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VIVIR bajo la amenaza del Vesubio y la Camorra, una y cien veces golpeada por guerras, epidemias, terremotos y calamidades sin cuento, en una de las zonas telúricas más activas de Europa y en pleno mezzogiorno, ha hecho de Nápoles una ciudad extraordinaria en todos los sentidos. La constancia del desastre, y la certeza de que de un modo u otro siempre sobrevivirá a él, constituye la esencia del carácter napolitano. Un carácter algo más que caótico, incorregiblemente vitalista, forjado sobre la aceptación de ese sentido dislocado de la existencia que hace lo imposible fácil y lo sencillo una quimera. Quién llega a la Perla Negra por primera vez no puede sustraerse a la fascinación de este hervidero de humanidad, de arte y de historia, cuya bandera es la ropa tendida de balcón a balcón sobre calles tan angostas que apenas toleran el paso de la luz, la basura que se abandona a la deriva, el alboroto de sus vendedores callejeros, pero también su impresionante patrimonio monumental. Un entramado laberíntico de más de cuatrocientas iglesias —abruma la cantidad—, sostiene toda esta arborescencia de palazzos y castelli a un soplo de la catástrofe, entre los que aparece de pronto una fastuosa fachada barroca que alberga en su interior un patio de monipodio o un mercado que apesta a pescado podrido donde todo el mundo grita para hacerse oír. La música puede ser cualquier canzone napuletana o un aria de Scarlaltti. Lo popular desafía a lo solemne, lo cómico a lo trágico, lo verosímil a lo delirante. Aquí vivieron personajes tan singulares como el arquitecto Bernini o el visionario Giordano Bruno. Pero también el inmortal Polichinela, el desvergonzado Boccaccio, y hasta el doctor Frankenstein, a quien Mary Shelley hizo nacer en el viejo barrio español de Chaia. Como en el teatro de San Carlo, todos los mundos, todas las ficciones, todas las voces caben dentro de este infierno a cielo abierto. Hasta los mafiosos rinden culto a la sangre de san Gennaro —cuyo retraso en la licuación se considera anuncio de un gran estrago—, mientras los buenos burgueses desfilan con sus mejores galas hacia el Coliseo Bellini, ajenos al teatro de miseria que les rodea. Pero, en suma, basta un paseo por la cornisa marítima que se prolonga desde Castel dell’Ovo a Posillipo, para suscribir de un trazo el célebre aforismo que define el alma de la capital de la Campania: Vedere Napoli e doppo morire.

El suyo, sin embargo, no iba a ser un viaje de placer. Difícilmente hubiera podido serlo tal como se inició. Benito Mussolini había congregado a sus Fasci di Combattimento para escenificar una parada desafiante frente al Palacio Real de Nápoles. Todos los escuadristas de Capri, con Pagano y Malaparte a la cabeza, esperaban la llegada del primer vapor en el puerto de la Marina Grande uniformados con sus siniestras camisas negras y sus correajes con el puñal al cinto. Conway se llevó a Ankhesa a la cubierta de proa, lejos de los fascistas. Pero durante todo el trayecto tuvieron que soportar aquel coro de voces cuartelarias que entonaban su insufrible Vado, vinco e torno «Voy, venzo y vuelvo», animando al pasaje a sumarse a la fiesta, y provocando a todos aquellos que se negaban a responder a su grotesco saludo imperial. Conway no dejaba de preguntarse acerca de su posible vinculación con los tres crímenes que la gente de la isla atribuía a la maldición de los faraones. Esos fascistas que habían jurado odio eterno a los hijos de Sejano, a quienes imputaban la decadencia de Italia, ¿podían haber asesinado de aquella manera atroz a su amigo Caltagirone, a Gesualdo Cocuzzo, a Ruggero Sasa? Le costaba encajarlo. Aquellos petimetres disfrazados de héroes de una guerra gloriosa que no sucedió jamás, parecían lo suficientemente ridículos como para creerse herederos de César Augusto, pero, según Pound, su violencia no pasaba de ser una escenografía de opereta. Sin embargo, cuando se aprestaban a desembarcar, hubo un momento extraño. Malaparte, que iba en el grupo de cabeza, se quedó mirando a Conway, apenas un instante, el tiempo suficiente para que se reconocieran. El escocés desvió su mirada. Malaparte se fijó entonces en Ankhesa. No veía a la bella mujer que se cubría del sol bajo una sombrilla, sobre la pasarela. Sus ojos de rapaz parecían estar viendo otra cosa, algo parecido a su aura, como si le recordara una vida anterior donde él y ella hubieran coincidido, en otro lugar, en otro tiempo.

«No, no puede ser. Imaginaciones mías», se dijo el escocés, dirigiéndose hacia una de las calesas que esperaban a los viajeros a pie de puerto. «Me he metido tanto en esta historia que ya veo fantasmas por todas partes». Entonces, como si se tratara de conjurar un maleficio, se llevó a la reina lejos de allá, hasta las ruinas de Pompeya. Regresaron sobre el mediodía, pasearon por el barrio viejo y, cerca de la hora del almuerzo, le pidió que le esperara en uno de los mejores restaurantes junto a la puerta de los Aragoneses, el Pulcinella, pues él tenía que resolver un asunto privado.

