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LOS pozos de ventilación están llenos de tuberías y maquinaria vieja y desechada, parte de la cual está oxidada y podrida. Sigues al viejo en medio de las penumbras, con el propósito de hallar pronto la ruta de huida.

—¿Sabes quién soy? —pregunta el viejo. Sin darte tiempo a responder añade, simple y orgullosamente—: Soy Curtis Van Cott.

—¡Pero no el famoso Curtis Van Cott! ¡No es usted tan mayor!

—Soy su hijo.

Recuerdas lo que has oído en la Academia sobre Curtis Van Cott hijo y Stuart Chin, su asistente, que desaparecieron misteriosamente antes de que los juzgaran por realizar experimentos peligrosos.

—La gravedad artificial de este asteroide es muy inferior a la de La Tierra —explica el viejo—. Por eso el esfuerzo que hacen mi corazón y mi sistema circulatorio es muy inferior al normal. Vivir muchos años en el espacio es bueno para la salud… siempre que no se tenga la intención de regresar a La Tierra.

—Por lo que he oído decir, no le quedaba otra opción.

—Hmmm. Simplemente porque Stuart y yo realizamos experimentos con el tiempo y el espacio, la gente temió que por error pudiéramos apartar todo el Sistema Solar de su fase correspondiente. Dime, ¿a ti te parece un temor justificado?

—Bueno…

—¡Pues no tiene justificación! —exclama Van Cott mientras te guía por un cruce del sistema de ventilación—. En un primer momento Stuart y yo pensamos que nos someterían a un juicio justo, pero cuando estuvo claro que nuestros experimentos serían prohibidos, vinimos a este asteroide que mi padre construyó en secreto. Aquí vivimos y trabajamos en paz hasta que los piratas descubrieron el asteroide. Por eso vivimos entre las paredes y en laboratorios ocultos sin que ellos lo sepan. Los piratas no tienen la menor idea de mi existencia.

No respondes a los comentarios de Van Cott pues oyes que más abajo unos piratas contrariados maldicen y destrozan una despensa. Cruzas rápidamente una rejilla abierta en el techo y ni siquiera miras por temor a que te descubran. Sin embargo, su propio alboroto les impide oír al viejo.

—Ah, señor Van Cott, estoy disfrutando mucho de este paseo —susurras—, pero me gustaría saber cuándo llegaremos a la parte en la que yo me escapo.

—Enseguida.

Van Cott dobla un recodo y, sonriente, se deja caer por un pozo de ventilación, aterrizando en un montón de ropa vieja.

—¡Shhh! —dices mientras lo sigues—. Nos oirán.

Te cuesta trabajo no reír cuando aterrizas en medio de las ropas con un golpe seco.

—Las paredes están insonorizadas, los piratas no pueden oír nada —te informa Van Cott, mientras aparta el montón de ropa y lo acomoda ordenadamente—. Hace años que no me la pongo. Lo más probable es que estén pasadas de moda —al viejo sentimental se le llenan los ojos de lágrimas.

Apenas haces caso de lo que dice. Toda tu atención está fija en la reluciente maquinaria y el vacío tubo de cristal de la sala secreta.

—Ése es mi dispositivo de viaje interdimensional —explica Van Cott con orgullo y se detiene a tu espalda—. He de reconocer que casi toda la teoría básica la desarrolló Stuart, pero yo desarrollé las aplicaciones prácticas. El sujeto se sitúa en el interior del tubo, se acciona la palanca y es transportado a un universo paralelo que puede parecerse o no al nuestro.

—¡Caray! ¿Ya lo ha probado?

—Sí, Stuart lo ha probado.

—¿Y qué ocurrió?

—Eso es lo que yo sé y tú tienes que averiguar.

Antes de comprender con exactitud el significado de las palabras de Van Cott algo te golpea con fuerza la cabeza. Las luces se apagan.