14

LAS vagonetas saturadas de escombros se deslizaban por la pendiente de Villa Jovis conducidas por un par de chiquillos de rostro atezado que no vacilaban en encajar sus pies desnudos sobre las ruedas para frenarlas. Al llegar al acantilado las volcaban en un derrubio donde mastro Vincenzo organizaba la criba: todo lo que no fuera roba di Timberio o ruina egiziaca se arrojaba al mar. Habían cavado un pozo de más de treinta metros, las corveas de jornaleros subían la tierra en grandes serones que cargaban sobre sus cabezas. Abajo, los zapadores trabajaban extremando las precauciones. Al fin habían encontrado una tumba, una verdadera tumba egipcia. Fersen compareció en cuanto fue informado. Conway ya estaba allá. Le acompañaba el doctor Messori. Uno y otro examinaban el insólito sarcófago. No tenía forma humana, sino la de un animal: un gran carnero sentado cubierto con una máscara de yeso sobre su rostro y el disco solar entre sus cuernos.

—¡Por la sangre de san Gennaro, es el mismo dios Khnum! —exclamó el barón, absolutamente extasiado—. Y si se trata de un sarcófago, dentro tiene que guardar algo importante. ¿A qué espera para abrirlo?

—Ya lo hemos hecho, y eso es todo lo que hay —repuso el escocés, impasible, indicando un bulto a su espalda—. Una momia, sí, pero no la que usted imagina…

—La momia de un apestoso carnero, signore —apostilló Messori—. Será un dios, pero mal asunto si pretende darle gusto al arroz con sus criadillas.

El barón ignoró las ironías del doctor y volvió a interpelar a Conway.

—Pero al menos será egipcio, ¿no? Tiene que ser egipcio.

—Ni siquiera eso, Fersen. Se trata de una copia romana. Probablemente estamos cerca de un santuario consagrado a Júpiter Amonio, el dios que preside los oráculos.

—Entonces, ¿qué demonios nos espera ahí abajo?

—Me temo que algo muy peligroso.

—Explíquese, por favor.

—Los últimos obreros que han subido de la galería aseguran que apesta a amoniaco. Seguro que no necesita que le recuerde que esta palabra procede de Amón, el gran dios tebano que Augusto incorporó a su panteón.

Fersen ya estaba elucubrando una nueva maldición, il Dottore se le adelantó.

—El peligro está en el amoniaco, se trata de un fluido altamente tóxico.

—¿Y de dónde procede, de las entrañas de la tierra?

—Más o menos… Los templos de Amón se consagraban vertiendo en un estanque una gran cantidad de cuernos de carnero que, al descomponerse, segregaban sales de amoniaco. Cuando el emperador solicitaba su consejo a los adivinos, estos arrojaban un objeto personal al estanque e interpretaban su futuro observando sus reflejos. La elocuencia se la garantizaba la inhalación de los efluvios tóxicos: entraban en trance.

—Muy bien, todo eso está muy bien… ¿Pero por qué está tan seguro de que allá abajo no nos está esperando la momia de Akenatón?

—Evidentemente —resolvió el escocés—, porque Atón y Amón son antitéticos.

Fersen estaba sobrexcitado, ninguna explicación hubiera podido detenerle.

—Es igual. ¡Quiero bajar a la cisterna, ahora mismo!

El escocés cruzó una mirada con Messori, luego se volvió hacia él.

—Contaba con que no le convenceríamos —dijo, tendiéndole una mascarilla—, tenga, póngase esto y agárrese bien a la cuerda.

Uno tras otro, los tres provistos de lámparas y mascarillas, se hicieron descender hasta el fondo del pozo, donde se abría una laguna sin entrada por la parte del mar. Una neblina blancuzca permanecía en suspensión sobre las aguas, apestaba a amoniaco. Los peones, que trabajaban por relevos de quince minutos, no extraían más que restos de esqueletos y cuernos de carnero. La vista del osario impresionó a Fersen, que se agarraba a Conway atemorizado ante aquel cónclave de muertos.

