Capítulo 32

Dos años después

Tirada en el sofá y con la cabeza apoyada en el regazo de Hugo, Inés disfrutaba de uno de los momentos del día que más le gustaban. Desde hacía casi un año era rara la noche que no pasaban juntos, bien en casa de ella o en la de él. Al principio habían sido un par de noches por semana, pero poco a poco se habían ido acostumbrando a estar juntos cada vez con más asiduidad.

Después de cerrar el bar se marchaban en la moto como Inés había soñado tantas veces y, apretada contra su espalda, ya abrazándole sin disimulos, se sentía la mujer más feliz del mundo.

Cenaban y se iban a la cama, salvo los lunes en que se permitían el lujo de tumbarse en el sofá a ver una película disfrutando de la sensación de no tener que madrugar al día siguiente.

Casi nunca la terminaban, solían enrollarse mucho antes del final y acababan haciendo el amor con el sonido de la televisión de fondo porque a menudo se olvidaban hasta de apagarla.

Ella se había sorprendido al encontrar en Hugo a un hombre encantador que la enamoraba más a cada día que pasaba, aunque continuara burlándose de ella y de sus sonrojos siempre que podía. Y le encantaba provocarle sonrojos nuevos a menudo.

Los martes los solían pasar juntos desde el principio y él la mimaba como nunca lo había hecho nadie; cocinaba para ella, salían a pasear o al cine y a veces se iban en la moto de excursión a pasar el día en el campo o recorriendo los pueblos de alrededor. O terminando la película que habían dejado a medias la noche anterior.

Aquel martes estaban en casa de él. Tirados en el sofá, Inés tenía la cabeza apoyada en el regazo de Hugo, que le acariciaba el pelo, cosa que le encantaba. Los dedos morenos jugueteaban con los mechones mientras Inés ronroneaba de placer como una gata. Le maravillaba haber despertado en ella tantas cosas, tantas sensaciones que desconocía tanto sexuales como afectivas. Y la alumna había acabado aventajando al maestro, tenía una curiosidad innata para todo, y tantas ganas de aprender que convertía en un placer enseñarle cualquier cosa, desde una nueva postura sexual hasta un rincón de la ciudad.

También ella le había enseñado muchas cosas. Le había enseñado a amar, y a comprender que lo que una vez había sentido por Marta no era nada comparado con lo que esta pequeña mujercita despertaba en él. Después de dos años juntos, la vida sin Inés no tenía sentido; despertarse por la mañana y ver su cara sonriente en la almohada era el mejor regalo que le había hecho la vida.

De pronto los dedos de Hugo se detuvieron y ella levantó la cabeza para mirarle.

¿Has hablado con Marta hace poco? —le preguntó.

—No —respondió Inés—. Hace ya unas semanas que no sé nada de ella.

—Yo hablé con Sergio hace un par de días.

¿Les pasa algo? —preguntó inquieta.

—No, al menos nada malo. Están pensando en casarse.

Inés volvió a reclinar la cabeza y murmuró:

—Ah… es normal, ya llevan de novios mucho tiempo.

—He estado pensando…

¿En qué?

—En que quizás algún día tú querrás casarte y tener niños y todo eso ¿no?

Inés sintió que aquella era una pregunta trampa. Hugo y ella llevaban ya dos años juntos y habían sido los dos años más felices de su vida. Claro que quería tener hijos con él un día, y siempre había soñado con casarse. Pero sabía que él no era ese tipo de hombre, bastante extraño era ya que hubiera dejado su antigua vida y pasara todo su tiempo con ella, que le fuera fiel. Porque de eso no tenía ninguna duda.

—No especialmente —contestó evasiva.

¿No? Todas las mujeres quieren casarse y formar una familia.

No quería mentirle, pero tampoco asustarlo con expectativas que él no deseaba cumplir.

—Bueno, quizás algún día. De momento estoy muy bien así.

Hugo sonrió y reanudó el movimiento de sus dedos sobre la cabeza de Inés.

—He estado pensando en que quizás deberíamos dar un paso en nuestra relación —dijo en un tono suave, como quien anuncia un cambio en el tiempo.

Inés aguantó la respiración por un momento. ¿Qué estaba tratando de decirle?

¿Qué tipo de paso? —preguntó con cautela. Sabía que era reacio al compromiso y no se esperaba en absoluto sus palabras.

