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CINCO de los siete pasos descritos por la profecía se habían cumplido ya, y, sin embargo, ¿qué pasaba con el tiempo? Al menos para los aventureros perdidos en la montaña de Nejbet parecía haberse detenido en un exasperante compás de espera. Ankhesa no podía olvidar que sus días estaban contados. Sabía que los papiros de Caltagirone marcaban una cuenta atrás que concluiría con la próxima luna nueva. Ese era el plazo inexorable, la moratoria de su resurrección. Si en ese tiempo no conseguían restituir su momia a la cámara real sepultada bajo las ruinas de la ciudad sagrada de Amarna, Nefertiti moriría para siempre.

Esa noche la reina pidió a Conway que la llevara a la montaña. Necesitaba alejarse del campamento para hablar con él. Ganaron un promontorio donde permanecieron un tiempo en silencio, contemplando la inmensidad que se abría ante ellos. Aquel mar de dunas suspendido en un instante eterno y, sobre él, un cielo de un azul profundo cuajado de estrellas. Sí, era de esa fascinación de donde procedía el ardiente deseo de la humanidad de regresar a su luminosa esfera. Se lo decía aquella luna que parecía observarles con su ojo insomne desde lo alto. Habían viajado vida sobre vida, errando a través de los mundos, hasta encontrarse de nuevo en ese paréntesis del infinito. Ellos y sus enemigos debían volver sin cesar a esta tierra, bajo formas diferentes, hasta que sus corazones no fueran juzgados por los dioses.

—… Tres lunas, Ken. Tres lunas como esta nos han mostrado su rostro. ¿A qué esperas…? Recuerda, tenemos que llegar a Amarna antes de que se alce la luna de Heb-Sed[57], la que renueva la vida. Y apenas faltan diez días.

—Tranquila, lo tengo todo calculado. De esos diez días yo solo necesito dos.

—¿Dos días más aquí? ¿Para qué?

El frío de la noche la hizo estremecerse, sabía que le ocultaba algo. Conway la cubrió con su chaqueta, era el momento de contárselo.

—Está bien, te lo diré de una vez: para acabar de cerrar mi trampa sobre Fersen. De momento todo está discurriendo en orden al plan que tenía dispuesto.

—Sí, eso ya me lo has contado: tú sabías que aquí, al pie de la montaña de Nejbet, se encontraba la cámara donde ocultaron mi sarcófago los cómplices de Sejano antes de conducirme hasta la isla de Knhum. El hombre que se hace llamar Fersen y a quien yo conocí como Smenjkara, ya ha caído en tu trampa. ¿A qué esperamos entonces para escapar de él y dirigirnos a la Casa de los Millones de Años?

—Es preciso dejar bien atados todos los cabos, Ankhesa, no podemos precipitarnos. Escucha, mañana «descubriremos» que bajo el suelo de la cámara sepulcral se abre un pozo que conduce a otra cámara. Tampoco hay nada allá. Lo sé positivamente. Hace cinco años visité este lugar con la expedición de Borchard. No entramos por las ruinas del templo de las Dos Verdades. El alemán excavó un túnel por la espalda de la montaña. Descubrimos las dos cámaras, constatamos que estaban vacías y sellamos las entradas. Mañana haré aparecer ese pozo ante los ojos de Fersen y él se lanzará como un poseso en busca de su tumba. Será entonces cuando escaparemos.

—¿Y qué te hace pensar que nos dejará escapar?

—De momento no sospecha nada. Le haré ver que necesito una herramienta especial, un espectrógrafo o algo parecido. Estará tan eufórico que me dejará partir solo a El Cairo.

—¿Y yo?

Le diremos que tú te quedas aquí, como garantía de mi regreso.

Los ojos de Ankhesa ardían de angustia:

—Pero no me quedaré con él, ¿verdad?

