24
AL día siguiente Conway dejó a Ankhesa durmiendo y bajó solo a desayunar. El comedor se veía desierto, pero a él solo le faltaba una persona. ¿Dónde estaba Cornacchia? Cuando ya se temía lo peor, por la parte de las cocinas, apareció el viejo maître con su chaqué impecable, su servilleta pulcramente doblada sobre el antebrazo, y su comedida sonrisa de todos los días. El escocés no esperó su pregunta habitual. Ya no quería saber por qué había participado en la ceremonia fascista de la Gruta Azul. Seguramente lo hizo forzado o engañado. Su actitud de la noche anterior era lo único que contaba. Antes de que despegara los labios le cogió por el hombro para mirarle de frente, a los ojos.
—Ayer lo vi todo desde mi habitación y fui un cobarde, sí, un maldito cobarde. Estoy muy avergonzado. Le pido perdón en mi nombre y en el de todos los que…
—Calle, no diga nada, y ni una palabra acerca de esto —repuso don Giuseppe sin desarmar su compostura.
—¿Cómo que no? Lo de anoche fue un acto de barbarie intolerable, Italia entera tiene que reaccionar.
—Italia está perdida, signore. Lo de anoche solo fue el comienzo.
—¿El comienzo de qué?
—La peste ha vuelto a Nápoles, no tiene más que mirar a su alrededor: nadie está a salvo del contagio.
En efecto, aquel comedor vacío acreditaba la fuga de buena parte de la clientela. Al poco, apareció una pareja de paquidermos de caminar grave y aspecto arrogante que ocupó la mesa central.
—Tedeschi! —exclamó Cornacchia—. Cuidado con los alemanes, son peores que los nuestros. Y estos en particular, ni le cuento.
Conway desvió una mirada hacia los comensales.
—Se trata de los ilustrísimos Walter von Lüttwitz y señora, la baronesa Murnau —continuó don Giuseppe, en un susurro—. Por si no lo sabía, ese cerdo participó en el Putsch de Kapp[39] que hace tres meses puso patas arriba la República de Weimar. En Roma puede suceder lo mismo cualquier día. Como se puede imaginar, herr Lüttwitz no ha venido en viaje de placer.
—¿A qué ha venido? ¿Acaso usted lo sabe?
—A pactar con el diablo, signore, ni más ni menos. En nuestros tiempos el diablo no es ningún monstruo encornado, sino un hombre de negocios, muy lógico y consistente. Tan lógico y consistente como un batallón de ciegos, vomitando y babeando sangre, antes de convertirse en un hervidero de moscas y gusanos. ¿Conoce los efectos del fosgeno? Herr Luttwitz ha soltado un millón de marcos a cambio de una tonelada de ese maldito gas nervioso. El gran mercado está aquí, en Capri.
—No es la primera vez que oigo eso, Cornacchia…
—Ni será la última, signore. No puedo decirle más, pero tenga por seguro que valgo más por lo que callo que por lo que cuento.
Los alemanes se estaban impacientando. Von Lüttwitz hizo sonar sus palmas para reclamar la atención del maître. Conway le cogió de la manga para retenerle.
—Y usted, ¿no tiene miedo?
—Escúcheme bien, signore: esto es un teatro y el miedo forma parte de la representación —dijo el viejo con una voz apenas susurrada, pero firme—. Nuestro papel consiste en actuar como si no sucediera nada hasta que llegue nuestro momento. Es la única manera de vencerlos.
—Le aseguro que si vuelve a repetirse un incidente semejante, y si yo estoy ahí, esta vez no lo voy a dejar solo, don Giuseppe: cuente conmigo.
Cornacchia zanjó la conversación alzando su pluma sobre su libreta.
—Entonces, le sirvo lo de siempre: huevos revueltos, café y tostadas, ¿no es así?
