Capítulo 8

Miriam estaba preparando un viaje de una semana con Ángel. Era consciente de que como pareja necesitaban unos días juntos y a solas, pero antes quería tener una noche de chicas. A él no le gustaban las salidas nocturnas ni bailar. Lo de su cumpleaños había sido una excepción y ella lo sabía. Prefería encerrarse con su ordenador a jugar online o a solas cuando no estaba trabajando, no se le daba bien socializar.

Además notaba a Marta muy desanimada y decaída después de que Sergio se hubiera marchado sin que consiguieran solucionar sus diferencias, de modo que la llamó para convencerla de salir una noche.

—Hola, Marta —le dijo después de telefonearla al despacho.

—Hola.

¿Te pillo muy ocupada?

—No, ahora que el juicio de Arturo se celebró a finales del mes pasado, y en vista de que los juzgados han cerrado a principios de agosto, estoy dedicándome a preparar trabajo para septiembre, pero sin agobios.

¿No te vas a tomar vacaciones? Podemos acercarnos al pueblo si quieres y pasar unos días en la playa, antes o después de que Ángel y yo hagamos nuestro viaje. Creo que te sentaría bien.

—No, necesito trabajar y tener la mente ocupada; cuando estoy ociosa no hago más que darle vueltas a la cabeza.

¿Sergio?

—Sí. Hace ya bastantes días que se fue y no he sabido nada de él.

¿Por qué no le llamas tú? Eso del orgullo está bien para otras cosas, pero en el amor no tiene sentido. Uno de los dos tiene que dar el primer paso.

—Lo he hecho, y le he dejado mensajes, pero tiene el teléfono siempre apagado. Quizás si hubiera llegado a saber que fui a despedirle y me quedé en un atasco… Si os llama a vosotros decídselo, por favor.

—Claro. Pero nosotros tampoco sabemos nada, ya sabes que siempre te llama a ti y tú nos transmites sus noticias.

—Bueno, paciencia. Esperemos que el tiempo vaya paliando su enfado y cuando vuelva lo podamos solucionar.

—Seguro que sí. Y para que te distraigas ¿qué te parece si salimos esta noche? No acepto una negativa, ya me has dicho que no estás ocupada.

—De acuerdo. ¿Vendrá Ángel?

¡No! Voy a estar con él día y noche durante una semana, hoy toca noche de chicas. Además, ¿qué pinta Ángel en una discoteca? ¿Te lo imaginas?

—Genial. Podríamos decírselo a Inés y sacarla un poco de ese bar. Tanto contacto con tu hermano no le va a traer nada bueno. Ya viste cómo reaccionó el otro día cuando se enteró de que se está tirando a tres.

—Ya me di cuenta. Pobre Inés, espero que no se cuelgue de Hugo en serio o lo va a pasar muy mal. De acuerdo, la llamaré.

Colgó y pulsó la tecla de llamada de su hermano.

—Hola.

—Hola, Miriam. Como ves hoy te he respondido a la primera. ¿Todo bien?

—Sí, de maravilla. ¿Y por ahí?

—También.

¿Puedes pasarme a Inés? Quiero hablar con ella.

Hugo enarcó las cejas, intrigado y le pasó el móvil a Inés que limpiaba la barra en aquel momento.

—Mi hermana —dijo.

Ella se limpió las manos y cogió el aparato.

—Hola, Miriam.

—Te llamo para hacerte una proposición indecente.

Inés se encogió un poco. ¡Vaya con los hermanitos!

¿Cómo de indecente? —preguntó con cautela, consciente de que Hugo escuchaba la conversación.

Miriam se echó a reír.

—No te asustes, solo un poco. ¿Tienes planes para esta noche?

—Sí, trabajar.

¿Y después?

—Irme a casa a dormir.

—Marta y yo vamos a salir esta noche de marcha y hemos pensado si te gustaría venir con nosotras.

¡Me encantaría! —dijo con júbilo.

—Pues pasamos a buscarte. ¿A qué hora te sueles marchar a casa?

—Sobre las once para no quedarme sin autobús.

—Pues a esa hora más o menos te recogemos. Ponte sexi.

Inés bajó la voz y alejándose un poco para que Hugo no la oyera, susurró bajito:

—No tengo ese tipo de ropa. Lo más sexi que tengo es el uniforme de trabajo.

—Te llevaremos algo. Creo que la talla de Marta te vendrá bien. ¿Vestido o pantalón?