—Por supuesto que no, cariño —continuó el escocés, deslizando una caricia sobre su mejilla—. Gaetano está avisado. Te ocultará en algún sitio seguro junto con tu momia. Me cuidaré de que Fersen siga dentro del pozo cuando me despida de él. Sí, lo descubrirá en cuanto salga. Pero Balek también está de nuestra parte. Él le jurará «por las barbas del Profeta» que hemos tomado la ruta del norte. Si se le ocurre perseguirnos, le ofrecerá su camión… y se perderá en el desierto. Para entonces nosotros ya estaremos rodando hacia Amarna en el Dodge. Nunca nos encontrará.

—Ojalá el disco de Atón sea el sello de tus palabras, Ken. Ese hombre está loco por cumplir su venganza.

—Ahora yo estoy contigo, Ankhesa. Esta vez no lo conseguirá.

—No olvides que cuenta con la ayuda de los demonios. Y él es el peor de todos. Ahora ya no busca matarme. En su segunda vida Smenjkara quiere poseerme. Igual que esa mujer, Kya, la hija del hitita, la que ahora se hace llamar Leticia. También ella se muere por poseerte a ti, Ken. Saben que necesitan apoderarse de nuestras almas para reencarnarse en una eternidad de tinieblas.

Conway recordó aquel intento de seducción que había vivido con Leticia en su tienda, pero no dijo nada. Estrechó el cuerpo de la reina contra su pecho.

—Vamos, Ankhesa, no te dejes sugestionar por tus sueños.

—Lo que sucedió el otro día no fue un sueño, Ken. A veces los muertos nos hablan por la boca de los vivos. Pero cuando todas las palabras están dichas, entonces…

—Entonces qué, Ankhesa. Qué quieres decirme.

Ankhesa se resistía a contarlo, sus dedos se crisparon sobre la llave de la vida que pendía de su cuello.

—He sentido sus ojos de fuego en mi carne, Ken, y su aliento en mi boca… ¿Te acuerdas del día en que tú estabas descifrando el papiro y él vino a invitarme a dar un paseo por las ruinas?

—Cuéntamelo todo.

—Ese bastardo perdió la cabeza y se me echó encima. Quería besarme. Le mordí hasta hacerle sangre.

El escocés apretó las mandíbulas. ¿Por qué se lo había ocultado hasta entonces? Sí, cuando regresaron de las ruinas Fersen tenía un corte en el labio. Él lo justificó diciendo que se había caído. Ahora sabía la verdad.

—¡Le mataré! —exclamó, en voz baja, lleno de ira—. Te juro que le mataré.

Cuando Ankhesa puso su mano sobre su pecho fue la diosa quien habló por su boca:

—No, no debes hacer eso, Ken. Si derramas una sola gota de sangre no podrás cruzar la puerta junto a mí. La sangre derramada echará raíces en tu corazón y te quedarás para siempre en esta tierra. Para siempre, Ken. Nunca volveremos a encontrarnos.

El escocés se puso en pie y su cuerpo eclipsó la luna.

—Está bien, entonces serán sus propios demonios quienes acabarán con él, cuando bajemos a la cripta. Ya lo verás… —murmuró con una cadencia envenenada—. Vamos, regresemos al campamento.

Desandaron la senda en silencio. Un ciego deseo de venganza se había apoderado de Conway. Casi podía ver físicamente la sombría figura de Smenjkara avanzando tres pasos por delante. Tres mil años atrás ese bastardo había traicionado a su estirpe, fue él quien urdió la conjura contra la pareja real y quien acabó perpetrando el asesinato de Akenatón. Ahora había regresado bajo la máscara del barón Fersen, para poseer a Ankhesa. Pero esta vez él lo tenía en sus manos. Un dedo invisible parecía escribir sobre las arenas la sentencia del papiro: «Busca la verdad en lo que está escrito». Justamente es eso lo que debo hacer, se dijo para sí, apretando los puños, ayudar a que se cumpla lo que está escrito con letras de sangre, hasta que se abran para nosotros las puertas de la eternidad.