Conway no acabó de entender ese brusco cambio de tono hasta que advirtió al atildado caballero que, tras saludar a lo alemanes, se detuvo a unos metros de su mesa. Trajeado con un tres piezas gris perla, con esa tiesura de los acomplejados por su escasa talla, el personaje sugería más la figura de un duende que la de un hombre. Sus orejas un poco apuntadas, la cabeza triangular, el pelo como una toca de viuda. Todo corroboraba esa primera impresión. Se trataba de Ignacio Cerio, el padre de Leticia. Don Giuseppe se retiró hacia la mesa de los prusianos. El magnate seguía en pie, con su sombrero cruzado sobre un bastón con el puño de espuma de mar. Conway tuvo que mirarle dos veces para reconocerle. ¿Qué había sido del bonvivant que le agasajó en su palacio, el día del concierto de Pound? Su rostro tenía una palidez mortal, una lengua blancuzca humedecía continuamente sus labios.
—Permezzo, no sé si le molesto… —le abordó al fin, tendiéndole su mano.
Conway no se incorporó, le había visto saludar a los alemanes. Se limitó a ofrecerle la silla libre con un gesto. Cerio se sentó resbalando una mirada nerviosa alrededor.
—Supongo que estará al tanto de los sucesos de la pasada noche.
—Es usted judío, ¿verdad?
El magnate no estaba acostumbrado a que le recibieran así. Tragó saliva, como si pronunciar aquella palabra a la luz del día llevara aparejada una condena.
—… Y espero seguir siéndolo por mucho tiempo, señor —ironizó, lúgubremente, antes de añadir—. No he podido dormir pensando en mi hija. Espero que ella esté a salvo.
—Tengo entendido que se ha casado con el barón Fersen, y en Canterbury nada menos. Eso parece lo suficientemente lejos.
—No, no es suficiente… —articuló Cerio, eludiendo cualquier comentario acerca de esa boda de conveniencia—. Antes pensaba que sí, pero ahora… La amenaza se extiende por toda Europa, incluido su gran país. Acabo de enterarme que el hombre que está llamado a ser el próximo rey de Inglaterra, Eduardo, el príncipe de Gales, simpatiza con la Unión Británica de Fascistas. Es lo último que me quedaba por oír.
—Bueno, tengo entendido que usted también simpatiza mucho con esos «príncipes» prusianos —replicó el escocés apuntando a los Lüttwitz con el cuchillo de la mantequilla—. Pero claro, seguro que lo hará solo por cortesía.
—Por favor, Conway, no me comprometa —balbució el potentado—. Mi relación con ellos se limita a la esfera de las finanzas. Y aún así, después de lo que ha pasado con la sucursal de la banca Rotschild aquí, en la isla, me consta que…
—Está bien —le cortó el escocés—, dígame lo que ha venido a proponerme. Le escucho.
La reaparición de Cornacchia abrió un paréntesis donde solo se oyó el tintineo de la porcelana. Una vez que el maître dispuso el servicio, se volvió hacia Cerio para preguntar.
—Y el señor, ¿también desayunará con nosotros?
—No, grazie, sto bene —repuso el caballero en genuino dialecto caprese, sin añadir ni una palabra más hasta que el maître volvió a retirarse. Entonces continuó, en tono perentorio, siguiendo a Cornacchia con la mirada—. Los fascistas trabajan día y noche, están infiltrados por todas partes.
Conway reprimió una sonrisa amarga, no era el momento de explicarle la actuación de aquel humilde paisano durante la noche anterior. Pero esta vez no vaciló en salir en su defensa.
—Mida sus palabras, Cerio: ese hombre es mi amigo, pondría mi mano en el fuego por él mucho antes que por usted.
El magnate palideció, había empezado a sudar copiosamente.
—Ah, bueno, si es así… Le pido disculpas, a usted y a él, a los dos. Es por mi situación, estoy desquiciado, no sé ni lo que me digo. En fin, voy a planteárselo de una vez —continuó tras enjugarse el sudor del rostro—. Aunque no ponga la mano en el fuego por mí, ¿aceptaría un pacto?
—¿Un pacto? ¿Un pacto entre un arqueólogo y un banquero?
