50

SU mano le mostró la senda blanqueada por el creciente lunar que conducía a la última tienda, junto al palmeral. No había nadie más de pie alrededor del campamento, todos dormían. Por un instante Conway pensó en sus amigos. Lady Agatha, Lawrence, Auden, ¿qué habrían hecho con ellos? ¿Por qué no había vigilantes frente a sus tiendas? Tampoco se advertía ni un alma en torno a aquella donde le esperaba Leticia. Al descorrer la lona de su puerta, se encontró con una escenificación delirante. Como si la italiana lo hubiese dispuesto todo para celebrar un ritual. Seis candelabros dibujando un círculo sobre el suelo de arena, y, en su centro, un diván de cuero muy gastado. Leticia observaba expectante, fuera del círculo. Bajo una capa oscura, que había dejado entreabierta, vestía una túnica del color de la púrpura muy ceñida a su talle, marcando sus senos y sus caderas. La calidad sedosa de su piel, su esbelta figura, su cabellera semejante a una llama azul, despertaban en él pensamientos odiosos. Pero había acudido a esa cita para pactar con ella. Y ella sabía que le tenía en sus manos. Se lo dijo con el primer beso. Buscaba sus labios, él los esquivó. Leticia encajó su desdén con una sonrisa esquinada.

—Siempre serás el mismo, Kenneth Conway, un niño incorregible. ¿Es que tu reina no te ha enseñado a guardar las formas?

—He venido a escucharte, Leticia. Habla, cuéntame qué quieres proponerme.

La italiana se quitó la capa que cubría sus hombros desnudos y, con una lentitud escénica, se acomodó en el diván cruzando sus largas piernas, que asomaron por los pliegues de la túnica.

—Todo el mundo cree que soy muy feliz. Se equivocan por completo. —Suspiró, lánguidamente, mezclando su perfume con sus palabras—. Mi vida es espantosa, Ken, una vida insoportable.

Conway conocía sus protocolos, se prestó al juego solo por acabar cuanto antes.

—Nadie lo diría, Leticia. Eres una mujer muy atractiva, tienes dinero, y te has casado con un príncipe…

—Esa es mi cárcel, una cárcel mucho peor que la tuya. Jacques se ha vuelto loco, estoy harta de él, Ken, no puedo más. Necesito liberarme de esta maldita historia…

—Pues hazlo, ¿quién te lo impide? Rompe con todo y escápate de aquí, tú que puedes.

La italiana se echó el pelo atrás, como si no le hubiera oído. Luego articuló su proposición con una frialdad calculada:

—Dime, Ken, ¿estarías dispuesto a empezar una nueva vida… conmigo? —contaba con el silencio del escocés. Tras dejar pasar unos instantes, añadió—. Conmigo y con Ankhesa, si es preciso. Ya sabes que soy una mujer muy liberal.

Si no la conociera, Conway hubiera pensado que aquella mujer había perdido el juicio. Esbozó un gesto de hastío.

—¿A cambio de qué, Leticia?

—No te pediré nada a cambio. Solo que me quieras un poco.

—¿Y qué te hace pensar que Fersen y Malaparte nos van a dejar escapar?

—¿Quieres que vaya directamente al asunto?

—Te lo ruego.

—Bien, el pacto es este: antes tendrías que entregarles tu otro tesoro, la momia de Nefertiti. Elllos saben que la has traído aquí desde Italia. Es todo lo que quieren, nada más que eso.

El escocés encajó sus palabras apretando las mandíbulas. ¿Cómo no se le había ocurrido pensar que era eso lo que querían? Una sonrisa vencida precedió a su respuesta.

—Se la ofrecería encantado si supiera dónde está.

—No me mientas. Lo sabes, tienes que saberlo.

—¿Quieres que te cuente la verdad?

—Solo la verdad.

—La verdad solo la conoce un muerto llamado Gaetano Cornacchia. En efecto, encontré la momia de Nefertiti en Capri, y la traje hasta Port-Said a bordo del Albatros. Pero al ver que las cosas se complicaban, en Luxor, se la pasé a Gaetano para que no me atraparan con ella encima. Cuando llegamos aquí le pedí que la escondiera. Nunca me dijo dónde la ocultó. Tus amigos lo mataron antes de que pudiera revelármelo.