A medida que se acercaban al aduar les sorprendió un compás sincopado de palmas y darbukas, la música del desierto. Todos los hombres de la comitiva se habían reunido en torno al fuego, las botellas corrían de mano en mano en un clima de euforia general. Allá estaban también Gaetano y Messori, batiendo sus palmas entre los beduinos de Balek Gamal, quien presidía la ceremonia sentado como un califa junto al barón Fersen. ¿A qué venía aquella celebración? La incógnita se resolvió en cuanto apareció ante ellos una mujer deslumbrante, vestida con una falda de muselina ribeteada de pedrería y un corpiño que dejaba entrever su torso desnudo. Se trataba de Leticia, coronada por un ureus semejante al que lució Ankhesa el día de su primer encuentro, pero en ella se había convertido en algo más que un símbolo. Su danza, encendida, sensual, arrebatadora, expresaba su imperio sobre los hombres. El jeque empujó a dos de sus beduinos para que Kenneth y Ankhesa se acomodaran a su lado. No les quedó más alternativa que contemporizar.

—¿De quién ha sido la idea, viejo camello? —masculló el escocés, aceptando de mala gana la copa que acababa de pasarle.

—Con una mujer así, y con esta luna, los hijos del desierto y hasta los muertos se encienden.

—Y tú ayudas a que se enciendan vertiendo tu vino sobre las brasas, ¿no? Porque eso que tocan parece un canto de amor…

—No te confundas, escocés. Se trata de un canto de amor en el seno del sufrimiento. Porque todo es sufrimiento. El mismo amor es esclavo del dolor, pero solo una pantera como esta puede apaciguar mi corazón.

Leticia parecía tenerlos hipnotizados a todos con su baile. Pero ella solo miraba a un hombre, fijamente. Tan pronto como lo descubrió, sus ojos ardientes envolvieron a Kenneth como si ya solo bailara para él. Su cuerpo se contorsionaba acariciado por el fuego, arrebatado por el batir de las darbukas. Su cadera se curvaba como un arco, ondulando su vientre y su cintura, mientras le dirigía una sonrisa incitante, la provocación en estado puro. Ankhesa sintió la humillación. Quería desaparecer, pero retirarse equivaldría a claudicar ante ella. Leticia pareció leer la desesperación coagulada en su rostro y dio un paso más. Sin dejar de contonearse de la manera más lasciva, jugando con su pañuelo, avanzó hasta Conway y lo enlazó por el cuello. Los beduinos rompieron a aullar, redoblaron el frenético percutir de sus tambores. Ningún hombre podía rechazar ese envite o, ante ellos, dejaría de ser un hombre. El escocés tuvo que ponerse en pie, y así se quedó, sin dar un paso más. Entonces Leticia comenzó a bailar a su alrededor ciñéndole con su echarpe. Su danza se hizo aún más envolvente, más carnal, absolutamente posesiva. Todos los hombres le envidiaban, pero una mujer había comenzado a odiarle. Cuando la italiana acercó sus labios a su oído, Ankhesa ya no pudo soportarlo. También ella se puso en pie, dispuesta a cualquier cosa. Gaetano, que observaba al otro lado de la hoguera, les salvó a los dos. Saltó como un tigre, con su botella en la mano, derecho a por ellos.

—¡Anda, escocés, apártate del fuego que te puedes quemar! —exclamó, esgrimiendo una falsa sonrisa de borracho mientras apartaba a Conway de un empellón, para ocupar su lugar dentro del pañuelo de Leticia—. ¡Y ahora baila con tu esclavo, mi reina, que con este vino no puedo apagar el volcán que llevo dentro!

Los beduinos estallaron en un coro de carcajadas y Leticia no pudo negarse. Ni a bailar con el pirata, ni a beber de la botella que le hundió en la boca mientras la estrechaba contra sí, apretándola bien fuerte. Entonces fue el barón Fersen quien se puso lívido, pero tampoco él podía intervenir. Hubiera quedado ridículo. La danza continuó un tiempo más, lo justo para que Ankhesa y Conway pudieran escabullirse sin que ya nadie reparara en ellos.

