25
«PARTIREMOS en un barco construido enteramente con madera de sicomoro, que es el árbol de la diosa Nut, la que despierta cada mañana en la isla de la Llama y conduce a los Hijos de la Luz por los caminos de este y del otro mundo. En la proa pintaréis los dos ojos de Horus, para que nos proteja de los demonios del mar. Antes de partir alzaremos nuestras manos hacia las estrellas imperecederas, las que jamás se ponen ni desaparecen, las que sostienen el orden cósmico. Pronunciaremos las medu meter, las palabras del origen, y el divino Atón se alzará con ellas. Su soplo nos conducirá hacia el infinito este, donde todo nace y renace incesantemente. Así cruzaremos La Muy Verde, penetraremos en el Delta, remontaremos las aguas de Hapi y llegaremos hasta la dorada Hermópolis, donde reina Thot, creador de la lengua primordial y señor del Cinco, símbolo del conocimiento…».
Sí, Ankhesa tenía mucho que contar. La confirmación de que al fin iban a partir había despertado en ella una gran excitación, como si ese regreso al reino de los faraones implicara, más que un viaje, el regreso mismo al corazón de la eternidad. Conway no lo veía de la misma manera. Él también quería escapar de Capri. Lo supo desde que encontró aquel sarcófago en la Gruta Azul. Su acercamiento a Leticia, su insistencia para que le enseñara a gobernar el Albatros, ya entonces, como su decisión de vender los tres escarabeos de oro, no apuntaba a otra finalidad. Pero, en realidad, él jamás había pensado en Egipto. Ni siquiera en su tierra natal, Escocia. Hubiera preferido cualquier otro destino. Londres, Viena, Estambul, incluso la lejana Nueva York. Mejor un lugar donde nadie lo conociera. Estaba decidido a quemar todas las naves, olvidar su pasado, desertar para siempre de la arqueología. Ya no quería volver a mancharse las manos con esa ciencia que se nutre de la profanación de tumbas y de la violación de cadáveres. Un pensamiento obsesivo le dominaba: desaparecer con su amada Nefertiti y emprender una nueva vida junto a ella, lejos de la maldición que parecía perseguirles desde tres mil años atrás.
El primer día Ankhesa se lo puso difícil. Nunca se iría sin el sarcófago que contenía su momia. Lo sabía, para los antiguos egipcios el sarcófago no era un mero contenedor. Ellos lo consideraban un verdadero «proveedor de vida» que se extendía sobre el cuerpo del difunto para resucitarlo. Pero se trataba de una exigencia disparatada ¿Cómo incluir un sarcófago dentro de un equipaje convencional sin convertir en un escándalo cada uno de sus movimientos? Y además, ¿para qué demonios lo quería? Cierto, ya se lo había dicho. Ella solo podría unirse a él cuando su momia descansara en la Casa de los Millones de Años. No lo entendía. ¿Acaso no estaba ya con él? Entonces, ¿qué sentido tenía esa prevención? Inútil razonar con ella desde presupuestos contemporáneos. Su mentalidad pertenecía al Egipto milenario. Ya lo daba todo por perdido cuando, de pronto, había aparecido aquel personaje que tampoco razonaba, el magnate Ignacio Cerio. En otras circunstancias Conway jamás hubiera aceptado su proposición. Ahora se revelaba en ella la solución idónea. A bordo del Albatros podría cargar cualquier cosa y, Cerio se lo había aceptado, él pondría las condiciones. Contaba con tres días, ni uno más, y necesitaría un par de ayudantes. El primero ya lo había elegido. Esa tarde localizó a Gaetano en la casita sarracena de la Marina Piccola, donde vivía, y le hizo una oferta que no podría declinar: doscientas mil liras contantes y sonantes, toda una fortuna, a cambio de que se enrolase en un viaje hasta la otra punta del Mediterráneo. El pobre pescador, a quien había sorprendido engullendo una cazuela de patatas cocidas rebozadas en queso pecorino, rompió a farfullar con la boca llena.
—Dove dice che dice, signore? ¿Hasta Egipto en un velero? ¿Pero usted sabe todo lo grande que es el mar, y las olas que levanta el siroco?
Conway no parpadeó.
—… Y además llevaremos uno de los sarcófagos que encontramos en la Gruta Azul.
