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GAETANO comprendió que debía hacerse así. Con puntadas que enhebraban su dolor y su rabia, durante la noche cosió la mortaja que envolvería el cadáver de su tío y, nada más clarear el alba, fue él mismo quien lo cargó hasta el puente rechazando la ayuda de todos. Conway había cruzado una tabla sobre la borda. Allá dispusieron el cuerpo de Giuseppe Cornacchia, mientras el viento del amanecer escribía en las velas su oración fúnebre.
—Sei stato buono —exclamó el pescador—… Buono como il mare.
Auden sintió el nudo en la garganta, «bueno como el mar», jamás había escuchado un verso tan bello. Lentas lágrimas se deslizaban por el rostro de Ankhesa hasta sus labios. Y de corazón a corazón, aquellos hombres que no tenían nada en común se unieron en una plegaria siseante que recitaba cada cual para sí, con los ojos bajos. El cadáver se sumergió en el océano como si arrastrara parte de ellos mismos hacia las profundidades. Sin una palabra más, Conway viró el timón hacia la isla de Citera, y el Albatros respondió con un crujido seco de su vela mayor. En lo alto, una tras otra, se fueron desvaneciendo las estrellas. El cielo se tornó brillante como una concha marina, púrpura al principio, para variar enseguida a la tonalidad rosa vivo de un ciclamen. Una bandada de delfines asomó por la serviola. Lo interpretaron como un buen augurio. No se equivocaban. En siete largas horas de navegación, no volvieron a escuchar ni un solo paso espectral sobre el puente ni en el sollado. Quienquiera que hubiese acabado con la vida de Cornacchia parecía saciado con su sangre. Los dioses del Egeo se mostraron favorables. Sobre el mediodía, hacia el noroeste, divisaron los acantilados de Citera bañados por una luz fulgurante. Para Auden y Lawrence el viaje tocaba a su fin. Ya con el cúter enfilado hacia la bocana del puerto, los dos ingleses alistaron sus equipajes.
—No sé cómo decirle lo que siento —exclamó Lawrence buscando la mano de Conway—. Usted y yo somos dos hombres de carácter fuerte, decimos lo que pensamos sin ambages, sin medir el daño que… Bien, admito que yo he sido el más torpe. Por segunda vez le pido que me perdone.
El escocés miró su mano tendida, parecía vacilar. Solo estaba buscando las palabras.
—No tengo nada que perdonarle —dijo al fin, cogiéndosela entre las suyas—. Yo también pienso lo mismo que usted sobre muchas cosas, incluida su visión de la arqueología.
Lawrence segregó una de sus sonrisas fúnebres.
—… No hace falta que me diga lo que piensa de mis libros.
—Ni de los míos —apostilló Auden, que parecía cubrirse tras la espalda de este—. Le debemos el gesto de habernos traído hasta aquí, nos ha salvado la vida…
—Estamos en deuda con usted. Le aseguro que nunca lo olvidaremos.
—Está bien —les cortó el escocés—. Si es así, me van a permitir que me cobre esa deuda.
—Pídanos lo que quiera.
Conway los miró a los dos. Parecían dos niños haciendo esfuerzos por parecer hombres dignos y respetables.
—Guárdenme el secreto. ¿Me entienden?
Los dos cabecearon al unísono.
—Les pido que no digan ni una palabra de lo que han vivido. A nadie, ni aquí ni en Inglaterra.
—Le doy mi palabra —repuso Auden sin vacilar.
—Yo también, por supuesto —continuó Lawrence—. Pero no me basta con eso. Ya sabe que yo no volveré nunca a Inglaterra. Odio mi país y todo lo que significa con todas mis fuerzas. —Un nuevo acceso de tos cortó su voz—. No sé adónde iré ahora —continuó—. Probablemente a un lugar lleno de sol que me seque esta maldita tuberculosis… Pero si usted y yo volvemos a encontrarnos, quiero que sepa que tendrá en mí algo parecido a un amigo. Y algo me dice que nos encontraremos.
Entonces Lawrence no podía saberlo, ¿o tal vez sí?, ni Conway imaginarlo. Sin embargo, en alguna parte de esta historia sus palabras rubricaron una cita indeleble. La despedida no se prolongó. Apenas los desembarcaron Gaetano recogió el cabo y, al punto, el Albatros recuperó velozmente la ruta del sur, con todas sus velas henchidas en unción con la marea.
