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EN lo alto de un espolón rocoso azotado por todos los vientos, en la cumbre oriental de Capri, aparecen dos residencias cargadas de historia. Villa Jovis, el formidable palacio erigido por el emperador Tiberio, en el siglo I de nuestra era, constituye la metáfora perfecta de un autócrata asediado por todos sus fantasmas, a quien Plinio el Viejo llamó «el más triste de los hombres». De todo lo que fue su última morada no queda más que un laberinto de ruinas circundadas por un ambulatio donde el egregio ermitaño paseaba solo para reflexionar sobre los asuntos de Estado, la vida y la muerte, protegido por muros inexpugnables y rodeado por uno de los panoramas más bellos del mundo. Pero, posiblemente la belleza no fuera un consuelo suficiente para quienes eran conducidos hasta la escarpa que cae a pico a unos trescientos metros sobre el mar, conocida como el Salto de Tiberio, donde, según Suetonio, aquellos que le habían traicionado, desagradado, o halagado en exceso, eran arrojados a la muerte sin más dilación que un simple ademán esbozado por el emperador.
Jacques d’Adelsward Fersen —más conocido como el barón Fersen—, hubiera sido sin duda uno de ellos de haber coincidido en su tiempo. Llegó a Capri desde Paris, en 1904, donde había padecido una pena de seis meses de prisión por atentar contra la moral pública. Tras declararse admirador incondicional del césar, compró un terreno bajo las ruinas de Villa Jovis y se aplicó a edificar una residencia no menos fastuosa, a la que llamó Villa Lysis, en honor a un muchacho a quien Sócrates interrogó sobre la naturaleza de las pasiones humanas. Un frontispicio alzado sobre cuatro columnas dóricas sostiene una inscripción —Dolori et Amori Sacrum—, que se traduce como «Consagrada al amor y al dolor». Toda una declaración de intenciones por parte de su propietario, quien no tardó en hacer de Villa Lysis el santuario de todos los excesos.
Recorrer Villa Lysis supone adentrarse en una utopía estética donde los elementos clásicos, como la exedra del vestíbulo, se alternan con propuestas vanguardistas que recuerdan la sezession vienesa o el más puro art nouveau. Bajo su planta noble y al borde de un precipicio frente al mar se abre un recinto inquietante, una cueva de techo bajo semejante a un ninfeo romano conocida como La Grotelle. Fersen escenificaba en ella sus inenarrables bacanales, siempre veladas por las exhalaciones del opio y blanqueadas por ríos de cocaína y champaña, hacia los que convergía puntualmente lo más selecto del Capri intelectual y artístico.
No obstante, la joya de la corona de Villa Lysis era su salón egipcio. Una estancia penumbrosa como el corazón de una pirámide, presidida por una estatua de basalto del dios Horus. Frente al amplio ventanal que recibía el pleno impacto de las espectaculares tormentas de Capri, le acompañaba una cabeza mutilada de Akenatón. A un lado, Osiris, juez de las almas. Junto a él, Anubis, el guardián de la tumba. Y entre ambos Isis y Neftis, señoras de la noche, la muerte y la resurrección.
Este era el lugar donde el barón Fersen había citado a (Kenneth) Conway, a las doce del mediodía de aquel quince de mayo de 1920 pues, digámoslo de una vez, el escocés pasaba por ser toda una autoridad en la ciencia de los faraones desde que participó en las primeras prospecciones del alemán Ludwig Borchard en Amarna. Cuando Fersen le envió un cablegrama invitándole a autentificar su colección egipcia a cambio de una suma disparatada no se lo pensó. El barón, su leyenda y su patrimonio le traían sin cuidado, pero necesitaba fondos para regresar a sus excavaciones.
Durante el desayuno en el San Felice solo cometió un error: confesar el objeto de su viaje al maître, que ejercía, además, como empresario de pompas fúnebres en su despacho de la vía del Babbuino. Al oírle, el atildado signore Cornacchia dio un paso atrás de una manera tan espasmódica que estuvo a punto de salpicarle con la cafetera.
—Grande jettatore![2] —exclamó abriendo mucho los ojos y desviando una mirada a su espalda, para añadir en un susurro—. Tenga cuidado, el barón Fersen ya ha echado el mal de ojo a unos cuantos… Es un jettatore, no le quepa duda, y su palacio oculta una caverna donde está enterrado el Tesoro di Timberio.
Los lugareños de Capri llamaban así «Timberio» al emperador Tiberio, y todo aquello de cierto valor que se encontraba bajo su suelo, fuera una moneda, un busto romano, o un maleficio, pertenecía al legendario tesoro que se llevó a su destierro. Conway esperó a encender su primer pitillo antes de preguntar.
—¿…Y usted, conoce Villa Lysis?
—Dios me guarde… Una noche, cuando la estaban levantando, vi con estos ojos que se han de comer los gusanos un monje siniestro asomado a uno de sus parapetos. Una comitiva de marineros subía lentamente las escaleras a la luz de las antorchas. El monje era el condenado espíritu de Timberio, el mismo que crucificó a Jesucristo. Desde entonces vaga como un alma en pena por sus dominios, con su cara leprosa y sus ojos de fuego…
—Por favor, no me diga que el barón Fersen tiene firmado un pacto con el diablo —ironizó Conway.
—… Y con toda su corte satánica, señor. No tiene más que preguntar por las orgías que celebra en su fumatorio —insistió Cornacchia, bajando su voz hasta rozar su oído con sus labios—. Ese degenerado organiza verdaderas misas negras en las que invoca a «Timberio» para que le revele sus últimos secretos.
—¿El lugar donde ocultó su tesoro?
