38

EL jeque y el resto de los invitados les esperaban al cabo de una vereda iluminada con antorchas bajo un dosel alzado junto al estanque, entre las palmeras. Leticia vestía un conjunto de lamé escotado y muy ajustado, inspirado en la Salomé de Alphonse Mucha. Se sentía radiante y no dejaba de reír escuchando las barbaridades que le proponía el viejo Balek. Las risas se cortaron en cuanto Ankhesa hizo su aparición. Tal vez lo hizo porque sabía que iba a enfrentarse a su rival, un arrebato de autoafirmación contra la angustia de quien se sabe rodeado de enemigos. El resultado de su decisión los dejó a todos con la boca abierta. Había elegido una túnica de seda flotante, de un dorado casi metálico, que realzaba su esbelta figura dejando al descubierto sus hombros desnudos. Un pequeño ureus de oro y lapislázuli abrazaba la negra cabellera que le caía recta y brillante como un velo. De su cuello pendía un ancho collar a juego con las ajorcas que simulaban dos serpientes enroscadas sobre sus brazos. Pero más que aquellos tesoros, recuperados de su ajuar funerario, era la irradiación de sus ojos, su porte al caminar, lo que la hicieron aparecer como una criatura de otro mundo. Balek Gamal, Fersen, Messori y hasta Gaetano, se incorporaron como si se dispusieran a recibir a una reina. Leticia permaneció sentada. Cuando Conway se acercó a besarla apenas segregó un murmullo.

—Qué bien viste tu mujer, no tengo palabras —y volviéndose hacia ella, añadió—: No me diga que todo lo que lleva encima es auténtico. No podría soportarlo.

—En ese caso, tenga —exclamó Ankhesa quitándose uno de sus anillos y ofreciéndoselo con una sonrisa tan elegante como su gesto—. Así, seguro que me soportará mejor.

La italiana entreabrió sus labios como si se hubiera quedado sin aire.

—¡Por Dios bendito, es una maravilla digna de Tifanny…! —exclamó, sin dejar de mirar el anillo mientras se lo ajustaba—. Veo una cabeza de león. ¿Qué significa?

—Es la imagen de Sekhmet, la leona que guarda el sueño del faraón.

—Pues no le quepa duda de que yo lo guardaré como un tesoro.

Las dos mujeres, aparentemente reconciliadas, aceptaron las copas que les ofrecía el jeque.

—¡Esto sí que es un tesoro! —exclamó Gaetano, entrechocando la suya con la que ya sostenía Conway—. ¡El verdadero vino de los faraones!

Messori parpadeó, casi temeroso.

—¿El vino de los faraones? Demonio, si es así, tiene que tener más de mil años. ¡Esto es veneno!

Ma que cosa brutta dice, dottore? —repuso el pescador—. Entre ayer y hoy me he trasegado tres botellas, y le aseguro que este jarabe resucita a un muerto.

—Se trata de un vino que elaboramos aquí según la fórmula ancestral —añadió Balek—. La mejor uva del oasis mezclada con dátiles, higos y granadas. Ya sabe lo que dice el proverbio: «En el agua puedes ver reflejado tu rostro, pero en el vino de Bahariya verás brillar tu alma». Tiene propiedades mágicas…

Parbleu! Eso hay que celebrarlo —pontificó Fersen elevando su copa—. ¡Que su magia nos abra las puertas del más allá!

Todos secundaron el brindis. El caíd sonrió exultante.

—Todo es poco para agasajar a mis ilustres invitados. —Y no bien lo dijo, sus manos esculpidas de sortijas se unieron en un par de sonoras palmadas—. ¡Girgis, Ismail, Ahmed! ¿A qué esperáis, perros sarnosos? ¡La cena se está enfriando!

Al punto aparecieron los tres sirvientes portando grandes bandejas rebosantes de viandas. Tanta largueza, sin embargo, solo definía una parte de la personalidad del jeque: daba por hecho que aquellos europeos pagarían generosamente sus derroches de magnanimidad.

La cena comenzó así, intercambiando trivialidades acerca de los platos, al tiempo que se aplicaban al obligado fingimiento de mostrarse como grandes amigos. Fersen empezó a contar cómo había conocido a Conway, y Messori resumió lo sustancial de su aventura. Gamal escuchaba con oídos atentos. O sea que allá, en una remota isla del Mediterráneo, aquel loco había descubierto una pista que les conduciría hasta la tumba de Nefertiti.

