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JUNTO con Alejandría, Port-Said constituía en 1920 una de las dos ciudades de Egipto que mejor preservaban la impronta europea. Vista desde el mar, a la luz de poniente, parecía florecer ante ellos como una rosa de tinieblas cercada por los muros de sus mansiones coloniales y atravesada por los alminares de sus mezquitas. Cuando al fin consiguieron atracar, lo hicieron abriéndose paso entre los barcos de guerra que afirmaban el protectorado británico sobre el Delta. Nefertiti no podía encajar lo que estaba viendo, todo se le aparecía tan diferente a como lo había soñado. ¿Dónde estaba la guardia del palacio del Abanico de la Luz? ¿Dónde el gran pilono que había de celebrar su regreso? En su lugar, descubrió una estatua que nos hubiera dejado sin aliento, no tanto a ella, sino a nosotros. Nefertiti lo interpretó como una consumación de sus presentimientos.
—¿Qué nueva diosa reina sobre nuestra sagrada tierra, Ken? —preguntó, contemplando aquella figura colosal, cubierta con una túnica, que sostenía una antorcha petrificada en su brazo alzado.
El escocés sonrió para demostrarle que sus temores eran infundados.
—No es más que una alegoría moderna de Egipto, Ankhesa. Un homenaje de Francia a la grandeza de tu país.
—Te engañas, o quieres engañarme. Un nuevo imperio rige los destinos de los Nueve Arcos, y esa mujer es su emblema.
No le faltaba razón. Esa figura colosal que presidía la entrada a Port-Said, era ni más ni menos que la Estatua de la Libertad. ¿Una american lady entre minaretes? No, citemos su nombre real, aquel con el que fue bautizada: «Egipto portando la luz de Asia». En su día, el escultor Auguste Bartholdi realizó esta obra inspirada en los colosos de Abu Simbel, por encargo de Ismail Pachá, con motivo de la inauguración del canal de Suez. La efigie original se erigió aquí, en Port-Said, aunque no se mantuvo mucho tiempo en pie. Se vino abajo con el terremoto de 1929 y ya no volvió a ser reconstruida. Solo pervivió la copia que hoy se alza en la bocana del puerto de Nueva York, «La Libertad guiando al mundo», ajena a su origen egipcio y a todos sus misterios.
La Bella esperaba ser recibida por un cortejo de carros tirados por caballos empenachados. Tuvo que conformarse con un destartalado coche de punto, una «calesa del amor», donde Conway cargó su equipaje, mientras Gaetano ocupaba un segundo coche con la caja que contenía su momia. Habían dejado a Cerio maniatado y amordazado en su camarote. Su vida no corría peligro, no tardarían en encontrarlo. Ellos no podían detenerse. Cada minuto contaba. Urgieron al cochero para que les trasladara a la zona de los docks, al otro lado del canal. Atravesaron una escollera erizada de grúas entre montañas de carbón y chatarra, se adentraron en un derrubio dominado por una sucesión de prostíbulos diseminados en torno a una iglesia copta. Tumbas blancas a la luz de la luna, cafetines mugrientos iluminados por lámparas de querosén y atestados de moscas, grandes piezas de carne humeante, costillas y entrañas, crepitando en los asadores, polvo de ladrillo en el aire, y, en la plaza del mercado, un grupo de derviches con antorchas en las manos, ensayando una danza que los convertía en candeleros humanos mientras giraban y giraban jaleados por una muchedumbre andrajosa. Todo se fundía en un lienzo hecho jirones donde el tiempo cobraba otra dimensión. Ya no era el tiempo del calendario, se parecía más al de los sueños. Nefertiti no hacía pie en esa tierra que tanto había amado, no se reconocía en ella. Solo cuando la calesa se desvió hacia las afueras, cuando vino a abrazarla el viento seco del desierto, comenzó a respirar la densidad profunda del viejo Egipto.
En el distrito de los almacenes solo había uno que permanecía abierto, con un camión herrumbroso a la puerta. Un sudanés de piel casi malva de tan negra contaba los sacos que iban descargando. Conway le ofreció quinientas libras si les llevaba hasta El Cairo. El sudanés no se lo pensó. Tan pronto como se liberó de su estiba acomodó a la pareja en la cabina, ayudó a Gaetano con la caja y los equipajes, y enfiló la polvorienta ruta del sur.
