaba su viaje, ni él ni ninguno de sus «centuriones» podían imaginar que el objeto de su ambición bogaba a bordo de esa humilde barca de pescadores, justamente en la dirección contraria. Pero, ¿con qué destino?

Entretanto, en la isla de Capri se había desencadenado algo muy parecido a un terremoto que tenía su epicentro en la elegante Villa Lysis. Bajo la divisa que coronaba su imposta, dolori et amore sacrum, «consagrada al amor y al dolor», el barón Fersen discutía acaloradamente con Ignacio Cerio. El magnate, apresado en un frac de terciopelo cruzado por una banda tricolor y esmaltado de condecoraciones, sudaba copiosamente. A su espalda, con el rostro desencajado, Malaparte no dejaba de gritar consignas al teléfono que empuñaba como si fuera un arma de guerra. La marquesa Casati le contemplaba con la misma displicencia que parecía coagularse en los ojos de su leopardo domesticado. El animal bostezaba tendido sobre la alfombra, perfectamente inmune a los rugidos del commendattore fascista, mientras el notario Annicelli fumaba un cigarrillo tras otro, con su pistola sobre la mesa.

—¿No me diga que está pensando en suicidarse? —articuló la marquesa, con su habitual sorna fría, acariciando el grueso topacio azul que anillaba su índice.

El notario se masajeó su atribulada frente mirando al suelo.

—No es para menos, no es para menos… ¿Cómo ha podido sucedernos esto?

—Bueno, tampoco es para tanto, ¿no? Al fin y al cabo, dicen que el sarcófago es una obra de arte, una joya de valor excepcional, única en el mundo…

—Pero lo que nos importa es la momia, señora. ¡La momia! Y la maldita no aparece por ningún lado.

—No creo que se haya ido corriendo, aunque no sé… Viendo el paisanaje que le espera, tampoco me extrañaría. Ya aparecerá…

Aun sin participar de su conversación, el furibundo Malaparte rugió su contrapunto al teléfono.

—¡Tiene que aparecer ahora mismo! ¡Registrad toda la isla: el hospital donde estaba ingresado ese malnacido, el San Felice, y todos los hoteles! ¡Como no la encontréis os corto los cojones!

Un Hispano-Suiza color crema rebasó a toda velocidad las verjas de la villa. El doctor Messori remontó jadeando los siete peldaños que le separaban del porche.

—¡El barco del Duce acaba de atracar en la Marina Grande y no hay nadie para recibirle! —farfulló, temiendo la respuesta del barón Fersen, que le miraba atónito desde lo alto de la balaustrada—. Allá abajo solo está el cura y las cuatro cotorras de la Hermandad de las Damas Negras…

—¿Y el batallón de los escuadristas? ¿Dónde demonios se han metido esos patanes?

La indolente voz de la marquesa Casati llegó desde el fondo del salón como una lenta vaharada de opio. Era la única que parecía divertirse ante el descalabro:

—¿Es que ya no lo recuerdas, Jacques?… Curzio los ha enviado a poner patas arriba toda la isla.

—¡Pues que vayan los cantamañanas de la Legión Scyla! —bramó Fersen, que no acababa de enlazarse una pajarita con los colores de la enseña nacional—. ¡Yo bajo ya! ¡Y vosotros deberíais hacer lo mismo!

—¿Para qué? ¿Para que el Duce nos abofetee en público, delante de todos? —El notario había vuelto a coger su pistola, la contemplaba con una expresión desesperada—. Esto es el comienzo del fin, nunca nos lo perdonará.

Fersen comenzó a descender la escalinata como un fantasma, envuelto en la palidez cadavérica que desangraba su rostro. La ira de Malaparte le alcanzó desde lo alto.

—¡La responsabilidad es enteramente suya, Fersen! ¡Usted me impidió que reforzara la guardia a las puertas de la clínica Morgano!

El barón no se volvió. Tan pronto como llegó a la explanada donde le esperaba el Hispano-Suiza de Messori, se acomodó en el asiento posterior cruzando su chistera y sus guantes sobre sus rodillas.

—¡No espere comprensión por mi parte, ninguna indulgencia! ¡Yo he hecho mi trabajo! ¡Mis hombres han liberado la entrada de la Gruta Azul! —volvió a vociferar el capitán fascista—. ¡Si la momia no aparece esta misma mañana, puede darse por muerto!

Desde la parte baja de la isla comenzó a escucharse una música triunfal. La banda del conservatorio se aprestaba a recibir al Duce. Con el doctor Messori al volante, el Hispano-Suiza describió una agónica elipse sobre la rotonda de los sicomoros y abordó la carretera que bajaba al puerto. La expresión del barón Fersen era la de un condenado a quien, sin duda muy elegantemente, conducen al cadalso.