—Para empezar creo que deberíamos decirle a tu tía que estamos juntos… hacerlo oficial.

Hasta el momento Hugo se había negado a acompañar a Inés al pueblo en las ocasiones en que esta había ido a ver a Aurora, y le había pedido que no le dijera nada de su relación.

—¿En serio? —preguntó ella levantándose de golpe y mirándole—. ¿Quieres enfrentarte al dragón?

Él se encogió de hombros.

—Alguna vez tendrá que ser. Ha llegado el momento, supongo.

—Pues si estás decidido, cuando quieras.

—También podríamos vivir juntos.

Ahí a Inés se le paralizó el corazón. Aunque hacía meses que apenas se separaban, ambos conservaban sus respectivas casas, hacían sus compras y cocinaban por separado. Uno siempre era el invitado del otro.

¿Quieres que vivamos juntos?

—Sí, doña Inés. Ya casi lo hacemos ¿no? ¿Cuánto tiempo hace que no pasamos la noche separados? Aunque tengas la regla.

—Mucho.

—Estamos siempre paseando ropa de una casa a la otra. Y pagamos dos alquileres… algo del todo innecesario.

Los ojos de Inés rebosaban emoción. Hugo continuó con una sonrisa pícara:

—Pero si no quieres… si dices que estás bien así… pues te lo volveré a preguntar en unos meses. Y así tendrás tiempo para hacerte a la idea.

—No hace falta… creo que me puedo hacer a la idea ya.

Hugo sonrió. La levantó en vilo y la sentó en su regazo. Ella se abalanzó sobre su boca y le besó con entusiasmo.

—Creo que voy a tener que proponerte cosas más a menudo —dijo él sonriéndole.

—Me parece bien.

Como ya era habitual, la película quedó olvidada, la ropa fue cayendo sobre el sofá y las manos recorrieron y acariciaron. En algún momento Hugo agarró el mando, apagó el receptor y, cogiendo a Inés, en vilo la llevó hasta la cama.

Allí ella tomó la voz cantante. Le sujetó las manos sobre la cabeza y le pidió.

—Hoy me toca a mí. Quédate quieto.

A Hugo le encantaba cuando se ponía traviesa e inventaba sobre su cuerpo. La chica novata y tímida de la primera vez había dado paso a una mujer apasionada a la que le gustaba experimentar y con frecuencia era ella quien marcaba el ritmo. Hugo disfrutaba con ello y se dejaba hacer por mucho que le costase permanecer quieto. Luego se tomaba la revancha.

Aquella noche no fue una excepción. Inés jugó con él a su antojo, tocando, chupando y mordiendo sin permitirle alzar una mano, ni rozarle siquiera un cabello y al fin se colocó a horcajadas sobre él dándole la espalda y cabalgó frenética hasta llevar a ambos a un orgasmo intenso y devastador.

—Me vengaré en un rato —dijo él jadeante.

—Cuento con ello.

Se levantó y se acurrucó a su lado.

—Pero ahora hablemos sobre eso de vivir juntos.

Hugo contuvo a duras penas una risita.

—Hablemos.

¿Tu casa o la mía?

—Elige tú, doña Inés. A mí me da igual siempre y cuando tú estés dentro.

—La mía entonces. Tiene más luz y la cocina es más bonita.

—Perfecto.

—Además, la tuya tiene la huella de demasiadas mujeres.

¿Celosa?

—Un poco. Siempre estaré celosa de las mujeres que ha habido en tu vida.

—Esas mujeres solo han pasado por mi cama, no por mi vida. Solo hubo una mujer antes de ti, y tampoco fue para tanto. No pasó de un enamoramiento juvenil y platónico que no dejó huella alguna.

—Marta.

—Sí, Marta. Pero hace ya mucho tiempo que volvió a ser solo una amiga.

Se inclinó a besarla sobre los labios.

—Tú te colaste dentro de mí en el mismo momento en que me dijiste, roja como un tomate, que en Alveares solo se servirían altramuces. Entonces no lo vi, pero así fue. Tímida, sonrojada, y firme en tus convicciones.

—Al final ganaste tú; aún servimos chochitos.

Él se rio de nuevo.

—Entonces decidido… nos mudamos a tu casa y el martes próximo me enfrentaré al dragón.

—No te va a comer.

Hugo frunció la boca.

—No estoy yo tan seguro… En el hospital me miraba como si quisiera asesinarme. Ni siquiera se compadecía de mis costillas rotas. ¿Crees que si me corto el pelo ayudaría?

