56

CONWAY cometió el error de no mirar abajo. Solo pudo dar un paso. El segundo hubiera sido el último de no mediar una reacción instintiva de Lawrence.

—¡Cuidado, quieto ahí!

Antes de que pudiera moverse, le agarró por el cuello y tiró de él con fuerza. Ese gesto le salvó la vida. El túnel de ventilación al que apuntaba el serdab estaba cortado a pico sobre un abismo que se hundía en las entrañas de la tierra. El vértigo se apoderó de todos ellos. Y se acentuó cuando observaron el vapor que se elevaba de las profundidades de aquella fosa. Su tono era verde pálido y ya no olía a fruta podrida, sino a heno recién cortado. No necesitaron pronunciar la palabra maldita.

—Eso que sube de ahí abajo puede abrasarnos los pulmones en quince minutos —exclamó Lawrence, intentando mantener la calma—. O nos lanzamos hacia el túnel como sea, o tendremos que dar la vuelta.

Auden ya solo era un manojo de nervios que hablaba:

—¿Pero no habías dicho que el etileno era inofensivo?

—El etileno sí. Esto es cloro, la base del fosgeno… Mal asunto.

—De todas formas —observó lady Agatha—, el gas no parece muy denso… todavía.

—Seguro que han sido las lluvias de ayer las que lo han despertado —continuó Lawrence—. Ya sabéis, el agua se infiltra por las fisuras de la roca y activa los gases dormidos, igual que el grisú de las minas de mi tierra.

Conway ya estaba anudándose un pañuelo sobre la cara.

—Déjense de entelequias y hagan igual que yo: cúbranse la boca y la nariz.

Todos lo hicieron, pero eso no resolvió su desesperada situación. Estaban atrapados entre aquella sima y el túnel de ventilación que se abría a dos metros de distancia, en la pared opuesta, sobre el vacío.

—¿Y ahora qué? —volvió a intervenir Auden, cada vez más alterado—. ¿Se puede saber a qué esperamos para echar a correr por el pasadizo que nos ha traído hasta aquí?

Conway giró una mirada sobre los cuatro ingleses.

—Ustedes hagan lo que quieran. Yo voy a saltar.

—¡Saltar! —aulló el poeta—. ¿Saltar al vacío y hacia lo alto, hacia ese maldito túnel donde no hay dónde agarrarse? ¡Está usted loco, Conway, no cuente conmigo! ¡Antes me dejaría empalar por la momia de Belfegor y toda su corte de ectoplasmas!

El poeta había comenzado a pensar que no saldría vivo de aquella tumba. Presa de un desasosiego palpable, se giró sobre sus talones sin reparar en lo que tenía detrás. No fue su culpa, Lawrence había olvidado fijar el seguro de su fusil antes de apoyarlo sobre el serdab. Al tropezar con el arma, un disparo seco le pasó rozando con un estruendo que vació su rostro de sangre en un instante. Las paredes del pasadizo se estremecieron. Una lluvia de tierra seca cayó de lo alto. Cuando Mallowan volvió a dirigir su linterna hacia el túnel de ventilación, el pánico dio paso al prodigio. De pronto, surgió ante ellos una sucesión de peldaños tallados en la roca viva.

—¡Una escalera! —exclamó Conway—. ¡Había una escalera en la pared!

—Y el disparo nos la ha descubierto —observó Mallowan—. La escalera permanecía cegada por capas de sedimentos acumulados a lo largo de tres mil años.

Auden apenas acertó a farfullar:

—Nunca hubiera imaginado que una escalera que parece venir de ahí arriba… estuviera tan cerca del Infierno.

El comentario resonó lúgubremente. Pero, esta vez, tuvo una respuesta que no procedía de ninguno de ellos. En el grave silencio comenzaron a escuchar, muy tenue, casi imperceptible, algo parecido a un canto religioso. ¿De dónde procedía esa letanía? Viniera de donde viniera, aquella voz cavernosa parecía una emanación del gas que subía lentamente de las profundidades, y ambientaba a la perfección aquel escenario de ultratumba. Peldaño sobre peldaño, y ninguno de más de un palmo de anchura, la escalera ascendía en espiral pegada a la pared de aquel pozo de negrura que amenazaba con tragárselos a todos ellos.

