Capítulo 10

La angustia por Sergio duró treinta interminables días, en los que Hugo estuvo preocupado y poco comunicativo. No tenía ganas de hablar y tampoco de trabajar. Inés le dejaba ir a su aire sin agobiarle con su charla ni con sus intentos de consuelo como hacía Marieta. Solo procuraba descargarle de trabajo siempre que podía y él se lo agradecía porque el acoso solapado de su otra compañera le estaba empezando a exasperar.

Aquel martes había estado en Espartinas con sus padres, donde el ambiente tampoco era más festivo, por lo que se marchó a media tarde. Pensaba irse a casa a pasar una velada tranquila, no tenía ánimos ni ganas de quedar con ninguna mujer, necesitaba estar solo.

A las nueve de la noche se preparó un sándwich y se sentó desganado a comerlo en el sofá, con el telediario puesto. Desde la desaparición de su hermano no se perdía un noticiario aunque el secuestro no se había hecho público, incluso zapeaba de un canal a otro buscando más información. Tampoco esa noche había noticias, por lo que engulló en apenas tres bocados su cena y estaba colocando el plato en el fregadero cuando le sonó el móvil con la melodía de su hermana.

Dio un brinco con el corazón sobresaltado y corrió al salón, descolgando con mano nerviosa.

—Dime, Miriam.

—Les han liberado, Hugo. Están bien.

Dejó escapar el aire que por unos minutos le había oprimido los pulmones.

—Gracias a Dios. ¿Habéis hablado con él?

—No, el amigo de Raúl le ha llamado para decírselo. Están en el hospital para que les hagan un reconocimiento rutinario, pero se encuentran bien. No hay heridos ni enfermos entre los tripulantes. En unos días lo tendremos en casa.

—Gracias por llamar.

¿Estás tonto, Hugo? ¿Cómo no iba a llamarte? Todos estamos muy preocupados y deseando tener noticias.

—Sí, así es. ¿Cómo están por ahí? Esta tarde todos andábamos bastante deprimidos.

—Papá está al teléfono con la tía Merche y mamá con Javier. Marta le ha llamado para decírselo y él nos ha telefoneado en seguida. En cuanto termine de hablar contigo yo voy a ponerme preparar tila que mamá se ha derrumbado ahora y está llorando todas las lágrimas que ha contenido este mes.

—Vale, cariño. Cuídalos.

—Por supuesto, Hugo; siempre lo hago.

Colgó a su vez. La euforia le desbordaba, tenía ganas de gritar y saltar y se sentía incapaz de sentarse tranquilo en el sofá como tenía planeado. Necesitaba compartir la noticia, necesitaba decírselo a Inés. Necesitaba a Inés, reconoció. A nadie más que a ella le apetecía contárselo.

Cogió el móvil y la llamó. La voz angustiada de ella respondió al instante.

—Hola, Hugo. ¿Sucede algo?

—Sí, doña Inés, y son buenas noticias. Mi hermano está a salvo, les han liberado —dijo con jovialidad. De repente tenía ganas de reír y de bromear. No la había llamado doña Inés en un mes.

También ella respiró aliviada.

—Gracias a Dios. Y gracias a ti por llamarme para decírmelo, yo también estaba muy preocupada, aunque no sea mi hermano.

—Lo sé.

Por un momento los dos quedaron en silencio, a través del aparato podían escuchar sus respectivas respiraciones. Aunque ya le había dado la buena noticia, Hugo no tenía ganas de colgar, de dejar de hablar con ella, pero no sabía qué más decirle. Al fin se decidió a comentarle lo que de verdad deseaba.

—Inés…

¿Sí?

—Necesito compartir esto con alguien… soy incapaz de quedarme quieto sin exteriorizar la alegría que siento. ¿Es muy tarde para que me pase por tu casa y te dé las gracias por la ayuda y los ánimos que me has brindado estos días?

Inés suspiró feliz.

