29

EN las horas siguientes la tensión se hizo algo más que palpable. Los cinco tripulantes se reunieron para almorzar, lo hicieron en silencio, sin intercambiar otras palabras que las imprescindibles. Al poco, los pasos del pasajero invisible resonaron de nuevo en el sollado. Los cuchillos y los tenedores quedaron en suspenso sobre los platos, solo Lawrence continuó con su lenta masticación mientras las miradas de todos se volvían hacia la puerta. En eso, el telégrafo rompió a crepitar.

—¡El fantasma se está comunicando con el más allá! —exclamó Auden, con su tétrico sentido del humor.

Cerio no estaba para bromas. Cogió su pistola y se dirigió hacia la cabina, desquiciado, dispuesto a cualquier cosa. Los ruidos cesaron. Al poco, el magnate regresó con un papel en la mano. Parecía extrañamente frío.

—Es de Fersen —anunció—. Y se puso a leer.

Celebro que se encuentren a salvo. He sido informado acerca de la acción de mister Conway. Indignado por su conducta. Lo que lleva a bordo del Albatros me pertenece. Espero que recapacite sobre las consecuencias. Sigo en ruta hacia Estambul. Ya tengo contratado un servicio hasta Alejandría. Les veré pronto. J.F.

Conway prendió un cigarrillo. Una tensa expectación se concentró en torno a su persona. Cerio habló por todos.

—Si es cierto lo que dice este cable, lo que ha hecho usted es muy grave. Dígame de una vez qué hay en la caja que guarda en mi bodega.

—Ah, vaya… O sea que ahora el señor banquero quiere jugar con las cartas boca arriba —exclamó el escocés con voz pausada—. Primero informa a Fersen, luego espera su indignación, y ahora se rasga las vestiduras. Más le hubiera valido rasgárselas antes de prestarse a ejercer como traficante de armas al servicio de Mussolini.

Cerio palideció, no esperaba ese golpe bajo que lo cambió todo en un instante. Auden y Lawrence le atravesaron con una mirada feroz.

—¿Es cierto eso? —articuló este, con la firmeza impersonal de un verdugo.

—Bu… bueno, hasta cierto punto… Entonces yo no podía imaginar que… —farfulló el magnate, corrido de vergüenza, su labio inferior le temblaba—. Me engañaron, se lo juro… Me dijeron que los cañones serían para el ejército griego.

—Igual que su entrañable amigo Jacques —continuó Conway—. Seguro que él tampoco podía imaginar que la espléndida tonelada de fosgeno que le suministró a su socio, ya sabe, herr Lüttwitz, iba destinada al ejército prusiano.

Lawrence ya no pudo contenerse:

—¡Maldito canalla!

—¡Pero en manos de quiénes estamos! —exclamó Auden—. Se las daban de príncipes del arte y la cultura y no son más que…

—Un hatajo de criminales de guerra. —El escocés concluyó la frase, eligiendo las palabras.

—¡No le consiento que me insulte, Conway! —se revolvió Cerio, luchando por recuperar su dignidad—. Soy un banquero digno de respeto que se limita a hacer negocios no menos respetables que los de cualquiera. No me miren con ese aire de superioridad. ¿Acaso esperan que me arrodille implorando su perdón? Les recuerdo que en su país también prospera un floreciente mercado de armas en torno al duque de Clearence, ya saben el hermano de su alteza, el rey Jorge V —añadió, dirigiéndose a los ingleses—, y dudo mucho que ustedes lo consideren así. ¿Quieren saber más? El año pasado, y desde su despacho en Sandringham Palace, medió para propiciar la venta de setecientas ametralladoras browning[43] que han ido a parar a manos de Mustafá Kemal. El mismo que ahora está masacrando a los griegos en Esmirna.

Auden bajó la mirada, pero Lawrence se la sostuvo.

—Lo sé perfectamente, y mi opinión es la misma. El hecho de llevar una corona sobre su cabeza no salva a los bastardos de su condición de bastardos.

—Está bien, piense lo que quiera. Pero le recuerdo que viaja usted a bordo de mi barco. Si se siente tan ofendido puede abandonarlo en este mismo momento.

El escritor tensó las mandíbulas.

—Además —prosiguió el magnate, ya con otro tono de voz—, ¿a qué viene ahora esta discusión absurda, tan fuera de lugar? Aquí todos estamos en el mismo bando, y nuestro enemigo viaja con nosotros.

—¿Lo dice por mí? —preguntó el escocés, clavando sus ojos en él con la expresión de quien está dispuesto a cualquier cosa—. Si es eso lo que piensa invíteme también a mí a saltar por la borda. Vamos, a qué espera.

El banquero no entró en la provocación.