—Ya lo ve —concluyó el escocés—, se trata de una tumba de inspiración egipcia pero plenamente romana. La tumba de los arúspices de Tiberio, o de Augusto.

Merde! —gruñó Fersen—. ¡Tanto dinero para nada!

—Es usted injusto con nuestro trabajo, señor —le reconvino Conway—. Estos hombres han sacado de aquí media docena de estatuas que se disputarían los mejores museos del mundo.

—¡Pero todas romanas! ¡Bah, yo no quiero eso!

Il Dottore se atusó su bigotillo antes de sugerir con su ironía habitual.

—Siempre podremos vendérselas a los fascistas de Malaparte. Así nos haremos perdonar nuestra abyecta condición de hijos de Sejano.

El término alertó inmediatamente a Conway, pero prefirió reservarse.

—… Cinco minutos más y empezaremos a notar los efectos de la maldición de los faraones en su versión amoniacal. Hay que subir, ya.

Fersen, crispado por su frustración, habló, más bien bramó, dirigiéndose al il Dottore, como si no le hubiera oído.

—¡Yo no tengo nada que hacerme perdonar ante esos bastardos de la loba capitolina! ¡Si quieren algo de mí, que vengan a pedírmelo! Entonces ya veremos…

—Pero signore…

—¡No hay pero que valga! Desde mañana mismo quiero una puerta de hierro arriba, ¡y dos guardias con escopetas!

—No es necesario… —insistió el escocés—. Le aseguro que aquí ya no encontraremos ningún objeto de valor.

—Pero la puerta les recordará a esos chacales que soy el dueño de todo esto. Y ahora, dígame Conway —añadió, volviéndose hacia el arqueólogo—, ¿qué tal van las prospecciones en el castello di Barbarossa?

—Si no le importa preferiría responderle en la superficie. No sé a usted, pero a mí los ojos ya me están ardiendo…

Los de Fersen se veían igual de irritados. Aunque en su caso, más que al amoniaco, se debían a la corrosión de la codicia. Subió de mala gana, refunfuñando. El enfado no se le pasó hasta la hora de los cócteles de esa noche, cuando aparecieron por Villa Lysis los asiduos habituales y un invitado excepcional que le cambió el humor.

—¡Vaya, qué acontecimiento! ¡Me trae usted al amante de Lady Chatterley, y sin avisar! —exclamó avanzando hacia él con los brazos abiertos—. Mister Pound, esto no se lo perdono —sonrió, exultante, mientras saludaba efusivamente a su acompañante, el gran D.H.Lawrence—. Y en cuanto a usted, sepa que soy su más rendido admirador, y que esta es su casa. ¿Pero cómo es que ha venido sin su encantadora esposa?

Lawrence encajó su catarata de efusiones hundiendo sus profundos ojos oscuros en los de su anfitrión. Eran los de un hombre que había desertado de Inglaterra para emprender lo que definió como «sus años de peregrinación salvaje».

—Frieda ha preferido quedarse en los Abruzzos —articuló el escritor con su inconfundible voz rota—, el clima del sur le sienta mal.

—¿Se refiere a nuestro clima político… o solo al siroco?

El sarcasmo de il Dottore hizo un hueco para la bandeja que sostenía un efebo como recién salido de un lienzo de Caravaggio. Fersen y Messori optaron por una copa de limoncello. Lawrence prefirió un vaso de agua. Conway no tomó nada, solo observaba.

—… No es solo en Italia, señores —continuó el escritor—, en toda Europa no se oye otra música que la del ruido de sables. Los perros de la guerra están al acecho.

—¿Es cierto que los militares siguen acusándole de espionaje al servicio de los alemanes? —intervino Conway.

—Me acusan de todo, señor: espionaje[21], obscenidad, pornografía… ¿y todo por qué? Solo porque rechazo esta sociedad que predica la explotación industrial del hombre y ahora la estricta autodestrucción, por la vía del militarismo.

—Le veo muy pesimista… —le cortó Fersen.

