36

SI había alguien fuera de toda sospecha para los dos escuadristas que vigilaban las puertas del Khartoum, ese hombre era sin duda el doctor Messori. Cuando acabaron de cerrar su pacto, un pacto decididamente demencial, Fersen llamó a un camarero vestido con caftán blanco y le pasó una nota: tenía que hacérsela llegar a los huéspedes de la habitación 212, donde aguardaban Cerio y Leticia. Entretanto, il Dottore se dirigió con su paso renqueante hacia los dos escuadristas. Pidió que le condujeran ante el comandante Malaparte. Tenía algo muy importante que comunicarle, información reservada.

—No está aquí ahora —repuso el que parecía ostentar el mando—. Ha ido a la embajada, en el barrio viejo de El Cairo. No le esperamos hasta la tarde.

—Entonces conducidme a la embajada —insistió Messori—, se trata de un asunto urgente.

Los escuadristas parecieron vacilar. Si abandonaban su vigilancia el inglés podía darse a la fuga.

—Tranquilos, muchachos. ¿Es que no veis que está con Fersen y con su mujer?

—No es suficiente —repuso el fascista, molesto por su insistencia—. El jefe nos ha dicho que no le quitemos el ojo de encima en ningún momento.

Messori esperaba esa respuesta.

—Está bien, entonces ve tú solo en busca de Malaparte. Bastará con que tu compañero se quede aquí, conmigo.

—El inglés puede ir armado. Y si dejo solo a Salvatore…

Va fan culo, stronzo… ¿es que no entiendes que se trata de un asunto urgente? —masculló il Dottore, impostando una indignación muy teatral—. Si no quieres dejar solo a tu colega, pásame tu pistola y seremos dos quienes le vigilemos.

El escuadrista apretó las mandíbulas y lanzó una mirada a su compañero, que montaba guardia en el otro extremo del salón. Bastó una señal para que se entendieran. Luego se volvió hacia el doctor:

—¿Sabe disparar?

—¿Que si sé disparar…? En la Gran Guerra me alisté con los voluntarios que plantaron cara a los austriacos en Caporetto. Me hirieron en las piernas, por eso ando así. Pero te aseguro que antes dejé bien tiesos a unos cuantos tan grandes como tú. Un respeto, muchacho: estás ante uno de los héroes del Piave.

El fascista estuvo a punto de cuadrarse. Ya no vaciló. Discretamente, se llevó la mano al interior de su guerrera y le pasó su pistola.

—Se trata de una Lüger, alemana, semiautomática. Lleva un cargador de treinta y dos balas.

—Te aseguro que me bastará con una si tengo que disparar —repuso Messori mientras se la guardaba sin retirarle la mirada—. Y ahora, vamos, ve a buscar a Malaparte. Lo necesitamos aquí cuanto antes.

El escuadrista, aún vestido de paisano, se dirigió con su ridículo paso marcial hacia la avenida de las palmeras que se abría frente al hotel. En cuanto desapareció, Conway avanzó resueltamente hacia su compañero. Este parecía más joven, un hijo de papá de bigotillo cortado a ras del labio y pelo engominado, que mascaba chicle junto a la puerta posterior del hotel, lanzando miradas retadoras a todas las turistas que la cruzaban sin apenas advertirle. También vio venir al escocés, pero no tuvo tiempo de reaccionar. Había sido adiestrado para abortar cualquier posibilidad de fuga, no para defenderse de un asalto súbito. Antes de que pudiera desenfundar la suya, Kenneth ya le había hundido el cañón de su pistola en el estómago. El rostro del fascista se descompuso en capas, como un helado al sol.

—Venga, date la vuelta despacito, y las manos quietas. Si piensas que no me voy a atrever a disparar, vas a tener mucho tiempo para lamentarlo en el cementerio.

Su situación, en la puerta posterior del hotel, entre dos frondosos macetones, ayudó a que nadie reparara en la maniobra.

—¿… Qué va a hacer conmigo? —farfulló el escuadrista.

—Nada del otro mundo, chaval: te vienes a dar un paseo con nosotros.

Apenas unos minutos después el Dodge Charger que el consulado de Port-Said había puesto a disposición de Fersen rodaba a toda velocidad hacia las afueras de El Cairo. Conway iba al volante, el barón ocupaba el asiento del copiloto. Detrás, Messori encañonaba al escuadrista, que no dejaba de mirar a Ankhesa, esperando tal vez que aquella mujer misteriosa intercediera por él. Pero no, la reina había vuelto a sumergirse en su mundo, contemplaba el paisaje con una mirada ausente. La ciudad del sol se veía cubierta por una neblina polvorienta que brillaba como un velo de sílice. A medida que dejaban atrás las factorías de la avenida Ramsés, cerca del barrio de los Obreros, los perfiles de las pirámides fueron desvaneciéndose. Enseguida apareció una indicación que marcaba el desvío hacia Saqqara. El techo del Dodge parecía un destello heliográfico sobre aquella carretera abrasada, cuando se zambulló entre los canales llenos de limo donde faenaban corveas de campesinos harapientos. El cielo, en su inmensidad azul, reverberaba sobre las dunas del desierto egipcio, todo aquel paisaje parecía irradiar una serenidad asentada en milenios. El estado de ánimo del barón Fersen, sin embargo, parecía muy lejos de la calma.