—Claro que no, aún no son las diez de la noche. Estoy acostumbrada a acostarme mucho más tarde, ya lo sabes. Ven si quieres… todavía no he cenado; te espero y comemos juntos.

De pronto Hugo se sintió hambriento a pesar del sándwich que había ingerido. Una cena con Inés era justo lo que necesitaba.

—En poco rato estoy ahí.

—Hasta ahora, Hugo.

Inés se levantó, se dirigió al dormitorio y se cambió el pijama que se había puesto después de la ducha por unos vaqueros ajustados y una camiseta, y se secó el pelo todavía húmedo. Luego se dirigió a la cocina para añadir algo más a la ensaladilla que tenía como cena, consciente de que Hugo gozaba de un buen apetito.

Apenas veinte minutos después, sonó el timbre de la puerta. Cuando abrió, él estaba en el umbral con una expresión mucho más alegre de la que había tenido las últimas semanas. Entró y sin decir palabra la abrazó con fuerza. Inés le rodeó la espalda con los brazos sintiendo la emoción contenida de él, y notó que se contagiaba. Se le humedecieron los ojos y enterró la cara en su hombro. Permanecieron abrazados un buen rato, y cuando se separaron pudo notar un ligero brillo húmedo en los ojos negros, el mismo que tenían los suyos. El chico duro no lo era tanto cuando se trataba de su familia.

—Gracias, Inés.

¿Por qué me das las gracias?

—Por todo. Por acogerme esta noche, por hacer parte de mi trabajo… Por estar ahí estos días aguantando mi malhumor.

—No estabas malhumorado, Hugo, estabas preocupado que no es lo mismo. Más callado de lo habitual, pero nada más.

—También por invitarme a cenar; no es hora de presentarse en casa de nadie, lo sé. Pero era incapaz de estar solo esta noche, necesitaba compañía.

—Yo te doy las gracias por elegir la mía. Sé que no te falta con quien compartir tu tiempo.

—Te equivocas… de eso no tengo demasiado, salvo mi familia. Amigas con las que disfrutar un rato de sexo tengo muchas, pero no les hablo de mi vida privada y mucho menos de las cosas que me angustian o me dan alegría. Pero por fortuna tú has llegado a mi vida para darme un tipo de amistad que desconocía. Esta noche cuando Miriam me ha llamado para decirme lo de Sergio he sentido que tenía que compartirlo contigo y solo contigo.

Inés sintió que la emoción volvía a apoderarse de ella ante las palabras de Hugo. Carraspeó ligeramente y le invitó a sentarse.

—Ponte cómodo, en seguida traigo la cena.

Colocó un mantel sobre la mesa baja que había delante del sofá y a continuación una fuente con ensaladilla rusa y unas croquetas recién hechas.

—Lo siento, no tengo cerveza ni vino, suelo comer con agua.

—Yo también. No te preocupes, está perfecto.

Inés se sentó a su lado y ambos se sirvieron. Era la primera vez que Hugo iba a su casa; en realidad la primera vez que alguien la visitaba y se sentía un poco inquieta, deseosa de ser una buena anfitriona. Su tía le había inculcado el sentido de la hospitalidad, pero la simple idea de compartir su sencilla cena le resultaba extraña. Si hubiera sabido que él iba a ir esa noche habría preparado algo especial. Por suerte había pasado el día cocinando para toda la semana y había podido añadir las croquetas al menú.

—Está todo muy bueno, doña Inés. Cocinas de maravilla.

—Gracias, pero no es gran cosa. Son platos sencillos.

—Claro que lo es. Una comida sencilla también puede estar mal preparada y ser incomible.

—Eso es verdad. ¿Sabes? Cuando me enteré que había heredado el bar pensaba que se servirían comidas y tenía pensadas algunas recetas propias para añadir a la carta.

¿Quieres añadir comidas?

—No, ya no. Eso solo complicaría las cosas y Alveares funciona muy bien tal y como está.

—Quizás algún día quieras invitarme a probar esas recetas propias…

Inés sintió que se le secaba la boca.