—Lo que vosotras veáis.

—De acuerdo. Te vamos a poner preciosa esta noche; vas a triunfar, ya lo verás.

—Gracias, pero yo solo quiero divertirme.

—Hasta luego.

Apagó el teléfono y se enfrentó a la mirada curiosa de Hugo que de la última parte de la conversación solo había escuchado susurros y cuchicheos, pero a quien no se le había escapado el entusiasmo de Inés.

¿Qué estáis tramando?

—Cosas de mujeres.

¡Qué peligro! ¿No iréis a hacerme algún tipo de encerrona?

—Esto no tiene nada que ver contigo —dijo alargándole el teléfono.

—Vale.

Se guardó el móvil en el bolsillo trasero del pantalón y preguntó, viendo que ella volvía a su trabajo:

¿No me vas a decir nada más?

—No hay ningún misterio, Hugo. Esta noche voy a salir con tu hermana y con Marta, eso es todo.

¿Y entonces a qué venían esos cuchicheos?

—Eso sí que no te incumbe. Ya te he dicho que son cosas de mujeres.

—Ya me enteraré. Le preguntaré a Miriam.

Inés se encogió de hombros y no respondió.

A las once menos cuarto Mirian y Marta cruzaban la puerta de Alveares con una enorme bolsa en la mano. A Hugo le recordó la noche que había pedido ayuda a su hermana para vestir y maquillar a Inés para el trabajo e intuyó de qué se trataba.

Se acercaron a la barra y, tras saludar y rehusar una copa, entraron las tres en el guardarropa. A través de la puerta oía cuchicheos y risas y se dijo que daría algo por observarlas por un agujerito, y no tenía nada que ver con la visión de cuerpos desnudos. Se estaban divirtiendo y no pudo evitar sentirse un poco excluido.

Durante un buen rato no pudo apartar la vista de la puerta cerrada, salvo para atender a algún cliente que pedía una nueva consumición. Cuando al fin aparecieron las tres, una tras otra en el umbral, no pudo reprimir una sonrisa. ¡Caray con doña Inés! ¿Dónde estaba la chica que un rato antes servía copas en la barra? Llevaba un vestido blanco corto y ajustado de tirantes finos que dejaba ver una buena parte de pecho. Las piernas siempre ocultas por pantalones se veían bonitas y estilizadas por unos zapatos de tacón que Hugo ignoraba de dónde habrían salido. El pelo que solía recogerse para trabajar estaba suelto sobre la espalda, largo y alisado y el maquillaje no se parecía en nada al discreto con que solía acudir a Alveares. Esa noche su jefa estaba hecha todo un bomboncito.

—Bueno, Hugo, te robamos a Inés —dijo Marta dirigiéndose hacia la puerta seguida de esta.

—Adiós, Hugo —se despidió la aludida.

—Miriam… —llamó a su hermana antes de que saliera también.

¿Sí?

—Acércate.

Intrigada, se aproximó a la barra.

—Cuida de ella, ¿vale? No dejes que beba mucho y que no se le acerque ningún capullo.

¡Pero si vamos a eso, a buscarle un buen maromo!

¡No seas imbécil! Inés ha vivido hasta hace poco en un pueblo muy pequeño, no está acostumbrada a liarse con un tío al que acaba de conocer. Ni a beber, ni…

¡Oye, que con quien tienes que ejercer de hermano mayor es conmigo y no con ella!

—Tú sabes defenderte sola.

—Y ella aprenderá, a ser posible esta noche.

—Te hago responsable…

¡Eh, eh, para! Inés tiene veinticinco años y la única responsable de lo que haga o deje de hacer es ella. Y ahora, me marcho.

Salió y Marta le preguntó:

¿Qué quería?

—Nada, tonterías de hermano mayor. Que tengamos cuidado, que no nos emborrachemos… Ya sabes, lo típico.

—Me lo esperaba de Javi pero no de Hugo.

—Para que veas… Seguramente se hace mayor.

Subieron al coche de Marta y se encaminaron a una discoteca situada en una zona de esparcimiento.

Inés estaba exultante, era la primera vez que salía de noche, de discoteca y de chicas. Al principio, cuando Marta la ayudó a ajustarse el vestido le pareció demasiado pequeño, demasiado ceñido, pero ahora al ver cómo la miraban los hombres se sintió atractiva, algo poco frecuente. Cuando se miraba al espejo veía unas facciones corrientes, de las que pasan desapercibidas, como le había ocurrido toda la vida. Y el tiempo que llevaba en Sevilla no había sido una excepción. Pero esa noche se sentía Cenicienta, con ropa prestada, pero guapa.