—… Entonces, ¿es cierto lo que cuentan tus compadres?

—Solo es una posibilidad —replicó el escocés—. No sabemos lo que descubriremos cuando comencemos a excavar.

—Y eso, ¿dónde será?

—No esperes que te lo revele a ti, rata del desierto. Pero si te sirve de consuelo, te diré que allá donde me dirijo no espero encontrar ningún tesoro.

—Naturalmente, monsieur, porque usted ya ha encontrado el suyo —intervino Messori, desviando una mirada hacia Ankhesa—. Y dígame, señorita, ¿usted también cree que el papiro de Caltagirone marca una pista fiable?

—No le quepa duda. La voz que habla en nuestros papiros pertenece a la lengua sagrada. Ellos nunca mienten.

Leticia, que no le quitaba los ojos de encima, volvió a medirse con ella.

—… O sea que también es una experta en jeroglíficos.

—Egipto es mi reino, mis primeras palabras las puso en mi boca el sabio Imhotep, el señor de la escritura.

—¡Pero qué original es usted! —La italiana segregó una sonrisa semiburlona—. Cada vez que habla me deja cabeza abajo. Y la verdad, perdóneme, nunca sé si habla en serio o en broma.

—Cuidado con lo que le dices, Leticia —le previno el doctor—, esta dama tiene la facultad de ver nuestras vidas anteriores. Yo me cuidaría mucho de ofenderla…

—No me ofende en absoluto, señor.

—Por favor, no ha sido esa mi intención. Faltaría más… —se justificó la italiana, acariciando su anillo—. Y en cuanto a mis posibles vidas anteriores, siento defraudarle, Messori, pero me interesan bastante menos que las futuras.

Fersen, que hasta ese momento escuchaba en silencio, clavó en Ankhesa sus pupilas de rapaz siempre al acecho.

—Qué interesante… O sea que usted tiene esa facultad. Quisiera saber qué ve en mí —insistió, uniendo sus manos bajo el mentón—. Hace mucho tiempo, cuando empezaba a apasionarme por Egipto, pero sin que ella supiera nada de esto, una zíngara me dijo que en una vida anterior yo había sido Akenatón… Ni más ni menos.

Il Dottore reprimió una carcajada, Leticia frunció sus labios sin disimular el desprecio que le inspiraba su marido. Pero Ankhesa aceptó el envite.

—¿De verdad quiere que se lo diga?

—No hay nada que desee más en este momento.

—Está bien, se lo diré —replicó ella, catalizando toda la expectación—. No, en una vida anterior usted no fue Akenatón, pero lleva su misma sangre.

—¿Su misma sangre? ¿Cómo puede ser eso?

Los ojos de Fersen brillaban como si contuvieran fuego en su interior, los de Ankhesa tenían una expresión sombría cuando volvió a hablar.

—… En una vida anterior usted fue Smenjkara, el hermanastro de Akenatón, fruto de la unión de su padre con una esposa secundaria, la princesa Hamutra.

El barón se sintió presa del vértigo.

—¡Por la Gran Pirámide, qué me está diciendo! ¡Yo ni siquiera sabía que Akenatón había tenido hermanos! —Su exaltación le llevó a contrastarlo con Conway, como si las palabras de aquella mujer le parecieran increíbles—. ¿Es cierto eso?

—Absolutamente. Tuvo al menos un hermano mayor, Tutmes, el príncipe heredero, pero falleció de forma prematura, o lo asesinaron. Y, en efecto, Smenjkara no solo fue uno de sus hermanastros. También ejerció como corregente durante los últimos años del reinado de Akenatón. Según parece se lo impusieron los sacerdotes de Tebas que acabaron deponiendo al apóstata. De hecho, el mismo nombre de Smenjkara ya anticipa el final de la herejía. Significa «El ka de Ra está firmemente establecido». Y eso que su madre, la princesa Hamutra, era de origen hebreo.

—¿De origen hebreo? ¡Eso es imposible! Los hebreos eran esclavos de los egipcios. ¡No podía haber entre ellos princesas emparentadas con la casa real!