—Si ha leído mi obra sabrá que no lo soy en absoluto. Mientras cosechamos acero para erigir una nueva guerra las uvas también maduran, y la tierra sigue sus ciclos. Por más que esta civilización camine hacia su holocausto, los viejos dioses oscuros siguen ahí, aguardando el momento de su despertar. Hace más de cinco mil años que están instalados en el deseo del hombre. Jamás habrán de capitular.

Il Dottore citó de memoria, enfáticamente, uno de sus textos.

—«La mente puede equivocarse pero lo que la sangre siente, cree y dice, siempre es verdadero».

Fersen aplaudió sin soltar su copa.

—Pero, verdaderamente —continuó el escocés—, ¿cree usted que solo podremos salvarnos regresando a lo primordial, a lo instintivo…?

—Incluso al sexo entendido como una forma de conocimiento —concluyó lacónicamente Lawrence—. Al fin y al cabo, fue eso mismo lo que buscó el emperador Tiberio cuando se refugió en esta isla.

—No estoy de acuerdo. —La protesta coincidió con la aparición de Leticia, que venía enfundada en un traje de amazona, con su fusta en la mano—. Para mí lo que trajo a Tiberio a esta isla no fue el deseo, ni el sexo.

—¿Cuál fue la razón, entonces? —exclamó Lawrence, que antepuso la pregunta a las presentaciones.

—Solo el miedo. Vivía aterrorizado por todo aquello en que había convertido Roma, el imperio y a sí mismo. Vino a Capri para resucitar, pero acabó destruido por sus propios demonios.

Lawrence la miró como si estuviera diseccionándola, aquella joven podía suministrarle un arquetipo perfecto para su próxima novela. No perdió la ocasión de tantearla.

—Señorita, ahora soy yo quien discrepa de usted.

—Magnífico, escucharé sus razones y si me convence es posible que le quite el sambenito de misógino recalcitrante que le ha colgado Virginia Woolf.

—Todo un honor —se jactó el escritor—. Como saben, la señora Woolf sigue los postulados de la Sociedad para la Eugenesia. Además de a mí, sueña con exterminar a todos los «seres defectuosos» de Inglaterra. Pero, de todas formas, no acabo de entender qué tiene que ver una cosa con otra…

—Posiblemente, lo mismo que los maccheroni y los spaghetti —adujo Messori—. Están hechos de la misma pasta, pero sin una buena salsa, ¿en qué se quedan? ¡En una mortaja caliente a la que no hay manera de hincarle el diente! —Todos sonrieron un instante, el tiempo justo para que el secretario del barón volviera a dominar la situación—. Por cierto, ¿no van teniendo un poco de hambre? He reservado una mesa para seis en una trattoria donde preparan una deliciosa impepata di cozze[22], aunque su higiene deja mucho que desear… Primitivismo en estado puro, mister Lawrence.

La pérgola de Il Tinello se veía cubierta de vides trepadoras que se enroscaban como serpientes sobre sus columnas. Entre los cipreses que cerraban su jardín se alzaba la escultura de un fauno procedente de algún expolio y, al pie del acantilado junto al mar, donde había sido dispuesta su mesa, una bandada de delfines escoltaba a los pesqueros que partían a faenar rumbo a Berberia.

—… Todo eso son infundios, señorita —siguió explicando Lawrence, que parecía conocer muy bien la biografía de Tiberio—. Tácito fue un espléndido escritor, pero sus Anales son pura literatura, nada que ver con la historia real. Tiberio tenía sesenta y ocho años cuando se retiró a Capri rodeado de astrólogos, pero también de sabios, pues le apasionaba el conocimiento. Aquí llevó una vida severa y solitaria, no atacada ni por sus peores enemigos, y puedo citarle a unos cuantos…

—¿O sea que sus famosas y sanguinarias orgías también son un invención?

—La experiencia del sexo siempre ha tenido algo de aterrador para los ciudadanos de orden. Y en eso no hemos cambiado un ápice en dos mil años, milady. Tiberio, al final de su vida soñó con una vida nueva, sí, como usted ha apuntado anteriormente, pero no había nada de truculento en su experiencia. Solo buscaba despertar su «conciencia sanguínea», explorar los límites. En una palabra, conocerse a sí mismo.

—Suetonio dice de él que pervirtió hasta a Calígula —apostilló Pound.