—¡Todo esto ha sido una locura, sí, una completa locura! ¿Qué pensarán de nosotros Cerio y Leticia? ¿Que nos hemos vuelto locos? ¿Y qué me dice de Malaparte? No quiero ni imaginarme cómo se va a poner cuando descubra que le he traicionado. Es un hombre de redaños, un veterano de guerra, y le sobran contactos para localizarnos. Nos matará, nos matará a todos…

Conway le respondió sin dejar de conducir:

—Bueno, a mí ya pensaba matarme de todas formas. Y en cuanto a usted…

—En cuanto a mí, ¿qué…?

—A veces me sorprende que sea tan ingenuo, Fersen. Después de la mía, la siguiente cabeza en rodar será la suya. Y luego la suya, il Dottore —añadió, desviando una mirada atrás—. Aun en el mejor de los casos, aunque hubieran acatado sus órdenes, ustedes siguen siendo la bestia negra de los fascistas. Piense en Leticia, piense en Cerio: son judíos, como usted, Messori. Antes de que nos lanzáramos a esta locura, como la llama usted, para Malaparte ustedes ya se habían convertido en testigos demasiado incómodos de la suya.

—No le creo, Malaparte me dio su palabra.

—¿Y usted cree en la palabra de un asesino? No le salvará ni la tonelada de fosgeno que ha vendido a los generales del káiser. Pregúntele a Cerio qué sucedió en Capri mientras usted y Leticia estaban en Londres.

—Ya me lo ha contado, pero…

—Por favor, no me diga que Malaparte no tuvo nada que ver. Incendiaron la sucursal de la banca Rotschild sin importarles un comino que los pagarés de Mussolini llevaran su sello, y se disponían a hacer lo mismo con la de Cerio. Si lo hizo allí, dígame qué le impediría hacer lo mismo aquí. Me temo que en sus planes ya contaba con regresar a la isla con tres cabezas para adornar el estandarte de la legión Scyla, ya sabe, la de los «Hijos de Tiberio», los que preparan el grande advenimento del Duce.

Fersen pareció recapacitar, pero su desosiego no disminuía.

—Aunque sea así, no sé cómo vamos a salir de esta. Todos quieren ser héroes y no son más que un hatajo de paranoicos. Y si pienso en Leticia y en su padre, la verdad, no los imagino cogiendo un coche de punto para…

—¡Chssst, no lo diga! —le cortó el escocés alzando el pulgar sobre su hombro—. Tenemos invitados.

Fue entonces cuando habló Messori.

—Eso quería preguntarle yo —dijo, hundiendo su Lüger en las costillas del sicario de Malaparte—. Dígame, ¿qué se propone hacer con este pájaro?

—Justo lo que está imaginando. Sí, ya estamos a una distancia prudencial: ha llegado su hora.

El rostro del escuadrista palideció como si se hubiera vaciado de sangre en un instante, Messori apartó la Lüger de su cuerpo:

—No espere que dispare a quemarropa contra un hombre indefenso.

Al girar la pistola, el cañón quedó frente a la nuca de Conway.

—Si está pensando dispararme a mí, no se tome la molestia —adujo el escocés sin volverse—. Mientras usted hacía su equipaje, le he quitado un peso de encima: las balas de su Lüger están en mi bolsillo.

—… No todas, signore —repuso el doctor entornando sus ojos—. Conociéndole, tomé la precaución de guardarme el cargador de reserva. Pero no se preocupe, no tengo ninguna intención de perforarle el cráneo… De momento.

El escocés fue ralentizando la marcha hasta detener el Dodge en el arcén. ¿Verdaderamente estaba decidido a matar a ese hombre a sangre fría? El silencio se hizo opresivo dentro del coche. Conway lo quebró con una voz imperativa, ya con su revólver en la mano.

—¡Vamos, deprisa, abra esa puerta! —exclamó, dirigiéndose a Messori—. No podemos perder más tiempo con esta escoria.

Il Dottore se apeó a un lado de la carretera, pero el legionario de pelo engominado no se movió. Su rostro empapado de sudor, su mirada extraviada, no necesitaban palabras para expresar su angustia. Conway tuvo que darle un empujón. El fascista se hincó de rodillas.

—¡No me mate, no me mate, se lo suplico! ¡En mi vida he hecho mal a nadie…! Le juro que yo no sabía…

—Valiente centurión de la Roma imperial ¿Y es así como pensáis conquistar el mundo?

El fantoche no se defendió. Todo su cuerpo temblaba, se estaba meando en los pantalones.

