61
EL reloj de San Stefano aún estaba doblando las campanadas de las nueve de la mañana cuando la puerta de la habitación se abrió de par en par y apareció aquel pirata con el aro de los cruzamundos en la oreja que solo podía ser Gaetano Cornacchia. Venía exultante, con un traje de domingo que le quedaba pequeño y un ramo de rosas más grande que él. Al ver a su amigo, todas las palabras que tenía pensadas se le anudaron en la garganta. Los dos hombres se fundieron en un abrazo que estuvo a punto de desconectar la vía abierta en las venas de Conway.
—Habrase visto, hombre de poca fe. Dar por muerto a Gaetano Cornacchia, el de los siete mares y las siete vidas… No disimule, jefe. Me lo ha soplado la tal Giovanna, esa gatita de ojos pardos a la que le he propuesto matrimonio nueve veces, y las nueve me ha rechazado. Es la señal de que acabará cayendo.
El escocés no dejaba de mirarle. Tenía que borrar de su memoria aquella escena terrible, cuando lo vio morir acribillado a balazos al pie de la montaña de Nejbet. Sin embargo, por más que le confortara, su presencia avivaba un dolor más profundo. El dolor por la pérdida de Ankhesa seguía ahí, lacerante, como una herida que se resistía a cicatrizar.
—Tienes que contármelo todo, Gaetano. Vamos, siéntate ahí y cuéntamelo todo antes de que aparezcan los médicos.
—Un poco de tranquilidad, jefe, lo primero es lo primero —exclamó, sacando del interior del ramo de rosas una flamante botella de vino de Trágara—. Antes tenemos que brindar por su regreso a puerto. Y si la gatita me pilla con esta medicina, ya lo verá, se pondrá tan furiosa como un león.
Con Gaetano no valían razones si había un buen vino por medio, eso lo recordaba perfectamente. Le dejó descorchar la botella de un mordisco y servir dos vasos que su brindis estuvo a punto de hacer añicos.
—¿Lo ve? Si es lo que digo yo, que este vino es capaz de resucitar a un muerto. Incluso a dos. Porque yo también lo he pasado mal, jefe, no se crea…
—Cuenta…
—Calma, signore, un poco de calma. El vino de Trágara hay que saborearlo despacio —continuó el pescador, volviendo a llenar los vasos—. Igual que su historia.
—Maldita sea, Gaetano, suelta la lengua de una vez.
—Está bien, está bien… ¿Qué quiere que le cuente?
—Cómo demonios he llegado hasta este hospital. Empieza por ahí…
El pescador apuró otro trago, se limpió la boca con la manga, y empezó a contar:
—Verá, sucedió a los tres días de que usted descubriera el túnel que va desde las letrinas de Villa Helios a la Gruta Azul. ¿Se acuerda de eso? —Conway le urgió a continuar—. Usted decidió que nadie más volviera a bajar por ese agujero. Puso a Gesualdo de guardia, a las puertas de Villa Helios, ya sabe, hasta que nos lo mataron… Entonces usted y yo entramos en aquel antro por el otro corredor, el que sube desde la Gruta Azul. Atravesamos no sé cuántos pozos y catacumbas hasta que, al final, se nos apareció el sarcófago de la momia egiziaca. «Esto es un gran tesoro, Gaetano», me dijo, «un tesoro que cambiará la historia». Qué quiere que le diga, jefe… Yo no veía más que una momia tan enjuta y carcomida como las del convento de las Sepolte Vive, el de las «Sepultadas Vivas», allá, en Nápoles. Lo digo con conocimiento de causa, signore. No sé si sabe que tengo una prima carnal encerrada entre esos muros, Donnatella, la despechada. Cuando el calabrés que la pretendía la dejó plantada, la pobre lloró un mar de lágrimas que hubiera podido sofocar las bocas del Vesubio. Y así ingresó en el convento, igual que una momia, signore, porque las novicias entran rebozadas en el sudario de los muertos y tendidas sobre la plancha de un ataúd. ¿Qué le parece? ¿Tétrico, verdad?
