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ATURDIDO y cegado momentáneamente por el golpe, notas que Van Cott te arrastra hasta introducirte en el gran tubo de cristal situado en el centro del laboratorio secreto.

El trastornado científico se frota las manos con entusiasmo, cierra la puerta con un puntapié y te deja en el interior de la máquina. No logras despejarte lo suficiente para franquear la barrera del tiempo —ni para pensar siquiera a dónde irás— cuando una luz azul ilumina la estancia, y te desvaneces.

Cuando recobras el conocimiento tienes la cabeza dolorida y te rechinan los dientes, manteniendo los ojos cerrados inspiras un aire cargado de olores extraños y te predispones para hacer frente a aquello que los despide.

No es difícil suponer que Van Cott te envió a otra dimensión.

¡Seres como babosas gigantescas con horribles tallos oculares!, descubres al abrir los ojos. Puedo hacerles frente.

Podría haber sido peor, y haber acabado como el pobre Stuart, conservado dentro de un frasco, en un rincón. Supones que es Stuart, claro, pero podría tratarse de otro «sujeto» de Van Cott.

Estás sujeto a lo que parece ser una mesa de laboratorio. Extraños aparatos con pilotos destelleantes están dirigidos hacia tu cuerpo. Un ser parecido a una babosa te examina sosteniendo con uno de sus brillantes y viscosos tentáculos un afilado cuchillo de acero.

El afilado cuchillo es acercado peligrosamente a tu cabeza. Piensas que para ellos no eres más que otro organismo primitivo. La criatura puede tener una opinión tan baja de tu posición en la escala evolutiva que sería capaz de abrirte sin pensárselo dos veces. Ni siquiera sería lo bastante considerado por su parte de anestesiarte antes de iniciar su horripilante tarea.

En ese caso, tu destino sería peor que el del malogrado Stuart.

Afortunadamente, las tiras con las que estás atado a la mesa no son adecuadas para humanos. Te resulta fácil menearte hasta quedar libre. Saltas de la mesa y ruedas por el suelo para atenuar el impacto de la caída. Te incorporas y echas a correr antes de que los seres que parecen babosas puedan reaccionar.

Atraviesas una cortina roja que, en aquel laboratorio, es lo más parecido a una puerta. Lógicamente no sabes a dónde te diriges pero, de momento, alejarte todo lo posible de esa mesa te parece positivo.

Al otro lado de la cortina hay una enorme sala repleta de deambulantes criaturas que miran objetos situados en estanterías o en vitrinas. Una de las criaturas recibe un objeto a cambio de varias monedas triangulares que otra criatura guarda en una caja registradora.

Entonces te aclaras. ¡Después de todo, no estabas en un laboratorio! Te hallabas en el almacén de una gran tienda de esos seres. Y los del interior intentaban calcular cuántas monedas triangulares podían pedir por ti.

Al correr por la tienda, provocas un gran revuelo. Las criaturas emiten agudos gritos y se alejan de ti. Uno se desmaya y cae al suelo con un repugnante gorgoteo.

Parece que tienen miedo de tocarte. Tu presencia en el exterior del edificio crea un caos aún mayor, los seres parecidos a babosas se dispersan y ocultan.

Te inhibes de ellos. Quedas fascinado por el sol de esta dimensión: una gigantesca estrella roja.

Ignoras si puedes desplazarte de una dimensión a otra, pero no tienes más remedio que intentarlo antes de que los seres decidan rociarte con su versión del insecticida.

Será mejor que regreses a La Luna, allí estabas en la pista correcta.