—Cuando quieras, solo tienes que decírmelo y te invitaré a comer, esta vez con todo lo necesario: entrantes, bebida, postre…

—Estaré encantado.

Terminaron de cenar entre comentarios sobre Alveares. Después él preguntó:

—Tú también estabas preocupada por Sergio, ¿verdad?

—Sí, mucho. Sé que no es lo mismo que vosotros, pero después de conocer a tu familia me siento un poco parte de ella. No me malinterpretes, no pretendo ser un miembro más, es solo que… hace mucho tiempo que vivo sola con mi tía. Mis padres murieron en un accidente de coche cuando yo era muy joven. Mi tía Aurora es la hermana de mi madre, soltera y aunque me quiere muchísimo, no es demasiado cariñosa. Lo que vi en tu familia el día de la barbacoa es nuevo para mí, y me gustó.

—Sí, somos una familia muy efusiva. También forman parte de ella Inma y Raúl, los padres de Marta. Ellos son amigos de mis padres desde la facultad, y Raúl y mi padre desde mucho antes. Marta y ellos han formado parte de nuestra vida desde que tengo uso de razón.

—Y luego ella se hizo novia de tu hermano.

—Durante un tiempo todos estábamos medio enamorados de ella, pero eligió a Sergio. Los demás lo aceptamos sin problemas.

¿Los demás?

—Tengo otro hermano, Javier. Es médico y se dedica a la investigación contra el cáncer en Estados Unidos. Suele venir en Navidades.

—Tus hermanos y tú estáis muy unidos.

—Sí, aunque yo con quien lo estoy más es con Sergio. Somos los más cercanos en edad y de pequeños los más traviesos… ¡Las que armábamos! Él siempre ha sido un aventurero y yo solo necesitaba que me contara alguna de sus ideas descabelladas para seguirle ciegamente. Una vez nos marchamos de casa para ir a vivir a Japón.

¿A Japón?

Hugo soltó una risita.

—Sí… andando.

—Jolines.

—Y con el consentimiento de mi madre, además.

—Eso me lo tienes que contar.

Él se recostó en el sofá y empezó su relato perdido en los recuerdos. Esa noche necesitaba hablar de Sergio, del tipo de relación que siempre habían tenido.

—Yo tendría unos cinco años y él seis y medio. Mi madre le había castigado no recuerdo bien por qué, y había visto hacía poco un documental sobre Japón que le había fascinado. Le encantaban los programas que mostraban otras culturas, a pesar de su poca edad. Enfadado me dijo que estaba harto de aquella casa, de que le castigaran siempre, aunque al que más castigaban era a mí. Y que se iba a vivir a Japón. Ni que decir tiene que a mí me faltó tiempo para decirle que me iba con él.

»Empezamos a hacer planes para fugarnos cuando fuera de noche… con tan mala fortuna que mi madre nos escuchó. Ni siquiera habíamos cerrado la puerta de la habitación.

»Ella entró muy seria con dos bolsas de plástico del supermercado en la mano y sentándose en la cama nos dijo que había oído lo que planeábamos.

»Sergio y yo nos miramos y empezamos a esperar un castigo o al menos una regañina, pero no hubo nada de eso. Mi madre continuó hablando con voz muy calmada y nos dijo que nos quería mucho y que nos iba a echar de menos, pero que no quería obligarnos a vivir en una casa donde no deseábamos estar. De modo que se fue al armario y guardó en las bolsas unos calzoncillos, unos calcetines y un pijama para cada uno. Luego nos llevó a la cocina y nos preparó unos bocadillos de queso, que añadió al contenido de la bolsa.