El desierto blanco comenzaba a transformarse bajo la luna, que parecía complacerse en ver a una dama de alto rango embarcada en una expedición tan escasamente solemne. Al poco, tuvieron que detenerse porque la carretera había sido tomada por una manada de camellos errantes. Perros salvajes, de largos dientes y erizado pelaje, los vieron avanzar con los ojos encendidos de hambre y miedo. Ankhesa acabó rindiéndose al cansancio, su cabeza se deslizó sobre el hombro de Kenneth. Pese a las trepidaciones del camión, poco después dormía profundamente. La piel de su rostro, hasta su cuello, perlado de sudor, brillaba en la oscuridad de la cabina. Los palmerales quedaron atrás. A medida que se adentraban en aquel paisaje de desolación comenzó a invadirles el frío de la noche. El escocés la cubrió con su chaqueta. Aun dormida, ella se apretó un poco más contra su cuerpo.
El sudanés mordió la punta de un grueso cigarro y la escupió por la ventanilla. Murmuró algo parecido a hacer una parada para tomar un café.
—No, prefiero que duerma.
—Aún falta un buen trecho, effendi.
—Siga adelante.
El desierto se había transformado en una vasta provincia de la inmensidad. Su alma invisible respiraba una calma milenaria acechada, como dicen los árabes, por «besos de espinas». La Bella soñaba, y, dentro de su sueño, sus labios parecían desgranar palabras inaudibles.
Así continuaron hasta que, ya cerca del amanecer, el olor cenagoso de las aguas del Nilo comenzó a imponerse al del desierto. En las riberas se distinguían todavía las trazas del limo rojo que los campesinos utilizaban para fertilizar sus campos. La última crecida había sido generosa, propiciando que se desvaneciera el temor a un nuevo «año de hienas», el tiempo del hambre. Fue entonces cuando despertó Ankhesa, a la hora en que el sol aparece de repente por encima de las montañas de Arabia. Y entonces sí, la reina comenzó a reconocerse en aquel paisaje donde todo venía a recibirla, donde todo le hablaba, como un llamada.
—¡Kahira! —exclamó el sudanés, señalando un aura de luz dorada sobre las plantaciones—. ¡Ahí está El Cairo!
Nefertiti nunca la conoció por tal nombre. En su tiempo, la capital del Egipto contemporáneo no pasaba de ser un arrabal miserable a catorce kilómetros de la suntuosa Menfis, el verdadero epicentro de su mundo. Pero, a medida que se acercaban, como islas emergidas en un océano de arena, reconoció enseguida el perfil de las pirámides. Ankhesa cerró los ojos y volvió a abrirlos con una inspiración profunda.
—Míralas, ahí están las tres guardianas de los secretos del universo. Ellas velan la puerta por la que el faraón viaja a las estrellas. La misma por la que nosotros regresamos a nuestra casa.
—Y esta vez será para siempre, Ankhesa.
La reina no replicó. Silenciosamente, sus ojos se habían llenado de lágrimas.
Entraron en la ciudad por el bazar de las Especias, a la hora en que las voces de los muecines lanzaban la segunda oración entre un revuelo de palomas. Sí, al fin habían llegado. Al fin se abría ante ellos la ciudad blanca, la victoriosa, la eterna, la favorita de los sultanes y los jedives, la amante de todos los imperios se despertaba en medio de un creciente rumor de voces perezosas y a un tiempo estridentes, como el tintineo de los brazaletes de una odalisca. Por encima de cualquier forma de nostalgia, tal vez por la mujer que le acompañaba, a Kenneth Conway le invadió un sentimiento de poder. Se sentía dueño de todo aquello, Egipto le pertenecía. Su mirada se volvió tan aguda como la de un halcón, sus ojos erraban desde las cúpulas del Jan-Jalili a la ciudadela de Saladino. Lo que veía a oriente no era la fortaleza erigida por Napoleón, sino una herida abierta en su propio reino, al que regresaba como un monarca secreto, tras mil años de ausencia. En cada viraje evocaba una historia grandiosa, los templos, los colosos, las esfinges. Y siempre aquellas pirámides que absorbían toda su fascinación. Ejércitos de obreros trabajaron como hormigas durante generaciones, animados por un propósito sobrehumano. De las canteras de Tura y Asuán arrancaron uno a uno aquellos bloques ingentes, más de cincuenta millones de toneladas de piedra, que cortaron y cincelaron sin herramientas de hierro, y que transportaron sin vehículos con ruedas ni máquinas elevadoras de ninguna especie, para acabar edificando una civilización que no moriría jamás. Cuesta creer que fueran hombres como nosotros. Si lo fueron, se trataba de una raza de hombres de cuerpo frágil, pero de espíritu poderoso. Una raza que no tuvo en cuenta lo imposible.