—Diga mejor entre un ciudadano libre de toda sospecha y el chivo expiatorio que puedo ser yo. —Y antes de que Conway pudiera objetar nada, Cerio continuó, algo más que acuciado—. Verá, sé por mi hija que ella le enseñó a pilotar el Albatros. Si no me equivoco, en cierta ocasión llegaron casi hasta las costas de Córcega.
—Así es. Aunque no entiendo…
—¿Estaría dispuesto a coger el timón del Albatros para llevarme adonde yo determine? El dinero no es problema, le pagaré lo que me pida.
La aparición de un nuevo personaje en el comedor volvió a sellar la boca de Cerio, pero solo fue un instante. En cuanto le reconoció, se trataba del doctor Messori, el banquero le saludó casi con una reverencia a la que il Dottore correspondió apenas rozando el ala de su sombrero. ¿A qué obedecía ese saludo distante? Hasta entonces il Dottore siempre se acercaba allá donde le descubriera. El día del concierto en su palacio se deshizo en alabanzas, lo recordaba bien. Esta vez ocupó una mesa a tres de distancia de la suya y, nada más hacerlo, desplegó el ejemplar de Il Corriere que traía bajo el brazo, como si interpusiera una pantalla. Pura profilaxis. Ambos lo atribuyeron tácitamente a los sucesos de la noche anterior: Pese a que también él era de ascendencia judía, Messori estaba protegido por Fersen, mientras que Cerio, el gran magnate, había pasado a ser un apestado.
—Entonces, si no he oído mal —continuó el escocés, temiendo que aquel hombre hubiera perdido el juicio—, me está proponiendo que me ponga al timón del Albatros y que le lleve… ¿Tal vez hasta Canterbury, donde le esperan Fersen y su hija? Me sobrestima, señor. Como marinero soy un desastre: apenas sé nadar…
—Yo tampoco sé nadar, mister Conway, pero no estoy dispuesto a ahogarme, o a que me ahogen, sin hacer antes todo lo posible por salvarme. Y, no, no se preocupe, no le voy a pedir que me lleve hasta Canterbury.
—¿Le bastaría con que llegáramos a Córcega?
—No, de Europa ya no quiero saber nada. El viejo continente ha enloquecido, y se precipita con los ojos vendados hacia una nueva guerra.
Conway no ocultó su perplejidad. Primero Cornacchia y ahora aquel potentado. ¿Se habrían puesto de acuerdo para convencerle de que estaban a un paso del apocalipsis? Para él la algarada de los fascistas no era más que un suceso puntual. Y, además, aunque así fuera, su guerra era otra.
—Creo que voy a marcharme —exclamó con voz tranquila—. Me están esperando…
Entonces, bruscamente, Cerio le agarró por el brazo con toda la fuerza de su desesperación.
—No puede hacerme esto, Conway. No me mire como lo que cree que soy. Ahora no soy un banquero, ni tengo un palacio, ni poder alguno. Le habla un condenado a muerte, sí, un condenado a muerte. No puede dejarme así… Si no lo hace por mí, hágalo por Leticia.
Sobre la mente del escocés se proyectaron las imágenes de la noche anterior, se vio a sí mismo jurándose que nunca más reaccionaría como un cobarde. Se lo debía a Cornacchia y a todos los judíos de Capri, incluyendo a aquel pobre hombre aterrado que le suplicaba su ayuda.
—¿Pero por qué yo, Cerio? —exclamó, volviendo a sentarse—. En la Marina Grande encontrará una docena de pilotos de altura…
Cerio no le dejó continuar.
—No me fío de nadie de aquí, ya se lo he dicho: ¡de nadie!
—Está bien, cuénteme lo que está tramando y me lo pensaré.
—Quiero que me lleve hasta Alejandría. Mi familia es originaria de allá, y ya le he enviado un cable a Leticia para que se reúna con nosotros en cuanto le sea posible.
—¿Alejandría? —repitió el escocés, sin poder encajar lo que estaba oyendo—. ¿Me está pidiendo que timonee un cúter de quince metros, yo solo, hasta Alejandría?