—Vuelve a la gruta, Gaetano —le cortó el escocés—. Sigue con lo que estabas…
—Ah, sí, claro. Disculpe, signore… —cabeceó el pescador—. Estábamos con la momia egiziaca que se nos apareció allá. Usted se puso como loco, un loco furioso. Me cogió por las solapas y me dijo que el descubrimiento debía permanecer en el mayor secreto, no sé por qué rayos, pero esa fue su voluntad. Ahora le digo que yo la he respetado, sí señor, Gaetano Cornacchia es un hombre de palabra. —Algo que corroboró con otro trago seco—. Así, cuando le pasó lo que le pasó, yo le guardé las espaldas y les dije a todos que a usted me lo había encontrado tan perjudicado como un barco venido a pique en las criptas de la Certosa de San Giacomo, en la otra punta de la isla, para que no metieran sus narices en la Grotta Azurra.
La astucia del pescador merecía una celebración. Conway extendió su vaso, volvieron a brindar.
—¿Pero qué me pasó en la Gruta Azul? Cuéntamelo de una vez…
—¡Por los fuegos de san Telmo, signore, si cae por su peso! —se enfadó el pescador, para apiadarse de inmediato—. Poverello, todavía no tiene la testa en su sitio. Pues ya se lo puede imaginar. Como le estaba contando, al tercer día usted bajó solo a su tumba. Seguro que iba ciego, de otro modo no se entiende que cayera como cayó, igual que una rata en el cepo. El golpe debió ser de impresión. Yo le encontré al día siguiente, cuando me harté de esperarle en el embarcadero. Estaba ahí, descalabrado en el fondo del pozo, y más tieso que la momia de la dichosa faraona.
Conway le dejó beber mientras ordenaba sus ideas. Enseguida, una se impuso a todas las demás.
—¿…Y las excavaciones? ¿Han continuado durante este tiempo?
—Malas noticias, jefe: sí, han continuado por todas partes, sobre todo en la Certosa de San Giacomo. Pero también en la Grotta.
—¿En la Gruta Azul? —se alarmó el escocés—. ¿Pero no acabas de decirme que…?
El pescador le restituyó una mirada demasiado elocuente.
—Ha tenido que ser el demonio Satanaso, signore, de otro modo no se entiende. Ya sabe que los fascistas suelen celebrar sus misas negras en la gruta, ¿verdad? Pues verá, hace cosa de un mes, cuando regresaban de una de esas fantochadas, me crucé con la tropa en el café Vittoria. Dos de ellos, el cura y el notario, estaban eufóricos. Discutían sobre si habría que avisar a las autoridades de Nápoles o mejor antes a los sabios de San Carlo, ya sabe, los de la universidad. Yo me dejé caer por la barra, donde paraba Lucchino el Esmirriado, el hijo de Tomaso, el de los encurtidos, que está malcasado con otra de mis primas, aunque esta no es carnal, solo política. Uf, pobre Antonella, qué mala vida le da ese gañán, y con nueve hijos que tiene…
—Anda, deja en paz a la parentela y sigue con lo que estabas contando.
—Pues eso, a lo que iba… «¿Qué es lo que se celebra, Lucchino, si puede saberse?» —le pregunté, con mucha discreción—. El Esmirriado me miró como miran los borrachos, que no sabes si te miran a ti o a otro que hay detrás, y así me lo soltó: «Un gran descubrimiento, Gaetano, la tumba de Timberio, el emperador, o quién sabe si la de algún gerifalte de más rango todavía». «O sea, que habéis pescado un pez bien gordo» —seguí yo—. «Y tanto, Gaetano» —eso me dijo el Esmirriado—. «Nuestro caporal se va a convertir en un archipámpano, y nosotros también, claro. Que sepas que estás hablando con un personaje». Hasta le hice una reverencia al desgraciado, para no levantar sospechas. Y, bueno, ya está, esa noche hice lo que tenía que hacer.
—¿Qué fue lo que hiciste, Gaetano? Escúpelo de una vez.
—Lo que se puede imaginar, jefe. Justo lo que hubiera hecho usted de encontrarse en mi pellejo. Esa noche aparté dos cargas de dinamita de las que usamos para pescar cuando venimos de vacío, las coloqué a la entrada del paso y, ¡booouummm!, punto en boca hasta que los fascistas acaben de retirar el alud de rocas.
—¡Bravo, muchacho! —exclamó Conway con una exhalación de alivio—. ¡Buen trabajo!
—No se haga ilusiones, jefe —continuó el pescador—. Cuando esos podencos pillan un rastro ya no lo sueltan. Llevan dos semanas cavando a destajo en la gruta. No pararán hasta abrir el paso que lleva a la cámara de la reina. Y lo peor de todo: Annicelli, el notario, ya se ha ido de la lengua con los picaflores de San Carlo. Se lo ha soltado todo, y también le ha señalado a usted. En cuanto salga de este hospital va a tener un enjambre de reporteros esperándole. A menos que siga haciéndose el muerto, claro, que tampoco es una mala idea.