—Recuerde a Moisés, signore —profirió Messori, con su sorna habitual—. Se salvó de la matanza en una barquichuela de papiro, y acabó seduciendo a la tórrida Rita Naldi[53].

El barón le fulminó con la mirada.

—¡Guárdate tus ironías, Baldassare! ¡Eso son leyendas!

—En absoluto, Fersen —continuó Conway—. Muchos faraones llevaban sangre hebrea en sus venas[54]. Nada del otro mundo, pues la madre de Akenatón, la reina Tiyi, tampoco tenía linaje real y era de origen asiático. En cuanto a la princesa Hamutra, una de las tablillas de Amarna asegura que vino de la tierra de Ysriar. El parecido de Ysriar con Israel resulta evidente. Esto convertiría a Smenjkara en hebreo indiscutible, pues, como saben, para el judaísmo son judíos los hijos de vientre judío. Algo que con las madres siempre es seguro, mientras que en los padres solo es presumible.

—Me deja de una pieza, Conway —exclamó el barón, hundiendo sus manos en los bolsillos como para aprisionarlas. Sabía que gesticulaba mucho, y detestaba esa manía—. Y en cuanto a usted, señorita, no sé si seguir preguntándole o…

—Te lo dije, Jacques —apostilló el doctor—. Siempre es mejor no preguntar, más aún en este caso. Puedes acabar la cena perfectamente momificado.

Todos rieron la ocurrencia, y el vino volvió a correr generosamente de copa en copa. Pero Fersen aún no tenía bastante.

—Entonces, dígame, lady Ankhesa, ¿a cuál de los dos Smenjkara ve en mí? —preguntó, aparentemente muy distendido, aunque su mano se veía crispada sobre su servilleta—. ¿Al discreto corregente judío… o al asesino de Akenatón?

—¿Al asesino de Akenatón? —se adelantó Leticia—. ¡Qué cosa más absurda! ¿De dónde te has sacado semejante disparate?

—No sé, será que yo también he visto algo en los ojos de nuestra invitada. Discúlpeme, madame, pero siento que me mira usted como si temiera algo de mí.

—¿No serás tú el que teme algo de ella?

Fersen había bebido demasiado, chasqueó la lengua arrastrado por las risas suscitadas por Messori. Ankhesa se mantuvo imperturbable, sin retirarle la mirada.

—Solo hay una manera de que lo sucedido ayer no vuelva a suceder mañana: renunciar al dominio, renunciar a la posesión, renunciar a todo.

—Sabia respuesta, pero no acabo de entenderla…

—Usted está en guerra, señor Fersen —continuó Ankhesa con su voz baja, levemente gastada—. Sí, usted está en guerra contra todo y contra todos, pero también contra sí mismo. Y eso es lo peor de su naturaleza.

Fersen se lamió los labios resecos, había empalidecido de aprensión.

—Kenneth le ha informado acerca de mis intenciones, ¿no es así? —exclamó ásperamente—. Cree que soy un loco codicioso obsesionado con encontrar la tumba de Akenatón y bien capaz de eliminar a quien intente impedírmelo. Si es eso lo que piensa —concluyó, ahogando una risa nerviosa—, no me conoce en absoluto.

—Lo conozco muy bien, señor Fersen: puedo ver la batalla que se libra en su alma. Usted quiere poseer aquello que cree que le pertenece. Ahora está pensando en tumbas y tesoros, ¿verdad? Pero no, no es eso…

—¿Qué otra cosa puede ser entonces? Dígamelo usted.

—Los objetos materiales solo son apariencias. Debajo de todo eso que tanto le fascina, usted guerrea desesperadamente para conquistar las cualidades ajenas impulsado por su vacío interior, por la violencia de su propia infelicidad. Lucha por apoderarse de los tesoros de la personalidad de quienes admira. Y lo hace hasta destruirlos. Pero, dígame, ¿qué otro final puede tener esa guerra salvo su propia destrucción?

Fersen, demudado, miró a su alrededor buscando ayuda. El tono de la velada había cambiado por completo, nadie se atrevía a sostenerle la mirada. En sus pómulos aparecieron unas manchas purpúreas, sus labios temblaban de ira.

