11
AL llegar a su habitación en el San Felice no pudo conciliar el sueño. Permaneció tendido sobre su cama en un estado febril, sudando copiosamente, muerto de miedo. Temía que, en cualquier momento, en esa estancia, se corporeizase ante él la fascinante y terrorífica Nefertiti suplicándole que la alzara de su tumba. No temía menos que Fersen o Leticia acabasen descubriendo su doble juego. Pero, sobre todo, lo temía todo de sí mismo. ¿Para qué he venido aquí? —se preguntaba, sofocado por la angustia—. ¿Para profanar el último secreto de una diosa que me llama con la voz de un demonio? Sí, aquello era un infierno, un infierno de locura. ¿Qué podía hacer? ¿Continuar con su excavación hasta encontrarla, o quizá lo más prudente sería abandonarlo todo ese mismo día, cuando todavía estaba a tiempo, no regresar jamás a la Gruta Azul y huir de Capri para salvar su vida?
No, serenidad —se dijo—, ya más calmado. Sus alucinaciones se debían al opio, eso era todo, nada más que eso. Durante las fiestas en el fumatorio de Villa Lysis resultaba imposible no respirar esa neblina resinosa. Una noche Fersen le tendió una de sus pipas. No pudo negarse, y le gustó. Bocanada tras bocanada, sus miembros fueron rindiéndose a una deliciosa laxitud. Aquella fue la primera vez que el Antiguo Egipto apareció ante él nimbado por un aura deslumbrante. Sumergido en la bruma narcótica, como una proyección evanescente sobre los arabescos de La Grotelle, pudo ver sus templos y sus palacios tal como esplendían en su edad de oro. Escribas, príncipes y sacerdotes, los adustos dignatarios de la corte de Akenatón se deslizaban impasibles entre los invitados del barón sin que ninguno de ellos pudiera verlos. Nadie salvo él, el elegido por la diosa. Fersen recitaba los poemas del libro que estaba escribiendo, Hei Hsiang. Le parfum noir, la droga sagrada que presidía todas las iniciaciones del mundo antiguo, la que abre las puertas de la percepción. En los últimos tiempos había abusado de esa sustancia, bastaría con que redujese sus dosis para que todo volviera a su ser y pudiese continuar con su trabajo.
Las campanas de Santo Stefano acababan de doblar las once de la mañana. Se dio una ducha fría, bajó al restaurante del hotel. Llegaría tarde a su cita con mastro Vincenzo, pero necesitaba tomar algo antes de subir a las excavaciones. A un par de mesas de distancia, dos comensales con aspecto de expatriados conversaban entre susurros que fueron subiendo de tono. No pudo evitar escucharles.
—… Miles de hombres, ingleses, franceses, holandeses, todos metidos en agujeros, ¿y para qué? Solo en la batalla del Marne cayeron ochocientos mil, ochocientas mil velas apagadas de golpe en un soplo gigantesco, el soplo de la muerte —decía el que parecía llevar la conversación. Un tipo de mediana edad, con una larga cicatriz que le bajaba de la sien a la mandíbula—. Si existe el infierno, allí estaba. Ni llamas ni horcas. Solo un lugar donde no es posible la razón, como en Neuve Chapelle, aquel día… Que me llamen desertor. Cuando callaron las ametralladoras lanzaron sobre nosotros una nube de gas nervioso. Conocía sus efectos. El día anterior vi a cientos de hombres cegados por el gas, avanzando con la mano sobre el hombro del que le precedía en una espantosa hilera de condenados, un ejército de ciegos de camino al infierno.
—Pero, ¿tú crees que eso puede repetirse? —le interpeló el otro, un joven que parecía inglés, con expresión preocupada—. La Gran Guerra ha terminado.
—Este tiempo de paz no es más que una tregua. Las mismas fábricas que abastecían de fosgeno a los estados mayores de Prusia y Francia están funcionando a pleno rendimiento. Tú eso no lo conoces, claro, tuviste la suerte de vivir la guerra desde la retaguardia.
—No sé si fue una suerte, Henry. Estuve en Bélgica en el 1917, con Kitchener. Utilizaban el matadero como prisión, porque la prisión se había convertido en un matadero.
