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NINGUNO de ellos dio un paso atrás. Los efluvios gaseosos que subían de la profundidad del pozo continuaban expandiéndose a ras de suelo. Nadie parecía reparar en ellos. Mientras la máquina Lewishon comenzaba a bombear la sangre de Ankhesa hacia el corazón de Akenatón, Crowley extendió sus manos sobre sus cabezas y se dispuso a entonar el Canto de resurrección compuesto por el faraón místico cuando ya sabía que la muerte estaba cerca de él y de su amada Nefertiti.

Ojalá pueda respirar mañana el dulce hálito que viene de tu boca, y volver a contemplar tu rostro, Bella entre las bellas. Ojalá puedas extender hacia mí tus brazos, trayendo tu potencia espiritual, para que yo renazca a la vida junto a ti. Ojalá puedas llamarme por mi nombre para la eternidad, tú que eres la que siempre camina junto a mí. Escucha cómo te celebran los dioses: Ya está aquí la divina Nefertiti, ya podemos decir «la Bella ha llegado». Que tu sangre inunde mis venas y que el soplo de tu aliento despierte mi corazón. Allá donde me encuentre, reclinaré mi cabeza en tu seno.

Aquellas palabras habían sido escritas tres mil años atrás. Pero ni el tiempo transcurrido ni el horror de aquella escena conseguían atenuar su conmovedora belleza. Crowley continuaba entonando su canto. Mezclaba la plegaria sagrada con las fórmulas extraídas de los papiros de Caltagirone, mientras las miradas de todos se fijaban en los dos cuerpos tendidos sobre las mesas de alabastro. Lentamente, la luna de Heb-Sed fue cubriendo sus rostros con un velo de lívida blancura. Pasó así un tiempo sin tiempo, un tiempo de tinieblas donde solo se escuchaba la voz rota del mago y el sincopado bombeo de la máquina Lewishon.

Los fascistas de Malaparte y los cinco ingleses contemplaban la escena como si aquella mixtura de opio y etileno que flotaba en el aire de la cripta les hubiera sumido en un estado hipnótico, cerca de lo alucinatorio. Sí, puede que fuera un efecto del opio, pero el prodigio se manifestó ante todos ellos por igual y con la misma intensidad. Cuando esa luz de luna alcanzó su pecho, la piel reseca que cubría la momia de Akenatón comenzó a tintarse de una pátina translúcida bajo la que se advertía un tejido de vasos que ganaban forma y volumen, y, dentro de ellos, latido a latido, el lento fluir de una tenue circulación sanguínea.

En eso, uno de los escuadristas, el que estaba más cerca del túnel, se desplomó como un peso muerto. La causa no era lo que veía, sino lo que estaba respirando. Crowley no detuvo su invocación. Dos de sus hombres acudieron a recoger al caído cubriéndose la boca y la nariz. El gas que subía de las profundidades lo hacía en vaharadas cada vez más densas. Pero ya no era solo eso.

—¡Mirad arriba! —exclamó Leticia, señalando los respiraderos de la imposta—. ¡El gas también se está filtrando desde el piso superior! ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo!

—¿Y abortar el ritual que ya hemos iniciado? —Fersen respondió desde la imperturbabilidad que otorga la locura—. No, ya no podemos detenernos. Además, el gas no nos hará nada: nuestros dioses nos protegen.

Leticia se revolvió, fuera de sí:

—¿Pero qué estás diciendo, imbécil? ¡Estamos a veinte metros bajo tierra! ¡Si no nos ponemos a salvo todos pereceremos, igual que entonces!

Se refería a la venganza de Nefertiti. Tres mil años atrás, al constatar que habían asesinado a su esposo, la reina los recluyó en una cripta de su palacio. Las aguas del Nilo, las lágrimas de Atón, acabaron con todos ellos. La profecía vaticinaba que, en este tiempo, sería el «aliento de Atón» quien cumpliría su venganza. ¿Y qué otra cosa podía ser el «aliento de Atón» sino ese vapor verdoso que fluía por todos sus canales de ventilación, inexorable, como un castigo bíblico? Los fascistas ya no ocultaban su desasosiego. Malaparte fue el primero en rebelarse.

—No sé de dónde viene esa peste, pero la farsa ha llegado demasiado lejos —exclamó, dirigiéndose a sus hombres—. Esto puede saltar por los aires en cualquier momento. ¡Vamos, deprisa, apagad las lámparas y todos fuera!

Los dos escuadristas que encañonaban a Lawrence no pudieron impedirle hablar:

—¿No es eso lo que buscabas, miserable? Tú mismo nos lo dijiste. Sabías que debajo de esta ciudad había un inmenso yacimiento de fosgeno y lo querías todo para tu guerra. Pues muy bien, ahí lo tienes… ¡Trágatelo todo, es para ti!

