Capítulo 26

Hugo le había pedido unos días libres para pasarlos con su familia en Ayamonte y para Inés estaba siendo difícil de llevar. Se había acostumbrado tanto a estar con él que ocuparse del bar con Marieta, a pesar de que la chica era amable y solícita, le estaba costando bastante esfuerzo.

Se sentía tristona, como alma en pena, como si no fuera a volver a verle nunca más. ¿Cómo era posible extrañarle tanto? Su compañera de trabajo la miraba e Inés estaba casi segura de que sabía lo que le pasaba a pesar de que tratase de disimularlo.

Cuando cerraron ya hacía rato que había pasado el último autobús e Inés se dispuso a llamar a un taxi, pero Marieta se ofreció a llevarla. En cuanto subieron al coche de esta, la miró de reojo y comentó:

—Se le echa de menos, ¿eh?

¿A quién? —preguntó haciéndose la despistada.

¿A quién va a ser? A Hugo.

—Un poco; la verdad es que por mucho que lo intentemos el que sabe llevar Alveares es él. Nosotras a su lado solo somos simples aficionadas. Estamos un poco desbordadas.

Marieta hizo una mueca con la boca, a las que era muy aficionada.

—Yo le haré que me compense debidamente a la vuelta.

—Quien te va a pagar soy yo, no él.

—No me refería a dinero, Inés.

¿Entonces a qué? ¿Horas libres? Eso también lo tienes que negociar conmigo.

La chica le lanzó una mirada de soslayo, hizo una pausa calculando el efecto y dijo.

—Me refería a algo más… personal.

Inés sintió como si le dieran un puñetazo en el estómago.

¿Más personal? No entiendo.

¿No me digas que no te has dado cuenta? Hugo y yo estamos juntos.

¿Juntos? ¿Cómo que juntos? No puede ser, él…

Él se acuesta con otras, quieres decir.

—Sí.

—Y yo también. Tenemos una relación abierta. Ambos mantenemos relaciones sexuales con otras personas, pero ninguna de ellas significa nada. Llevamos juntos ya un par de años, casi desde que empecé a trabajar en Alveares.

Inés sintió como si el suelo cediera bajo sus pies. Una garra helada le oprimió las entrañas y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlar las ganas de llorar. No iba a hacerlo delante de Marieta, costara lo que costase.

—Supongo que te preguntas por qué parece que ni siquiera nos caemos bien.

—Sí —logró articular—, eso es lo que parece.

—Es cosa suya, no quiere que nadie lo sepa. Creo que piensa que si se corre la voz perderá su fama de chico malo y las mujeres dejarán de ofrecérsele como lo hacen. Pero no creo que eso suceda, porque es buenísimo en la cama.

Inés no pudo dejar de recordar las manos de él sobre su cuerpo, excitándola y llevándola muy alto. Logró recomponerse lo suficiente para preguntarle.

¿Y a ti no te importa?

—No, mientras sepa que yo soy la única a la que quiere. Las demás son solo sexo, y ya te he dicho que yo también voy con otros.

—Yo… no podría.

¿Qué no podrías? ¿Acostarte con alguien a quien no quieres o soportar que tu pareja lo haga con otros?

—Ninguna de las dos cosas.

—No es tan importante ¿sabes? Cuando estamos juntos me compensa de sobra. Y salvo algunas excepciones los martes son míos en su totalidad.

¿A qué excepciones te refieres? —preguntó recordando el martes que habían estado juntos y el día que fueron a Cádiz.

—Comidas familiares y ese tipo de cosas. El resto me los dedica en exclusiva, desde la mañana a la noche.

—Ah.

—Y apenas salimos de la cama más que para comer. Es inagotable —rio—. ¿De verdad no te habías dado cuenta de nada?

—No, en absoluto —dijo con voz estrangulada.

—Entonces somos mejores actores de lo que pensábamos.

—Eso parece.

Inés deseaba con todas sus fuerzas llegar a su casa, salir de aquel coche asfixiante y de esa conversación devastadora para ella. Pero Marieta tenía ganas de confidencias al parecer, porque conducía muy despacio.