—Anda, miserable, ponte en pie y lárgate de aquí. ¡Vamos, a qué esperas, desaparece de una vez! —le urgió, forzándole a incorporarse—. Y dile al canalla de tu jefe que pierde el tiempo buscándonos: nunca nos encontrará.

Mientras el Dodge retomaba su senda lo vieron caminar cubriéndose la cara con las manos, el movimiento de sus hombros delataba un llanto convulso.

—Con suerte no llegará hasta la noche, pero no se preocupe: seguro que Malaparte ya está buscándonos.

—Cierto —continuó Messori—. Si al regresar de la embajada no ha encontrado a nadie, le habrá faltado tiempo para lanzarse a la caza. No me cabe duda que sabe dónde dirigirse: recuerde, estuvo presente en nuestra primera conversación con Mallowan y la señora Christie. Sabe que nos citamos en Luxor, en el hotel Winter Palace.

—Exactamente —repuso Conway—, pero no nos encontrará allí.

—¿Cómo? —se revolvió Fersen—. Usted me dijo que les pasara una nota conminante a Cerio y a Leticia, para que se reunieran con nosotros allá, en el Winter Palace.

—… Apuesto a que ya la han recogido de su casilla, en recepción.

—¿Entonces?

—Conozco la zona, Fersen, la conozco muy bien —exclamó el escocés—. El Cairo y Luxor solo están comunicados por una carretera: esta. Y solo hay una estación de servicio donde se puede repostar queroseno. ¿Cuál? La de Asiut, a cinco millas de aquí. Si Cerio y Leticia han alquilado un coche en el hotel, y seguro que lo han hecho ya, tendrán que detenerse en ese punto forzosamente. ¿Cuándo? Pongamos que un par de horas después de que lleguemos nosotros… y una hora antes de que aparezca Malaparte. ¿Quiere que le cuente el resto o prefiere ir descubriéndolo sobre la marcha?

—Le veo a usted muy seguro de sí mismo, Conway —apostilló Messori—. ¿No contempla la posibilidad de que Malaparte haya podido detenerles a las puertas del hotel? De ser así, el primero en llegar sería él.

—Bueno, en ese caso contamos con dos pistolas y con el factor sorpresa.

—Pero eso no sucederá —habló al fin Ankhesa—. El guerrero blanco solo camina sobre terreno firme, jamás entra en batalla sin calcular sus posibilidades de victoria.

—¿Ha dicho el guerrero blanco? —le preguntó Fersen volviéndose hacia ella—. ¿Quién demonios es el guerrero blanco?

—Es el demonio en persona, señor. En otra vida, ese sujeto al que llaman Malaparte fue un gigante revestido de hierro que llevaba un casco coronado de erizadas crines, como el del general Horemheb. Siempre fue un hombre leal, hasta que su ambición le envenenó. A partir de entonces, Seth tomó posesión de su alma.

El barón le escuchó sin parpadear, luego se volvió hacia Conway.

—Tiene usted una mujercita muy imaginativa…

—Hágale caso, Ankhesa nunca habla en vano.

La voz de Messori les llegó desde atrás:

—Y dígame, madame, ¿dónde adquirió usted sus aptitudes visionarias?

—Mi madre ya lo era, todas las mujeres de mi familia lo llevan en la sangre. Si quiere, también puedo contarle cosas de usted.

—¿Cosas de mí? —exclamó, con una inquietud palpable—. Uf, si me sigue mirando así prefiero que no me las cuente. Me temo que se tratará de muy dudosas bendiciones.

La mano de Fersen avanzó hacia él sosteniendo su pitillera.

—¿Un cigarrito de opio egipcio, il Dottore?

Messori ya iba a coger uno cuando Conway le detuvo.

—Ni se le ocurra encenderlo: ya hemos llegado a la estación de servicio.

En efecto, a un lado de la carretera, y junto a una noria sobre la que giraba un jumento trizado de moscas, se alzaba un cuchitril coronado por un tanque de suministro a cielo abierto, bajo aquel sol abrasador. Tres campesinos de rostro curtido y ojos salvajes tomaban café acuclillados en el suelo.

—¿Les apetece uno? —exclamó el escocés, que había salido a estirar las piernas mientras el niño que regentaba el surtidor llenaba el depósito.

—Preferiría un trago de agua —repuso Fersen—. Tengo el desierto metido en la garganta.

—Pues baje de ahí, hombre… ¿A qué espera?

Los jornaleros les ofrecieron un odre de piel de cabra que apestaba a vísceras calientes.

—¿Y esto, se puede beber?

—La otra opción es morirse de sed.

Los dos hombres bebieron, Ankhesa prefirió un café. El fellah que vino a ofrecérselo se quedó paralizado al verla y esbozó una torpe reverencia, como si realmente se encontrara en presencia de una reina.

—Nefer, neferu haitin…

—¿Qué ha dicho? —preguntó Fersen.

—Nada del otro mundo, o tal vez sí: ha dicho «La Bella ha llegado».