Capítulo 1

8 años después

Hugo Figueroa se acodó sobre la barra del bar donde trabajaba, casi vacío a aquella hora de la mañana, ese espacio de tiempo que va desde el desayuno hasta el aperitivo. Jugueteó con el móvil para ocupar el rato, porque si había una cosa que no podía soportar era la ociosidad. Inquieto y nervioso por naturaleza, era incapaz de estarse parado mucho tiempo, y si no fuera porque estaba solo en el bar en aquel momento estaría limpiando mesas, ordenando botellas o ayudando en la cocina. Pero si entraba un cliente, debía encontrar a alguien en la barra para atenderle.

Ejercía todo tipo de tareas en el bar: camarero, pinche, relaciones públicas y encargado de la seguridad, amén de reclamo para clientas femeninas en el turno de tarde y noche. Con su atractivo moreno, era el único Figueroa que no había heredado el cabello claro de Fran, ni su piel blanca, sino que era más parecido a la familia de su madre, a su abuelo Manuel. Su cuerpo delgado, su cabello oscuro y sus ojos negros, habían provocado en su abuela paterna más de una vez la pregunta de: «¿A quién sale este niño?».

Ella le había dicho una vez que era la oveja negra de la familia, y Susana, que mantenía con su suegra una relación cortés pero fría, se había erguido ante Magdalena y había dicho con su voz de tribunal, esa que según Inma dejaba sin palabras a jueces y fiscales: «En mi familia solo hay una oveja negra y eres tú». Era la primera y única vez que había visto enfrentarse a su madre y a su abuela, y se sentía orgulloso de que hubiera sido por él, porque tenía que reconocer que un poco trasto sí que era.

Era el único de sus hermanos que no había querido estudiar, aunque sus padres le habían obligado a terminar el bachillerato. Aún recordaba la escena en que a sus dieciocho años los había reunido en el salón para decirles que no iba a seguir estudiando, y que había encontrado trabajo en un bar. Fran, con su temperamento fuerte había alzado la voz intentando convencerle de que hiciera algo que le gustase, no importaba qué, pero Susana había apoyado la mano en el brazo de su marido para calmarle y había dicho la última palabra. Como casi siempre.

—Déjalo, Fran… ha cumplido dieciocho años, es su decisión. Tiene derecho a hacer su vida como quiera, incluso a equivocarse.

Luego, mirando fijamente a su hijo a los ojos, había añadido:

—Y tú, quiero que me prometas una cosa.

Hugo se encogió un poco, porque conocía las frases trampa de su madre, perfeccionadas tras años de tribunales.

—A ver…

—Prométeme que siempre vas a tener presente que la opción de seguir estudiando está ahí. Que si un día decides que no quieres seguir sirviendo copas tras una barra, o deja de gustarte a lo que sea que te dediques, vas a venir y decirme que continuarás los estudios sin que sientas que has fracasado.

—Te lo prometo. Pero no creo que eso suceda, mamá. Si hay algo que no soporto son los libros, y tú lo sabes. Me cansan, me aburren…

Susana lo sabía, era ella quien le había dado clases verano tras verano para que aprobase en septiembre las asignaturas suspendidas durante el curso.

—Eso puede cambiar, y quiero que si ocurre, lo consideres seriamente.

—Lo haré.

Hugo sonrió recordando la escena. Siempre había contado con la indulgencia de sus padres, aunque de distinta forma. Si un día llegaba borracho a casa era a Fran a quien acudía para que ocultase su desliz ante Susana, mucho más severa; en cambio, para las cosas importantes era su madre la más comprensiva. Y él los adoraba a los dos.

Había sido difícil abandonar el nido tan joven, pero cuando llevaba trabajando seis meses había alquilado un piso en la Macarena, un barrio popular de la capital, y se había independizado. Necesitaba un sitio donde llevar a las chicas, no podía meterlas en el domicilio familiar, porque aunque Marta dormía en la habitación de Sergio cuando estaba en la casa, Marta era la novia de su hermano, y él solo tenía follamigas. Muchas. Y no le parecía correcto llevar a casa de sus padres una mujer diferente cada noche. Porque si había algo que a Hugo Figueroa le gustaba eran las mujeres, y él a ellas.

Después del piso había venido la moto, que sabía que tenía aterrorizada a su madre, aunque nunca le dijera una palabra sobre ello.

Una clienta entró en el bar, y Hugo, dejando a un lado tanto el móvil como sus pensamientos, se dispuso a atenderla.

Desde detrás de la barra se quedó mirando a la chica que acababa de entrar. Bajita, delgada y con el pelo moreno recogido en una coleta, no aparentaba más de veinte años. No era una clienta habitual, y por la forma de mirar a su alrededor en cuanto cruzó el umbral, supuso que se había equivocado de local.