Conway apretó las mandíbulas y se colgó su fusil al hombro.

—Bueno, yo voy a intentarlo. Ahora lo tendremos más fácil, pero les digo lo mismo. Bastante me han ayudado ya. Si quieren volverse, les aseguro que lo comprenderé.

—De eso nada, Kenneth —repuso lady Agatha sin vacilar—. Si usted salta, nosotros saltaremos con usted.

—¿Yo… ta… también? —balbució Auden, nuevamente demudado, con los ojos clavados en el precipicio—. He de deciros que sufro de unos vértigos terribles desde mi infancia. Yo no puedo, no puedo seguir adelante.

Pero fue su corazón, como el de todos, lo que se paró de golpe cuando el escocés dio aquel salto sobre el vacío. La fortuna se alió con su coraje, o tal vez fue la fuerza de su desesperación. Sea como fuere, consiguió aferrarse al tercer peldaño con una de sus manos y, enseguida, sus pies se afirmaron en los que tenía debajo. No había tiempo que perder. Lawrence fue el siguiente en proyectarse sobre la boca de la sima. Agarrotado, pegado a la pared, Auden dejó pasar a Mallowan. Ya solo quedaban él y lady Agatha. La dama se recogió la falda, tomó impulso y, cuando ya iba a saltar, el poeta la cogió por el hombro.

—Agatha, no me dejes solo… Me moriré de puro pánico si me quedo en este agujero.

La escritora se volvió hacia él. Ya no veía a un hombre, sino a un niño desamparado que temblaba de pies a cabeza.

—Vamos, coge mi mano. Saltaremos juntos. Y por lo que más quieras, no mires abajo.

Fue lo que hizo: volvió a mirar abajo. Se le nubló la vista, poco le faltó para caer de bruces al abismo.

Lawrence y Mallowan les animaron desde su posición.

—¡Vamos, saltad de una vez! ¡Nosotros os cogeremos!

Auden parecía a punto de sufrir un infarto, ya ni siquiera le salían las palabras. Lady Agatha cogió su cabeza entre sus palmas y le miró de frente.

—Recuerda los sagrados preceptos de nuestra Orden, Wystan. La fe es la última prueba. Debemos dar el salto al vacío para caer en brazos del Eterno. Sus brazos están abiertos de par en par, esperando a que demos el salto.

—Pero los míos no me sostendrán… —gimió el poeta—. Maldita sea, no soy un canguro.

—¡Cierra los ojos y no te sueltes de mi mano! Entre los dos lo conseguiremos.

Con el rostro desencajado y los ojos cerrados, al fin la mano de Auden se anudó a la de ella, y saltaron juntos al vacío. Mallowan consiguió sujetar a su esposa. Auden se agarró con uñas y dientes a la pierna de Lawrence, que lanzó un juramento mientras él daba gracias al cielo. Ninguno de ellos podía imaginar lo que les esperaba arriba.

A medida que remontaban la escalera de piedra como imantados por aquella voz litúrgica, los miasmas de fosgeno comenzaron a diluirse en una neblina azulada que parecía descender desde lo alto.

—¡Conozco este olor! —exclamó Lawrence—. Alguien está quemando opio ahí arriba.

—Y yo también conozco ese canto —continuó Conway—. Se trata de un pasaje del Libro de lo que vive más allá. El que narra el principio del ritual para abrir las puertas de la vida eterna a los que han superado el juicio ante Osiris.