—Si lo que dices es cierto, eso cambia mucho las cosas —continuó Leticia, chasqueando la lengua con un gesto de fastidio—. Pero no está todo perdido. Nos queda otra posibilidad.

—Adelante, dime cuál.

—Se trata de Ankhesa. Jacques está loco por ella… y sueña con que ella le corresponda. Imagínate, en su locura la llama «La Momia» —tras contener una mueca de burla, Leticia continuó en su tono de falsa inocencia—. Vaya, ahora que lo pienso… Igual es solamente eso lo que quiere: la «momia» viviente, Nefertiti, tu mujer.

Era la constatación final de que lo sabían todo. Sabían que la elegida de Atón había regresado a la vida y que su existencia, como la de todos ellos, dependía de la preservación de aquella momia. Porque ellos estaban muertos, tanto o más que ese cadáver embalsamado tres mil años atrás. Quienquiera que fuese su «Maestro», estaba claro que su presencia obedecía a la consumación de una venganza ancestral.

—No te creo —mintió, a conciencia, solo por ganar tiempo. Recordaba bien el asalto que había sufrido Ankhesa a manos de aquel paranoico—. Jacques es homosexual, no siente como un hombre, no puede sentir nada por Ankhesa.

Leticia estalló en una carcajada.

—¿… Sentir como un hombre, dices? ¡Qué sabrás tú de sentimientos! El amor verdadero está más allá del sexo, Ken, deberías saberlo. Y el de Jacques es el amor de un loco, un amor absoluto y absolutamente posesivo. Un amor ideal, platónico, alucinado, como quieras llamarlo, pero para él está muy por encima del amor humano. Y así lo vive. Cuando se pone hasta arriba de opio se cree de verdad que es la reencarnación de Akenatón… No descansará hasta poseer a su reina, viva o muerta.

—Mi reina no tiene dueño, Leticia, ni yo tampoco.

—Olvidas un pequeño detalle, Kenneth: estáis en sus manos. Malaparte quiere tu cabeza, y Jacques el corazón de Ankhesa. Si rechazas mi proposición, vuestro único consuelo será el de morir juntos.

—La muerte solo es un paso, sabemos lo que nos espera al otro lado.

—¡Ah, qué romántico! —se jactó la italiana, pálida de ira—. ¿Y qué estáis pensando? ¿Un suicidio a lo Mayerling? Por favor, cómo se puede ser tan estúpido…

Leticia no podía soportar aquella situación, le costaba contener la rabia que la poseía. Se dirigió con paso decidido hacia un arcón, apareció una botella de vino. Conway escuchó escanciar las copas a su espalda.

—Solo te lo voy a preguntar una vez más, Kenneth Conway, nunca más oirás estas palabras. Pero dime la verdad, solo la verdad.

—Tu obsesión por la verdad me preocupa —repuso el escocés sin volverse—. Será que vives rodeada de mentiras. Sabes que ese no es mi estilo, pregúntame lo que quieras.

Leticia pareció vacilar, como si se resistiera a formular su última pregunta:

—¿…Ya no te queda nada de amor por mí?

Quería decirlo de una manera natural, pero su voz se quebró sin que Conway apenas lo advirtiera.

—Lo nuestro nunca fue una historia de amor, y tú lo sabes.

—Para mí sí lo fue, Ken —continuó la italiana, avanzando hacia él con las dos copas en la mano—. Yo te sigo queriendo, maldito canalla. Te querré siempre, aunque tú no me quieras. Aunque me odies.

—Lo siento, Leticia…

—¿Es tu última palabra?

—No escucharás otra.

—Entonces no lo sientas. Te agradezco mucho que hayas sido tan sincero conmigo, definitivamente. Porque eso quiere decir que también me rechazas… Definitivamente.

Conway se incorporó, todo estaba perdido, ya no tenía sentido que permaneciera allá.

—No, no te vayas todavía. —Leticia le retuvo ofreciéndole una de las dos copas—. Si tú también me has condenado a mí, concédeme esa última gracia: brinda conmigo. Sí, brinda conmigo por la muerte de un amor, y luego vete. Vete para siempre, Kenneth Conway, esta es tu última oportunidad para escapar.