La navegación discurrió sobre un mar en calma, siempre con viento a favor. Si sus cálculos no fallaban, en menos de dos días alcanzarían las costas de Egipto. Conway invirtió el resto de aquella jornada en la traducción del tercer papiro. Su lectura no resultó nada tranquilizadora: «Aunque creas que tus pasos te sostienen sobre La Muy Verde, continuarás caminando entre dos bocas de fuego». La profecía de Ribbadi le recordaba una y otra vez que seguía en peligro. ¿Qué significaban aquellas «dos bocas de fuego»? No necesitaba que se lo tradujeran. Con el amanecer del segundo día, sin decir nada a nadie, ni siquiera a Ankhesa, tomó sus precauciones.
—No dudes del pescador, es de nuestra raza —le había dicho la Bella—. Su alma ha flotado alrededor del mundo durante milenios antes de volver a tomar cuerpo. Procede de la vieja Menfis, la primera ciudad fundada por el divino Menes. En nuestro tiempo fue llamado Ramosis, guardaba tu cetro sagrado, el heka. Siempre te fue fiel, y lo seguirá siendo. Él no lo sabe, pero es la fuerza de su alma la que le ha llevado a aceptar este viaje, impulsándole irremisiblemente hacia Egipto. Igual que nosotros.
—No es él quien me inquieta, ya lo sabes.
—No te preocupes por el otro. Su corazón es de barro y ahora sabe que está solo. No se atreverá a nada. Obsérvale, aunque antes fuera un príncipe hitita su manera de caminar no es la de un guerrero.
—A veces los cortesanos son más temibles que los guerreros. Lo sabes muy bien, por tu propia experiencia.
Ankhesa se le quedó mirando, como si pudiera leer sus pensamientos.
—Maat Happa Besa —articuló lentamente llevando la fórmula sagrada hasta sus labios—. «El Orden construye al Hombre». Ningún hijo de Atón puede consentirse el derramamiento de sangre. Suceda lo que suceda, no debes matar. Matar a uno de tus enemigos te convierte en uno de ellos. Es lo que espera Apofis: él ha derramado la sangre de un inocente solo para que tú te emborraches con ella. No la bebas. Ni ahora ni nunca, jamás.
—Tranquila, no pensaba hacerlo.
Entonces el rostro de Ankhesa cobró otra expresión.
—No me mientas, Ken, sé lo que estabas pensando —exclamó en un tono seco—. Arranca de tu mente esa idea, y arroja al mar el arma que ocultas ante mis ojos.
El escocés se quedó lívido. En efecto, al poco de partir de Citera se había apoderado del revólver que Cerio ocultaba en su litera. Apenas entreabrió su chaqueta, lo llevaba encajado en su cinturón.
—Solo es para defendernos si nos atacan. Las cosas pueden ponerse muy feas cuando desembarquemos.
—Arrójalo al mar.
—No, no lo haré.
Nunca hasta entonces se había producido una situación semejante entre ellos. No se reconocían. Ankhesa mantenía su mano tendida, pidiéndole que le entregara el arma. Conway ya iba a hacerlo, a regañadientes, cuando la puerta del camarote se abrió de golpe. En el umbral apareció Ignacio Cerio, apuntándole a la cabeza con una pistola de bengalas que sujetaba con sus dos manos.
—Vamos, hágale caso a su mujercita. Ya ve que es por su bien.
El escocés mantuvo la calma.
—Suelte esa pistola, puede hacerse daño.
—Puede que no sepa navegar, pero le aseguro que sí sé disparar. Y me estoy impacientando.
El nerviosismo con que sujetaba la pistola de bengalas convertía a aquel imbécil en un sujeto particularmente peligroso.
—Si dispara, este barco quedará sin gobierno —adujo Conway—. No espere que Gaetano le obedezca, salvo que también esté dispuesto a matarlo a él.
—Estoy dispuesto a cualquier cosa, igual que usted. Dígame, ¿por qué lo ha hecho? No, no ponga esa cara de no entender nada —continuó Cerio—. Vengo de la cabina de radio. El telégrafo no funciona, lo ha inutilizado. Primero el telégrafo y luego yo, ¿verdad? ¿O quizá el primero fue el viejo Cornacchia?
No había acabado de decirlo cuando sintió el impacto de un golpe seco en la nuca. Cerio cayó fulminado.
—Chi la fa l’aspetti[44]. Nunca me ha gustado este pájaro, y menos con una pistola en la mano.
Cerio despertó una hora después, sentado y maniatado a un lado de la toldilla de proa. Gaetano le saludó con un guiño desde el timón.
—Lo siento por el trancazo, signore, pero compréndalo: no me quedaba otra…
Conway le puso un cigarrillo en la boca.
—Le digo lo mismo, Cerio, no tema por su vida. Yo no tengo nada contra usted.
—Quién lo diría —masculló el magnate—. Se carga el telégrafo, me roba la pistola y me abre la cabeza… No, ustedes no tienen nada contra mí.
