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APENAS una hora después, dos vehículos cubiertos de fango seco y arena rodaban a toda velocidad entre dunas tan altas como montañas. El Dodge iba en cabeza. Lo conducía el propio Conway, buscaba desesperadamente una pista que le abriera el paso hacia el Nilo. Lady Christie, Mallowan y Lawrence ocupaban el asiento posterior. En el del copiloto viajaba un pasajero bien singular: una momia. Sí, la momia de Nefertiti. ¿Cuándo, cómo y de qué manera había aparecido?

Todo se precipitó al poco de que el escocés saliera de aquella tienda más muerto que vivo. Todavía un poco tambaleante, sin saber qué suelo pisaba, vio a uno de los beduinos intentando arrancar el Dodge. Por más que pisaba a fondo el acelerador, aquel viejo trasto gruñía como un camello pero no respondía.

—Tiene que ser un fallo del motor —propuso Auden, el poeta, impostando la voz de un experto—. Posiblemente una cuestión de bujías.

Lawrence no vaciló en apostillarle con su habitual tono desabrido.

—«Una cuestión de bujías». Qué sabrás tú, si no tienes ni idea de mecánica.

—Se trata de una deducción lógica, mister Misery[61]. Si ayer andaba y ahora no anda, habrá que echarle un vistazo al motor, ¿no?

—¿Y quién entiende aquí de motores? ¿Tú, o crees que estarán más versados estos beduinos andrajosos? Muy bien, ahí lo tienes, mister Flyer[62]: el Dodge es todo tuyo.

Auden dio un respingo, esbozó un gesto de dignidad herida y deslizó sus delicadas manos bajo el capó del Dodge. Sus orejas de soplillo enrojecieron hasta la púrpura por el esfuerzo. Como era de esperar, apenas consiguió alzarlo tres pulgadas. Dos beduinos vinieron en su ayuda. El grito hizo estremecer hasta las palmeras.

—¡La momia! ¡La momia está aquí!

El campamento entero se revolucionó. Balek Gamal, que aguardaba encaramado a su camión, ya dispuesto a partir, se apeó y echó a correr hacia el tumulto. Lawrence, atónito, no daba crédito. Lo mismo le sucedía a Mallowan y a lady Agatha. Conway se abrió paso con la sensación de que salía de un delirio para caer en otro. Hasta que despertó.

—¡Bendito Gaetano! ¡Ahora lo entiendo todo…!

Como en un relámpago le vinieron a la mente las imágenes de su huida a través del desierto. Gaetano había caído, herido de muerte. Él le preguntó, desesperadamente, dónde había ocultado la momia. El italiano ya no podía articular palabra, le señaló el Ford Truck. Conway pensó que se refería a algún punto de la montaña de Nejbet que se alzaba tras el camión. Pero no: quería decirle que había ocultado su tesoro dentro de un motor. La momia de Nefertiti no era más que un bulto estrecho y apretado que apenas alcanzaba un metro de longitud. Cabía perfectamente dentro de la carcasa de aquel automóvil. El astuto pirata la había ajustado muy bien, en un hueco lateral, entre el carburador y el bloque de cilindros, de modo que el Dodge pudiera seguir funcionando sin que nadie la advirtiera.

—… Se ha movido mientras reparábamos los neumáticos, eso está claro —articuló Auden con un ademán cómicamente suficiente—. Ahora está bloqueando el cigüeñal. Por eso no podíamos arrancar.

Conway ya no le escuchaba. Con una delicadeza infinita tomó el cuerpo momificado de su reina, lo depositó sobre la arena y, con mucha serenidad, se volvió hacia Balek Gamal. El jeque retrocedió un paso, la mirada del escocés era la de un hombre que puede cometer un crimen sin parpadear.

—¿Qué te sucede, mi buen amigo? ¿Es que no estás contento con el hallazgo? Era esta momia lo que habías venido a buscar a Egipto…

—Tú ya no eres mi amigo, Balek. Y no, esta momia tampoco era lo más importante. Te dejaste comprar por esos canallas que se han llevado a Ankhesa. Debería matarte, sí, eso es lo que debería hacer.

Lawrence puso su mano sobre el hombro del escocés.

—La jugada que le han hecho a mi colega es la más miserable que cabe imaginar. Un degüello sería poca cosa en comparación.