—Me echó el ojo desde el primer día que empecé a trabajar, y como suele hacer me tiró los tejos; pero al principio yo no estaba demasiado interesada. Más tarde me confesó que eso fue lo que más lo atrajo de mí, que no le hiciera mucho caso. Me persiguió, me acosó detrás de la barra, empezando a rozarse conmigo siempre que podía, se dejaba abierta la puerta del guardarropa a menudo mientras se cambiaba…

Inés sintió que le faltaba el aire, se sentía incapaz de seguir disimulando y volvió la cara hacia la ventanilla, mirando la calle y tratando de acallar los sollozos que le subían por la garganta.

Marieta la miró y esbozó una sonrisa torcida. Se había tirado un farol con lo de los roces y la puerta, pero su intuición había dado en el blanco. La mosquita muerta no iba a conseguir lo que ella llevaba deseando casi dos años y Hugo le negaba.

—La primera vez fue en el guardarropa —continuó ahondando en la llaga—. Se estaba desnudando y a mí ya me estaba empezando a gustar. Entré y cerré la puerta. Y solo te diré que los clientes tuvieron que esperar un buen rato aquella noche para ser atendidos.

Inés continuó callada. Si hablaba se lo iba a notar, y eso era lo último. Que Hugo y Marieta supieran lo que sentía, y que tal vez se rieran de ella.

—Inés, todo esto te lo estoy contando de forma confidencial, ¿eh? Porque eres mi amiga. Ni se te ocurra decirle nada a Hugo. Me mataría si supiera que te lo he dicho.

—Ni media palabra —susurró ya controlando un poco la voz. Tenía que recomponerse, ya estaban llegando a su casa, solo unos metros más y bajaría de aquel coche. Y estaría sola para dar rienda suelta a todos sus sentimientos lastimados y a su orgullo herido.

Marieta aparcó junto a la acera donde Inés le indicó y esta bajó y después de darle las gracias por haberla llevado hasta casa, se perdió en el portal.

Marieta se la quedó mirando y cambió la expresión amable por otra de puro odio, lo que acrecentó aún más el rictus desagradable de su boca, la sonrisa que se convertía en mueca a menudo.

Se colocó el lacio pelo rubio detrás de la oreja y arrancó, sintiéndose muy satisfecha de sí misma.

Inés aguantó el tipo hasta llegar a su piso. Una vez allí dejó escapar las lágrimas que le quemaban en los ojos. ¡Hugo y Marieta! Jamás lo hubiera imaginado. Ella nunca se había hecho ilusiones, porque era muy consciente de que él huía de las relaciones, pero saber que mantenía una desde hacía dos años, aunque fuera en secreto, la había destrozado. Y todavía más el saber que lo que había ocurrido con ella no había sido pura casualidad, sino una táctica estudiada para… ¿para qué? ¿Para llevársela a la cama? Si cuando ella se lo propuso la rechazó, y no aceptó hasta comprobar que estaba dispuesta a irse con cualquiera. ¿También eso había sido planeado? ¿La había manipulado a su antojo y ella se había dejado atrapar como una idiota hasta mucho más allá de lo razonable? Hasta enamorarse como una estúpida.

Hugo Figueroa había jugado con ella y se había burlado mucho más de lo que parecía a simple vista. Mucho más allá de sus doña Inés y sus bromas sobre su forma de ser y su timidez. Y lo ocurrido en el guardarropa, ¿qué había sido? Después de eso ella había empezado a hacerse algunas ilusiones, muy débiles, cierto, pero algunas. Al menos pensaba que le gustaba, que le atraía como mujer, porque no podía explicarlo de otra forma. Pero eso jamás habría sucedido si hubiera sabido que estaba con Marieta. Podía aceptar ser una más, pero esto…

Se abrazó a la almohada, esa almohada que había tardado en lavar porque conservaba su olor y dejó que las lágrimas corrieran libres arrastrando su desengaño y sus celos. Tenía que poner freno a sus encuentros, nada de volver a tomarse una cerveza o una copa de vino al terminar el trabajo, ni permitir que la llevara a casa en la moto y sobre todo nada de darle la oportunidad de meterse en el guardarropa con ella. Hugo Figueroa no era un hombre libre y ella respetaba eso, aunque él no lo hiciera. Aunque le partiera el alma alejarse de él.