En eso, Cerio se puso en pie como impulsado por un resorte. Messori hizo lo mismo, oscilando sobre sus piernas combadas y sus relucientes zapatos ortopédicos. Desde el fondo del salón una mujer deslumbrante avanzaba despacio, casi ceremoniosamente, vestida con un marocain de tul negro y un soberbio colgante de plata y lapislázuli sobre su pecho.
—Madmoiselle Ankhesa… —farfulló il Dottore, apresurándose a besar su mano.
Antes de que pudiera articular una palabra más, otra mujer, esta entrando por la parte del jardín, reclamó su atención. Se trataba de la marquesa Casati, esta vez flanqueada por dos enormes dogos de orejas puntiagudas, y enfundada en un vaporoso conjunto a lo Eleonora Duse. La dama abordó al doctor sin esperar a ser presentada.
—¡Ni un parpadeo más, Baldassare! ¡Los ermitaños de Ischia nos están esperando y ya vamos tarde!
—¿Los ermitaños de Ischia? —preguntó Ankhesa.
—Se refiere a un par de colegas de Pound, el poeta —explicó Messori—. Por lo visto han decidido retirarse a una caverna del monte Epomeo a hacer penitencia por nuestros pecados. Ya se lo puede imaginar, pura excentricidad.
—¡Ah, pero qué belleza! —exclamó la Casati volviéndose hacia Nefertiti—. ¿Pero cómo es posible que no nos conozcamos? ¡Dígame ahora mismo quién es usted! —exclamó, en su habitual tono autoritario, para corregirse de inmediato—. ¡No, mejor no me lo diga y acepte convertirse en mi alma gemela! ¡Quiero que usted y yo seamos íntimas!
—Ya habrá ocasión, madame, este no es el momento —intervino finalmente Conway—. Ankhesa y yo tenemos un compromiso urgente.
—Ahora lo entiendo todo —repuso la Casati, sin declinar su sonrisa pérfida—. Y yo que pensaba que a usted no le iban las mujeres… —Y tras decir esto, se volvió hacia Nefertiti—. Dime, querida, ¿estás muy enamorada de este arqueólogo intratable?
Ankhesa no estaba habituada a esa falsa franqueza, no supo qué responder.
—Pues permíteme que te prevenga —continuó la marquesa—. Ni se te ocurra casarte con él. Todos los hombres ingleses sueñan con mujeres tan exóticas como tú. Pero cuando se casan con ellas les exigen una perfección que nosotras, las italianas, solo esperamos encontrar en nuestros mayordomos.
Un claxon interrumpió el coro de risas forzadas. Quien estuviera al volante había comenzado a impacientarse. Los dogos ladraron, la Casati se cogió del brazo de il Dottore, y así abandonaron el gran salón del San Felice. En el silencio recobrado, Kenneth condujo a Ankhesa hacia la mesa donde les esperaba Cerio, que seguía de pie, sin poder apartar sus ojos de la reina.
—Yo a usted la conozco, señorita…
—Y viene para llevarnos de regreso a Egipto, ¿no es así?
La naturalidad con que lo dijo paralizó al magnate.
—¿Co… cómo lo sabe? —articuló, sin salir de su desconcierto.
—Las palabras vienen del viento, y van de un extremo a otro del universo. Cuando me rozan mientras duermo me cuentan todo lo que sucede fuera de mi patria. El viento lleva la vida y la muerte. Las generaciones desaparecen, pero él habla a los que perduran. Es mi confidente, y no me engaña nunca.
El banquero escuchó aquella voz melodiosa como si le hablara desde dentro de un hechizo. Seguramente no entendió ni una palabra, tampoco pareció importarle. Sin duda, se había quedado con su afirmación anterior. Cuando recuperó el habla, lo corroboró con la rendición de un devoto.
—Sí, en efecto, vengo para llevarles a Egipto.
Conway arrojó la servilleta sobre la mesa y encendió un pitillo.
—… Pero yo pondré las condiciones.