—A mí me tocó el frente, Duncan, con el regimiento de los Cameronians. La nube verde se nos vino encima nada más salir de las trincheras, en veinte minutos cayeron todos los oficiales y tres cuartas partes de los soldados. Todavía los veo en mis pesadillas, atrapados como insectos en las alambradas. Veo los charcos de sangre entre el barro, los cráteres abiertos por las bombas, los huesos que asomaban por entre la carne, el hedor de los intestinos reventados, pero lo peor era el gas…
—Te creo. A los que llegaban a nuestro hospital no los podíamos ni tocar. Los cubríamos con tiendas para ocultarlos de los demás. Las quemaduras internas debían ser atroces porque gritaban como demonios. Los rostros abrasados, los tejidos blandos convertidos en una pulpa terrosa, hasta los genitales. Entre los espasmos del ahogamiento vomitaban un líquido amarillo que les salía de los pulmones. Los que morían en un par de días podían considerarse afortunados.
—Y después de tanta locura, ¿dónde estamos ahora? Eh, ¿dónde estamos ahora? —su interlocutor repitió la pregunta acompañándola con un golpe seco sobre la mesa—. ¡Hemos regresado al maldito punto de partida! Hubiera sido mil veces mejor que Inglaterra acabara siendo una colonia prusiana…
—No digas eso, Henry.
—Te lo digo y te lo repito, Duncan: los malditos traficantes de fosgeno ya se están frotando las manos porque se avecina un gran negocio. Y el peor de todos esos canallas se oculta aquí, en Capri.
Conway, que hasta ese instante seguía la conversación a su pesar, estuvo tentado de abordarles. Al fin y al cabo, se trataba de dos compatriotas. Pero Leticia apareció justo entonces, como una superviviente de otra guerra. Una guerra personal que apenas había librado su primera batalla. Por su manera de besarle ya le dijo que venía en armas. Todas las noches le abandonaba en lo mejor de la fiesta, se estaba cansando, quería saber por qué lo hacía. El escocés tuvo que hacer un esfuerzo para ponerse en situación. Después de lo que acababa de escuchar, las protestas de Leticia, su incorregible frivolidad, casi le hicieron sonreír.
—… Sé que no duermes aquí —insistió la italiana con un tono que negaba cualquier justificación—. Si me estás engañando con otra tienes que decírmelo. Me lo debes. Recuerda nuestro pacto: nada de mentiras.
—Cálmate un poco, por favor. Puedo explicártelo todo, si me dejas.
—Está bien, te escucho.
Don Giuseppe, el maître, le cruzó una mirada y bajó los ojos cuando la dama respondió que no quería nada. El escocés aguardó a que se retirara.
—Nunca te he mentido, Leticia. No hay otra mujer: es el opio…
—¿El opio?
—Me altera demasiado, no me deja dormir. Veo cosas…
—¿Y qué haces? ¿Te pones a levitar y pierdes la noción del tiempo?
Conway diluyó su sarcasmo en un sorbo de café.
—Subo a las ruinas… —continuó—. A las ruinas de Villa Jovis. Y me quedo mirando el mar hasta que se me pasa el efecto. Pero no me gusta: no quiero convertirme en un adicto.
—Bah, no te preocupes —exclamó ella, al fin apaciguada, creyendo que eso era todo—. Es muy fácil dejarlo.
—No lo dirás por Fersen y sus amigos… ¿Conoces la historia de Günter Dreyer, el descubridor de la tumba del rey Escorpión?
Leticia negó con la cabeza mientras encendía un cigarrillo.
—Uno de sus guías en Egipto le inició en lo que allá se conoce como «el veneno tebano». Decía que las visiones del opio le mostrarían el camino, pero se convirtió en un adicto. Dreyer lo dejó y sufrió. Volvió a fumar y volvió a sufrir. Hoy es un hombre destrozado.
—Entonces sigue el consejo del doctor Freud[16] y haz como yo —resolvió Leticia, sin ninguna ironía en su voz—. Pásate a la cocaína. La dispensan en todas las farmacias de Nápoles.
Esa inflexión era justo lo que esperaba Conway para acabar de ganársela.
—Me basta contigo, tú me curas de todo.
Leticia ya era otra. Sus ojos destellaban un malicioso deleite cuando deslizó sus labios hasta su oído para susurrarle.
—Así me gusta.
