39
ANTES de que amaneciera, los hombres de Balek Gamal se habían encargado de disponerlo todo. Junto al Dodge de Cerio se alineaba un desconchado Ford Truck provisto de un tanque de gas que ocupaba la mitad de su carcasa. Atrás, cubiertos por una lona, se amontonaban todos los pertrechos necesarios para una excavación: sogas, linternas, puntales, picos y palas. Fersen aguardaba sentado sobre su maleta con las manos hundidas en los bolsillos. Cuando Conway llegó hasta él, se puso de pie como impulsado por un resorte. Estaba muy avergonzado.
—… Anoche perdí la cabeza, me pasa cuando bebo demasiado. Usted es un hombre, tiene que comprenderme… Le doy mi palabra de que no volverá a suceder.
Conway cargó su equipaje sin detenerse.
—Está bien, queda disculpado.
—¿… Y su esposa, me disculpará también? —antes de que el escocés pudiera responder, añadió—: Tengo intención de hacerle un pequeño regalo para compensar mi bochornosa conducta.
—No es necesario.
—Para mí sí, lo hago por mí. Su mujer es maravillosa, tiene un don especial…
—Por mi parte no hay problema, hable con ella.
—Aquí está, ya viene…
Fersen, muy turbado, se plantó delante de Ankhesa y, levantando respetuosamente su panamá, le ofreció un pequeño envoltorio.
—Acéptemelo, lady Ankhesa, no por lo que vale, sino como un tributo a su clarividencia. Sus confidencias me trastornaron por completo. No he podido dormir en toda la noche pensando en lo que me dijo. Deme una oportunidad, quiero cambiar, quiero que seamos amigos…
Ante ella hablaba atropelladamente, su voz parecía gemir. Ankhesa aceptó el regalo sin mirarlo.
—Además, estoy en deuda con usted por el detalle que tuvo con mi mujer.
—No me debe nada, señor Fersen.
—Ábralo, por favor…
Fue lo que hizo, casi a su pesar. Apareció una ajorca de oro macizo sobre la que se dibujaba un árbol coronado por dos águilas con las alas desplegadas.
—¡Sen y Senet! —exclamó la reina—, los dos hermanos reales proclamando su unión sobre el árbol de Osiris, el Dyed.
—Sabía que lo reconocería nada más verlo.
—Es precioso…
—Lo será todavía más cuando luzca en su brazo.
Ankhesa se la ajustó en su muñeca como quien firma un tratado de paz del que no espera nada salvo la continuación de una guerra eterna. Pese a la frialdad de su gesto, aquello era más de lo que Leticia podía soportar. Había aparecido justo entonces, en el momento en que Fersen tomaba la mano de Ankhesa para besarla. La italiana cruzó ante los dos, como si no los viera, y se encaramó al Ford para dejar claro que prefería la compañía de los peones a la suya. Algo que Balek Gamal celebró echando atrás las alas de su keffiyah y corriendo tras ella, para ubicarla a su lado, en el asiento delantero.
Ya estaban todos a bordo, con los motores en marcha, pero faltaba un hombre. ¿Dónde se había metido Gaetano? Lo encontraron dormido en los brazos de una de las circasianas del jeque, con una sonrisa de oreja a oreja en sus labios y una botella de vino hundida en la arena. Conway no tuvo piedad. Lo despertó arrojándole un cubo de agua en pleno rostro. Un minuto y cien juramentos después, ya estaba cargando la caja que contenía la momia de Nefertiti en el Ford, y a punto estuvo de cargar también a la bella circasiana.
—¿Qué lleva ahí? —preguntó Fersen, siempre vigilante.
—Tres hombres muertos y un fantasma sin cabeza, signore —repuso el pirata, frotándose el aro de oro que pendía de su oreja—. Todo lo que necesito para comerme el mundo, si las mujeres no acaban antes conmigo.
—Antes acabaré yo si no me pagas por esta —le cortó el jeque, asomando su látigo por la ventanilla—. Una noche, cien libras.
—¿Cuánto dice?
—¡Cien libras!
—¡Anda ya viejo babuino, el amor no tiene precio!