—Sois injustos con este pobre anciano —farfulló el árabe—. Vuestro Balek Gamal no es más que un humilde beduino sometido al gobierno colonial. Bien sabéis que tengo vedada cualquier intromisión en los asuntos de los europeos…

—Tu manera de no actuar ya fue una manera de entrometerte —siguió Mallowan.

Y miss Christie acabó de acorralarle:

—Sabes mejor que nosotros lo que ha sucedido esta noche, Gamal. Esos bandidos le suministraron una droga a este hombre para que no pudiera hacer nada mientras le arrebataban a su mujer. Tú les has visto partir, poco antes del alba.

Los beduinos habían formado un círculo. Miraban a Conway conmovidos por la devastación que expresaba su rostro. Entre ellos comenzó a crecer un rumor de voces que señalaban a su caíd. Parecían a punto de amotinarse. Balek nunca se había visto ante una situación semejante.

—¿… Por qué me miráis así?

—Te miran así por lo que le has hecho al escocés —continuó Lawrence—. Eso no tiene perdón, hijo de perra.

—Lo que me hayan hecho a mí ya no importa —le cortó Conway—. No es a mí a quien debéis compadecer, sino a ella. Ankhesa es la única víctima inocente de esta maldita historia. Si no la liberamos acabará convertida en esto —añadió girando una mirada hacia la momia—. Ya solo será un cadáver. Un cadáver por toda la eternidad. Nunca volverá a despertar. ¿Es que no lo entendéis? —No, no le entendían. Pero, aún sin entenderle, sabían que sus palabras estaban llenas de verdad—. Olvidaos de que sois mis amigos y pensad en ella, solo en ella. Todavía vive, creedme, y yo sé dónde está… ¿Quién viene conmigo?

—Jallaina! —¡Todos nosotros!—, clamaron al unísono los beduinos. Los ingleses aún estaban preguntándose adónde, cuando Gamal se llevó su mano al bolsillo de su galibeh y sacó un aparatoso pistolón, que contempló casi con cariño antes de tendérselo al escocés.

—Mátame o perdóname, viejo amigo —dijo al fin—. Tuve miedo, lo reconozco: he sido un cobarde. Pero créeme, porque te lo digo desde el fondo de mi corazón: ya no te volveré a fallar, Kenneth Conway. Dime dónde quieres que vayamos. Te seguiré hasta el infierno. Mientras no hayamos ajustado las cuentas a esos malnacidos no volveré a llamarme Balek Gamal.

Aquellas palabras emocionaron a todos. Solo una vocecilla quebró la tensión de la escena.

—¿Cómo que hasta el infierno? ¿Pero dónde rayos pretende llevarnos ahora esto loco escocés? Alguien tendrá que preguntárselo, ¿no?

Se trataba de Auden. Lawrence le hizo callar con un gesto.

—Somos cinco ingleses y los cinco estamos locos de atar. No es el momento de ponerse a discutir por una minucia. ¿Qué más da donde nos lleve? Prefiero cualquier infierno a regresar al burdel de la reina madre con el rabo entre las piernas. No tenemos alternativas —afirmó, rotundo, antes de mascullar para sus adentros— …Y me temo que tampoco tenemos remedio.

Gamal volvió a intervenir:

—Sea cual sea el lugar que hayas elegido, necesitaremos armas para enfrentarnos a los sicarios de Malaparte. En mi casa de Bahariya guardo unos cuantos fusiles del tiempo de la guerra contra los turcos.

—Seguro que servirán —le cortó Conway, poniéndose ya al volante del Dodge—. Vamos, deprisa, no tenemos tiempo que perder.

Eso no le gustó a lady Agatha, que le detuvo cogiéndole del brazo.

—Le recuerdo que la violencia está proscrita dentro de nuestra Orden, Kenneth. Las únicas guerras en las que se involucra la Golden Dawn son las del espíritu.

El escocés la miró con cierta deferencia melancólica.

—¿Y en sus novelas, no hay violencia…?

La reina del crimen carraspeó antes de plantarse tiesa como un palo frente a él.

—No se confunda, Conway, esa es otra historia. Y en cuanto a esta, o juega con mis cartas o rompo la baraja.

El arqueólogo apeló a su ingenio.

—Está bien, si las batallas de la Golden Dawn son espirituales… le doy mi palabra de que no dispararé contra ningún espíritu, señora. Pero, por si acaso, guárdeme esto —exclamó, mientras le tendía el pistolón de Balek Gamal—. Puede que le haga falta si nos cruzamos con los fantasmas del ejército perdido de Cambises.