—… Y mucho más, signore. Yo que usted me cogía el vapor que sale dentro de un rato para Nápoles. Eso es lo que tenía que haber hecho el último arqueólogo que paró aquí, el loco de Caltagirone. ¿Vio ayer el entierro? Si lo vio, era un aviso.
En un instante Conway unió todos los cabos, pero contuvo su desconcierto.
—¿Se sabe de qué murió?
—Ya se lo puede imaginar… De cualquier cosa menos de muerte natural. El año pasado Caltagirone regresó de Egipto con un montón de papiros que Fersen y él estuvieron desentrañando en Villa Lysis, justo debajo de la esfinge.
—¿La esfinge? ¿Qué esfinge?
—… La que encontraron durante los trabajos de cimentación de la villa. Una cosa espantosa del tamaño de un caballo con garras de león, aunque tenía la misma cabeza que nuestra santa Madonna Egiziaca —añadió el maître, tras hacer una pausa para santiguarse—. Pero allá donde la encontraron apareció también una gran serpiente negra, la guardiana del Tesoro di Timberio. ¡Váyase, váyase antes de que sea demasiado tarde!
Cornacchia no tuvo tiempo de decir más. Un flamante Delahaye blanco descapotable barrió la grava de la explanada frente al comedor del San Felice, y de él se apeó un personaje singular. Se trataba del caballero que acompañaba a Ezra Pound el día anterior, en el café Vittoria. Un italiano de edad incierta, con la cara marcada por la viruela y ojos profundos que ardían como brasas bajo sus tupidas cejas. Llevaba el mismo traje claro con una gardenia en el ojal y, aunque cojeaba ostensiblemente —Conway se fijó en sus zapatos ortopédicos—, apenas se apoyaba en su bastón. Al advertirle, se quitó el panamá y su rostro se convirtió en una maraña de pliegues que convergían hacia dos labios contraídos en una suave sonrisa.
—… Peccato! —exclamó, dándose una palmada en la frente, como si se reprochase no haber caído en la cuenta— …O sea que el profesor escocés era usted —y mientras le tendía la mano, añadió—. Debí suponerlo. Al fin y al cabo, estábamos esperándole. Pero claro…
—… No se imaginaba que aparecería a lomos de un burro, ¿no es así?
Los dos volvieron a sonreír, sobraban las explicaciones. Al incorporarse la cabeza de Conway se alzó dos palmos por encima de la del italiano, que se quedó mirándole con una extraña luz en sus ojos hundidos.
—¿Sabe lo que dijo mi amigo cuando usted se fue? «Me alegro de haber olvidado aquel verso de Browning». Sabía que tarde o temprano nos encontraríamos.
—Pero, entonces… —Se inquietó el escocés, que no acababa de dominar la situación.
—Permítame que me presente. Me llamo Baldassare Messori, soy doctor en Medicina, aunque ejerzo como secretario personal del barón Fersen, que ya está esperándonos. Pound, el gran poeta americano, también forma parte de nuestro círculo.
—Ah, o sea que también hay un círculo.
—Bueno, ya lo irá conociendo. Pero ahora, si tiene la amabilidad de acompañarme…
El Delahaye abordó con un potente rugido las empinadas rampas que suben hasta la punta nororiental de Capri. Con una mirada casi distraída Conway examinó el interior del coche. Desde el revestimiento interior en caoba hasta el tapizado, todo en él denotaba que su dueño era un hombre rico. ¿De dónde procedía el patrimonio del barón Fersen? Sin ningún fundamento, encontró extraño que no hubiera nada que acreditara la fuente de tanta opulencia.
—¿Ve esa roca? —exclamó Messori señalando un promontorio a un lado de la carretera, por la parte de la isla que mira a Positano—. En tiempos del emperador Tiberio allí había un templo dedicado a Isis.
El escocés no disimuló su sorpresa.
—¿Un templo dedicado a Isis, en Capri? ¿Qué fue de él?
—Ya se lo puede imaginar: lo destruyeron con la misma furia con que intentaron arrasar su memoria. Ahora la llaman la Roca de la Sirena. Porque según la leyenda, fue aquí donde murió Leucosia, una de las sirenas que intentaron seducir a Ulises. Pero la sirena de verdad era la diosa Isis, la gran maga de los egipcios.
—Me lo creo. Tiberio era un gran supersticioso, vivía rodeado de astrólogos.
—Exactamente…
—A veces me pregunto cómo pudo vivir en un paraje tan maravilloso y ser tan cruel. ¿Cómo podía ser tan negra su alma, incluso bajo esta luz y este cielo?
—Bah, todo eso son infundios. —Prosiguió Messori sin retirar la mirada de la carretera—. Yo también he leído esas crónicas que lo describen como un psicópata que arrojaba a sus víctimas desde el Salto, mientras estrangulaba a los efebos que le servían en la Gruta Azul. Me parece ridículo. Como el cuento del pescador al que le destrozó la cara restregándosela con las pinzas de una langosta solo porque no había sido lo suficientemente complaciente.
—¿Qué le hace pensar que no fue así?
—Adoraba a Isis, ya se lo he dicho, pero para mí eso iba más allá de una superstición. Los antiguos egipcios eran un pueblo puro, probablemente la civilización más compleja y sofisticada que ha pasado por este planeta. Una persona que se identifica con ellos no puede ser un bárbaro ni un carnicero.
—¿Lo dice también por el barón Fersen?
Messori lanzó al escocés una mirada relampagueante.
—Me ha leído el pensamiento, amigo mío. Le aconsejo que use mucha diplomacia con él. Se traga los cumplidos como un caballo el azúcar. Un día yo le llamé «rey sin corona», y al día siguiente me envió una caja de caviar. Pero enseguida va a tener la oportunidad de juzgar por sí mismo. Ya estamos llegando.