»Mi hermano y yo parecíamos de piedra, no podíamos ni hablar. Luego nos puso los abrigos porque era invierno, nos acompañó a la puerta y después de darnos un beso y pedirnos por favor que cuando llegáramos a Japón la llamáramos, cerró la puerta y nos dejó fuera. Empezamos a andar por la urbanización firmemente decididos a llegar a nuestro destino. Nos perdimos un par de veces, dimos un montón de vueltas, y al fin llegamos a la puerta de salida a la carretera. Allí nos paramos sin tener muy claro hacia qué lado estaría Japón, pero Sergio dijo que puesto que la tierra era redonda, llegaríamos por cualquiera de los lados. Echamos a andar cogidos de la mano, con la bolsa en la otra. Ni siquiera nos dimos cuenta de que mi padre nos seguía a prudencial distancia.

»Se empezaba a hacer de noche y caminamos durante un rato por una vía de servicio que discurría paralela a la carretera. Yo me sentía muy cansado, y tenía hambre. Solo podía pensar en que si me comía el bocadillo ya no tendría nada más para comer más adelante. Notaba la mano de Sergio apretando mucho la mía, nuestros pasos se hacían cada vez más cortos y más lentos.

»De alguna forma mi padre se las ingenió para adelantarnos sin que nos diéramos cuenta y de pronto le vimos venir caminando de frente hacia nosotros. Se hizo el sorprendido y nos preguntó dónde íbamos. Sergio respondió muy serio que a Japón y que nuestra madre lo sabía y nos había dado permiso.

¡A Japón! ¡Y en invierno! —dijo asombrado—. ¿Pero cómo se os ocurre? Está muy lejos y se hace de noche muy temprano. ¿Por qué no lo dejáis para el verano? Es la mejor época.

»Yo empecé a rogar en mi mente para que mi hermano aceptara, estaba cansado, hambriento y muerto de frío. Pero si una cosa tenía clara era que si Sergio se iba a Japón yo me iría con él. Pero él estaba tan arrepentido de la aventura como yo, de modo que en seguida dijo que sí, que nos iríamos en verano.

»Y regresamos a casa. Mi madre nos miró sin decir nada y yo le dije que habíamos decidido irnos en verano que era la mejor época. Luego le pregunté si me podía comer el bocadillo, era bastante estricta con lo de comer entre horas y me dijo que sí. Y te puedo asegurar que ninguna comida me ha sabido mejor nunca que aquel bocadillo de queso.

—Ni que decir tiene que cuando llegó el verano Japón estaba olvidado, ¿no?

—Del todo. Y tampoco hubo más intentos. Comprendimos que en casa se estaba más que bien. Sergio canalizó su afán aventurero en su profesión.

¿Y tú?

—Yo me hice camarero.

—Eres mucho más que un camarero, Hugo, tú eres al alma de Alveares.

Él le agarró la mano.

—Nada de eso. Ambos lo somos. Formamos un equipo fantástico, Inés.

—Sí, eso parece.

Por un momento las miradas de ambos se quedaron prendidas, intensas y emocionadas. El pulgar de él acarició el dorso de la mano de Inés produciéndole un intenso cosquilleo. Después Hugo la soltó y se levantó.

—Creo que es hora de que me marche; ya es tarde y mañana madrugamos.

Inés quiso decirle que los días que trabajaban se acostaban más tarde aún, que se quedara un poco más, pero no lo hizo. Se limitó a levantarse del sofá después de que lo hiciera él y le acompañó a la puerta, tras rechazar su ayuda para recoger la cocina.

—Gracias de nuevo —dijo él ya en al umbral.

—De nada, ha sido un placer cenar acompañada. Ahora vete a casa y descansa.

—Sí. Buenas noches, Inés.

—Hasta dentro de un rato.

Se inclinó y la besó en la mejilla para perderse a continuación por las escaleras. Ella permaneció unos minutos en el umbral con la puerta abierta, feliz por la visita inesperada. Por haber sido la elegida entre todas sus mujeres para compartir un momento especial. Había hablado de amistad, cierto, y para ella Hugo era algo más que un amigo, pero había sido ella y no otra la que había recibido su abrazo emocionado esa noche.

Cerró la puerta y se dispuso a recoger e irse a la cama, aunque sabía que le iba a costar dormir.