—Está bien, se lo concedo: pienso que esta vida es una guerra perpetua. ¡Sí, una guerra perpetua del mundo contra mí! —exclamó, con una salida de tono que sorprendió a todos—. ¡No importa! ¡Yo sigo pagando! ¡Pagaré esta cena como he pagado este viaje, y sus excavaciones en Capri y aquí y en el mismo infierno, Conway! —añadió, volviéndose hacia él—. ¡Y también el maravilloso collar de su mujer! Porque, dígame, sí, dígame de dónde lo ha sacado. ¿De la tumba de Nefertiti? No me responda, me da igual. ¡Cuente conmigo! ¡Yo pagaré, seguiré pagando! Pero por cada libra que ponga sobre esta mesa, escúchenme todos… por cada libra que ponga sobre esta mesa, cierto, compraré un pedazo de su alma. Y quien no esté de acuerdo, que se levante y se vaya. ¡Vamos, váyanse todos si se atreven, déjenme solo! ¡Les apuesto lo que quieran a que sobreviviré!

Nadie se levantó, ni dijo una palabra. El barón cogió la botella y llenó todas las copas de una manera convulsa, como si les estuviera golpeando a ellos con cada golpe de vino. Luego se puso en pie, un poco tambaleante, y alzó la suya.

—¡Brindo por la mujer de Kenneth Conway, por su belleza y por su sabiduría, que se me antoja aún más deslumbrante! ¡Me recuerda usted a las grandes reinas de Egipto: Tiyi, Nefertiti, Cleopatra, Hatsepsut! ¡Brindo por esa estirpe de mujeres excepcionales que se han reencarnado en usted, aquí y ahora!

Apenas vació su copa, giró una mirada desabrida alrededor de la mesa.

—… Y ustedes, ¿qué ven en mí? ¡Vamos, atrévanse a decir lo que piensan! —continuó, dando un golpe seco con la botella sobre el mantel—. Ven a un hombre sin alma y sin escrúpulos, ¿no es cierto? Un plutócrata degenerado, un depravado, un invertido. ¡Sí, yo también me acuerdo de todo lo que fui en mis vidas anteriores, pero sobre todo en esta! ¡Recuerdo perfectamente cómo tuve que arrastrarme para conseguir mi primera moneda, cómo me expulsaron de Francia y cómo me recibieron en Italia! ¡Siempre con el desprecio por delante! ¡Solo mi dinero me ha salvado! ¡Solo el dinero me ha permitido ser el que de verdad soy! ¡Igual que ahora! ¿Me acusan de traficar con fosgeno? Bien, les diré por qué lo hago: con el gas de la muerte compro mi dignidad. ¡Sí, mi dignidad! No me siento culpable, señores. No soy yo quien dirige los ejércitos, ni quien decide declarar guerra alguna. Ni siquiera los políticos, ni los reyes, ni los militares. Es la humanidad misma la que fermenta el huevo de la serpiente. Siempre ocurre igual. De pronto, todo el mundo desea una purga, una masacre, un holocausto. Porque los que van a la guerra no son los países, sino los hombres. Es como la sal. Si has probado una comida con sal después la necesitas toda tu vida. ¿Lo comprenden? La sal de este tiempo es el fosgeno, todos los países lo codician para exterminarse ciegamente. Yo me limito a hacer lo que haría cualquier otro en mi situación. No me miren como a un criminal. Solo soy un superviviente, igual que ustedes.

Y tras ese alegato descompuesto, su voz recobró el tono altivo y desafiante del comienzo. Sin ser consciente de ello, se estaba transmutando en Smenjkara.

—Bien, ¡aquí está el otro Fersen! —exclamó, con un ademán que barrió la mesa como un zarpazo—. ¡Ha penetrado en el corazón del miserable desclasado que soñaba con los príncipes de Egipto! ¡Al fin se ha reencarnado en el elegido de Atón! ¡Y ambos, el gusano y el dios, se han fundido en un solo hombre, en un solo cuerpo, en una sola alma! ¡En el alma de un gran faraón con sangre judía en sus venas! ¡Brindo por usted, lady Ankhesa! Ha visto lo que nadie sabe de mí —concluyó, hundiendo en ella sus ojos desquiciados, ignorando a los demás, como si estuvieran solos ella y él—. ¡En efecto, soy de ascendencia judía! ¡Sí, soy un maldito perro judío! ¡Como usted, Messori, y también como tú, Leticia! ¡…Y pensar que solo te has casado conmigo porque creías que por mis venas corría sangre azul!