—No tardes mucho, Ken, ya sabes que sin ti estoy perdida…

—Estaré aquí en menos de media hora. Tómate un limoncello mientras vas eligiendo los platos.

—¿Pero qué es eso que tienes que hacer para que yo no pueda ir contigo?

—Negocios, amor mío.

—¿Negocios de qué tipo?

—No me preguntes más, se trata de una sorpresa.

Conway se encaminó con paso vivo hacia la calle donde se ordenaban las tiendas de antigüedades más acreditadas de Nápoles. Tenía una dirección anotada en su agenda, Casa Capodimonte. La localizó sin problemas, y el albanés que la regentaba estaba acostumbrado a no hacer preguntas. Sin embargo, aquello que puso sobre su velador constituía un auténtico tesoro. Nada menos que tres escarabeos del tiempo de Amenofis IV.

—Observe el engaste, es de oro puro —insistió ante la mirada atónita del anticuario, que intentaba leer las inscripciones bajo el foco de su lámpara.

El albanés extrajo un voluminoso manual donde se leía Sigilli egiziani, «Sellos egipcios». Antes de abrirlo introdujo un monóculo en su órbita derecha, lo que al levantar la ceja y aplastar el párpado, le confería el aspecto de un perro de presa.

Ecco, aquí está… —corroboró tras releer tres veces la página dedicada a la XVIII dinastía—. En efecto, se trata del sello de Akenatón.

—¿Cuánto puede darme por los tres?

—La suma varía si me aporta o no un certificado de origen…

Conway apretó las mandíbulas. El certificado de autenticidad era él mismo, pero ni siquiera podía decirle dónde los había conseguido.

—… También hay que tener en cuenta posibles falsificaciones —insistió el anticuario—. Las hay muy buenas.

El escocés acabó por impacientarse.

—Dígame de una vez si los toma o los deja. Seguro que en esta misma calle hay unos cuantos colegas suyos que me los cogerán con los ojos cerrados.

El anticuario volvió a examinar los escarabeos, su monóculo destellaba de codicia.

Ebbene… —resolvió al fin—. Puedo ofrecerle medio millón de liras por los tres. O tres mil libras inglesas, si lo prefiere —apostilló, deduciendo que su visitante era inglés.

—¿Tres mil libras por los tres? —se indignó Conway—. Mírelos bien otra vez: se trata de verdaderas joyas, ¡son únicos!

—Tres mil libras es mi última oferta.

Poco después Conway salió de Casa Capodimonte con un talón por valor de cinco mil libras. Sabía que había hecho un mal negocio, cada uno de aquellos escarabeos podían venderse por esa cantidad, pero la suma le pareció suficiente para lo que se proponía. Su mala conciencia se reavivó de camino al restaurante donde la esperaba Ankhesa. Evidentemente, los escarabeos formaban parte de su ajuar funerario. Le pertenecían a ella. Pero, al fin y al cabo, aunque todavía no pudiera decirle nada, también sería para ella la pequeña fortuna conseguida con su venta. La Bella le recibió con una expresión turbada, sostenía una tarjeta entre sus manos.

—… Ha venido un hombre y me ha dado esto —exclamó, entregándosela—. Por lo visto esta noche dan una fiesta en su palacio y nos ha invitado a los dos.

Conway leyó la nota antes de sentarse.

—Vaya, vaya. O sea que Curzio Malaparte… —repitió, con entonación neutra.

—¿Lo conoces?

—Solo de vista. Venía con nosotros en el vapor de la mañana.

—Pues él me ha asegurado que te conoce mucho a ti. «Sigo muy de cerca su trayectoria, señorita», así me lo ha dicho. Iremos, ¿no?

—Por supuesto que no. ¿Es que no te has fijado de quién se trata?

—Qué curioso que me hagas esa pregunta, Ken. Cuando se me ha plantado aquí delante con su uniforme militar, me ha venido una imagen a la mente.

—¿Una imagen?

—Sí, la imagen de un hombre de mi tiempo.

—¿Quién?

Ankhesa pareció vacilar, pero al fin lo dijo.

—El general Horemheb, el hijo del alfarero.

Conway segregó una sonrisa raspada antes de apurar el primer sorbo de su campari. La pesadilla regresaba, pero ya no podía huir de ella. Necesitaba saber más.

—… Y esa sensación, ¿la has tenido otras veces? —preguntó, con aire despreocupado, mientras echaba un vistazo a la carta.

—Solo una vez más. Cuando me presentaste a tu amigo, el doctor.

Il Dottore? No me digas que también te recordó a alguien de tus tiempos de Amarna.

—No me lo recordó. Se trata del mismo Perennefer, el copero de Akenatón —repuso Ankhesa lacónicamente.

