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LA noticia del sarcófago egipcio hallado en la Gruta Azul había traído a Capri la atmósfera de un carnaval. Cintas, estameñas y grandes gonfalones ilustrados con jeroglíficos colgaban entre las cuerdas de ropa tendida, desde los balcones de la vía Marriucca hasta las altas farolas de hierro forjado de los jardines de Augusto. En la plaza del Reloj habían levantado una tienda con dos pilonos ante sus puertas que preparaban un clima ceremonial. Dentro, los próceres ya lo tenían todo dispuesto: una réplica en cartón piedra de la estatua sedente de Ramsés II, el estrado de los grandes discursos, las botellas de spumante para celebrar el magno evento, y, por supuesto, doce mesas de redacción coronadas por un flamante teletipo que esperaba impaciente la noticia. Entre metales a un soplo del desmayo y voces que sonaban como becerros en degüello, la banda municipal ensayaba día y noche la ampulosa marcha triunfal de Aída «Gloria all’Egitto, che il sacro sol protegge!». Y, como un acorde de ese mismo compás, ya estaban en camino desde Roma los operadores que habían rodado Quo Vadis?[70], ansiosos por llevar al cinematógrafo esa que estaba llamada a ser la gran película del año.
Lo más difícil fue sortear a los periodistas apostados como perros de caza a la entrada de la clínica Morgano, al acecho de la aparición del insigne arqueólogo escocés. Una vez más, las astucias de Gaetano resultaron decisivas. Con la complicidad de Giovanna, la enfermera, consiguieron burlar la vigilancia de los celadores de su planta. Solo había una salida libre de toda sospecha: la que bajaba a la morgue. No cabía mejor metáfora para ilustrar la resurrección de Kenneth Conway. Regresaba de la muerte para emprender una nueva vida. Y era exactamente así como se sentía. Como si caminara dentro de una nube, semidespierto, semidormido, semejante al Adán de las leyendas medievales: el cuerpo de un hombre cuya carne es escoria, sus huesos piedras, su sangre agua, su cabello hierba, su mirada el sol, su respiración el viento, sus pensamientos una lenta deriva bajo un mar de estrellas.
Caminaba sin peso dentro de un traje que ya no le reconocía, sostenido por Gaetano, como si saliera de una larga y agotadora convalecencia. Nadie reparó en él. La clínica Morgano era la de los tuberculosos y, verdaderamente, su aspecto era el de un enfermo terminal. Nada que ver con el héroe intrépido que esperaban los reporteros apostados en el vestíbulo. Un desvencijado furgón negro le esperaba apenas a unos metros, en la vía del Babbuino, donde administraba su negocio de pompas fúnebres el tío de Gaetano, don Giuseppe Cornacchia. El viejo maître del San Felice y el escocés apenas se concedieron el tiempo de un abrazo cargado de emoción que se rompió en una sonrisa y, enseguida, en una carcajada a duras penas contenida. Al paso del luctuoso furgón las encopetadas damas, los elegantes caballeros, hasta los curiosos venidos de todas partes que atestaban los cafés y las trattorias se descubrían para manifestar sus condolencias. No podían imaginar que el difunto celebraba cada instante con toda su vitalidad intacta. El furgón sorteaba la multitud como quien vadea un río, alejándose de esa inmensa colmena de rostros y gestos, el gran ciclorama de la Capri eterna, princesa y ramera, como si buscara entre aquellas piedras grises del pavimento la llave del reloj del tiempo.
Conway solo pensaba en Ankhesa, en sus espesas pestañas fragmentando la mirada de sus ojos magníficos. El agotamiento cerró los suyos. Solo fue un instante. Pero, al abrirlos, como un fogonazo de tinieblas, distinguió entre la muchedumbre un rostro detenido bajo las polvorientas palmeras de la piazzetta del Tinello. Lo hubiera reconocido entre un millón. Ese sombrero Stetson de un carmesí muy gastado enmarcando aquella cara exangüe, su turbia mirada, y sobre todo aquella sonrisa torcida en una mueca de infinito desdén, pertenecían a un hombre cuya presencia le heló la sangre en las venas. Aleister Crowley estaba en la isla. Sin duda, había venido convocado por el barón Fersen. Como un relámpago, pasaron por su cabeza las escenas que había vivido en la cripta de la Casa de los Millones de Años. No, aquello no fue un sueño. Y, si lo fue, la pesadilla continuaba. Un escalofrío le recorrió la columna, sintió que se le nublaba la vista.
—¿Se encuentra mal, signore? —le preguntó Gaetano sin dejar de conducir—. No se preocupe, llegamos enseguida a mi casa. Allá podrá descansar…
El escocés se enderezó en su asiento fijando la vista al frente.