—¿Cómo? ¿… Que también quiere llevar el sarcófago? Pazzo, sei pazzo, está usted loco, signore. ¡Antes prefiero cargar al papa en su silla gestatoria!
—Tranquilo, espera que te cuente… —insistió Conway, sin inmutarse—. No nos llevaremos los sarcófagos grandes. Solo el más pequeño.
—¿Y eso de qué manera? ¿Con la difunta dentro?
—Eso es asunto mío. Tú solo tienes que preocuparte de hacer lo que yo te diga y hacerlo bien.
—¿Quiere un poco? Vamos, pruébelo —replicó el pescador, tendiéndole su cazuela humeante y su cuchara—. Aunque huela como a podrido, está más jugoso que las entretelas de mi Annunziata.
—No, gracias, gracias… —se excusó el escocés—. Me arreglo con un vaso de vino.
El pescador escanció su lambrusco en dos vasos mugrientos, Conway continuó.
—Tienes que conseguir una caja de buena madera, bien fuerte, y lo suficientemente grande. Uno por uno ochenta, más o menos.
El pirata tuvo un momento de vacilación, algo le pasaba por la cabeza.
—Venga, escupe lo que estás pensando.
—Ya sabe que mi tío, don Giuseppe, regenta una funeraria. —Gaetano comenzó con cierta prevención, el mutismo del escocés le hizo pensar que le estaba brindando la solución perfecta—. Podríamos meter la momia en un féretro de bambino. Aunque bueno, si se trata de una reina, mejor uno tamaño king size, ¿no?
Conway se le quedó mirando, maravillado por la naturalidad con que aquel aldeano pasaba de lo impossibile a lo sencillamente delirante.
—Tú sí que estás loco, Gaetano. Pero precisamente por eso te he elegido a ti.
—Allora, signore, ¿voy encargando el ataúd?
—Ni se te ocurra. Pásate mañana a primera hora por la mejor carpintería de Anacapri, y encarga la caja. Una caja decente, ¿entendido? A las diez en punto te estaré esperando en el embarcadero de la Marina Grande, ya sabes dónde.
Gaetano apuró el último trago de su lambrusco, absolutamente extasiado.
—Duecentocinquantamille lire. Io sono il re di Capri!
—Pero espera a regresar para coronarte.
Los dos hombres brindaron mirándose a los ojos, como dos conspiradores. Al otro lado de la casucha de Gaetano un mar encrespado, de un rabioso color esmeralda, azotaba con zarpazos de salitre los pesqueros recién llegados de mar adentro.
Por fortuna, el Albatros no resultó dañado por el temporal. Cuando Conway llegó a la cala donde lo tenía amarrado sorprendió a Cerio inmerso en un zafarrancho demencial. Aquel magnate no tenía la menor idea de cómo gobernar un cúter de quince metros de eslora y cinco de manga, pero parecía decidido a embarcar en él hasta los muebles de su palacio. Un formidable ajetreo de sirvientes cargados de baúles, cómodas estilo imperio y hasta cornucopias venecianas, desfilaba semejante a un laborioso tropel de hormigas a lo largo del muelle. Apostado en lo alto del puente, Cerio daba órdenes como un capitán Ahab en vísperas de su gran singladura.
—¿Pero qué pretende? —le espetó el escocés—. ¡Esto es un velero, no un mercante!
—Lo necesito todo, todo esto forma parte de mi vida… No puedo dejarlo aquí, a merced de los bárbaros. Y, además, tenemos invitados.
—¿Cómo? ¿… Que tenemos invitados?
—Ayer noche se presentaron en mi casa dos ilustres personajes, estaban aterrorizados. Compréndalo, no pude negarme.
Conway no daba crédito.
—¡Por todos los demonios! ¡Le advertí que no dijera nada de esto a nadie!
—Se trata de dos amigos de mi hija —se excusó Cerio—. Ha sido ella quien…
—Está bien. Dígame al menos de quiénes se trata y me lo pensaré.
Cerio no necesitó pronunciar sus nombres. En ese momento, el único taxi motorizado de la isla —un destartalado Tin Lizzie[40] amarillo—, invadió el embarcadero, y de él se apearon dos personajes bien singulares: D.H. Lawrence, el gran heterodoxo, y Auden, el poeta maldito, que parecía recién embalsamado en su untuosa loción Perkins.