Esas tres palabras mágicas accionaron la llave del motor del Hispano-Suiza. Enseguida, los dos amantes abordaron las serpenteantes rampas de la vía Krupp con destino al castillo de Barbarroja. A Leticia le gustaba conducir deprisa, y lo hacía sin inmutarse ante los acantilados de vértigo que se abrían sobre cada una de esas curvas imposibles cortadas a pico sobre el mar. El clima de Capri, que pasa sin transición de unos días muy cálidos a otros muy lluviosos, anunciaba un atardecer sofocante, parecía que no se iba a acabar nunca aquel húmedo día de septiembre. Y, de hecho, no acabaría nunca, aunque todavía no es el momento de contar por qué. El Hispano-Suiza atravesó como una exhalación el nido de águilas de Santa María Cetrella. Ante ellos se abría uno de los más bellos paisajes del mundo, las gaviotas se deslizaban de un azul a otro, reinas de la inmensidad, cruzando chillidos sobre sus cabezas. Era el escenario perfecto para sondearla sobre aquel otro tema que había comenzado a inquietarle.
—… Mientras estaba desayunando he sido testigo de una conversación muy sorprendente, Leticia.
—Vaya, o sea que el ilustre arqueólogo también es un ilustre chismoso. Dime, ¿hablaban de mí? —Una sonrisa entreabrió los labios de la italiana—. ¿Barbaridades quizá?
—No, no hablaban de ti… Hablaban de la guerra.
—¿La guerra, ahora? Vamos, eso sucedió en una vida anterior.
—No te creas… ¿Sabes qué es el fosgeno?
La pregunta le sorprendió, Leticia le lanzó una mirada rápida y directa, la mirada de su verdadera personalidad, antes de volver a fijar sus ojos en la carretera.
—Un gas nervioso, ¿no?
—La muerte más horrible que ha inventado el hombre. El infierno químico.
—Muy bien, me doy por enterada, ¿pero qué tiene que ver eso con nosotros? ¿Acaso estás pensando gasearme?
—Por lo visto el gran negocio del fosgeno está aquí, en Capri.
—¡Anda ya… eso es imposible! —replicó ella, para agregar en el más elaborado tono ingenuo—. ¿Qué sentido podría tener traficar con fosgeno? ¿Para qué…?
—Para la guerra que se prepara… Lo decían esos tipos que estaban desayunando junto a mí, en el San Felice.
—Bah, seguro que se trataba de dos de esos bolcheviques apocalíticos de la Scuola Rivoluzionaria[17]. Después de lo que han hecho en Rusia se pasan el día soñando con el fin de los tiempos. —Hasta entonces, solo ella dentro del círculo de Fersen había mantenido que esa amenaza era bien real. Su cambio de opinión no pudo ser más desconcertante—. Además, ¿qué nos importa a nosotros?
—A mí sí me importa.
El tono de Leticia se volvió más cauteloso.
—Te preocupas por cosas que no te incumben, Kenneth. Yo digo siempre que no hay que levantar demasiadas piedras. Nunca sabes lo que encontrarás debajo.
—Mi trabajo consiste precisamente en levantar piedras.
—Entonces levanta las que te tienen sepultado, «señor misterioso». Y cambiemos de tema. Nunca me hablas de ti. ¿Por qué? ¿Te sigo dando miedo?
—Por supuesto que no, Leticia.
—Cuéntame, ¿has vivido siempre solo?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Porque quiero saberlo.
—No —repuso el escocés—. No siempre. Pero durante los últimos diez años sí.
—¿Y antes de eso?
A Conway le costó decirlo, pero al fin pronunció las palabras.
—Antes de eso estuve casado… Cinco años. Y fui muy feliz.
Leticia se volvió hacia él con los ojos muy abiertos.
—¡Vaya! Y yo que pensaba que tú nunca habías tenido relaciones con una mujer… salvo con tu adorada Nefertiti.
Lo dijo con una sonrisa, pero ahora era él quien se encontraba incómodo ante sus preguntas. Necesitaba un trago, recurrió a un cigarrillo.
Estuviste casado, eras feliz —continuó ella—. ¿Eso es todo?
Conway no podía contárselo. Habían vuelto los viejos demonios, su incapacidad para olvidar y para adaptarse, para ser fuerte de verdad y vivir una vida plena fuera de ese abismo frío donde yacía su corazón.