Malaparte palideció de ira. Parecía vacilar entre vengar su insolencia o emprender la fuga. Su orgullo pudo más que su cordura. Detestaba a aquellos ingleses, no les iba a conceder el privilegio de verle huir como un cobarde. Su mirada desquiciada se hundió en la de su rival con un gesto desafiante.

—Tú lo has dicho, inglés, estamos en guerra. Y, pensándolo bien, tú te mereces una muerte lenta. ¿Ves este cuchillo? —Y, al tiempo que lo deslizaba por su yugular, segregó una áspera sonrisa—. Antes de salir de aquí, y aunque sea lo último que haga, te voy a abrir en canal desde los cojones hasta la nuez.

Lawrence no se inmutó.

—Yo que tú me guardaría esa sonrisa para el verdugo, la vas a necesitar.

Los fascistas habían comenzado a apagar las lámparas. Solo una permaneció encendida, la del altar que centraba el ritual, donde la máquina seguía bombeando la sangre de Ankhesa hasta el corazón de Akenatón.

Absorto en su delirio, Crowley se había prosternado ante la momia del faraón casi hasta rozar sus oídos, como si le estuviera susurrando la última clave de la vida.

Entonces, despacio, muy despacio, con una lentitud infinita, Akenatón alzó una mano. La descarnada mano de un cadáver. Sus sarmentosas falanges quedaron suspendidas del aire entre girones de vendas, en un gesto que parecía suplicar ayuda. La luna de Heb-Sed cubrió con su halo a los dos. Y, como imantada por su muda llamada, Ankhesa también comenzó a incorporarse. Solo fue un instante, el tiempo que tardó en volver a rendirse al sueño del opio. Pero, en ese instante, Conway advirtió que sus ojos le buscaban. Su reina le miraba desde lo más profundo de su noche, desde un abismo de angustia. Invadido por una fuerza nueva se abalanzó hacia ella y ya nadie pudo detenerle.

—¡Despierta, Ankhesa! ¡Por lo que más quieras, tienes que despertar!

Solo pudo abrazar un cuerpo que se desvanecía por momentos, mientras, a su lado, la momia de Akenatón continuaba enderezándose a golpes de sangre. Su rostro era el de un ser de tres mil años que regresaba a la vida, un amasijo espeluznante de venas y cartílagos, con las cuencas de sus ojos vacías, supurando regueros de natrón que se deslizaban como arena por su nariz y por su boca. Solo Crowley parecía inmune a aquel vendaval de horror. Se volvió hacia sus testigos con una sonrisa triunfal.

—¿Lo ven, lo están viendo…? ¡He vencido a la muerte! ¡Akenatón regresa de entre los muertos! ¡Ahora le reconocerá a usted, Fersen, su alma se fundirá con la suya…!

—¡Y seré dueño de todos los misterios! —exclamó el barón poniéndose de pie con los brazos en alto—. ¡Al fin se abrirán ante mí las Puertas de la Eternidad!

El gas que fluía por todos los vomitorios de la cripta se espesaba sobre las losas formando una nube de tres palmos de altura. Cerio fue el siguiente en desplomarse. Leticia, desesperada, cayó de rodillas junto al cuerpo de su padre.

—¡Es la maldición! ¡La maldición se ha cumplido!

Los escuadristas acabaron por rendirse al pánico. Uno tras otro arrojaron sus armas y echaron a correr escaleras arriba. Messori clavó sus ojos en Crowley. Conocía los efectos del fosgeno. No quería morir abrasado por dentro, en una agonía atroz.

—Tranquilícese, doctor, esta solo es la última prueba de los elegidos —insistió el mago con una voz tan serena que resultaba terrorífica—. Y ya falta poco…

Messori retrocedió unos pasos, sin atreverse a darle la espalda. Entonces fue Fersen quien le detuvo.

—Ya has oído al maestro, Baldassare —le dijo, apuntándole con su revólver—. Vuelve a la máquina, vamos.

Lawrence aprovechó ese momento de vacilación para coger uno de los fusiles abandonados por los fascistas en su huida. En un instante, la situación varió por completo. Malaparte ya no contaba con su guardia, y ahora era él quien se veía encañonado por su enemigo. Lejos de claudicar, aferró su cuchillo y comenzó a avanzar hacia él, decidido a morir matando. Lawrence amartilló el percutor.

—Si das un paso más, te juro que dispararé.

Los ojos de Malaparte se convirtieron en una línea de fuego, parecían los de un animal salvaje a punto de saltar sobre su presa. El inglés no quería disparar, nunca mataría a un hombre a sangre fría, y él lo sabía.

—No te atreverás, maricón de mierda —le desafió, dando un paso más hacia él, volteando su cuchillo—. Vamos, dispara su tienes agallas.

La primera bala casi le voló la parte superior del cráneo, la segunda le atravesó la garganta. El rostro de Malaparte se coaguló en una expresión atónita mientras caía, ya sin poder contener el vómito de sangre que saltó de su boca.