—No quiero descansar. Tienes que llevarme a la Gruta Azul.
El viejo Cornacchia intentó hacerle entrar en razón.
—Está usted muy débil, señor Conway. Bajar a la Gruta en su estado sería una imprudencia.
—Giuseppe, créeme, esta es una historia a vida o muerte. No hay tiempo que perder, cada minuto cuenta.
—Pero…
—No hay pero que valga, Gaetano —le cortó el escocés—. Tenemos que rescatar la momia de Nefertiti esta misma noche. Y por lo que más quieras, vete pensando un lugar donde podamos ocultarla.
—Yo le ofrecería mi humilde casa… Pero, ¿… por cuánto tiempo, signore?
—Por toda la eternidad.
Gaetano comenzó a sudar.
—Uuuufff, eso es mucho tiempo, jefe. Hágase cargo: vivo con mi madre, mis cinco hermanas y tres suegras… Imagínese a su momia egiziaca, ahí, en medio de la polenta… —Pero no bien acabó de decirlo, su gesticulación torrencial se congeló en un gesto parecido a una iluminación—. ¿Ha dicho «por toda la eternidad», eh, signore?
—Sí, por toda la eternidad.
—¿Y no le importaría que fuera al otro lado del mar…?
—No me digas que ahora estás pensando llevarme hasta Egipto con tu barca.
—No, no, signore… —el pescador se lo pensó dos veces antes de soltarlo.
Estoy pensando en la bella Nápoles, la perla negra del Mezzogiorno.
El escocés conocía sus euforias, no había nada que temiera más.
—Dime de una vez dónde…
—Ah, no, eso no puedo contárselo, jefe —dijo, con fingida dureza—. Si yo no me meto en sus secretos, usted tendrá que respetar los míos. ¿Me entiende lo que le quiero decir?
—Sí, te entiendo: iremos a Nápoles…
—Y si es preciso hasta las bocas del Vesubio —apostilló don Giuseppe.
—No, eso no será necesario —continuó Gaetano, mirándole con solemnidad—. Pero le aseguro que pasaremos cerca del infierno.
—¿Cerca del infierno?
—No más preguntas, jefe, ese es el pacto. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, llévame al infierno.
Acababan de llegar al puerto de los pescadores, en la Marina Piccola. La barca de Gaetano les esperaba escorada sobre una playa de guijarros, con sus aparejos dispuestos. Poco después ya tenían todo lo necesario para adentrarse en la cámara de la Gruta Azul: un lío de cuerdas, dos palancas y una linterna. Conway se recostó sobre las varengas, don Giuseppe alzó la vela de cuchillo, Gaetano se puso a los remos. No tardaron en alcanzar el embarcadero de Grádola, el lugar idóneo para fondear sin ser advertidos por los posibles vigías que Fersen y Malaparte habrían dispuesto en el tramo de costa que se prolongaba hasta la Gruta Azul.
El viejo Cornacchia se quedó a bordo. Conway y Gaetano comenzaron a trepar por la empinada escarpa. Una vez arriba, tomaron el sendero que conducía a Villa Helios. La suerte se puso de su parte. Solo había un guardián apostado entre las ruinas, aunque llevaba al hombro una escopeta de caza y dos cartucheras en bandolera. Por si aparecía el fantasma de Gesualdo.
—Vaya, vaya… —exclamó Gaetano—. Pero si ese es Vincenzo, el hijo del párroco… El pobre ya nació marcado: se puede ser más cabezón pero no más zopenco.
—¿Por qué lo dices?
—Espéreme aquí, ahora va a verlo…
El pescador describió una parábola a través del bosquecillo. Poco después reapareció por la vereda abierta que conducía a Villa Helios. Caminaba tranquilamente, con las manos en los bolsillos. Pero, nada más advertirlo, el hijo del párroco se llevó la escopeta a la cara. Gaetano se detuvo elaborando un rictus de indignación y, con un gesto bien teatral, se abrió la camisa con las dos manos.
—¡Sí, eso, mátame, mátame Vincenzo Sposito! ¡A mí que vengo a avisarte de que tu mujer te está poniendo los cuernos con Petruccio, el boticario, que encima es comunista!
El escuadrista palideció, su rostro se tensó en un gesto de ira mal contenida.
—¿Y tú cómo lo sabes? ¡Júrame que la has visto con tus ojos o…!
—¡Por mi santa madre te lo juro, Vincenzo! Ahí estaba tu Annarella, tan desnuda como vino al mundo entre los polvos de la rebotica de Petruccio, y más que contenta, con una copa de chianti en una mano y tu honra en la otra, ragazzo.
—¡Maldita perra entre las perras! —gruñó el escuadrista, antes de volver a preguntar—. ¿Pero estás seguro de que era mi Annarella?