—Siento corregirle, pero Suetonio dice otra cosa: afirma que cuando Calígula quería entregarse a la depravación tenía que disfrazarse con una peluca para burlar la vigilancia de su abuelo adoptivo. Una imagen francamente cómica.

—¿Y el asesinato de Sejano? —intervino Pound—, ¿qué me dice de eso?

—Sejano fue un traidor que conocía bien las debilidades del emperador. Fue él quien le trajo de Egipto, por intermediación de su padre, Lucio Seio Estrabón, que fue gobernador de esa tierra, tres arcones de papiros con los textos de las pirámides. Tiberio quedó deslumbrado ante el descubrimiento de la sabiduría egipcia.

—Según tengo entendido le fascinaba la figura de Akenatón.

—No conozco la historia hasta ese extremo, pero lo dudo mucho.

—Es igual —volvió a intervenir Messori, a quien el vino ponía locuaz—. Si hay una cosa clara en esta historia es que Sejano pervirtió a Tiberio, y por eso no nos perdonan a nosotros.

Lawrence y Conway se cruzaron una mirada de desconcierto.

—Es como este hojaldre —continuó il Dottore mientras cortaba el dulce de sfogliatella—. Cada uno de nosotros encierra una historia escrita en capas, pero la del Imperio romano cambió radicalmente a partir de la introducción de los cultos egipcios en Roma. Y el culpable fue Sejano. O al menos eso es lo que dicen los fascistas.

—¡Qué soberana sandez! —apostrofó Lawrence.

Conway apuró un trago. Ahora entendía aquella ceremonia grotesca escenificada por los fascistas en la Gruta Azul: invocaban el esplendor de la Roma de Tiberio en detrimento de los hijos de Sejano. ¿Quiénes eran estos? Naturalmente, todos aquellos que se hubieran rendido a los nuevos «cultos extranjeros» que, a su juicio, estaban envenenando Italia. Cortar la cabeza del leopardo significaba decapitar simbólicamente a la hidra de la anarquía y el bolchevismo, cuyo epicentro coincidía con la scuola rivoluzionaria, pero también incluía un desafío al círculo de Fersen, cuya pasión egipcia era tan pública y notoria como su homosexualidad, y tan abominable, para ellos, como sus afinidades hebraicas, entre las que se incluía la influyente familia de los Cerio.

—… Puede que su pensamiento le parezca ridículo —continuó Leticia—, pero le aseguro que sus camisas negras no bromean. Y usted también debería comenzar a tenerlo muy en cuenta —añadió, dirigiéndose a Pound—. No entiendo su admiración por Mussolini. No es más que un histrión de opereta que representa lo peor de Italia.

El poeta esbozó un gesto de desdén.

—Lo prefiero a la abyecta estirpe de banqueros que han puesto el mundo y el corazón del hombre en venta. Antes de que estalle una nueva guerra estallará todo el sistema financiero que baila al compás de los usureros de Wall Street. ¿Saben de dónde viene el nombre de esa calle? Era el «muro» donde encadenaban a los esclavos para las subastas. Igual que ahora, solo que los negros somos todos nosotros.

—Es muy posible… —prosiguió Lawrence—. Pero lo peor de todo esto no es lo que está sucediendo en Roma o en Nueva York. Bajo su apariencia progresista los bolcheviques se están revelando tan reaccionarios como el resto. En Inglaterra asistimos a una contracción de las libertades en todos los órdenes. Europa está muerta, asediada por una jauría de perros guardianes que fingen proteger la moral de las masas. Asómese a su patio trasero, verá cómo se devoran unos a otros…

Un brusco ataque de tos le impidió continuar. Lawrence había llegado a Capri enfermo de tuberculosis. Cuando le vieron retirar de sus labios un pañuelo manchado de sangre, fue como si rubricara su sentencia personal sobre el futuro de Europa.

—No se inquieten por mí, les aseguro que no temo a la muerte.

Pound no desaprovechó la oportunidad de verter una de sus frases lapidarias.

—Hay cosas peores que la muerte. La enfermedad invita al desprecio. El enfermo lo sabe.