—Pero, ¿cómo…? —masculló Conway, elevando su mirada hasta los recios maletones amarrados al portante del automóvil—. No me digan que ustedes también…
—No, no pertenecemos a la nación hebrea —se adelantó Auden, jadeante, pues a duras penas podía arrastrar su maleta—, pero tenemos la certeza de que hemos sido señalados por esos energúmenos.
Y antes de que el escocés pudiera replicar, Lawrence continuó.
—Esta noche los fascistas han asaltado la Scuola Rivoluzionaria. Buscaban a los «bolcheviques», como ellos los llaman. Por suerte no había nadie dentro. Estoy convencido de que los siguientes seremos nosotros. Nos lo ha confirmado el mismo Ezra Pound. También él está indignado, no da crédito a lo que está pasando.
—Tenía entendido que su amigo simpatiza con los fascistas…
—El muy cretino es un maldito idealista, sigue creyendo que Mussolini es algo parecido al hombre providencial, «quintaesencialmente mediterráneo», como dice él —prosiguió Auden, con su fúnebre causticidad habitual—. Los sucesos de anoche le han abierto los ojos, me temo que para conducirle derecho al abismo.
—Esta mañana ha cogido el primer vapor. Pretende entrevistarse con il Duce, en Roma. Como imaginará, no hemos aceptado su invitación al suicidio.
Un acceso de tos impidió a Lawrence continuar hablando. Cuando se retiró el pañuelo de la boca intentó ocultar la mancha de sangre.
—Y usted, en sus condiciones… —adujo Conway, evitando pronunciar la palabra tuberculosis—, ¿cree que podrá soportar un viaje como este, hasta Alejandría?
—No se preocupe por mí, he sobrevivido a travesías bastante más arduas.
—Además, nosotros nos bajaremos en Atenas —adujo Auden—. Solo tendrán que hacer una pequeña escala, sin variar su rumbo…
Conway se volvió hacia Cerio recriminándoselo entre dientes.
—Le dije que yo pondría las condiciones y usted aceptó.
El magnate se defendió con un tenso susurro.
—Se trata de una obligación de humanidad, compréndalo, se lo suplico, no podía negarme.
—Está bien —transigió al fin el escocés—, que suban los dos. Pero a cambio dejará usted la mitad de su cargamento de antiguallas a pie de puerto. ¿Entendido? —Cerio cabeceó como un perro fiel—. Y en vista de cómo se están poniendo las cosas, lo mejor será adelantar nuestra partida. Zarparemos hoy mismo, a medianoche.
—De acuerdo, se hará como usted diga.
—Vendrán mis dos tripulantes, y mi pareja, por supuesto. Ah, y también necesito espacio en la bodega para una caja grande.
—¿Cómo de grande?
—Tan grande como un féretro.
—¿Un féretro? —repitió el banquero con un rictus de estupor—. ¿Un féreto para quién?
—Para usted mismo si sigue preguntando.
El resto del día Conway y Gaetano trabajaron duro en la Gruta Azul. Tuvieron que emplearse a fondo para hacer pasar por la estrecha abertura del hipogeo el sarcófago de madera que contenía la momia de Nefertiti. Fuera, en el caique, ya tenían preparado un armón de embalaje y un cubo de plomo fundido con el que sellaron sus junturas. Ankhesa les aguardaba en su habitación del San Felice. El escocés le había prevenido para que no abriera la puerta a nadie. Temía por los dos, y no se trataba de ningún presentimiento. Él también estaba señalado. Trabajaba para Fersen, la cabeza visible de los hijos de Sejano, a quienes los fascistas atribuían la decadencia de Italia. Desconocía la razón por la que el barón parecía protegido ante ellos, pero así como habían asesinado a Caltagirone, a Gesualdo y a Ruggero, ahora podían vengarse con cualquiera de sus cercanos. Aún recordaba lo que habían hecho con la mujer de Peres, el diamantista. Ankhesa podía ser la siguiente. Una vez que atracaron y antes de ir a por ella, también apremió a Gaetano.
—Solo nos quedan unas horas, tienes que encontrar a un hombre. Necesitamos un tripulante más. Alguien con experiencia…
—Ya lo he buscado, jefe, pero nadie quiere embarcarse con nosotros. La porca pavura les ha mordido a todos, están muertos de miedo.