Una vez hecha esta confesión, Fersen, el judío, el apestado, el maldito, se echó a reír violentamente, rebosando una amargura insoportable.

—Cálmate, Jacques —le instó la italiana con frialdad—. Has perdido los papeles.

—¿Y qué? —aulló el barón—. ¿No puedo decir lo que pienso? ¡No somos unos extraños, después de todo! Si no puedo decirles a ustedes lo que soy y lo que siento, ¿a quién voy a decírselo? ¿A los beduinos?

Con la misma rabia con que lo dijo, arrojó su servilleta sobre la mesa y se retiró hacia la parte oscura del palmeral. El silencio se mantuvo hasta que Leticia volvió a hablar.

—Les pido disculpas en su nombre… No hay que tomarle en serio, créanme. Cuando bebe demasiado se pone insoportable, pero se le pasará enseguida.

No fue así, Fersen no regresó. La noche se hizo más profunda alrededor del oasis. Las antorchas alzaban su recta llama en el aire denso, inmóvil. Cerca de la mesa uno de los criados soplaba un hornillo de carbón preparando el café. Bastó un gesto del jeque para que comenzara a servirlo. Ankhesa prefirió no tomarlo, aquel enfrentamiento parecía haberla afectado tanto como al barón.

—… Creo que voy a retirarme, estoy muy cansada —exclamó, poniéndose en pie—. ¿Vienes, Ken?

—Enseguida, en cuanto me tome el café.

—No tardes, te estaré esperando.

La reina se retiró hacia la torre. Su túnica flotaba mecida por la brisa, sus pasos no parecían tocar el suelo, como si más que una mujer fuera un espíritu quien se alejaba.

—Bueno, cuando el acero choca con el acero es lógico que salte alguna centella —articuló Messori buscando minimizar el incidente—. No podemos comportarnos siempre como ángeles, ya me comprenden… Olvidemos este episodio y, en fin, ¿no les parece que deberíamos establecer un programa para mañana?

Un gesto incisivo por parte de Leticia precedió a sus palabras.

—Está claro que tenemos que movernos de aquí, ¿no? A estas alturas, Malaparte y sus camisas negras deben estar buscándonos por todo Luxor.

—Y es muy capaz de haber seducido a la reina del crimen para que le ayude —ironizó il Dottore—. Recuerden, la señora Christie nos esperaba allá con su marido, el arqueólogo. ¿Han leído El misterioso caso Styles? Esa dama posee una capacidad deductiva sencillamente escalofriante…

Conway prendió un cigarrillo en una de las velas.

—Eso no es lo que más me preocupa ahora. No hemos dejado pistas, no pueden imaginar que nos encontramos aquí.

—Yo no estaría tan seguro, escocés —se revolvió el jeque—. Antes de que amanezca saldrán dos caravanas hacia el sur. Estos beduinos tienen cien ojos, lo han visto todo. Si se cruzan con la comitiva de ese sátrapa y les pone una moneda sobre la joroba del último camello, su lengua se soltará… y llegará hasta tu pescuezo.

—Descuida, Balek, ya contaba con eso —repuso Conway con toda tranquilidad—. Mañana, tú y cinco de tus hombres partiréis con nosotros.

—¿Cómo? ¿Y a qué viene eso ahora?

—No puedo arriesgarme a que Malaparte te compre también a ti. ¿Me comprendes? Sí, seguro que me comprendes.

Lejos de incomodarse, el caíd segregó una sonrisa pérfida:

—¿De qué suma estamos hablando?

—Cinco mil libras egipcias y ni un céntimo más.

Ante cualquier otro, Balek hubiera regateado hasta sangrarle su última moneda. Con Conway sabía que sería en vano.

—Está bien —rezongó, repicando sus dedos cuajados de sortijas—. Abusas de mí porque soy tu hermano. Pero has de saber que por cinco mil libras… Porque has dicho cinco mil libras, ¿verdad? —Sus ojos, pequeños y rehundidos, relumbraron de codicia—. Por cinco mil libras yo no vendería ni a la más piojosa y desdentada de mis circasianas.

