Capítulo 13

Aquella mañana, mientras recogían, Inés le comentó a Hugo:

—Es posible que la semana que viene tenga que cogerme un día libre.

Él enarcó una ceja.

¿Renuevas los votos en el convento?

—Casi —rió ella—. Tengo que ir a Cádiz a firmar los documentos de la herencia.

¿A Cádiz?

—Sí, mi tío vivió allí los últimos años de su vida, y su abogado tiene allí el despacho. ¿No lo sabías?

—No. En realidad de Lorenzo solo sabíamos que era el dueño de Alveares, todo lo tramitábamos con el administrador. Jamás puso los pies en el bar.

—Yo tampoco es que supiera mucho de él, solo que era el hermano pequeño de mi madre. Y que me nombró su heredera universal, no sé por qué.

¿Heredas algo más que Alveares?

—Un poco de dinero que según el abogado se irá casi en su totalidad en pagar los derechos reales de la herencia. Pero al menos no tengo que desembolsarlo yo.

¿Sabes el día?

—No, me tienen que llamar antes del fin de semana para concretar.

—Si es el martes puedo llevarte en la moto.

Inés alzó la vista del montón de cubiertos que ordenaba y le miró asombrada.

¿En serio?

—Sí… salvo que prefieras ir en el autobús, claro.

¡No, qué va! Los autobuses no me gustan nada. Si tú me llevas me harías un gran favor.

—Pues si puedes elegir el día y es un martes, nos daremos una vueltecita por Cádiz. —Le guiñó un ojo—. ¿La conoces?

—No. ¿Y tú?

—Un poco. ¿Te gusta la playa o prefieres el turismo de ciudad?

Estuvo a punto de decir que le gustaba cualquier sitio donde estuviera él, pero solo comentó:

—Me da igual; lo que tú prefieras.

—Entonces dejemos que decida el tiempo. Si hace bueno y no sopla el levante, nos vamos a la playa y si no, te enseño el casco histórico, que es muy bonito.

—De acuerdo. Yo te invito a comer.

—No es necesario.

—Por supuesto que sí. Todavía me quedará algo de la herencia para que disfrutemos de una buena comida.

—Como quieras.

Inés entró al guardarropa sintiéndose eufórica. La perspectiva de pasar todo un día con Hugo fuera de Alveares le ilusionaba mucho y se las iba a apañar para ir el martes costase lo que costase. La posibilidad de llevarse un buen rato abrazada a su espalda mientras iban en la moto cobraba una nueva perspectiva después de que la hubiera besado.

Cuando salió ya cambiada, con una radiante sonrisa que le iluminaba toda a cara, Hugo le dijo:

—Pareces contenta. ¿Es por lo que te he dicho antes?

—Pues claro. ¡No es lo mismo levantarte al alba para coger un autobús, ir hasta Cádiz, firmar unos documentos y volverte en el siguiente que pasar todo un día de excursión!

—No te diviertes mucho ¿verdad?

—No demasiado, al menos en los últimos años.

—Bien. Arréglalo para el martes y te prometo que pasaremos un día estupendo.

—Lo haré.

El martes amaneció soleado y con buena temperatura. Hugo la recogió en la puerta de su casa a las ocho de la mañana, pero hacía ya mucho rato que estaba despierta y preparada para salir. Como cuando era niña e iba de excursión con el colegio, el estómago se había negado a admitirle más que un café, y por mucho que se repetía que era una adulta y que sus nervios no tenían sentido, no los podía controlar.

Subió tras él y se abrazó a su espalda aspirando el olor a cuero de la cazadora, mientras la carretera discurría a su alrededor. La hora y media de camino se le hizo cortísima y cuando descendió notó un vacío entre los brazos que la hizo suspirar. Se quitó el casco y trató de recomponer la coleta en que se había recogido el pelo para que no le molestase por el camino, pero Hugo negó con la cabeza.

¿No? —preguntó ella sin saber a qué se refería.

—No pareces en absoluto una rica heredera, doña Inés.

¡Por Dios, Hugo! ¡Rica…!

Él se acercó, le soltó la goma y ahuecó el pelo en torno a su cara.

—Mucho mejor. Parecías una quinceañera de excursión con el instituto.

«Así es como me siento», pensó.

—Vamos, el abogado te espera.