—Vale, no me cuentes más si no quieres. Desde que te vi sabía que eras alguien especial, solitario de un modo especial, sí, una de esas personas que siempre están buscando algo. No me importa qué. ¿Es que no te das cuenta de lo bien que me siento contigo? —Leticia tomó aire y lanzó un suspiro antes de decírselo—. Cuando estoy contigo me convierto en otra persona, Kenneth, en una mujer distinta, la mujer que nunca he sido cuando he estado con otros. Me convierto en una persona distinta porque no he conocido en toda mi vida a nadie como tú.
—¿Me estás haciendo una declaración de amor? —le cortó Conway—. Te recuerdo que dentro de cinco semanas te vas a casar con Fersen. Y harás muy bien. A mí no me conoces, no sabes quién soy.
—Te conozco perfectamente, Kenneth, mejor que tú a ti mismo. ¿Quieres saber qué tipo de persona eres? Escucha: en primer lugar no te da miedo nada ni nadie, yo incluida. En segundo lugar no amas a nadie, yo incluida, porque no quieres volver a enamorarte. Y, en tercer lugar…
—No sigas, te estás equivocando. Yo no soy lo que crees. Si me vieras por dentro descubrirías un personaje bastante intratable, y algo peor. Sí, te lo voy a decir —continuó con un tono en el que vibraba la ansiedad—. Verías a un hombre acabado. No me gusta esta vida ni la gente, no sé por qué me dedico a lo que me dedico, no sé por qué estoy contigo, ni hasta cuándo estaré…
—Dime solo una cosa, Kenneth: ¿Me dejas que te quiera?
—Siempre que no te enamores. Recuerda, ese era el pacto. Lo propusiste tú misma. Esto solo es un juego.
Leticia había detenido su automóvil a un lado de la carretera. Sin una pregunta más, cogió su mano y la besó mirándole al fondo de los ojos.
—Calla, no contestes. Si tú lo quieres, ¡así será! —exclamó girando una mirada sobre la panorámica del golfo de Sorrento, un mar de calma a las puertas del paraíso—. Es como si todo el mundo me perteneciese, todo menos tú. Pero está bien, lo acepto.
El Hispano-Suiza arrancó de nuevo, ya faltaba poco para llegar al castello di Barbarossa. Leticia solo volvió a sonreír cuando Conway puso su mano sobre su vestido dando por zanjado aquel cruce de confesiones.
—¿Te has preguntado alguna vez qué rostro tendrías tú misma hace mil años?
—¿A qué viene eso ahora?
—A veces pienso que en cada época le gente tiene una cara. Los rostros cambian. Es posible que mil años atrás la gente se pareciese más a nosotros que hace cien.
—Tú, desde luego, no tienes una cara muy corriente. Cuando te vi por primera vez me recordaste la estatua de Akenatón que tiene Jacques en Villa Lysis —comentó Leticia, y de nuevo su rostro se dulcificó—. Eres su vivo retrato.
—¿Lo dices por mi cara de caballo? —repuso Conway sin inmutarse—. Tengo un amigo en Edimburgo. Esa cara sí que te impresionaría. Si pudieras verle… Es imposible ver esa cara y no echarse a reír. ¿Sabes por qué? Porque este sí que tiene una cara de caballo que asusta, pero él no tiene ni idea.
Y en efecto, Leticia segregó una media sonrisa, tal como él esperaba.
—Bueno —continuó—, la verdad es que tiene hasta una teoría: solo le gusta la gente que le recuerda a los caballos. Son más nobles.
—¿Pero es que él mismo no se ve?
—No.
—¿Dónde están esas personas?
—Él las busca, y claro, así me encontró a mí. En cierta ocasión acarició la idea de formar una sociedad secreta de caras de caballo.
Entonces la sonrisa de Leticia estalló en una carcajada, ya no dejó de reír hasta que avistaron las murallas del castello. Un hombre venía corriendo hacia ellos. Se trataba de Gaetano. Leticia detuvo su coche, el pescador se veía demudado. Cuando llegó a su altura, todavía jadeante, puso sus manos sobre el capó, gritando.
—¡Han matado a Gesualdo, signore! ¡Lo han matado! —Conway solo vio sus ojos extraviados. Leticia advirtió que sus manos estaban empapadas de sangre—. ¡Un crimen espantoso, la maldición de los faraones!