Mentía, como siempre. Conway y él sabían que por esa cantidad le hubiera vendido a su propia madre.

—Entonces, insisto —continuó Messori—, ¿salimos mañana hacia Amarna?

—Olvídese de Amarna, doctor. Mañana salimos, pero nadie sabrá hacia dónde hasta que estemos bien lejos de este oasis. ¿Queda claro?

Nadie preguntó por qué, sobraban las explicaciones: allá nadie se fiaba de nadie.

Ya se estaban retirando cuando Leticia, que se había quedado atrás, tomó a Kenneth por el brazo.

—¿Qué pasa, Ken, por qué me evitas? No me has dirigido ni una mirada en toda la noche y creo que me debes una explicación.

Al fin Conway la miró, pero no con la mirada que ella esperaba.

—No te debo nada, Leticia. Lo nuestro acabó cuando te fuiste. Ese era el pacto.

—Los pactos están hechos para romperlos.

—¿Lo dices por tu boda con Fersen?

El rostro de la italiana se crispó en un gesto altivo. No podía soportar que la despreciase de esa manera el único hombre que le importaba.

—Maldita sea, Ken, sabes que te quiero y que lo mío ha sido un matrimonio de conveniencia. Igual que el tuyo con esa egipcia —insistió en un murmullo tenso, desafiante—. A mí no puedes engañarme. Tú la estás utilizando igual que yo a Jacques. La estás utilizando para que te lleve hasta la tumba de tus sueños. Pero si me abandonas, escúchame bien, si me abandonas el muerto serás tú.

—No sabes lo que dices, no sabes nada… Pero yo no te debo explicaciones. Piensa lo que quieras, Leticia Cerio. A mí ya solo me das lástima. Anda, vete a dormir con tu barón. Hablaremos mañana.

Habían llegado a las puertas del monasterio. Antes de cruzarlas la italiana se echó el pelo hacia atrás, soberbia y herida. Su voz se redujo a un hosco susurro:

—Mañana te mataré, te juro que te mataré.

No hubo más palabras. Leticia tomó la escalera que conducía al ala oeste del antiguo eremitorio y desapareció sin volverse, para que no la viera llorar.

Kenneth se encontró a Ankhesa recostada sobre su catre, con los ojos fijos en el cabo de vela que iluminaba la estancia.

—¿Crees que lo sabe?

—No, ni ella ni él. No saben nada.

—Es igual, los dos actúan movidos por esa fuerza oscura que los ha traído hasta aquí. Y, sin embargo, ella me da más miedo que él.

—¿Estás segura de lo que has visto en Fersen?

—Lo vi desde el primer día, Ken. Se trata de Smenjkara, el de la sangre impura, el mismo que urdió la conjura contra ti y contra mí, cuando los sacerdotes de Tebas decidieron oscurecer para siempre la luz de Atón. Primero eliminó a Tutmes, el hermano mayor de Akenatón, y luego… Luego acabó con nosotros. Ahora intentará lo mismo. No le creas jamás, viene para eso.

Conway respiraba hondamente. Ankhesa le miraba con expresión sombría, torturada por un funesto presagio.

—Ella y él se han unido igual que entonces, sin amor, sin esperanza, sin consuelo. Solo les une el odio, el odio y el despecho. Él codicia lo que tienes, pero esa mujer, Kya, Leticia o como se llame, te desea a ti por encima de todas las cosas. Y tú también sientes algo por ella. Lo sé, Ken, lo sé…

—Todo lo que siento por ella murió cuando tú apareciste —repuso este avanzando hasta el ventanuco sin cuidarse de que, así, le volvía la espalda—. Entonces yo no sabía quién soy. Ahora todo es diferente. Ni él ni ella tienen ningún poder sobre nosotros. Dentro de unos días, cuando el papiro acabe de revelarme el lugar que buscamos, nos libraremos de ellos para siempre. Ya lo verás…

Ankhesa deslizó sus dedos sobre la vela. La oscuridad cobró la densidad de un conjuro.

—Nada es para siempre, Ken, nada. Hay historias que no tienen final.