—Me están mirando… —susurró a sus nuevas amigas.

—Claro que te están mirando, estás guapísima —dijo Miriam.

—Y dentro de poco pasarán de mirarte a acercarse —puntualizó Marta.

¿En serio?

—Ya verás, y como nosotras tenemos novio, pues te los cedemos todos.

—Esta noche podrás darte el lote, si quieres.

—No, no, yo solo quiero bailar y divertirme.

—Pues ahí viene el primero…

—Hola —saludó un chico alto y moreno—. ¿Estáis solitas?

—Somos tres, por lo tanto no estamos solas —dijo Marta.

¿Queréis compañía? —insistió el chico haciendo oídos sordos al comentario.

—Inés, sí. —añadió Miriam haciendo un gesto con la cabeza en dirección a esta.

—De modo que Inés… bonito nombre.

Marta alzó los ojos al techo lleno de luces; qué poco originales eran los hombres, había oído esa frase decenas de veces.

—Yo soy Adolfo —dijo inclinándose y besándola en la mejilla a modo de presentación—. ¿Te apetece bailar?

—Bueno —dijo recordando las lecciones de Hugo. Pero la música era movida, por lo que el chico la cogió de la mano y la llevó hasta la pista y comenzó a moverse.

Era patoso, pero Inés sentía el ritmo dentro y se dejó llevar. Movía las caderas, la cintura y las piernas como si la música la estuviera envolviendo. Marta y Miriam se miraron y asintieron.

¡Bien por Inés!

—Si mi hermano la viera no se lo creería. Parece que lleva bailando toda su vida, y él piensa que ha salido de una cueva o algún oscuro agujero.

Marta cogió el móvil y la grabó.

—Me encargaré de hacérselo llegar —dijo pulsando el botón de enviar.

Hugo recibió el WhatsApp con el video de Marta cuando ya estaba cerrando y lo abrió. Se quedó mirando embobado las caderas de Inés moviéndose al compás de la música y las de un tipo larguirucho acercando demasiado las suyas. Lo que le molestó muchísimo. Esperaba que Marta y su hermana estuvieran al acecho o Inés iba a atraer a todos los moscones de la discoteca con esos movimientos. Y no estaba preparada para ello, era demasiado inocente, estaba muy verde.

Sin pensárselo siquiera, le mandó un mensaje enfadado:

¿La habéis llevado de discoteca? Pensaba que solo ibais a tomar unas copas. ¡¡Inés no está preparada para eso!!

Marta le pasó el móvil a Miriam con la respuesta de Hugo.

Ambas alzaron las cejas.

—A mí me dijo antes de salir que tuviéramos cuidado con ella, que no la dejáramos beber y que le espantáramos los moscones. En plan papaíto, vamos. Respóndele.

Inés quería bailar, y le hace falta divertirse, que la tienes secuestrada tras esa barra. No veas cómo está triunfando, tiene a unos cuantos babeando desde que llegó. Lo mismo hasta encuentra plan para esta noche.

Hugo sintió la bilis revolvérsele dentro. Marta y su hermana estaban locas, no podían dejar a Inés… Tecleó furioso.

¡No se os ocurra dejarla irse con el primer descerebrado que se le acerque! ¿Estáis locas o qué? Inés no es como vosotras, no está acostumbrada a moverse entre tíos. No ha salido con nadie, es… ¡es virgen, joder!

Pues ya es hora de que eso cambie ¿no te parece? Esta puede ser su gran noche. Y… ¿cómo somos nosotras? Ambas tenemos novio desde hace años y les somos fieles; no te confundas, Hugo. Creo que estás desvariando un poco. Basta de actuar de papaíto de Inés y deja que se divierta. Y lo que haga después es cosa suya.

Hugo apagó el móvil. Marta tenía razón, estaba sacando las cosas de quicio. ¿A él que más le daba que su jefa se fuera a la cama con uno de aquellos tipos de la discoteca? Tenía veinticinco años. Pero en realidad su edad frente al mundo era de catorce, y no quería que le hicieran daño.

Cerró y, esperando que su hermana y su cuñada tuvieran dos dedos de frente, se fue a su casa con un humor de mil demonios.