El jeque chasqueó el látigo sin alcanzarle mientras la circasiana le lanzaba un beso dando un salto atrás, para apartarse del abanico de arena que proyectó el Ford al arrancar. Volvían a ponerse en camino, la aventura recomenzaba desierto adentro, hacia esas montañas que cerraban el horizonte afiladas por los primeros rayos del sol, como un hierro al rojo vivo.
A muchas millas de allá, en Luxor, las flotillas de vapores y falúas de velas triangulares se alineaban ya sobre el embarcadero del templo de Karnak. Por la Corniche que conducía a la avenida de las esfinges avanzaban las calesas llenas de turistas de alto rango. Los caballeros, con chaqueta, chaleco y canotier, sudaban como demonios apresados por sus cuellos duros. Asfixiadas dentro de sus corsés de cintura de avispa, las distinguidas damas que les acompañaban se cubrían con sombreros de plumas de marabú y parasoles de muselina, mientras sus faldas levantaban a su paso el polvo sagrado. Entre tanto, en un discreto salón del Winter Palace, el desayuno señaló el comienzo de un día difícil para una señora de cabellera prerrafaelista y mejillas de piel de cebolla que respondía al nombre de Agatha Christie. Era la segunda vez que le servían los huevos del desayuno fritos por ambos lados.
—¿Te olvidaste de advertírselo al cocinero, querido?
—No, te juro que no me olvidé —repuso su joven marido, el arqueólogo Max Mallowan—. Lo recuerdo perfectamente… Se lo dije en inglés y en egipcio medio.
—Pues ojalá nos los hubiera traído medio crudos. Esto es una barbaridad propia de una nación de mamelucos.
—Siento corregirla, madame…, pero se trata de una costumbre yanqui —intervino entonces el circunspecto personaje que les acompañaba—. Tengo entendido que la trajeron los capitanes de los vapores que surcan el Nilo. Como seguramente sabrá, son los desechos de la flota que surcaba el Mississippi.
—Bah, me da igual de dónde vengan los huevos, los vapores y todo lo demás —concluyó la dama, dirigiendo una mirada conmiserativa a su esposo, quien, como era su costumbre, ya estaba en plena deglución—. Lo importante es que por fin usted haya podido reunirse con nosotros, mister Lawrence. No sabe cuánto lo celebro…
El escritor elevó su malta seco en un gesto de reconocimiento que, para nosotros, tendría la forma de un interrogante. ¿Qué hacía D.H. Lawrence en Luxor?
Parte de la respuesta nos llevará hasta el viejo bazar de las Cien Puertas, donde otro ciudadano británico no menos peculiar, el poeta Wystan Auden, vigilaba los movimientos de un italiano de pelo aplastado y aspecto militar. Curzio Malaparte y sus escuadristas habían llegado a la ciudad de Amón la noche anterior. A esa hora dos de ellos montaban guardia a las puertas del Winter Palace. Malaparte y tres más rastreaban las calles, abriéndose paso entre el bullicio de la multitud, como podencos a la caza de su presa. Por supuesto, tan pronto como localizaron a Christie y Mallowan en el hotel, les sometieron a un discreto interrogatorio. La pareja no sabía nada acerca de Conway. Su ausencia les sorprendía y les inquietaba tanto como a ellos. Pero, por su manera de decirlo, Malaparte intuyó que estaban en el secreto. No se fiaba de aquellos ingleses, volvería.
—Entonces mucho mejor. Que vuelva, así nos facilitará más pistas.
Lawrence lo dijo sin abandonar ese aire taciturno que confería una credibilidad añadida a sus palabras.
—¿Pero está seguro de que no les ha reconocido? —preguntó mistress Christie, sosteniendo la taza de té a la altura de sus labios—. Eso es importante.
—Descuide, madame, somos nosotros quienes le vigilamos a él.
Mallowan parecía disfrutar como un niño con la peripecia.
—Recuerde que ha apostado a dos de sus hombres a la puerta del hotel.
—No se puede ser más necio: dos en la puerta principal y ninguno en la posterior. Entramos y salimos sin ningún problema. Además, esos dos pavos reales no me reconocerían ni aunque dejara caer mi pasaporte a sus pies.
—Entonces, perfecto —volvió a intervenir miss Christie—. Tan pronto como tengamos noticias acerca del paradero de Conway y Ankhesa nos pondremos en camino.