—¿… Y la momia de Nefertiti?
—Sigue donde usted la dejó. Puedo asegurárselo porque bajé ayer mismo a echarle un vistazo a la criatura.
—¿Cómo que bajaste a echarle un vistazo? ¿No acabas de decirme que cegaste el paso?
—Sí, claro que sí. Y bien cegado está. Pero, recuerde, el agujero que baja desde las criptas de Villa Helios sigue abierto… Y allá no se acerca nadie, ni el demonio, signore, por si se les aparece el fantasma de Gesualdo. Así que yo bajé bien tranquilo, que por algo Gesualdo era mi padrino. Su reina estaba tal como la dejamos, bien arropada en su lío de vendas, tan intacta como la Immacolata Concezione.
Al oír aquello Conway se incorporó de su lecho para abrazarle. La guía del suero se desprendió por sí misma. Un estorbo menos.
—¡Bien hecho, Gaetano, bien hecho! ¡Te debo la vida!
Estaba tan excitado que se olvidó de todo lo demás y se puso a caminar nerviosamente por la habitación con las manos trabadas a la espalda.
—Tenemos que actuar rápido, amigo mío, cada minuto cuenta…
—No lo sabe usted bien, jefe. Porque ahora también se ha metido en el jaleo el papamoscas del barón Fersen. Dice que no tolerará que Malaparte se aproveche de sus excavaciones. Así las llama, «sus» excavaciones. Y anda por ahí, de despacho en despacho, loco por sacar a los fascistas de la gruta. Ya se puede imaginar para qué: para meterse él, de la mano de esa sanguijuela que es el doctor Messori.
—¡No lo conseguirán, ni ellos ni nadie! ¡Mientras yo viva nadie tocará esa momia!
El arrebato casi le costó un desmayo. Estaba muy débil, apenas podía tenerse en pie. Gaetano le ayudó a sentarse en la cama al tiempo que le servía un nuevo vaso bien colmado de vino de Trágara.
—Venga, jefe, apure otro trago. ¡El vino es salud!
—¿Tienes un cigarillo?
El pescador esgrimió una cajetilla de Belvederes, negros y sin filtro. Hundió uno en la boca del escocés y prendió los dos.
—Demonio, cómo se está poniendo esto —exclamó contemplando la humareda, los vasos manchados de vino, la botella demediada sobre la mesilla—. ¡Pero qué carajo, hay que vivir!
—Escúchame bien, Gaetano. No creo que aguante aquí más de dos días. En cuanto pueda levantarme, digan lo que digan los médicos, te voy a necesitar. Tenlo todo preparado para bajar a esa tumba: las palancas, las cuerdas…
—¿Qué se propone, jefe? Cuando me mira con esos ojos, me da miedo.
—Ni yo mismo lo sé todavía, amigo mío. Lo primero es rescatar a la reina. Luego habrá que buscarle un nuevo escondite. No sé cuál, tendrás que ayudarme…
—Un escondite para una muerta que sigue viva. —Los ojos del pescador se iluminaron con un fulgor extraño—. ¿No es eso, signore?
—Sí, más o menos… Un escondite para una reina que nunca morirá.
Gaetano se restregó el mostacho, recomenzaba la gran aventura.
—¡Entonces brindemos por su reina, jefe! —exclamó, apurando el resto de vino que quedaba en la botella—. ¡Por la reina!
Fue así como les sorprendió la enfermera que venía a traerle el plato de caldo que sería su primera comida tras noventa días en coma. La bandeja se le cayó de las manos. Gaetano se anticipó al grito tapándole la boca con las suyas. Pero ya ni san Gennaro pudo salvar a aquel avezado marino de la tormenta que se desató sobre su sombra. Media hora después abandonaba el hospital con la amenaza conminante de no volver a rebasar sus puertas y una sonrisa en sus labios. Al pasar por la recepción se había cruzado con Giovanna, la enfermera de los ojos pardos. Las rosas de la habitación 212, la del inglés, eran para ella, naturalmente. El pescador, aún escoltado por dos celadores, consiguió decírselo con un guiño casi perverso. Giovanna le respondió con ese cabeceo que solo se dedica a los seductores incorregibles. Todo un triunfo para aquel pirata que jamás daba una batalla por perdida.