—Si tu Annarella tiene un lunar grande como una manzana allá donde se acaba la espalda, date por incornatto Vincenzo Sposito.
El escuadrista no se preguntó cómo había llegado a averiguar Gaetano que su mujer tenía esa marca de nacimiento, antes de sorprenderla en flagrante pecado. Echó a correr risco abajo arrebatado por todas las furias, con su escopeta por delante.
Poco después, una larga soga caía a plomo por la galería abierta por Conway bajo la última cripta de Villa Helios. Gaetano fue el primero en deslizarse por la estrecha embocadura. El escocés lo hizo con dificultad. Su cuerpo no le respondía, le fallaban las fuerzas, pero al fin consiguió pasar. El corredor que comunicaba con la primera cámara permanecía tal como él lo había dejado. Amarraron la segunda soga al pilar Djed que sostenía la siringa y emprendieron el último descenso. Esta vez fue Conway quien se adelantó.
—Cuidado dónde pone los pies, jefe. Recuerde, siete pasos adelante está el pozo donde se abrió la crisma.
El escocés ya no le escuchaba. El halo de su linterna iluminaba aquella maravillosa barca solar armada con placas de oro, los cofres suntuosamente tallados, los vasos canopes sostenidos por los cuatro hijos de Horus y, entre las efigies de Isis y Neftis, aquel soberbio sarcófago de diorita ceñido por el sello real que contenía la momia de Nefertiti. Cuando alzó su cubierta apenas pudo contener la emoción. Repitió, como una plegaria, las claves cifradas en el primer cartucho: «Nefer-Neferu-Atón» —Perfecta es la perfección de Atón—. «Aquí descansa la Bella, la Señora de las Dos Tierras. Amó a quien amaba más que a la vida y le siguió más allá de la muerte, hasta alcanzar la divina plenitud».
Aquellas palabras reabrieron la herida en su corazón. No, su aventura no había sido un delirio. Tenía la certeza de haberla vivido físicamente, en otra dimensión, en una realidad paralela, quién sabe si en otro mundo. Ahora sabía todo lo que sucedería si no obraba en consecuencia. Nada le apremiaba más que salvar a Nefertiti de la venganza de Smenjkara y Horemheb, de la codicia de la ciencia, pero también de su propio deseo. El reencuentro vaticinado por la profecía ya se había cumplido. Juntos habían regresado a la ciudad del sol, la legendaria Amarna. Su sangre había despertado de su letargo de tres mil años a su amado Akenatón, sus almas se habían enlazado para siempre en la luz, en el esplendor de Atón. Ya solo le quedaba un protocolo por cumplir, el más doloroso: renunciar a ella para que ella siguiera viviendo en los labios de la eternidad y él, al fin, pudiera alcanzar la paz.
Una calma absoluta les rodeaba. Acarició el óvalo perfecto de aquel rostro que también él había amado más que a su vida. Los grandes ojos de obsidiana engarzados sobre las cuencas de la momia le restituyeron una mirada irrevocable. Debía conducirla a una morada donde ya nadie jamás volviera a perturbar su sueño y prepararse para su último adiós. Se lo decía con una sonrisa hierática pero llena de amor. Parecía que tras ella se ocultaba una promesa imperecedera, el pálpito de un corazón todavía anhelante.
—Vamos, signore… Tenemos que irnos ya. Los fascistas pueden aparecer en cualquier momento.
La voz de Gaetano le hizo regresar a la realidad.
—Sí, tenemos que irnos ya —repitió, sin dejar de mirarla—. Vamos, ayúdame a cargarla.
—No, jefe, usted no podrá con ella. Déjeme a mí.
—Se trata de mi reina, Gaetano, te aseguro que no me pesará.
La mirada que acompañó sus palabras fue suficiente. Gaetano le amarró cuidadosamente la momia a la espalda, y así emprendieron un ascenso más que penoso, de pasadizo en pasadizo y de cámara en cámara, hasta que al fin consiguieron alcanzar la superficie de Villa Helios.
En poco más de media hora estaban de regreso a la barca donde les esperaba don Giuseppe. Cuando Gaetano volvió a ponerse a los remos, y solo entonces, Conway comenzó a preguntarse en qué recóndito paraje de Nápoles pensaba sepultar la momia de Nefertiti, a salvo de todo posible asedio futuro, de modo que pudiera descansar por toda la eternidad. Pero le había prometido no hacer más preguntas. Sin una palabra más se sentó a popa junto al viejo Cornacchia mientras la barca enfilaba su quilla sobre el claro de luna que apareció de pronto, semejante a la luna de Heb-Sed, como una moneda mellada sobre la corona del Vesubio.