Bailaron mucho aquella noche, bebieron lo justo para animarse, excepto Marta que debía conducir y a las cuatro de la madrugada se marcharon. Inés se había divertido como pocas veces en su vida, estaba muerta de cansancio cuando llegó a su casa. Los pies le dolían, pero la adrenalina todavía bullía en su interior. Había rechazado unas cuantas propuestas, lo que había subido su autoestima de forma considerable. Y no se había acordado de Hugo ni una sola vez en toda la noche.

Se dio una ducha rápida y se planteó si acostarse o no. Faltaba hora y media para abrir Alveares, y aunque podía llamar a Hugo y decirle que no iría, no pensaba hacerlo. La diversión estaba bien, pero no debía interferir en el trabajo.

Se sentó en el sofá a ver una película en espera de la hora de macharse. Ya dormiría un rato cuando llegara a medio día. En aquel momento se sentía como una rosa.

Cuando Hugo llegó, Inés no estaba. Abrió la cancela y se cambió de ropa. Encendió luces y preparó la cafetera. Poco después llegó Encarna, pero ella seguía sin aparecer. Miró la hora, solía ser muy puntual, la mayoría de las veces llegaba antes que él y se empezó a preocupar. O a enfadar, no estaba muy seguro porque una mezcla de ambas cosas burbujeaba en su cabeza. Cuando él salía nunca llegaba tarde; más cansado, más o menos despejado, pero abría a su hora. Y doña Inés ya se estaba pasando.

Llegaron los primeros clientes, dieron las ocho, las ocho y media y Hugo, ya bastante cabreado, la llamó al móvil. Este sonó y sonó, pero no respondió nadie. Y ya no aguantó más, llamó a su hermana aún a riesgo de enfadarla.

Cuando la voz somnolienta de Miriam le respondió, no pudo evitar soltarle en su peor tono:

¿Dónde está Inés?

—Pues supongo que en su casa, si no está contigo en Alveares.

—No. No ha venido a trabajar hoy.

—Se habrá quedado dormida.

¿Sola?

—Nosotras la dejamos sola en su casa anoche, si ha llamado a alguien después ya no lo sé, ofertas no le faltaron. Pero Hugo, pareces un marido celoso, coño.

—No te confundas, no soy ningún marido celoso… soy solo un amigo preocupado.

—Bien, pues llámala a ella y acaba con tu preocupación.

—Ya lo he hecho, y no contesta.

—Pues se habrá quedado dormida. Relájate.

Hugo colgó. Estaba algo más tranquilo, pero no del todo.

Inés se despertó a las doce pasadas, hecha un ovillo en el sofá. Pegó un salto al ver el sol ya alto en la ventana y cogió el móvil para llamar a Hugo. Vio las llamadas perdidas y suspiró.

¡Aleluya! La bella durmiente dio señales de vida —dijo malhumorado antes incluso de permitirle hablar.

—Perdona, sé que es tardísimo, pero me he quedado dormida.

—Ya. Bueno, en realidad puedes llegar a la hora que quieras, eres la dueña —cortó seco.

—No es ese mi estilo y tú lo sabes. Tenía intención de ir a trabajar, ni siquiera me quise acostar para no dormirme muy profundo. Me senté en el sofá a ver una película, pero me quedé frita igual. Lo siento, de verdad, Hugo; en seguida voy.

—No hace falta, llamé a Marieta. Esto estaba hoy a tope.

—Iré de todas formas.

—Aquí ya no hacemos falta tres personas. Quédate en casa y ven esta noche, si es que estás en condiciones.

—Pues claro que estoy en condiciones. ¿Qué piensas?

—No sé, Inés, dímelo tú.

—Estás enfadado.

—¿Por qué habría de estarlo?

—Porque te he dejado tirado esta mañana.

—Puedo con el bar yo solo y si la cosa me supera está Marieta. Pero al menos deberías haber avisado.

—Ya lo sé, y lo siento, Hugo. Iré luego.

—Está bien, hasta la noche entonces.

Hugo cortó la llamada y miró a Marieta. No le gustaba deberle favores, la chica se le había insinuado varas veces, pero él no estaba interesado en absoluto. Había algo en ella que le repelía, su sonrisa constante se le antojaba forzada y estaba seguro de que no era la clase de persona que va de frente. No, Marieta cuanto más lejos de su cama y de su vida, mejor, pero no había tenido más remedio que llamarla, pocas veces se había visto tan desbordado de trabajo como aquella mañana en que Inés le había fallado.