Messori se vio obligado a intervenir.

—… Las enfermedades pulmonares no son mi especialidad —se excusó—. Pero el doctor Munthe vive aquí al lado y es un buen amigo de la casa. Si vamos ahora mismo, le atenderá encantado.

—Y a mí también me encantará conocerle, pero mejor en otro momento —se evadió Lawrence—. Hace una noche preciosa, y durante todo el viaje he venido soñando con asomarme a los Faraglioni. ¿Quedan muy lejos?

—A la distancia de un café —se apresuró a responder Fersen—. Yo le llevo.

Se repartieron en los dos coches aparcados en la explanada de Il Tinello. Lawrence, Pound y Fersen ocuparon el Delahaye de Messori. Conway se instaló en el Hispano-Suiza de Leticia, que arrancó como una exhalación. Así llegaron, bordeando la cartuja de San Giacomo y el monte Tuoro, hasta el Belvedere de Trágara donde, en efecto, se ofrecía una perspectiva abismal de los farallones envueltos por la bruma que subía del mar. Lawrence, Fersen y Pound se apostaron en el mirador. Messori ni se molestó en salir del coche. Leticia cogió a Conway de la mano y se lo llevó pendiente abajo, hacia la Boca de las Sirenas. Alcanzaron enseguida un promontorio apartado, donde permanecieron un buen rato contemplando la puesta de sol mientras el golfo de Sorrento parecía sumergirse lentamente en un pozo de tinta. El escocés rompió el silencio sin retirar sus ojos del horizonte.

—¿…Y tú qué piensas de todo esto?

—¿De qué en concreto? Hemos hablado de tantas historias…

—Elige la que quieras.

—Bien, te voy a hablar de una que viene muy a cuento. ¿Sabes quién vino a cenar anoche a nuestra casa? Krupp, el rey del acero alemán. ¿Y sabes para qué? Mi padre está haciendo el gran negocio de su vida con la venta de armas a los fascistas. Cañones prusianos forjados en la explosiva República de Weimar para celebrar por todo lo alto el holocausto de Europa.

—Pero, tu familia, ¿no es de ascendencia judía?

—El dinero no tiene patria, pero convierte en esclavos a quienes lo adoran. Todos son iguales, y mi padre no es el único… También Jacques está metido en el negocio.

—Es lo último que me quedaba por oír. —Las cejas del escocés se alzaron en un gesto de incredulidad—. ¿Fersen, el gran liberal, implicado en el negocio de armamentos?

—En uno mucho peor, Kenneth. Pero eso no puedo contártelo.

Él no se lo pidió. Estaba asqueado, no quería saber más.

—Cada día estoy más harto de todo, Leticia, no sé si voy a aguantar mucho más tiempo aquí.

—¿Te vas a ir sin encontrar lo que buscas?

Entonces el rostro de Conway tomó una curiosa expresión, una especie de sobria astucia, y respondió con otra pregunta.

—¿Qué es lo que busco? ¿Acaso tú lo sabes?

No, Leticia no podía saberlo. Nunca le había acompañado a sus prospecciones en la Gruta Azul, ni siquiera sabía que las estaba practicando. Como cualquier mujer enamorada solo buscaba sondear sus sentimientos hacia ella. Conway lo entendió cuando sintió el roce de su palma sobre su rostro.

—Pero tú, ¿… cómo demonios? ¿Sigues decidida a casarte con Fersen?

—Por supuesto que sí, amor mío. Eso no tiene nada que ver con lo que siento por ti.

—No sientas nada por mí, recuerda, ese era el pacto.

Leticia recostó la cabeza sobre su hombro. La frialdad de aquel pésimo amante le resultaba exasperante. ¿Cómo podía quererle tanto?

—Dime cómo se escribe la palabra amor en jeroglíficos.

El escocés sonrió de una manera sombría, luego eligió las palabras.

—Noches en vela, fiebre de posesión, arrebatos de desesperación —dijo en tono impersonal, mirando al mar—. No se puede amar sin comprender, y quien comprende, créeme, huye del amor como de la peste.