—Podría ser, pero en ese caso te tendrías que enfrentar a mí. La melena ni se toca, ¿me oyes? Ya sabes cuánto me gusta que me acaricies con ella.

—De acuerdo, ni se toca, mi pequeña mandona. Y lo que acabas de decir, vamos a comprobarlo. Es mi hora de la revancha…

El martes siguiente, bien temprano, Hugo e Inés subieron al autobús que les llevaría hasta el pueblo. De mutuo acuerdo habían decidido dejar la moto en Sevilla para no causar alarma innecesaria en la tía Aurora. Los padres de Inés habían muerto en un accidente de tráfico y la señora le tenía pánico a cualquier vehículo privado, ni que decir si este solo tenía dos ruedas.

Él iba vestido con ropa más formal; en lugar de su habitual camiseta y cazadora se había puesto pantalón de vestir, camisa y jersey, por lo que Inés no dejaba de burlarse.

¿De qué te has disfrazado?

—De hombre de provecho que va a presentarse en casa de la suegra.

Ella le agarró la mano.

—No te preocupes, te acepte la suegra o no, no vas a perderme.

Él le cubrió la mano con la suya.

—Lo sé, pero prefiero que no tengas que elegir. Ni que escuchar cosas negativas sobre mí.

—No es tan fiera mi tía como parece.

¿Que no?

—A lo mejor le caes bien.

—Lo dudo. No decía eso su mirada en el hospital, y eso que todavía no sabía que tú y yo…

—Yo estaba herida.

—Yo estaba tan herido como tú y no debía pensar que era mía la culpa.

—No lo pensaba. Todo irá bien, no te preocupes. Ya estamos llegando.

Hugo observó cómo el autobús entraba en una plaza pequeña y se detenía junto a la acera. Una mujer cargada con una gran bolsa subió por la puerta delantera mientras ellos se bajaban por la otra.

Se encontraron en el típico pueblo pequeño de Andalucía. Casas encaladas y puertas abiertas en la tranquilidad de que todos se conocían; hombres y mujeres de mediana edad que saludaban a Inés al verla pasar. Les miraban, a ella con cariño, el cariño que se siente por alguien a quien han visto crecer, y a él con curiosidad y suspicacia. Hugo se sintió observado y analizado y sintió que la camisa, de algodón suave, le empezaba a picar en el cuerpo.

Inés advirtió su incomodidad y le agarró de la mano, pero no pudo evitar burlarse un poco más.

—Mañana tú y tu melena vais a ser la comidilla del pueblo.

—Ahora entiendo que te asustaras al verme detrás de la barra el primer día que entraste en Alveares, después de ver a tus convecinos

—Yo no me asusté.

¿Que no? Tenías toda la cara de «¿dónde me estoy metiendo? ¿Qué me va a hacer este demonio con pantalones?». Parecías acojonada de que te fuera a saltar encima en cualquier momento.

—No era así.

—Si tú lo dices…

—Es aquí.

Inés se detuvo ante una puerta entornada, pintada de verde oscuro y la empujó. La hoja cedió sin ruido.

—Tía… —llamó a media voz. Hugo avanzó unos pasos detrás de ella por un corredor en penumbra hasta una cocina alegre y soleada. La figura menuda pero imponente de Aurora alzó la vista de las verduras que estaba cortando.

¡Inés!

La mirada se extendió a Hugo, que le había soltado la mano nada más entrar.

—Hola, tía —dijo acercándose a besarla.

—Buenos días, señora —saludó Hugo, cortés.

La mujer no dijo nada, se limitó a mirarle en silencio.

¿Ocurre algo? —preguntó—. No estáis aquí de visita de cortesía.

La tensión se palpaba en el ambiente y se podía cortar con un cuchillo.

—Hugo y yo hemos venido a decirte una cosa.

El ceño de la mujer se hizo más duro aún. Taladró a Hugo con la mirada, tanto que él quiso salir corriendo de allí. Pero no lo hizo; había ido con un propósito y lo iba a llevar a término.

—La has dejado preñada, ¿no?

Él frunció el ceño.

¡No!

—No, tía, no es eso —protestó Inés—. Solo queremos decirte que Hugo y yo estamos juntos. No estoy embarazada.

¿Juntos para qué?

—Que somos novios desde hace un tiempo… y vamos a vivir juntos —añadió él.