—¿Cree que llegaremos a tiempo?
—Tenemos que hacerlo. Se trata de un asunto prioritario para nuestra Orden. Un asunto de vida o muerte.
¿A qué clase de Orden se refería? ¿Y qué era lo que podía vincular sus actividades con la singladura de Kenneth Conway? Sí, debemos contarlo ya. Comencemos, pues, a atar los cabos. Quien haya seguido este relato con atención recordará cómo, durante una de las veladas egipcias de Villa Lysis, aquella en la que fue asesinado uno de los efebos de Fersen, Conway esgrimió un argumento que conmocionó a todos los asistentes, salvo a dos. Los dos poetas que asistieron al evento: Pound y Auden. Conway aludió a los crímenes rituales que practicaba por aquel entonces un reconocido satanista, Aleister Crowley, quien había fundado en Cefalú, Sicilia, muy cerca de Capri, la tristemente célebre abadía de Thelema, donde él y sus adeptos se entregaban a toda suerte de aberraciones. En sus misas negras, se decía, invocaban a los demonios del panteón egipcio, pues Crowley, quien aseguraba haber sido iniciado en la cámara subterránea de la Gran Pirámide —durante su primer viaje a Egipto, en 1904—, se postulaba como la encarnación de Seth, el señor del mal. Allá, en Sicilia, no tardó en correr el rumor de que sus acólitos practicaban sacrificios humanos. Una mañana en la que apareció degollado uno de sus «presbíteros», la gente de Cefalú asaltó la siniestra abadía y Crowley fue expulsado de Italia. Pero estos hechos sucederían tres años después. En 1920 el propio Benito Mussolini todavía coqueteaba con los alucinados de Thelema, fundamentalmente a cuenta de sus liturgias de poder, un poder sin límites ni restricciones, en las que los fascistas veían una legitimación de su ideario.
Entonces, ¿los crímenes que se sucedieron en Capri durante aquellos días —el del arqueólogo Alessandro Caltagirone, el del pescador Gesualdo Cocuzzo, el del joven Ruggero Sassa—, tenían alguna relación con las actividades de Crowley? Tal vez, aunque de una manera indirecta. Por aquel tiempo Crowley ya arrastraba una considerable leyenda negra. Los periódicos de la época se referían a él llamándole «el hombre a quien nos gustaría ahorcar», «el rey de las depravación», «la bestia humana», y el peor insulto para un inglés de la época: «germanófilo». ¿Por qué? Porque uno de sus más fieles patrocinadores era precisamente el barón Walter von Lüttwitz, aquel magnate prusiano hospedado en el hotel San Felice de Capri. El mismo a quien Fersen había vendido una tonelada de gas fosgeno, a cambio de un millón de marcos.
Antes de todo ello, y esto es lo que más nos interesa, Crowley había formado parte de la Golden Dawn, una hermandad teosófica de carácter hermético, a la que pertenecieron personajes tan destacados como el premio Nobel, William Butler Yeats, Bram Stoker, el autor de Drácula, o la mítica bailarina Isadora Duncan. La Golden Dawn también se inspiraba en la sabiduría egipcia, pero sus principios excluían la deriva satanista de Crowley, quien acabaría abandonando la Orden para fundar la suya propia, desde la que emprendió una guerra delirante contra ellos. En una conferencia de 1956, Jorge Luis Borges menciona la participación de Yeats en una presunta batalla astral donde Crowley envió cuarenta y nueve demonios, ni uno más ni uno menos, con la intención de destruir a los maestros de la Golden Dawn, quienes, a su vez, se defendieron invocando la ayuda de ciertos entes a los que llamaban los Superiores Desconocidos. ¿Pura literatura? Es posible. Puede que los demonios de Crowley jamás cruzaran las fronteras del delirio, pero todos estos personajes existieron realmente. Se trataba de mentes privilegiadas que creían en la intervención directa de potencias espirituales de uno y otro signo, y construyeron sus vidas sobre ese principio.