—Sabe muy bien que no lo digo por usted, Conway. Su maniobra de distracción en forma de ataque personal se ha apagado como un fuego de artificio. Pero la pregunta sigue en el aire. Díganos de una vez qué oculta en esa caja.

El escocés esbozó una sonrisa despectiva.

—Usted se dedica a sus negocios y yo a los míos. Ahí abajo no llevo nada de su incumbencia. Se trata de un asunto entre Fersen y yo. Recuerde: le dije que yo pondría las condiciones y usted aceptó.

El silencio volvió a tensarse. Gaetano apuró un trago de café, mirando a su jefe. Igual que Ankhesa, estaba con él, pero no se atrevía a intervenir.

—Algo me dice que esa caja guarda un oikos —articuló al fin Lawrence, a quien su contenido inquietaba tanto o más que el tráfico de armas—, una potencia que abre las fuerzas del abismo. Tal vez una momia faraónica como la que echó a pique al Titanic. Niéguemelo y le dejaremos en paz.

—Yo no creía en esas historias… No creía hasta ayer —le siguió Auden—. Ahora estoy convencido de que ahí dentro se oculta el mismo ser que ha subido a este barco con nosotros. Cada vez que oigo sus pasos es como si descifrara un mensaje: ese demonio espera su momento para hacernos zozobrar.

—Deberíamos deshacernos de su maldita caja, Conway —concluyó Lawrence—. Será su responsabilidad, pero no puede obligarnos a correr más riesgos.

El escocés le restituyó una mirada glacial.

—Tendrán que pasar por encima de mi cadáver.

—No me asusta, Conway, yo no le temo. Y le diré más: no me gustan los arqueólogos. Ustedes profanan las tumbas de civilizaciones milenarias, despedazan los cuerpos de los reyes, les arrebatan sus tesoros aún siendo conscientes de que eran sagrados para ellos. Todo eso lo hacen bajo la cobertura de su propia diosa bárbara, la Ciencia. Así matan dos veces a tantos muertos venerables para exhibirlos en sus museos, igual que los aztecas se adornaban con collares de cráneos humanos. No, los salvajes no eran ellos, los salvajes son ustedes.

El escocés no se defendió. Lawrence estaba lejos de imaginar que Conway había comenzado a pensar lo mismo acerca de su profesión y de sus métodos. Y algo más. Toda la violenta escenificación anterior, el desenmascaramiento de Cerio, formaba parte de su estrategia. Quería saber hasta qué punto aquellos dos ingleses estaban o no concertados con el magnate. Ahora tenía la certeza de que no era así. Le detestaban tanto o más que a la arqueología. Casi tuvo que reprimir una sonrisa cuando Auden articuló, con su vocecilla atiplada:

—¿Tiene eso algo que ver con la célebre maldición de los faraones?

—Por supuesto que sí —convino Lawrence—. No se trata de un mito, ni de un folletín para alienados, sino de una realidad viva y operante: los viejos dioses siempre regresan. Y no perdonan a quien se atreve a desafiarles.

Un nuevo arrebato de tos seca ahogó las palabras del escritor. Ya no tenía sentido prolongar aquella discusión. Conway se puso en pie, recogió su pitillera, y, sin una palabra más, subió al puente.

La estela del Albatros brillaba como una serpiente de plata bajo las estrellas. Ankhesa no apartaba sus ojos del horizonte. Tan solo sus negros cabellos contrastaban con su blanca silueta. Conway la abrazó por los hombros. Ella buscó su rostro. Sus manos parecían dos alas hechas de la misma materia que la noche.

—Y tú, ¿qué piensas de todo esto? ¿También tú tienes miedo?

—Todos mis miedos desaparecen cuando estoy contigo —murmuró la reina, volviendo sus ojos hacia él—. Sin embargo, cuando estoy sola, siento su fría presencia en torno a mí.

—A los de ahí abajo no podemos decirles nada, no lo entenderían. Pero tú sabes quiénes son, lo sabes mejor que yo. Los cortesanos de Amarna despertaron contigo. Tú lo dijiste: la persecución continúa.

—Y ese tal Fersen, ¿quién es?

—En Capri conociste a su secretario, Messori. Me dijiste que habías visto en él la sombra de Perennefer, el copero de Akenatón. ¿Te acuerdas?

Ankhesa cabeceó afirmativamente.

—Pues bien, el barón Fersen se cree Akenatón en persona.

—Eso no puede ser, amor mío. Solo tú llevas el ka y el «ken» de Akenatón en tu nombre. Solo tú has sido el elegido.

—El día que visitamos Nápoles y nos cruzamos con los fascistas, reconociste a otro.

—Sí, ya me acuerdo. Un hombre de piel clara y unos ojos como de halcón.

—Malaparte.

—Ya te lo dije: en mi tiempo se llamaba Horemheb, el general de los carros del faraón.

—¿Y aquí, a bordo del Albatros, has reconocido a alguien más?