—¿Quién te ha hecho tanto daño para que pienses así?

—A lo mejor la infelicidad forma parte de mi naturaleza. Tú me lo dijiste —prosiguió irónicamente—. Pero si no se puede amar, sería muy deshonroso fingir ese sentimiento ante alguien.

—Uf, ojalá pudiera expresar exactamente lo que quiero decir —protestó Leticia—. A ver cómo lo digo…

—Inténtalo.

La italiana esbozó una sonrisa tan insegura como su mirada.

—¿No crees en los contratos de amor para aquellos cuya alma no está dispuesta a enamorarse?

—¡Por Dios, qué elucubración tan retorcida! ¡Ni los padres de la escolástica medieval se hubieran atrevido a tanto!

—¿No he conseguido engañarte? —volvió a preguntar Leticia, enfadada consigo misma por haberse mostrado vulnerable.

—Te engañas a ti misma: la ternura es el peor antídoto contra la pasión. Y en cuanto a mí, ya te lo he contado todo. Soy un perdedor, Leticia, un derrotado. No puedo darte nada, y tú lo sabes —exclamó, bajando la voz—. Mi corazón está muerto.

—No me lo creo. Y no me repitas que te lo dije, porque lo hice solo para provocarte.

—¿Qué vamos a hacer, Leticia?

—… Si tú te vas yo también me iré de Capri. Sería capaz de escaparme contigo al fin del mundo si tú me lo pidieras.

—¿Lo harías?

—Por supuesto que sí. Puedo gobernar el timón del Albatros como el mejor de los capitanes de la isla. Y tú también sabes hacerlo, yo te he enseñado…

Era cierto. Adiestrado por Leticia, aquel escocés de tierra adentro se había convertido en un buen piloto.

—¿Pero a dónde llegaríamos con tu barco? Solo es un velero, dudo que aguante una navegación de altura.

—Vuelves a equivocarte, Kenneth. Por si no lo sabías, el año pasado participé en la regata Odissey que va desde Nápoles a Estambul, y llegué la primera.

—¿La primera?

—Bueno, solo regateaba una mujer.

—Y, por mí, serías capaz de regatear hasta el mismo Infierno, ¿no es eso?

—Ah, es inútil intentar hablar en serio contigo. Anda, dame un beso…

Cuando regresaron al Belvedere, el Delahaye de Messori ya había partido con todos sus invitados a bordo. Seguro que Fersen no se había privado de deslumbrar a Lawrence explicándole que esa bella joven que acababa de desaparecer junto al arqueólogo era su prometida, la mujer con la que pensaba casarse y a la que llevaría al altar provocadoramente vestida de blanco. Nunca sabremos cuál fue la reacción de Lawrence. Pero Conway rio de buena gana al oír la suposición de Leticia.

—… Le encanta deslumbrar, incluso a los poetas malditos.

La oscuridad azul se aprestaba a caer sobre la bahía de Nápoles. Leticia conducía a la misma velocidad suicida, desafiando los abismos. También ella creía deslumbrar a su amante, pero no reparó en el rostro de Conway. Mirando el horizonte del mar le parecía estar viendo el viejo río sagrado que habitaba sus sueños, y emergiendo de sus aguas, su vida futura extendiéndose ante él, como si fuera a nacer de nuevo.

—Allá donde estén, el Nilo reconoce a sus hijos —murmuró para sí—. Por más profunda que sea la noche, encontraréis el lugar donde nace la luz.

Ebbene… ¿Qué te pasa ahora? ¿Ya has vuelto a perderte en tus delirios?

—Es extraño…

—¿Qué?

—Nada. Estoy perdido y busco mi alma… Pero no sé, también cabe la posibilidad de que me esté volviendo loco. ¿Tú qué crees?

Leticia sonrió sin levantar el pie del acelerador, persuadida de que solo podía ser ella la causante de esa locura. Volvía a equivocarse. El amor, por un tiempo, puede vivir de incógnito, agazapado en lo más recóndito de un corazón. Pero cuando despierta, reconoce inmediatamente el objeto de su pasión, así lo encuentre entre los vivos o en el reino de los muertos.