59
EL escocés remontó sin mirar atrás la tortuosa escalinata que les conduciría a la salvación. Ankhesa había perdido mucha sangre. A medida que ascendían la mano que enlazaba su cuello se fue deslizando por su costado y cayó como muerta. Entre tanto, el gas que se filtraba por todos los conductos de la Casa de los Millones de Años se acercaba a su punto de saturación. Una vez que llegaron arriba, los dos beduinos que habían guardado hasta ese momento las puertas de la cámara les adelantaron corriendo despavoridos corriendo. Apenas habían cubierto un centenar de metros cuando una deflagración formidable estalló a su espalda. Todo lo que quedaba del templo de Atón se vino abajo como si fuera el mismo cielo lo que se hundía bajo sus pies. Una nube compacta, monumental, se alzó del vientre de las ruinas semejante a un gran hongo en llamas. Conway ya no se volvió. Pero al pensar en Leticia, por primera vez, sintió que algo suyo moría con ella. Los dioses también le habían juzgado a él. Y su sentencia no tardaría en cumplirse, de una manera inexorable.
Fuera, en la explanada del templo, les esperaban todos los demás. Lawrence apenas podía sostenerse. El tiempo que había permanecido respirando los gases condensados en la cripta le había afectado gravemente. Todavía jadeante, sin resuello, se unió a los que contemplaban aquella ingente devastación, sobrecogidos, sin acabar de creerse que hubieran salido vivos del infierno. Cumplida su noche, la luna de Heb-Sed se difuminaba en la primera claridad del alba. Sin embargo, una densa oscuridad parecía gravitar sobre las ruinas de Amarna. La nube precipitada por el cataclismo cubría la ciudad sagrada de Akenatón con una vasta mortaja de cenizas. Al fondo de la avenida real apenas se distinguía el monolito del Hut Benben. Entonces, como por arte de magia, un rayo de sol pareció abrir una brecha en las tinieblas. Todos pudieron verlo. Exactamente sobre la vertical de esa roca que simbolizaba la primera eminencia de la creación, un radiante disco solar comenzaba a alzarse en todo su esplendor. Auden lo miraba de frente, como sumido en una especie de aturdimiento reverencial. Apenas desgranó seis palabras que cobraron la intensidad de una invocación.
—«Y dijo Dios, hágase la luz».
—Ahora lo entiendo todo —exclamó lady Agatha, sin retirar sus ojos del sol—. Este era el gran secreto de Akenatón, su santo grial.
—¿Su santo grial has dicho?
—Sí, su santo grial, Max, el santo grial del Antiguo Egipto. El gran tesoro que todos codiciaban y nadie jamás consiguió poseer… Precisamente por eso, porque era inmaterial, puro, etéreo. El santo grial de Akenatón era esa luz, la luz de Atón. La misma luz que iluminó el paraíso y le permitió a Adán ver todo el mundo de un extremo a otro, pero también dentro de su mente, desde el principio de los tiempos hasta el fin de los días. ¿Lo comprendéis? Nada es invisible para quien sabe mirar. Esa luz es el conocimiento sagrado que alienta en nuestros corazones y al cual debemos regresar.
Mallowan había comenzado a entenderlo.
—… Por eso los artistas de Amarna representaron así los rayos de Atón. Líneas rectas que terminaban en manos dirigidas a nuestro corazón, para mostrarnos el camino de regreso a lo esencial. Esa es la respuesta, ¿no es así, Agatha?
—Así es, Max. El viaje hacia las respuestas acaba aquí. Mira ese sol, está vivo. Es una inteligencia que nos habla. Si puedes negar lo que ven tus ojos, puedes negar la verdad. Pero si puedes aceptar lo que ves, entonces se te ha concedido un gran don. La luz del conocimiento supremo es también la de la victoria sobre la muerte. Ahora somos una sola cosa con el sol, y lo seremos para siempre.
Todos habían hablado, excepto Lawrence. Uno de los beduinos acababa de pasarle una cantimplora de licor. Le quitó un buen trago antes de volver a mirar esa luz tan intensa que parecía casi tangible.
—Sí, brilla como el santo grial, pero yo también puedo ver su sombra, y la tenemos bien cerca. Detrás de ese sol hay otro sol. Un maldito sol negro que contiene todo el lado oscuro de la creación, igual que nosotros.
—Llegará un día en que solo viviremos en la luz, David. Ya lo verás.
—Tampoco estoy tan seguro de eso. He dejado de creer en la evolución espiritual de la humanidad, puesto que en una sola generación hemos sido capaces de encumbrar al káiser Guillermo, y a Mussolini, y a Malaparte, y al mismo Crowley…
—También estamos nosotros, y les hemos vencido.
—¿Lo crees de veras? —El tono de Lawrence delataba algo más que una discrepancia—. Entonces es que no has aprendido nada de esta historia: no hay vencedores, todos hemos sido derrotados.
—¿Derrotados has dicho? ¿También nosotros?
—Mírate por dentro, Agatha. Y vosotros también. Vamos, no me digáis que os seguís viendo como los príncipes de la Golden Dawn, los sublimes iniciados salvados por la divina intercesión de la luz de Atón —continuó, escrutándolos a todos ellos con un gesto desabrido—. Por favor, cómo podéis ser tan necios. No somos más que una hermandad de diletantes infatuados, estériles, ciegos…
—¿A qué viene eso ahora? —protestó Auden—. Hemos vivido una aventura extraordinaria y estamos vivos de milagro. No es el momento de cuestionar nada.