—Me entenderá si me escucha: no espero nada bueno de su amigo Fersen. El cable del otro día dejó bien claras sus intenciones. No puedo explicárselo todo, pero le aseguro que lo que llevo ahí abajo no le pertenece.
—A mí eso me trae sin cuidado, arréglense entre ustedes. Yo en sus asuntos ni entro ni salgo.
—Me cuesta creerlo. Su hija Leticia le importa mucho, y ahora está casada con ese bastardo. Sangre de su sangre.
—A Leticia déjela en paz. No tiene nada que ver con esto.
—Es lo que pensaba hacer, con ella y con usted.
—Muy bien, suélteme y le creeré.
—Le voy a soltar ahora mismo, en cuanto se haga a la idea.
—Ah, ¿o sea que además tengo que «hacerme a la idea»? Supongo que se referirá a algo que piensa hacer conmigo. Así me agradece que le brindara viajar hasta Alejandría con su amante y con lo que lleve ahí abajo. Es asombroso…
—Ya no vamos a Alejandría.
—¿Cómo? ¿Qué está maquinando? ¿Abandonarme en medio del mar?
—Lo haría con gusto, pero si se porta bien llegará con nosotros a Port-Said.
—¿… A Port-Said? ¿Pero por qué?
—Digamos que para evitarnos un encuentro muy desagradable. Estoy seguro de que Fersen nos ha ganado la delantera, no me sorprendería que estuviera esperándonos a pie de puerto. Pero yo no le voy a dejar que me sorprenda…
—Testa di cazzo! ¿Eso es todo? —se sulfuró Cerio—. ¡Hubiera bastado con que me lo dijera! ¿Qué más me da a mí atracar en Port-Said, si en unas horas puedo estar en Alejandría?
—Ya, pero seguro que antes le hubiera pasado el parte. Por eso inutilicé el telégrafo.
—Eso no resuelve su situación. Salvo que me pegue un tiro, y le creo bien capaz de hacerlo, en cuanto desembarque me pondré en contacto con mi hija y con mi familia, tenemos casa en Alejandría. Naturalmente, se lo contaré todo.
—Yo que usted me cuidaría de hablar demasiado, señor —intervino entonces Ankhesa, que venía de subir una jarra de agua—. Si usted cree en los conjuros, ha de saber que toda palabra que sale de nuestra boca lo es: juzga y sentencia a quien la pronuncia.
—¿Qué pretende decirme? ¿… Que estoy sentenciado?
—Solo le digo lo que usted ya sabe. Toda su vida ha sido un desafío a los dioses. Si continúa desafiándolos, su corazón pesará muy poco frente a sus faltas en la balanza de Anubis.
El magnate palideció, como si al fin, demasiado tarde, la hubiera reconocido.
—¿Quién es usted? —exclamó, apenas con un hilo de voz—. Dígame quién es usted y qué es lo que sabe de mí…
Un grito desde el timón ahogó su pregunta arrastrando las miradas de todos hacia el mastelero de proa.
—¡Terra! ¡Terra in vista!
Así apareció, todavía a lo lejos, una delgada línea ocre que solo podía corresponderse con las costas de Egipto. Tres milenios después de su muerte, Nefertiti regresaba al país del amanecer, a la tierra del origen. Sin embargo, a medida que se acercaban, la emoción que empañaba los ojos de la reina dio paso a otro sentimiento.
—Tengo miedo, Ken… —exclamó, en voz baja, asiendo el brazo del escocés con fuerza—. ¿Qué será de nosotros si nuestro sagrado Khemet no nos reconoce?
—¿A qué viene eso ahora, querida? Egipto es inmortal, tú lo has dicho. Todo lo que fue permanece vivo allá, hasta las arenas del desierto te reconocerán.
—Sin la protección de nuestros dioses estaremos perdidos, nuestra vida valdrá menos que el limo del Nilo.
—Vamos, Ankhesa, ¿de qué tienes miedo?
—Todas las divinidades nacieron de la simiente de Atón, pero míralo —continuó señalando el sol poniente—. Llegaremos en el tiempo de su caída. No podrá vernos, ni reconocernos. Es un mal augurio. ¿No podemos esperar hasta que amanezca?
—Perderíamos un tiempo precioso, Ankhesa, tienes que entenderlo…
—Solo entiendo una cosa, Ken.
—¿Qué?
Los labios de Ankhesa se fruncieron en un gesto de desaliento.
—A veces, hasta los príncipes pueden llegar a maldecir su destino.
Donde ella veía un mal augurio, Conway solo quería ver aquel viento favorable. Si se mantenía firme, atracarían en Port-Said esa misma noche.