—Sabes que no lo haré sin Ankhesa.

—No seas imbécil, Ken, te lo digo de verdad —insistió la italiana, avanzando un paso más hacia él. Estaba tan cerca que casi podía verse reflejado en sus ojos—. Estoy dispuesta a sacrificarme por ti. Ya te lo he dicho, aunque no me quieras…

—Ahórrate tu sacrificio, Leticia. No me iré sin ella.

—Peccato! —exclamó la italiana soltando un suspiro de desaliento—. En ese caso déjame que sea yo quien brinde por vosotros dos —y, llevándose su copa a los labios, pronunció su voto—. Que el amor nunca os abandone.

—Ten la certeza de que nunca nos abandonará.

—Me das mucha envidia, Ken, una envidia insoportable… Nunca te perdonaré que me hagas esto. Nunca jamás. Vamos, bebe tú también. Bebe para ayudarme a olvidarte.

No podía negarse, era el último brindis por una mujer que nunca le olvidaría. Conway apuró su copa sintiendo los ojos de Leticia penetrar dentro de los suyos, dos serpientes de terciopelo y fuego, como el vino que se deslizaba por su garganta.

—Es una lástima, amor mío, hubiéramos sido tan felices juntos…

—Tú y yo nunca hubiéramos podido ser felices juntos, Leticia. Despierta de una vez, vives en un delirio permanente. Igual que Fersen.

—¿Y si fueras tú el dormido, el alucinado, el que habita dentro de un delirio tan enfermizo como el mío? Dime, ¿nunca te lo has preguntado?

—Por supuesto que no. Pero aunque fuese así y esta fuera mi última noche, dormido o despierto… ten la certeza de que moriré… junto aquella… a la que amo.

Le costó decirlo, su lengua se movía con torpeza. Sintió que se le nublaba la vista. La copa cayó de su mano. Un extraño malestar comenzó a afectarle, sus piernas no le sostenían, tuvo que apoyarse en el diván. ¿Qué le estaba sucediendo?

—Te lo he dicho antes y vuelvo a repetírtelo, Ken: eres un niño, no conoces a las mujeres. Ninguna mujer perdona que la rechacen… Y yo no soy una mujer cualquiera, cariño. Soy Kya, la hija de Kafra, el hitita, la cortesana que le arrebató su trono a Nefertiti y su corazón a Akenatón. ¿Lo entiendes ahora?

Sí, al fin entendía, pero ya no podía escapar de aquella voz que se lentificaba dentro de su mente. Le invadió una sensación de inermidad, terrible, paralizante, como si le cubriera el aliento de un monstruo. Su corazón empezó a latir con violencia.

—Tengo que… irme… en se… guida —articuló, penosamente.

—Pues muy bien, vete cuando quieras. Aunque me temo que no llegarás muy lejos. ¿Quieres que te cuente lo que vendrá después? Tu mujercita será más feliz con Jacques que contigo. Y tú, conmigo, ay, pobre tonto, hubieras conocido el paraíso.

Conway intentó incorporarse, apenas consiguió trastabillar tres pasos. Su cuerpo se desmoronó sobre el diván como un saco de arena.

—Mírame, mírame bien, ¿te acuerdas de esto? —exclamó la italiana soltando el prendedor que sostenía su túnica—. Este cuerpo vale cien veces más que el de esa puta egipcia, y es todo tuyo. Vamos, dime ahora que no me deseas.

—¿Qué… qué me has hecho…? Maldita… zorra…

Ella enlazó sus brazos sobre su cuello y se sentó a horcajadas sobre su cintura. Conway intentó rechazarla, sus manos no le respondían. Leticia comenzó a acariciarle.

—… Has apurado el licor que procura el olvido divino, amor mío. —Su voz se había convertido en un susurro mórbido—. Ahora olvidarás a esa mujer, y serás mío, Kenneth Conway. Mío para siempre.