Entraron juntos a pesar de que él se ofreció a esperarla fuera, resolvieron el asunto de los documentos en apenas media hora y salieron dispuestos a disfrutar de su día.

¿Qué te parece si antes que nada nos tomamos un buen desayuno? Los viajes siempre me abren el apetito.

—Me parece bien.

Se sentaron en una terraza donde Hugo encargó cafés, tostadas y zumo para ambos. Inés sonrió al ver lo bien que conocía sus gustos.

—Hoy nos lo sirven, Inés, nada de prepararlo nosotros.

—Sí, es estupendo.

Tan pronto como les pusieron la comida por delante se terminó de relajar y recuperó el apetito. Mirando a Hugo sentado frente a ella, empezó a fantasear sobre la posibilidad de que aquella situación se repitiera con frecuencia… que algún día pudieran viajar como pareja y no como amigos.

¿Te da vergüenza la tostada, doña Inés?

¿A mí? ¿Por qué dices eso?

—Porque la estás mirando y te estás sonrojando.

—No, no me estoy sonrojando… es que tengo calor —mintió.

—Hace un día precioso. ¿Playa entonces?

—Sí, me parece bien.

¿Has traído aquel bikini tan bonito que usaste el día de la barbacoa?

—No he traído traje de baño, Hugo. Estamos en octubre y aunque hace un día soleado y agradable, no me meto en el mar ni muerta.

—Acabas de decir que tienes calor.

—Pero no tanto.

—Veo que me tendré que bañar solo.

—Eso me temo.

Dieron buena cuenta de los desayunos y después volvieron a subir a la moto para dirigirse a la playa. La de La Victoria era amplia y espaciosa, cubierta de arena blanca y con un paseo marítimo lleno de bancos y algunas esculturas, por el que paseaba un flujo continuo de viandantes.

¿Damos un paseo primero? —propuso él.

—Sí, perfecto.

¿Te has echado crema protectora en la cara?

—No.

Hugo rebuscó en la mochila que cargaba al hombro y sacó un bote de plástico blanco. Se echó una cantidad de crema en las manos y se la extendió a Inés por el rostro con suavidad, masajeándola con los dedos. Las yemas suaves le acariciaron la piel produciéndole un cosquilleo, y otras sensaciones mucho más intensas cuando bajaron por el cuello y el escote hasta el borde de la camiseta de manga larga que llevaba. Inés lamentó no haberse puesto el bikini para que pudiera extenderle crema por todo el cuerpo. Intentó no pensar en lo que las manos de Hugo le harían sentir si la acariciasen entera, y de pronto el beso que habían compartido se le antojó muy poco para lo que ella quería de él.

En esta ocasión Hugo no dijo nada de su sonrojo, aunque era imposible que no se hubiera percatado de él, puesto que la cara le ardía. Terminó de extender la crema y le alargó el bote.

—Ahora tú.

Se recogió su propio pelo en una coleta y le ofreció el rostro.

Inés repitió la operación que minutos antes él había realizado con ella. Más que extender crema, le acarició la cara delineando las facciones: la frente amplia, la nariz recta, la barbilla prominente y el hoyuelo sobre el labio superior donde se había alojado una gota de sudor.

—Ya está —dijo devolviéndole el bote.

Él lo guardó en la mochila y comenzaron a andar uno al lado del otro. Hugo se mostró muy parlanchín durante todo el paseo contándole anécdotas de su infancia en Ayamonte, con sus hermanos, primos y abuelos. Inés le escuchaba fascinada, y con envidia sana, porque aunque vivió con sus padres hasta los trece años, siempre echó en falta tener más hermanos.

Sobre la una Hugo dijo que tenía calor y se acercaron a la orilla. Allí se quitó camiseta y pantalones quedándose en bañador y ofreciéndole a Inés el espectáculo que llevaba deseando contemplar desde que le dijo que quería bañarse. Cogió el bote de la crema protectora y se lo tendió de nuevo.

—¿Te importa? —le preguntó volviéndose de espaldas.

—Claro que no.

Se echó una generosa cantidad en la palma de la mano y comenzó a extenderla despacio. Por suerte él no podía ver la expresión de su cara, porque hubiera adivinado mucho más de lo que Inés deseaba mostrar.