La voz de Aurora se hizo más dura aún cuando preguntó:

¿Piensas casarte con ella o solo te la vas a tirar el tiempo que te parezca para dejarla abandonada cuando te canses?

Hugo sintió la rabia crecerle dentro. ¿Qué derecho tenía la tía de Inés a cuestionar sus intenciones? ¿Qué clase de hombre pensaba que era? Él había tenido muchas mujeres en el pasado, pero siempre había quedado claro entre ambos que se trataba solo de sexo. Con Inés era diferente, lo había sido desde el principio.

—Pues claro que me voy a casar con ella —dijo ofendido—, pero no todavía; antes queremos tener claro los dos que la convivencia funciona.

Inés abrió mucho los ojos y le miró. ¿Lo estaba diciendo en serio, o solo para calmar a su tía?

—Inés es una buena chica; no sé qué ha podido ver en ti, pero al parecer te ha elegido entre el resto de la humanidad. Yo solo quiero decirte una cosa… Si le haces daño… si le partes el corazón te buscaré y te lo haré pagar. No habrá lugar lo bastante recóndito para que te escondas. Y no importa que midas medio metro más que yo… te arrancaré la piel a tiras.

Hugo sonrió por primera vez aquella mañana.

—No lo dudo, señora. Pero no se preocupe; quiero a Inés, estoy enamorado de ella y nunca le haré daño, al menos de forma intencionada. Nuestros planes son vivir juntos un tiempo prudencial para estar seguros de que la relación va bien y luego… claro que nos casaremos. Si Inés me acepta, por supuesto.

La aludida sintió que el pecho se le expandía cuando miró a Hugo y vio sinceridad en sus ojos. No lo estaba diciendo por decir ni para contentar a su tía, sino con el corazón. Con la mirada se disculpó por no habérselo preguntado antes, pero a ella no le importó.

—Ya veremos. Eso lo tendrás que discutir conmigo y no con mi tía —respondió haciéndose la dura, pero no logró engañarle.

—Por supuesto, Inés. Ya te lo pediré en su momento, a solas y con toda la solemnidad que la ocasión requiere.

Aurora vio la mirada brillante y emocionada de su sobrina y carraspeó un poco.

—Está bien. Supongo que os quedaréis a almorzar.

—Será un placer, señora —aceptó Hugo con una sonrisa. Había vencido al dragón—. Si no le importa me gustaría que Inés me enseñara un poco el pueblo, habla tanto de él…

—Me encantará enseñártelo, Hugo, pero no hay demasiado que ver. Es un pueblo pequeño como tantos otros.

—Como tantos otros, no; es el tuyo. Quiero ver por dónde corrías y brincabas.

—No brincaba mucho, la verdad. Pero vamos, te enseñaré todo. Nos iremos en el autobús de la tarde, tía —añadió.

—De acuerdo. Ahora id a dar un paseo mientras yo preparo la comida.

Salieron de la casa con paso tranquilo. Una vez en la calle, Inés se volvió hacia Hugo, que sonreía.

—¿Lo has dicho en serio? Lo de casarnos.

—Claro. Nunca prometo lo que no pienso cumplir.

—Deberías habérmelo pedido a mí antes.

—Lo sé, pero había que tranquilizar al dragón. Y de todas formas estaba bastante seguro de que me ibas a decir que sí.

Inés frunció el ceño.

¿Y si te hubiera dicho que no?

—Eso solo habría hecho que me esforzara más en convencerte. Pero no creo que eso te disguste…

—En absoluto. Estoy pensando que cuando me lo propongas te diré que no, solo para que te esfuerces. Das demasiadas cosas por sentadas, Hugo Figueroa.

Él se inclinó a besarla, pero ella se apartó.

¡Ah, ah…! Esto es el pueblo. La mano es suficiente —dijo agarrándole—. Ya me convencerás luego.

Hugo no protestó aunque se estaba muriendo de ganas de besarla. Cogidos de la mano recorrieron el pueblo de Inés, los lugares de su infancia, y a medida que iba transcurriendo la mañana sintió que la conocía un poco más. Y que una nueva etapa de sus vidas acababa de empezar, una etapa que recorrerían juntos. Porque él estaba dispuesto a esforzarse mucho para convencerla de que la recorriera a su lado, aunque sabía que ella ya lo había decidido. Y cuando Inés tomaba una decisión, nada la hacía cambiar de idea.