Sin duda, fue ese estado de exaltación lo que le llevó a cometer aquella imprudencia. En lugar de elegir un hotel discreto, donde hubieran pasado desapercibidos, prefirió alojarse en el Karthoum, el mismo donde se hospedó en el tiempo de su última expedición, cinco años atrás. El portero, engalanado como un general a sus puertas, tardó en encajar lo que se presentó ante su elegante porche estilo art-decó. Un furgón desvencijado conducido por un sudanés harapiento, del que se apearon una pareja de europeos en las antípodas de los turistas de la agencia Cook, y uno más, con pinta de pirata, que no vaciló en llamarle a voces, Vieni qui, imperatore d’Abissinia!, para que le ayudara a bajar la caja que contenía la momia.
Conway tenía dinero, cinco mil libras inglesas, todo lo que había conseguido tras la venta de los escarabeos de oro, en Nápoles. Reservó un par de habitaciones para una noche, las mejores que estuvieran disponibles. El recepcionista le pidió su pasaporte mientras le ofrecía el libro de registro. El escocés vaciló, no quería dejar huellas. Deslizó un billete de diez libras entre las páginas en blanco. El recepcionista entendió.
—Perfecto, mister Stapleton —exclamó, impasible, tras leer el nombre falso que acababa de garabatear—, aquí tiene las llaves de la 201 y la 302. Espero que las encuentre plenamente satisfactorias.
Un par de mozos se estaban llevando la caja grande hacia el montacargas. Gaetano los detuvo agarrándoles por el faldón de sus libreas.
—¡Las manos fuera, mamelucos, el cofre duerme conmigo!
Subió el primero, y se encerró dentro. Solo quería dormir, «cien años y siete días más». Ankhesa también se caía de cansancio. Conway la sostenía, a la espera de que bajara el ascensor, cuando le detuvo una voz a su espalda.
—¡Por todos los demonios, viejo zorro, eres tú…!
Al volverse, el estupor le secó los labios. Reconoció al instante ese rostro de mejillas lisas, siempre como recién afeitadas, su ridículo bigotillo colonial, sus húmedos ojos destilados en jengibre, su cabeza de lagarto inglés desollado por el sol. Se trataba de Henry Mallowan, un colega con quien había trabajado en su última campaña egipcia, quien no vaciló en abrazarle efusivamente. A Kenneth no le venían las palabras. Mallowan cogió las manos de la reina por las muñecas.
—Vaya, vaya, al fin has conseguido tu sueño. Por lo que veo te has casado con una verdadera princesa de la XVIII dinastía —exclamó, sin saber lo que decía—. Milady, permítame decirle que me parece usted la encarnación viviente de la divina Nefertiti. —Y, sin reparar en el efecto de sus palabras, se volvió hacia su amigo—. No me lo digas, este es vuestro viaje de luna de miel.
—No se trata exactamente de eso, Henry… —articuló al fin Conway—. Ya te lo contaré mañana. Acabamos de llegar y estamos agotados…
—¿Cómo que estáis agotados? Eso puedo decirlo yo, colega —continuó el tipo, sin declinar su efervescencia—. Por si no lo sabías, yo sí que acabo de casarme. Y tengo a la novia esperándome en el comedor. Tenéis que conocerla. No valen excusas. Venga, venid conmigo y os la presento.
—Júrame que solo será un momento. Llevamos toda la noche sin dormir, de veras, necesitamos descansar.
—Está bien, está bien… —consintió el tal Mallowan, situándose en medio de la pareja y enlazándolos por los brazos—. Pero antes, decidme una cosa: ¿habéis leído alguna novela de Agatha Christie?