Se demoró todo lo que pudo, cuidando de no dejar ni un centímetro de espalda sin cubrir y sin acariciar, imaginando muchas cosas. Dejó volar su imaginación más allá de lo razonable, recordando el beso que se habían dado un par de semanas atrás, y soñando con acariciar ese cuerpo moreno y sexi sin la excusa de una crema. Besar el punto justo entre los omóplatos, y alargar las manos hacia delante y deslizarlas por el pecho, por el vientre… pero al final tuvo que dar la tarea por terminada, sacudiéndose los pensamientos más pecaminosos que había tenido en su vida.

—Ya está.

—-¿No te animas? —preguntó él con una sonrisa.

—Ya te he dicho que no he traído bikini.

—Pero a lo mejor tienes puesta una ropa interior que puede pasar por tal…

Ella negó con la cabeza pensando en el tanga de encaje que llevaba.

—No es el caso.

Hugo tuvo que hacer un esfuerzo por controlar la imaginación y no pensar en la ropa interior que llevaría. Pero le estaba costando mucho, por lo que decidió meterse en el agua fría de inmediato.

Inés le vio entrar al mar con paso decidido y poco después lanzarse y desaparecer entre las olas. Lo contempló desde la orilla mientras nadaba alejándose, y se preguntó si alguna vez esa situación anormal iba a repetirse, si compartirían algún otro día de diversión como el que estaban disfrutando.

Hugo nadó durante un rato no demasiado largo, el suficiente para refrescar sus ideas sobre la ropa interior de Inés y luego salió chorreando agua con el pelo mojado pegado a la cara. Ella le entregó la toalla que estaba custodiando junto con su ropa y lo contempló mientras se secaba. Después se anudó la toalla a la cintura y con la seguridad de alguien que lo ha hecho muchas veces, se quitó el bañador mojado y se puso los pantalones directamente sobre la piel.

Inés contuvo la respiración con el temor y a la vez el deseo de que la toalla resbalara, pero los movimientos de Hugo eran impecables, y la improvisada cortina no se movió un centímetro.

Después terminó de vestirse guardando la toalla y el bañador mojados en una bolsa de plástico que introdujo en la mochila.

—Has hecho esto antes, ¿verdad?

¿Nadar?

—No, cambiarte de ropa en medio de la playa.

Él le dedicó una sonrisa pícara.

—Unas cuantas veces, sí. ¡No irás a decirme que estabas preocupada de que la toalla pudiera soltarse!

—Claro que no.

—Nunca he dado un espectáculo en la playa, al menos a propósito. Salvo una noche que nos estábamos bañando Marta, mis hermanos y yo en Ayamonte. De pronto ella gritó: «¿A que no hay huevos de quitaros los bañadores?». Ya te puedes imaginar lo que significa para unos adolescentes de catorce o quince años que le digan que no hay huevos de hacer algo. En menos que canta un gallo los tres ondeábamos los bañadores sobre nuestras cabezas, y ella, que estaba preparada nos los arrebató en cuestión de segundos y se fue con ellos. Nos hizo salir desnudos, para su propio regocijo. Y bien que nos miraba la jodía… aunque hacía fresco y los tres la teníamos de pena.

¿Os vio alguien más?

—Solo ella, Miriam no estaba esa noche. ¿Vamos a comer?

—Sí.

—Por aquí cerca hay un par de sitios estupendos.

Se dirigieron al paseo marítimo y allí se sentaron en una terraza para almorzar. Pidieron pescado y lo saborearon con una preciosa vista del mar. Inés no recordaba ningún día en que se hubiera sentido tan feliz. Hugo estaba locuaz y dicharachero, contando cosas de sí mismo y de su infancia, de su decisión de dejar los estudios y entrar a trabajar en un bar.

Ella le escuchaba en silencio absorbiendo sus palabras, ansiosa de conocer una faceta de él que fuera más allá de su relación laboral.

Se demoraron mucho rato en la terraza, la comida dio paso al café y cuando calcularon que se les podría hacer de noche por la carretera, decidieron regresar.

De nuevo se abrazó a su cintura y apoyó la cabeza en la cazadora, soñando con acariciar algo más que su espalda y su cara. Con que él la abrazara y la besara de nuevo y…

«Calma, Inés —se dijo—, el baile ha terminado y tanto Cenicienta como el príncipe vuelven a los fogones».