¿Qué le ha ocurrido a Inés?

—No se encontraba bien.

¿Vengo esta noche?

—No, no será necesario, ha dicho que está mejor.

—No supone ningún problema para mí. Ya sabes que cualquier cosa que necesites, yo estaré encantada.

—Gracias, Marieta, pero vendrá Inés.

—Como quieras.

—No es lo que yo quiera, lo ha dicho ella, que es la jefa.

—Claro.

Hugo se volvió de espaldas dispuesto a prepararse un café y a desayunar él también en la cocina. Ni siquiera se había dado cuenta de que no había tomado nada aquella mañana.

Inés se esforzó en llegar temprano aquella tarde. Se sentía fatal después de haberse quedado dormida, si Hugo se burlaba de ella no podría reprochárselo, tendría toda la razón del mundo. Ni siquiera era capaz de salir una noche sin faltar al trabajo, se había comportado de una forma muy poco profesional y por supuesto poco adulta.

La cancela aún estaba bajada y se apresuró a abrirla. Cuando él llegó ya estaba cambiada de ropa y lista tras la barra.

—Hola, Hugo.

—Buenas tardes, doña Inés. Ya me han dicho que anoche revolucionaste el convento…

¿Yo?

—No lo niegues… un pajarito me ha contado muchas cosas.

¿Qué cosas? —preguntó inquieta ante la idea de que alguna de sus amigas le hubiera comentado la bofetada que le atizó a un hombre, que dio por sentado que su trasero era un buen lugar donde colocar las manos, cuando bailaban salsa.

—Lo mucho que os divertisteis… lo bien que bailabas…

—Ah, eso… Bailo normal, de hecho era la primera vez.

—Pues no lo parecía.

¿Y tú como lo sabes? ¿Te lo ha dicho un pajarito también?

—Así es. ¿Cómo se os ocurrió ir a una discoteca?

—Tu hermana y Marta tenían esos planes y yo simplemente me uní a ellas.

¿Y te gustó?

¡Me encantó!

¿Bebiste?

Inés sintió que se empezaba a enfadar.

¿Esto qué es? ¿Un interrogatorio?

—No, mujer. Solo curiosidad por saber qué tal fue tu primera noche de fiesta.

—Ah, pues genial. Deseando repetirla.

Hugo pensó que si Inés iba a hacerse asidua de las salidas nocturnas debía ejercer de hermano mayor, como hizo en su momento con Miriam, y darle algunos consejos.

—En ese caso quiero decirte algo acerca de las discotecas —dijo con expresión seria.

¿Como qué? ¿Que no acepte caramelos de extraños? No soy una cría de cinco años.

—No se trata de eso, es sobre los tíos. La mayoría van solo buscando rollo para un rato.

—Ya lo sé. Y las mujeres también —dijo molesta—. Hugo, vengo de un pueblo pequeño, pero no he nacido ayer. Sé lo de las flores y las abejas y todo eso. Y que todos los hombres que se me acercaron anoche iban con la intención de llevarme a la cama; lo que me halagó sobremanera.

—¿Se acercaron muchos?

—Unos cuantos.

¿Y lo consiguieron? —preguntó con cautela. Esperaba que no hubiese sido tan inconsciente como para irse con cualquiera.

¿Qué clase de pegunta es esa?

—Solo me preocupo por ti. Estás muy verde, Inés, aunque te las quieras dar de sofisticada. Por Dios, hace apenas unos meses parecía que yo te iba a comer por acercarme a un metro de ti. Te ponías colorada hasta cuando te dictaba una comanda.

¡Eso era hace unos meses!

—Todavía…

—No.

¿Qué te apuestas? —dijo acercándose mucho. Tanto que sus pechos casi se rozaban y el olor a colonia infantil de Inés se le metió en los sentidos. Se inclinó sobre ella como si fuera a besarla y comprobó que no se había equivocado. Un intenso rubor le fue cubriendo la cara y descendió por el cuello. Hugo se preguntó si llegaría a extenderse por todo el cuerpo.

¿Ves, doña Inés? Roja como un tomate.

—Y tú tan imbécil como siempre —dijo apartándose bruscamente y entrando en la cocina.

Las carcajadas de Hugo la siguieron aumentando su enfado.

—No te enfades… te pones mucho más guapa cuando te sonrojas.

No respondió.