—Bueno, si has visto en mí una reencarnación de tu faraón, no es tan extraño —insistió el escocés en el mismo tono—. ¿Conoces la teoría de las reminiscencias? A veces la memoria nos engaña…

—No te entiendo, Ken, no sé a qué juegas conmigo… —le dijo bajando los ojos para restituirle una mirada llena de angustia—. El día en que salimos de la Gruta Azul fuiste tú mismo quien me advirtió. ¿Es que ahora no lo recuerdas? Me dijiste que los cortesanos que nos traicionaron habían regresado y que estaban aquí, entre nosotros. Por eso me hiciste cambiar mi nombre sagrado y fingirme otra, y…

Conway cogió sus manos buscando las palabras. Su desamparo le hería profundamente, pero aún no podía revelarle toda la verdad.

—Lo dije sin saber lo que decía, Ankhesa, créeme… Y solo lo hice para protegerte. Imagina qué hubiera sucedido si les hubiese contado quién eres verdaderamente: jamás nos habrían creído, nos tomarían por locos, o algo peor. Me inventé esa historia para que nos dejaran en paz, eso es todo.

La reina continuó, ya más serena, pero mantuvo su determinación.

—Entonces esa historia que te inventaste ha acabado por hacerse realidad. Y ahora eres tú quien tienes que creerme a mí. Ten por seguro que nos va la vida en ello. La nuestra y la de todo nuestro mundo, Ken. Todo cuanto existe depende de la pervivencia de los elegidos de los dioses. Veo que se acerca un tiempo de odio, la guerra de todos contra todos. Si nosotros sucumbimos los Nueve Arcos[37] perecerán con nosotros.

El escocés sintió que le arrastraba el vértigo, no podía encajar lo que estaba oyendo. Y, sin embargo, si era cierto que se encontraba ante la misma Nefertiti, si había visto con sus propios ojos cómo su momia se encarnaba en aquella mujer de carne y hueso, ¿por qué no podía ser igualmente cierto lo que ella le estaba contando? Le vinieron a la memoria las imágenes del desfile de los fascistas ante el Palacio Real, todas las noticias que hablaban de un tiempo de rearme en Alemania, los rumores que señalaban a Capri como el epicentro de un turbio mercado de gas nervioso, el terrible fosgeno que había arrasado los campos de batalla de Europa durante la Gran Guerra.

—Pero Ankhesa, ¿estás segura de lo que dices? ¿No habrá sido un sueño?

—Yo no sueño despierta, Ken, todos mis sueños son reales. Cuando vivía en el Palacio del Abanico los sacerdotes de la Casa de la Vida venían a consultarme. Decían que yo veía muy lejos, más lejos que nadie.

—¿Has tenido más visiones durante estos días?

—Siempre es el mismo sueño, el mismo que tú viste o imaginaste antes que yo.

—Cuéntamelo todo, por favor…

—La persecución continúa, ese es el sueño.

—¿Qué persecución?

—Los que acabaron con tu vida y con la mía han vuelto. Están ahí, por todas partes.

Conway giró una mirada desquiciada alrededor de las mesas del Pulcinella. Turistas víctimas del síndrome de Stendhal, rentistas genuinamente napolitanos, familias numerosas celebrando la onomástica de su patriarca en torno a una mesa rebosante de pasta, y hasta un obispo rodeado de monjas que, en ese momento, arrancaban con sus manos grasientas pedazos de carne de un costillar de cordero.

—Pero, cariño, ¿crees que esta gente…?

—Estos no, no son todos, pero cada vez son más —le cortó, acuciante, vertiendo en él toda la luz de sus ojos—. Quiero irme de aquí, Ken, debemos regresar a Khemet. Si no lo hacemos nos matarán, igual que entonces. Estoy segura, amor mío, absolutamente segura…

El escocés encendió un cigarrillo y, tras una inspiración profunda, lanzó el humo en una bocanada larga y baja. La miraba con una franqueza que le hacía sentir incómodo, como si se preguntara qué pensaría de él después de decírselo.

—Está bien, yo también te voy a contar cuáles eran mis planes: hemos venido aquí justamente para eso, para preparar nuestra partida. Pensaba llevarte conmigo a mi tierra del norte, pero me has convencido. De acuerdo, haremos lo que tú dices: regresaremos a Egipto… tan pronto como resuelva unos asuntos.

—¿A qué esperas?

—Si es como dices tenemos que hacerlo bien, midiendo cada paso y borrando nuestras huellas. De otra manera, allá donde fuéramos, nos encontrarían enseguida y entonces sí que estaríamos perdidos. Hace tres días envié un cable a un amigo mío, arqueólogo, como yo. Trabaja precisamente en Amarna —improvisó sobre la marcha—. No podemos hacer nada hasta que él me conteste.

Ankhesa empujó el plato que había dejado a medio comer y puso una mano sobre la suya para decirle.

—Algo se prepara, amor mío, un acontecimiento diabólico: lo he leído en las estrellas.