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LLEVAS menos de una semana en Marte y ya estás irremediablemente perdido.

Tú y tu compañero Keith Woodcott os tomasteis un descanso para explorar las arenas rojas y el paisaje rocoso viajando en un buggy. Keith conducía y ninguno de los dos prestaba mucha atención al terreno.

El buggy chocó contra una roca y cayó en una grieta. Luego volcó y salisteis despedidos por los aires, lejos del lugar del accidente. El vehículo cayó por la grieta, arrastrando piedras y dejando inservibles el motor y el sistema de radio de larga distancia.

Tuvisteis suerte. El brusco golpe no estropeó vuestros trajes. Sólo sufristeis unas pocas contusiones y tirones musculares. Podría haber sido mucho peor.

Después estudiaste el terreno y dijiste a Keith:

—Llevas en Marte más tiempo que yo. ¿Dónde estamos?

Keith guardó silencio unos instantes.

—No lo sé —te respondió por el intercomunicador—. Creo que Olympus Mons queda en esa dirección. Deberíamos seguirla. Siempre hay alguien deambulando alrededor del volcán extinguido, buscando cosas.

Así es como Keith y tú lleváis varias horas de caminata… según el modo convencional de medir el tiempo en La Tierra. Estás muy cansado. Aunque tu botella de oxígeno compacta y ligera tiene reserva suficiente para varios días, ninguno de los dos llevó víveres, pues no pensaba extraviarse.

El viento borra tus huellas en la arena roja. A lo lejos, en el cielo se alza una columna de polvo fino agitado por los vientos que pronto se unirá a la fantasmal nube de polvo negro que se aproxima por el horizonte.

Los sonidos no se transmiten con claridad en la atmósfera ligera de Marte y tu traje amortigua los pocos ruidos que se producen. Sin embargo, tu imaginación compensa con creces el silencio cuando un gigantesco relámpago quiebra la obscuridad.

—¡Será mejor que nos demos prisa y busquemos refugio! —dice Keith con tono apremiante—. ¡Las tormentas de polvo suelen durar horas… y a veces días! ¡Y los vientos alcanzan los ciento sesenta kilómetros por hora!

Corréis hacia un montón de rocas. Trepas hasta el centro del montículo, detrás de tu compañero, y te encuentras en el interior de una improvisada caverna. Dada la dirección del viento, el polvo vuela a toda velocidad hacia vosotros.

¡Y si el viento mueve las piedras! —piensas mientras apilas pequeños cantos rodados en la abertura para impedir la entrada al polvo.

Pese a lo tenue de la atmósfera, te zumban los oídos a medida que el estrepitoso huracán retumba en el refugio.

—Keith, ¿estás bien?

—Sí. Pero hay algo extraño en estas rocas. ¡Mira! —Keith te muestra una piedra negra carbonizada y le da la vuelta. El otro lado es llano y uniforme y da la impresión de ser un brillante metal distinto a todos los que has visto—. Mira también esto —añade Keith y coge una piedra más pequeña que está a su lado—. ¿Qué significan estas piedras?

Encuentras una caja de metal. De uno de sus lados asoman cables deshilachados y olvidas el peligro que supone la tormenta. Cuanto más cavas en la cueva, más muestras encuentras.

Luego tus dedos se hunden en el polvo y chocan contra algo sólido. Llamas a Keith, y ambos os dedicáis a excavar.

Desenterráis una voluminosa bota que corresponde a un traje espacial. Jamás has visto el pie que encaje en una bota confeccionada para tres enormes dedos como garras, y muy separados.

Os miráis y volvéis a cavar frenéticamente.

Al final desenterráis un traje espacial casi completo perteneciente a un alienígena: guantes con dos garras en lugar de dedos, una chaqueta para una espalda extrañamente encorvada y pantalones redondeados que parecen diseñados para piernas con tres articulaciones de rodilla.

Keith es el primero en expresarlo:

—Esto… él… debió de hacer un aterrizaje de emergencia aquí, hace varios milenios. En el interior del traje hay restos de un esqueleto. Debió de deteriorarse rápidamente…

—Y se hizo polvo —añades.

—El diseño del exterior de la nave le daba la apariencia de un meteoro corriente.

Keith deja de hablar y lentamente comienzas a comprender la repercusión de sus palabras.

—En ese caso es posible que en este mismo momento estén deambulando por el Sistema Solar vehículos parecidos —dices mientras piensas en la misión que debes cumplir en Saturno—. Y si alguien vio alguna vez un vehículo de este tipo, no pudo reconocerlo porque parecía un fragmento de roca común.

—También es posible que éste haya sido el único alienígena que visitó el Sistema Solar —postula Keith—. Quizá fue una criatura solitaria que viajaba entre las estrellas.

—Me gustaría saber dónde estaba su hogar —agregas.

Mientras la tormenta prosigue sin ceder ni un ápice, decidís dejar que los científicos resuelvan el misterio y os ocupáis de vuestra subsistencia. Cerráis todas las aberturas de la caverna con restos de la astronave, os atrincheráis y esperáis a que la tormenta amaine.

Afortunadamente dura poco y en menos de dos horas ha cesado por completo.

Salís a un paisaje modificado por la aparición de nuevas dunas. Algunas rocas han quedado tapadas y otras al descubierto.

Keith señala el horizonte y exclama:

—¡Mira! ¡Allí está Olympus Mons! ¡Antes la tormenta nos impidió verlo! ¡Estamos salvados!

Como era de prever, en Olympus Mons —el Volcán más grande del Sistema Solar— los científicos cogen muestras de roca y lava. Te permiten utilizar su radio para llamar a la base. Cuando oyen por casualidad las noticias que le transmites a tu comandante, abandonan inmediatamente sus actividades y se dirigen hacia la cavidad… ¡en busca de las primeras pruebas concretas de que nuestro Sistema Solar no es el único lugar del universo en el que hay vida inteligente!

Estás seguro de que el premio a ese descubrimiento consistirá en un viaje a Saturno.

El único problema es que la fama se te impone antes de que puedas hablar con alguien sobre las posibilidades de ir a Saturno. En pocos días Keith y tú sois célebres a lo largo y ancho del Sistema Solar. Todos quieren conocerte y felicitarte, pero nadie te dice lo que necesitas saber para apartarte de todo esto y seguir viaje a Saturno.

Estás en una habitación privada de la Base Fobos 3, descansando tras una fiesta muy animada, cuando oyes una llamada a la puerta.

«Ay, mi pobre cabeza», piensas mientras te levantas para abrir.

Nada de pretextos. No te duele tanto —aparece un pensamiento en tu cerebro.

No necesitas abrir la puerta para saber quién está del otro lado.

Respondes a la llamada. En el umbral, con los largos brazos cruzados como los de un rey de antaño, está Paul Linebarger, el telépata que conociste en la Reserva Federal de Mutaciones.