Tras este paréntesis, ha llegado el momento de desvelar que unos cuantos protagonistas de este relato también pertenecieron a la Golden Dawn. Ezra Pound, Wystan Auden, D.H.Lawrence y Agatha Christie frecuentaron sus asambleas en calidad de miembros de la Orden Externa, sin figurar en su jerarquía superior. Su enlace en Capri no era otro que Giuseppe Cornacchia, el maître del San Felice. ¿También estaba entre ellos Kenneth Conway? En absoluto. Era de todos conocido, sin embargo, que cuando la Golden Dawn decidía intervenir en ayuda de alguien no necesitaba pedirle permiso, menos aún que fuera uno de sus miembros.
Así fue como la isla de Capri acabó por convertirse en el epicentro de una batalla soterrada entre dos fuerzas que se combatían en la sombra, mientras la vieja Europa aguardaba con los ojos cerrados a que las plataformas giratorias pusieran los cañones en el sitio exacto para un nuevo holocausto. Parte de esta locura colectiva se sustanciaba en esa alianza tácita entre los satanistas de Crowley, los fascistas de Malaparte y los ultranacionalistas de Von Lüttwitz. Sus crímenes no respondían a ninguna maldición de los faraones. Era el demonio en persona quien estaba detrás, un demonio de dos cabezas que había mutado sus exhalaciones de azufre por cilindros llenos de gas nervioso. Y un cilindro más, este muy especial: aquel que contenía los papiros encontrados por Kenneth Conway en la tumba de Nefertiti.
Desde que Cornacchia tuvo noticia del asesinato de Caltagirone, los agentes de la Golden Dawn estrecharon su cerco sobre Crowley. El poeta Ezra Pound, con su peligroso doble juego, seguía los movimientos de los fascistas dentro del círculo de Malaparte y, llegado el momento, no vaciló en convocar a la isla a sus amigos, Auden y Lawrence. Esa fue la razón por la que se embarcaron en el Albatros. No huían de nada. Su intención no era otra que velar por Conway hasta que llegara a Egipto. ¿Por qué desembarcaron en la isla de Citera antes de que su velero arribara a Port-Said? La respuesta cabe en una sola palabra: Apofis. Ankhesa fue la primera en identificar a este espíritu de ultratumba. Cuando segó la vida de Cornacchia, Auden y Lawrence vieron en sus garras la señal de Aleister Crowley. Necesitaban perentoriamente contactar con los maestros de la Golden Dawn. Lo hicieron en Atenas. Desde Roma, Pound les informó de la partida de Messori y Malaparte rumbo a El Cairo. Ellos tomaron el primer vapor que salía de El Pireo. Llegaron cinco días después, se reunieron con Christie y Mallowan en Luxor, poco después de que estos fueran interrogados por Malaparte. Pero, ahora, todos ellos se encontraban perdidos. ¿Qué había sido de Conway y Fersen, y de toda su gente? ¿Por qué habían desaparecido como si se los hubieran tragado las arenas del desierto?
«Serán siete pasos», había dicho la profecía revelada en los papiros de Caltagirone. «Siete serán los pasos», la misma fórmula se repetía en los que Conway había hallado en el sarcófago de Nefertiti. Aquí, esos pasos marcaban un camino:
En el tiempo del primer Ajet el disco de Atón brillará sobre la isla de Knhum. En el tiempo del segundo Ajet las aguas de La Muy Verde se abrirán al paso de la barca de Ra. En el tiempo del tercer Ajet se alzarán de las arenas los siete demonios de Seth, y frente a ellos también se alzarán los siete Guardianes del Horizonte. Luego se cumplirá una batalla de tres lunas en torno al sol. Sucederá allá donde la sonrisa del viejo Bes marca el camino hacia la Corona Blanca, entre el mono y el carnero, sobre la Roca de las Dos Verdades. El demonio de cabeza de asno vencerá en el primer encuentro. Y el Devorador surgirá de la tumba de Atón. Solo el Justo de Voz podrá vencerle. Entonces se abrirán ante él las puertas de Amenti. Pero la reina solo será coronada por el cetro de Necher una vez que cruce la última puerta, donde duermen las hijas de Pertun-Hotep.
¿Qué significaba cada uno de esos términos? ¿Qué claves cifradas se ocultaban dentro de aquellas palabras? ¿Y el orden de los días, a qué nuevo misterio apuntaba?