Continuaron ascendiendo, sintiendo a cada paso la succión del abismo. El canto no cesaba. Al contrario. A la primera voz se unió una segunda. Recitaban «a capella» siempre el mismo pasaje: «Este es el lugar del espíritu bienaventurado que no puede morir jamás». Conway y Mallowan se sabían el texto de memoria. Mientras aquellas voces percutían en la sima resonante iban repitiéndolo para sus adentros, con una mano tanteando la pared, la otra en el percutor de sus fusiles: «Este es el lugar del espíritu transfigurado que atraviesa el fuego y las tinieblas. Esta es la puerta de aquel que ha vencido a la muerte y regresa a la existencia. La puerta de las Estrellas…».

Las vaharadas de opio se hicieron más intensas, la oscuridad dio paso a una penumbra ambarina. Ya estaban cerca de coronar su ascensión. Veinte metros más arriba, sobre sus cabezas, distinguieron una bóveda pintada con un cielo estrellado sobre la que se arqueaba el cuerpo desnudo de Nut, la paridora de mundos. La diosa del cielo parecía aletear para animar la procesión de divinidades que comparecía a su cita con la eternidad. Allá estaban Horus, el señor del conocimiento, y Hator, la dama de oro, y Osiris, el vencedor de la muerte, y Min, el dispensador de energía. Todos regenerados por el soplo ardiente de Atón, como si fueran a cobrar vida de un momento a otro. «Yo soy aquel de altos cuernos y muchos rostros», continuó aquella voz rota desde lo alto. «El que abre y cierra las puertas del Cielo y el Infierno».

Al fin Conway pudo afirmar una de sus manos sobre la cornisa que remataba el túnel de ventilación. Nada más hacerlo, otra mano aferró la suya. El escocés mantuvo la serenidad, vacilando entre tirar de ella o disparar. No pudo hacer ninguna de las dos cosas. Antes de que consiguiera enderezar su fusil sintió el acero de un cañón sobre su sien. Dos cañones más asomaron a la boca del pozo. Habían vuelto a ser sorprendidos por los fascistas de Malaparte.

Uno tras otro, maldiciendo su suerte y encañonados por delante y por la espalda, los cinco ingleses ascendieron hasta una cámara sostenida por gruesas columnas lotiformes coronadas por la inconfundible cabeza de Knhum, el dios carnero. Dos hiladas de lámparas iluminaban aquel recinto embrumado por los pebeteros donde se quemaba una densa resina de opio. Oro y lapislázuli, paredes cargadas de relieves y pinturas, y una gran barca solar que parecía recién emergida del Nilo. Todo era maravilloso. Un reducto preservado a lo largo de tres mil años para la veneración de una pareja sagrada, inmortalizada en dos estatuas colosales que reconocieron al instante. Un hombre joven, alto, aunque de aspecto enfermizo, de cuerpo andrógino y caderas redondeadas, con un cráneo no menos singular. Su nariz larga y fina, sus labios sensuales, como esos ojos un poco oblicuos, irradiaban la serenidad profunda de una experiencia espiritual absoluta. La misma que envolvía a la mujer que le acompañaba. El cuerpo de una diosa, delicado pero no estilizado, y, sobre su largo cuello, enmarcado por una peluca trenzada y coronado por el doble ureus, el rostro más bello y perfecto que dio Egipto al mundo. El de una reina que vivía en el corazón de la eternidad. Estaban en presencia de las representaciones más sublimes de los míticos rebeldes de Amarna: Akenatón y Nefertiti.

Su trastorno fue tal, que ninguno de los recién llegados pareció reparar en los hombres que les apuntaban. Pero eso no era todo. Tardaron en advertirlo, hasta que sus ojos acabaron de adaptarse a la tiniebla. Lo que vieron allá, al fondo de la sala, superaba todo lo que hubieran podido imaginar a lo largo de cien vidas. Conway comenzó a caminar como un alucinado. Le zumbaban los oídos, una cincha de acero le comprimía el pecho, el corazón le latía a golpes y, al mismo tiempo, sentía que la sangre huía de su cabeza y la convertía en una oquedad vacía. Pero no, esta vez no se trataba de un sueño, ni de una alucinación. La pesadilla era real y Ankhesa estaba atrapada dentro de ella.