—¿Les has dicho que estoy dispuesto a pagarles hasta cien mil liras?
—Ni por las doscientas mil que me va a soltar a mí. La mitad de los pescadores odian a Cerio y la otra mitad a Fersen. Ya sabe, la maledizione.
—Basta, aquí no hay más maledizione que la que te va a caer a ti como me falles. Tienes cuatro horas. Revuelve cielo y tierra, pero encuéntrame a alguien.
Gaetano, desesperado, se puso a gesticular aparatosamente, a la napolitana.
—Ma chi trovo se non il diavolo stesso?[41].
—Ese es el mejor piloto del mundo. Si te lo cruzas véndele tu alma, seguro que aceptará.
El pescador se alejó taladrándose la sien con el índice mientras mascullaba, pazzo, pazzo, pazzo, convencido de que se había enrolado en la nave de los locos.
No le faltaba razón. Pero si a esa hora el embarque del Albatros presentaba un estado de agitación considerable, el cordón de carabineros a las puertas del San Felice le hizo temerse lo peor. Conway salvó en tres zancadas las escaleras del vestíbulo. El propietario, demudado, discutía con un capitán que reconoció al primer vistazo. Se trataba del tal Carapezze, otro de los bastardos que habían participado en los rituales fascistas de la Gruta Azul.
—… Si no hay víctimas no puedo detener a nadie —se justificaba este, impostando una neutralidad escandalosa—. A efectos oficiales esto ha sido un simple altercado. Un desafortunado malentendido, sí, pero nada más que eso…
—¡Cómo que un desafortunado malentendido! ¡Usted ha visto el rastro de sangre! ¡Esos matarifes le han disparado dentro de mi hotel! ¡Tiene que detenerlos!
—Yo no he visto nada, la sangre solo es sangre.
El escocés intentó abordarles pero los carabineros no le dejaron romper el cerco. Por un momento, horrorizado, su mente se vio invadida por Ankhesa. Lo buscaban a él, tal vez la habían encontrado a ella. Entonces, de entre el corro de empleados a su espalda le llegó un comentario.
—Estaba claro que se la tenían jurada por lo de ayer. Lástima que Cornacchia no encontrase su escopeta a tiempo.
Conway se volvió sintiendo un alivio, muy humano, pero también muy vergonzante.
—Entonces, la víctima, ¿ha sido don Giuseppe?
—Lo han sorprendido en las cocinas. Querían llevárselo, pero él se ha resistido. Entonces le han disparado, a bocajarro, signore, un trallazo en el vientre.
Continuó otro de los camareros:
—Todos los que estábamos ahí nos hemos revuelto, todos como un solo hombre, con nuestros buenos cuchillos, con las hachas de partir la carne. Todos contra ellos. Los fascistas se han retirado con el rabo entre las piernas.
—¿Y Cornacchia? ¿Dónde está?
—Ha escapado sin que nos diera tiempo a atenderle…
—Nadie sabe dónde está.
—Muerto, seguro que está muerto. Don Giuseppe era un valiente hasta para eso: no les va a dar el gusto de que escupan sobre su cadáver.
La indignación le dio el coraje necesario para romper la barrera de carabineros. Tenía que sacar a Ankhesa de ese infierno como fuera y cuanto antes.
—¡Alto ahí! —bramó Carapezze—. ¿Dónde va usted? ¡Está terminantemente prohibido subir a las habitaciones!
Conway no se volvió. Siguió avanzando con paso decidido hacia el ascensor. Carapezze esgrimió su pistola.
—¡Alto o disparo!
El escocés no le retiró la mirada. Accionó la palanca, el ascensor comenzó a elevarse. El disparo atronó por toda la planta noble del San Felice. Cuando sus carabineros se volvieron hacia él, vieron a su capitán dar un paso atrás, vacilante, tambaleándose, con los ojos desorbitados y una expresión atónita coagulada en su fría cara de pez. Un orificio seco del tamaño de una bala le perforaba el cráneo, en medio de la frente. Cayó de bruces sobre la escupidera de latón. Esta vez no hubo sangre, pero, ciertamente, al fin apareció la víctima. El muerto era él.