Sin embargo, ninguno de aquellos dos disparos había salido del fusil de Lawrence.

Cuando Malaparte acabó de derrumbarse, presenciaron una escena insólita: los fascistas que habían huido escaleras arriba regresaban con las manos en alto. Y, al cabo de todos ellos, Balek Gamal enarbolaba su espingarda como un cazador orgulloso de la presa que acababa de cobrarse. La pistola de Fersen cayó por sí misma. Solo Crowley permaneció ajeno a todo junto a la momia de Akenatón, salmodiando sus invocaciones como en éxtasis, con los brazos en cruz y los ojos cerrados, mientras el gas le subía ya por encima de la cintura.

—¡Vamos, deprisa! —exclamó el jeque dirigiéndose a los ingleses—. ¡Este vapor del demonio es peor que la pólvora! ¡Un chispazo más y nos vamos todos al infierno!

—¿Y vosotros, cómo es que no habéis venido antes? ¡Qué poca seriedad! ¡Mil millas gateando por el intestino de una vaca, respirando los efluvios de Satanás, y ahora este faraón putrefacto! ¡Necesitaré arrasar todas las jabonerías de Berkeley Square para quitarme de encima este hedor de momias enlatadas!

La airada vocecilla de Auden, su tono insolente, solo podía obedecer al estado de shock. Gamal le empujó hacia la puerta. Mallowan no necesitó que se lo repitiera. Cogió a su esposa de la mano decidido a escapar de aquella tumba.

—Espera —le paró lady Agatha—, no podemos irnos sin ellos…

En su precipitación se habían olvidado de Kenneth y Ankhesa. El escocés intentaba reanimarla, pero no respondía. Tuvo que ser Lawrence quien lo hiciera. Avanzó decididamente hacia ella y le arrancó el catéter que la conectaba con la momia de Akenatón. Los ojos de su reina se entreabrieron, pero solo fue un instante. Inerme, volvió a desvanecerse. Cuando Conway la cogió en sus brazos, desde la mesa contigua se alzó una imprecación desesperada.

—¡¡¡Nooooo!!!

Era Crowley quien gritaba. Al dejar de recibir la sangre de Nefertiti, el cuerpo de Akenatón había comenzado a desmoronarse. La vida le abandonaba por momentos, todo estaba perdido, el ritual de resurrección había fracasado.

Al ver que Conway ya corría hacia ellos, Lawrence y lady Agatha siguieron a Gamal escaleras arriba. Ni Fersen ni Crowley se movieron de donde estaban, igual que los fascistas reducidos por los beduinos, como si aceptaran aquella sentencia de muerte. Tres mil años atrás todos ellos habían perecido en una cripta semejante, engullidos por las aguas del Nilo. Ahora sería el aliento de Atón quien dictaría su justicia. Tal vez en aquel tiempo hubo un hombre que intentó escapar. Igual que entonces, Messori se revolvió con la furia de Perennefer, buscando desesperadamente una vía de escape. La bruma lo cegó, sus zapatos ortopédicos le hicieron trastabillar. Y sin saber qué le estaba sucediendo, cayó por el túnel de ventilación arrebatado por un grito espeluznante, como si se hundiera en la boca del infierno.

El resto de los beduinos ya estaban arriba, con Balek Gamal y los cuatro ingleses. Solo quedaban dos, guardando la escalera hacia la que corría Conway cargando el cuerpo de Ankhesa desvanecida en sus brazos. Así se abrazaban también los gases que continuaban condensándose por toda la cripta. Los efluvios de etileno, más ligeros, flotaban sobre las emanaciones de fosgeno que subían del pozo. Apenas mediaban un par de palmos entre la capa superior de la nube y la única lámpara de petróleo que permanecía encendida sobre la momia de Akenatón. La Casa de los Millones de Años amenazaba con saltar por los aires y hundirse para siempre en un instante. Cuando Conway ya se disponía a cruzar el último umbral, solo entonces, sintió que una mano se aferraba a su brazo. Se trataba de una mano de mujer. Era Leticia.

—Te lo suplico, Ken, no me dejes aquí… Llévame contigo.

El escocés no pudo soportar aquella mirada. No solo había desesperación, también había amor. Un amor enfermo, letal, pero verdadero. Y él lo sabía.

—Una vez me amaste, Kenneth Conway. Me amaste con todo tu corazón, igual que yo a ti. Todo lo he hecho por eso, por todo lo que te quiero —repitió la italiana, con aquella voz ahogada por una desolación infinita—. No puedes condenarme a morir así.

Los ojos de Conway la miraban pero ya no la veían. No, ya no veían aquello que ella más deseaba, lo único que hubiera podido salvarle.

—Mi corazón todavía supura tu veneno, Leticia Cerio —exclamó al fin, con una voz fría como la muerte—. Tú me mataste primero.