El ritual de la posesión comenzó así. Sintió su lengua como un animal viscoso deslizándose sobre su pecho, a lo largo de su cuello, hasta penetrar en su boca. Guiado por su mano, a golpes de sangre, su sexo se tensó dentro del suyo mientras Leticia fundía su alma y su voluntad con sus besos, meciéndose sobre él, lúbrica, voluptuosamente. Había perdido la facultad de hablar. Un intenso placer se abrazó a un dolor oscuro, amargo, lacerante. El éxtasis cobró la forma de una caída en el abismo. Sus ojos se cerraron. Ya no los necesitaba, había entrado en otra dimensión. Conway se vio caminando a través de la vasta inmensidad del desierto, hacia una pirámide solitaria. Al llegar ante ella, los bloques de piedra se abrieron a su paso. Comenzó a remontar la rampa que ascendía hasta la cámara real. Agazapada sobre un sarcófago monolítico, le esperaba una mujer con cuerpo de león, una esfinge detenida con la prosopopeya de un dios de mármol negro. Le formuló una pregunta que no pudo entender. Su boca permanecía abierta, esperando su respuesta, ansiosa por devorarle. Sintió que se hundía dentro de ella, atravesando un túnel de una oscuridad profunda que, enseguida, volvió a iluminarse como si alguien hubiese encendido una vela en el interior de una calavera. ¿Dónde se encontraba ahora? Lentamente, fue dibujándose ante él una habitación de techo bajo semejante a una cripta. Vio, como suspendida del aire, una máscara de oro constelada de llamas. Su semejanza con Ankhesa resultaba asombrosa. La única diferencia estribaba en que el rostro de Ankhesa era el de una mujer joven, de poco más de veinte años, en tanto que el de la máscara llameante volvía a pertenecer a aquella esfinge cuyos ojos vacíos parecían atravesar la eternidad.

Entonces, al pie de la máscara, advirtió la figura de un hombre en cuclillas que vertía incienso sobre un brasero. Se cubría con una capa negra bordada con jeroglíficos en hilo de oro. Los signos parecían arder con cada uno de sus movimientos. Cuando se incorporó reconoció un personaje familiar, lo había visto en todas sus pesadillas. Un hombre alto y un poco encorvado, de ojos pequeños y amarillos, con la boca ligeramente deformada, como el belfo de una liebre. El labio inferior le colgaba en una mueca repulsiva. Lo vio besar la máscara de la reina. Como si el suyo fuera el beso de la vida, al retirar sus labios, un cuerpo de momia envuelto en apretados vendajes se materializó desde la máscara de oro hasta sus pies. El mago la cubrió con su capa y, al hacerlo, distinguió sobre su mano aquel anillo. El anillo de la «T» mayúscula en cuyo interior se leían sus nombres, Ankhesa y Conway, enhenbrados a la leyenda Condenatio amoris. Era el maestro, el señor de las tinieblas. Apareció un largo cuchillo en su mano. Se disponía a ofrecer un sacrificio a sus dioses, un sacrificio de sangre. Gritó, «¡Ankhesa!». Volvió a gritar con todas sus fuerzas: «¡Ankhesa, amor mío, despierta por mí, sálvate por mí!». Pero ya era tarde, demasiado tarde. La oscuridad que le envolvía había comenzado a succionarle. Desesperado, sin poder hacer nada por evitarlo, siguió cayendo en un abismo sin fondo, cabeza abajo, siempre cabeza abajo. En eso, sintió que una mano sujetaba su muñeca. Súbitamente su caída cesó. Aquellos terribles ojos amarillos, semejantes a dos puntas de acero, se acercaron y escrutaron los suyos. Mientras los miraba, fueron cambiando de forma y de color. El amarillo varió al verde, un verde hipnótico, sus párpados se curvaron agrandando sus córneas. Aquel demonio se estaba transmutando en una mujer, y esa mujer era Leticia, que seguía meciéndose sobre él, mientras el maestro se alejaba con el corazón de Ankhesa. Un sufrimiento intolerable acabó por romper el suyo. De sus ojos brotaron lágrimas de un veneno más amargo que el amor. Cuando la muerte vino a por él, al fin dejó de sufrir, una paz narcótica le poseyó por completo y se hundió en la nada.