Una vez dentro de su tienda la reina se sentó en el borde del catre y volvió a levantarse. Iba de un lado a otro, sin detenerse más que cuando pasaba ante la abertura por la que se entreveía el resplandor de la hoguera agitado por el redoblar de las darbukas. Estaba furiosa.

—¡Te lo dije, Ken, te lo advertí! ¡Esa mujer es peor que las bailarinas del templo que venden su vientre por un cántaro de miel! ¡No tiene alma, ni corazón, y no descansará hasta arrancarte el tuyo! ¡Quiere poseerte! ¡Igual que el bastardo que la acompaña, el que me busca a mí! ¿Es que no te das cuenta…?

Conway estaba tan indignado como ella, pero en su fuero interno casi se felicitaba por esa escena que había roto la impasibilidad de su reina.

—Ninguno de los dos lo conseguirá, y lo saben. Leticia sabe que solo te quiero a ti. Por eso hace todo lo que hace. Está desesperada, no es más que eso.

—No la subestimes, Ken. Dentro de ella hay un desierto, una tierra muerta que no se sacia jamás: sus besos pueden matar.

—Antes los mataré yo a ellos, a los dos.

Ankhesa tomó su cabeza entre sus manos.

—Vámonos de aquí, vámonos ahora mismo. Los coches están ahí fuera, y ellos siguen con su fiesta…

—Nos descubrirán en cuanto encienda el motor, y si nos cazan ya no podré seguir adelante con mi plan.

—Si nos quedamos será peor. Esta noche es la de nuestra última oportunidad. La clemencia de Atón no nos concederá otra. Ninguna más.

—¿Cómo puedes estar tan segura…? ¿Qué es lo que sabes?

—Los dioses no me han otorgado la paz, Ken. Aseguran el equilibrio del mundo, no el descanso de mi alma. Sabes que puedo ver lo que nadie ve, y en el fuego, en la danza de esa mujer, he visto lo que viene… —¿A qué se refería? La reina cerró sus ojos un instante, como queriendo olvidar. Cuando volvió a abrirlos vertió en los suyos una mirada herida—. Pero lo peor de todo es lo que veo en ti: en el fondo de tu corazón sigues sintiendo algo por ella.

El escocés se soltó de su abrazo sacudiendo la cabeza.

—No, eso no es así, Ankhesa, te juro que esa mujer ya no significa nada para mí.

Fue entonces, tal vez por su manera de negarlo, cuando la reina comprendió que su batalla estaba perdida. Cogió un puñado de arena y lo fue dejando caer, despacio, contemplando su lenta caída.

—Si todo sale mal, Ken, tienes que prometerme una cosa.

—Pídeme lo que quieras.

—Prométeme que si todo sale mal dejaremos juntos este mundo. —Las últimas partículas de arena cayeron de su mano, sus ojos se elevaron hacia él—. Solo los que mueren juntos permanecen eternamente unidos en el más allá.

La música había cesado, ya no quedaba nadie en torno a la hoguera. Lentas pavesas se elevaban en silencio hacia un cielo que parecía la puerta del infinito.

—Prométemelo, Ken, tienes que prometérmelo.

—Mi vida es tuya, mi reina, ahora y siempre. Siempre estaremos juntos. Es lo que dice el papiro. Recuerda: «Feliz aquel que nunca ha traicionado al corazón que le ama. Feliz aquel que conoce la verdad y nada teme». Yo no temo nada cuando estoy junto a ti, amor mío, ni a la vida ni a la muerte…

Mientras se lo decía la fue rindiendo con sus besos, con esos besos que le encadenaban más y más a ella, pero también a su rival. En una relación imposible lo justo era mentir. Leticia nunca había estado tan cerca de él como en ese momento.