Ankhesa pareció vacilar.

—¿Quieres que te lo diga?

—Debes hacerlo.

—De acuerdo, voy a decírtelo: he reconocido al peor de los demonios, el que nació del intestino de Ra, aquel cuya cabeza fue cortada, pero puede adoptar todas las formas. Apofis viaja con nosotros. En la caja.

La boca de Conway se abrió levemente, luego se cerró otra vez, como si le costara pronunciar aquellas palabras.

—¿En la caja donde guardamos tu momia?

—Alguien debió deslizar el papiro de la maldición entre las vendas. Al abrirlas, ha despertado.

—¿Estás segura…?

—No me cabe duda, Ken. Apofis busca siempre subir al navío de Ra, es un demonio de las aguas. Por eso te advertí que pintarais en la proa dos ojos mágicos, los ojos de Horus. No lo hicisteis. Ahora el Mal viaja con nosotros. Y no viene solo.

—Cuenta…

—El hombre de las piernas cortas y la cara llena de carne, el dueño de este barco, fue en otro tiempo un personaje bien poderoso. Se hacía llamar Kafra, como si fuera egipcio, pero era hitita de nacimiento. Allá, en su reino, dirigía un ejército de toros y una caballería de leones. Marchaba como el viento y la tempestad, despedazaba a sus enemigos, y destruyó muchas ciudades del Delta, hasta que pactó con los sacerdotes de Tebas casar a una de sus hijas con el que ya era mi esposo. Yo no le había dado ningún hijo varón, la pervivencia de los dos reinos lo exigía. Cuando Kya llegó a Amarna mis días de felicidad acabaron para siempre. —Ankhesa cerró los ojos, como si aquella evocación le despertara un gran dolor—. No quiero recordar más, Ken, no me hables más del pasado. El pasado ya no existe, el tiempo somos tú y yo.

Conway la sintió recostar su cabeza sobre su pecho y respiró su perfume. Todo cuanto ella quería olvidar estaba ahí, enredado en su pelo, licuado en su mirada.

—Hay una profecía, Ankhesa —exclamó, en un susurro—. La profecía que Ribbadi, el rey de Biblos, envió a Akenatón pocos días antes de que se consumara la traición. ¿La conoces?

Nefertiti negó con un gesto.

—La encontré en tu segundo sarcófago. Alguien debió depositarla allá, no sé con qué intención…

—¿Y qué dice? Cuéntamelo…

—Que las rojas alas de Seth volverán a cubrir el cielo, y que el Chacal morderá el corazón de la esfinge.

—El chacal es Anubis, el que trae la muerte. La esfinge, el enigma, también somos tú y yo.

—Tenemos que hacer algo, Ankhesa, debe haber alguna manera de romper este maleficio y acabar para siempre con los que nos persiguen.

—La clave está en Amarna, amor mío. Si conseguimos llegar allá, Atón se alzará de las arenas como un coloso de fuego y fulminará a Seth, a Apofis, a todos los malvados, igual que entonces. Pero esta vez…, sí, esta vez será para siempre.

—¿Y tú no puedes hacer nada, Nefertiti? ¿Acaso no conoces el secreto de los dioses? Fuiste divinizada en vida. Los papiros dicen que la Bella fue la única que llegó a ver el rostro de Atón cara a cara.

—No, no fue así. Detrás del velo que oculta el rostro de Atón hay otro velo, el que preserva sus misterios. Se trata de un velo muy tenue, pero impenetrable. Para nosotros esta vida es nuestro único momento de claridad. Más allá reina la noche. Yo ya no pido nada a los dioses. Nada más que mirarte siempre. Cada día es un don precioso, Ken, un tiempo en que debemos prepararnos para nuestro viaje al más allá.

Conway estrechó su abrazo, sus hombros estaban helados.

—Sé que todos los secretos que el hombre ha anhelado descifrar siempre están en ti —articuló con una voz que no era más alta que un murmullo—. En ti se encuentra la llave de la verdadera sabiduría. Te quiero más que a mi vida, Ankhesa, pero siento que necesito descifrarla…

Toda mi sabiduría está aquí —dijo ella, buscando su boca—. El amor que siento por ti es más grande que la vida. No lo olvides nunca Akenatón, mi rey, mi príncipe, amor mío.

Conway se dejó besar y sintió que una gran calma descendía sobre él. Apenas duró un instante. De pronto, volvieron a escuchar un ruido de pasos en la cala. Esta vez no se trataba de ningún fantasma. Lawrence emergió por la escotilla, pálido, desencajado. Sus ojos estaban vacíos, su rostro carecía de toda expresión. Apenas acertó a articular tres palabras, con la voz pastosa del bebedor que despierta en medio de una pesadilla.

—… Se han cargado al viejo. Está ahí abajo… degollado.