—Todo lo contrario, Wystan. Si verdaderamente buscáis la verdad, este es el momento de cuestionarlo todo, empezando por nosotros mismos. Yo ya lo he hecho: acepto Egipto como es, nada más, me basta con la magia de la vida y la asumo con todas sus contradicciones. Pero vosotros, los maestros de la Golden Dawn, pretendéis acceder a los «grandes secretos», y utilizarlos en vuestro beneficio. Igual que Crowley. Esa es la gran diferencia entre nosotros.
—Olvidas que tú también eres uno de los nuestros.
—Lo era. Después de lo que he vivido no creo que lo siga siendo. Me vuelvo con mi whisky, ese es mi sacramento.
Aquella disputa les había llevado a olvidarse de Conway, que seguía avanzando hacia ellos sosteniendo el cuerpo de Ankhesa entre sus brazos. Apenas les separaban un centenar de metros. La distancia que mediaba entre la terraza del templo y la explanada central. Un viento suave agitaba las túnicas de los beduinos que acababan de regresar con el camión y el Dodge. El jeque no ocultaba su impaciencia. Aquel lugar le parecía un paraje habitado por una legión de demonios, quería ponerse en camino cuanto antes. Pero Conway, lejos de apresurarse, caminaba todavía más despacio. Los ingleses, que habían vuelto a fijar la vista en él, le miraban intrigados por su extraño comportamiento.
—Pobre Kenneth, debe estar agotado.
—Ya no puede más.
Auden no había acabado de pronunciar esas palabras cuando el escocés cayó de rodillas sobre la arena sin soltar el cuerpo de Ankhesa.
—Por todos los santos, Max, ¿a qué esperas para ir en su ayuda?
Mallowan se encaminó hacia él seguido por un par de beduinos. Lawrence encendió un cigarrillo y recostó su espalda sobre la carrocería del Dodge. El más escéptico de los cuatro parecía encontrarse particularmente incómodo, como si temiera algo que nadie pudiera ver y solo él fuera capaz de presentir. Mallowan y los beduinos siguieron avanzando. Solo se escuchaba el lóbrego gemido del viento entre las ruinas. Conway no se movía. Permanecía allá donde había caído, acariciando el rostro de Ankhesa. A medida que se acercaba, Mallowan comenzó a temer que su amada hubiera muerto. Lo que vio cuando llegó a su altura fue peor que eso.
Tendida sobre los brazos de Conway reposaba la cabeza de una momia. Una momia idéntica a la que este encontrara en la Gruta Azul, en Capri, la misma que le había acompañado hasta Egipto. La misma que en ese mismo instante, y sin que nadie lo advirtiera, desapareció del interior del Dodge.
La maldición se había consumado bajo aquella luna de Heb-Sed. El alma de la divina Nefertiti jamás regresaría al corazón del sol. De su cuerpo no quedaban más que sus cenizas. La Bella ya ni siquiera parecía una mujer. Su rostro había quedado reducido a un tejido de hebras descompuestas, de su nariz no asomaba más que el hueso, sus labios se fruncían como dos cartílagos descarnados, una boca que nadie salvo un loco podría besar. Y así fue como la besó por última vez Kenneth Conway, inerme ante el espanto, conmocionado por una pulsión más fuerte que el horror. Había perdido lo que más quería, la luz de su vida. Eso era lo verdaderamente atroz, no la calavera polvorienta que se deshacía entre sus manos, sino ese veredicto de tinieblas, esa sentencia de muerte escrita en un beso.
Lady Agatha creyó que iba a gritar pero permaneció inmóvil, muda, igual que los demás, contemplando con los ojos fijos aquella escena irreal. Esta vez fue solo Balek Gamal quien encontró las palabras:
—¡Mektub! —exclamó, lacónicamente antes de repetirlo para sus adentros—. Mektub, estaba escrito.
Los beduinos cargaron los dos cuerpos hasta el Dodge. Los ingleses hablaban entre susurros. Conway no podía entender lo que decían. Como en un sueño, su mente se había sumergido en un laberinto infernal por el que se arrastraban como hojas muertas los últimos cartuchos de la profecía cifrada en los papiros de Caltagirone.
… Entonces el Devorador surgirá de la tumba de Atón. Solo el Justo de Voz podrá vencerle. Y se abrirán ante él las puertas de Amenti. Pero la reina solo será coronada por el cetro de Necher una vez que cruce la última puerta, allá donde duermen las hijas de Pertun-Hotep.
Sí, habían vencido al devorador de vidas surgido de la tumba de Atón, pero, lejos de resucitar, su reina se había desmaterializado en sus brazos, sin cruzar la puerta de Amenti, sin la corona de Necher. Conway sabía lo que significaba esta palabra. Los faraones adquirían la condición de necher una vez que su alma purificada rebasaba las puertas sagradas para retornar a su estrella originaria. La profecía aseguraba que eso solo sucedería cuando Ankhesa se reuniera con las «hijas de Pertun-Hotep». ¿Pero quién demonios era Pertun-Hotep? ¿Y quiénes sus hijas? ¿Acaso una hermandad de vestales que les esperaban allá, en el palmeral que se perfilaba al otro lado de las dunas? Trastornado, hundido en la oscuridad que nacía de sí mismo, su mente repetía ese nombre torturante una y otra vez. Buscaba un camino que le guiara hasta la última clave, la que culminaría su viaje hacia las respuestas. Tal vez no estaba preparado para hallarla, tal vez era demasiado joven para saber, en suma, que las únicas preguntas importantes, las verdaderamente decisivas, son las que un hombre se hace a sí mismo.