Se había detenido a pocos pasos de la entrada, contemplando el bar como si se estuviera metiendo en la boca del lobo. Y luego le miró a él como si fuera el mismísimo lobo en persona. Un lobo moreno de pelo largo y liso, barba de tres días cuidada y profundos ojos negros que se clavaban en ella como si quisiera devorarla. La camiseta negra que llevaba puesta y que se ajustaba a su cuerpo, no ayudaba a suavizar la imagen que transmitía

¿Puedo ayudarte en algo?

¿Es este el número ocho de la calle?

—Sí, en efecto.

—Y este el bar llamado Alveares.

—Sí. ¿No has visto el luminoso de la entrada?

Ella respiró hondo y se acercó a la barra sin responder a la pregunta, como si estuviera haciendo acopio de valor. Hugo sacó su mejor sonrisa de chico malo pensando qué se imaginaría la chavala que le iba a hacer.

¿Te sirvo algo?

—Eh… no… bueno, una manzanilla.

¿Infusión o vino?

—Infusión.

—La hora de los desayunos ya ha pasado, pero haré una excepción contigo.

—Gracias.

A Hugo no le importaba hacer excepciones por una mujer, aunque aquella era más bien poquita cosa.

Se volvió de espaldas y puso a hervir el agua. Luego se giró de nuevo y colocó sobre la barra un plato y sobre él un vaso con un sobre de manzanilla en el interior, azúcar y una cucharilla, mientras la chica miraba hacia la puerta de la cocina esperando ver salir una legión de monstruos por allí.

—Perdona la pregunta... —dijo acercándose y notando que ella se encogía un poco—. Aunque suene a tópico, ¿qué hace una chica como tú en un sitio como este? Y no me digas que tomarte una manzanilla, porque no es verdad.

Ella enrojeció hasta la raíz del pelo y Hugo enarcó una ceja, sorprendido. ¿Todavía había mujeres que se sonrojaban?

—Soy Inés Montalbán.

—Muy bien; yo, Hugo Figueroa… y ahora, ¿qué hace una mujer como tú, Inés Montalbán, en un sitio como este?

Ella cerró los ojos tratando de evitar la mirada burlona de aquel chico moreno que la observaba jugando con ella al gato y al ratón. Se lamentó una vez más de su facilidad para sonrojarse y de su timidez.

—Heredarlo —dijo con un hilo de voz.

—He debido entender mal.

—No. Soy la sobrina de Lorenzo Alvear… el propietario. Mi tío falleció la semana pasada y me ha dejado como heredera universal.

—No lo sabía. Lo siento.

—No le trataba mucho, es probable que tú le conocieras mejor que yo.

—No, Lorenzo no se ocupaba del bar. Existe un administrador que paga los salarios y poco más. No se mete en nada mientras el local dé beneficios.

¿Y los da?

—Sí… aunque no te vas a hacer millonaria con él.

—No pretendo hacerme millonaria.

¿Y qué pretendes? ¿Conocer la herencia?

—Me gustaría… ocuparme del bar.

Hugo abrió mucho los ojos. ¿Aquella chica pequeña e insignificante, con aspecto de acabar de salir del convento pretendía llevar un bar de copas como aquel? Por las noches había mucha movida allí.

—Las cuentas y eso, quieres decir.

Ella se encogió de hombros.

—No… todo.

¿Todo? ¿Servir en la barra también? —preguntó Hugo alzando una ceja.

—No será tan difícil.

—No es que sea difícil, todo se aprende… pero, Inés Montalbán, tienes todo el aspecto de acabar de salir de un convento. Y para servir copas aquí hay que tener muchas tablas.

Ella se sonrojó aún más, si eso era posible.

Hugo lanzó una risita divertida.

¿He acertado? ¿Vienes de un convento?

—No, claro que no.

¿Entonces de dónde?

—De un pueblo pequeño.

¿Cómo de pequeño?

—Unos trescientos habitantes.

¡Hostia! ¿Y la media de edad de los habitantes de ese pueblo es de...?

—Cincuenta… sesenta.

—Comprendo. Pues nena, vuélvete al pueblo y deja que el bar siga funcionando como siempre. Seguro que te da para vivir con holgura, no debe de ser caro vivir allí.

Por primera vez la vio apretar los labios con determinación.

—No.

¿No?

—He dejado mi casa, he alquilado un piso en Sevilla y he venido para ocuparme de mi herencia. He quemado mis naves y me moriré antes que volver.

—También vas a morir aquí detrás de esta barra si te sonrojas de esa forma cada vez que te miro a los ojos. ¡No digo nada cuando los clientes borrachos te quieran meter mano! —bromeó exagerando. La clientela no solía hacer eso, aunque algún caso se daba. En realidad había más mujeres que hombres, y sonrió pensando que muchas de ellas venían buscándole a él.

La chica apretó con fuerza la correa del bolso que le cruzaba el pecho como si quisiera defenderse.

—Vamos, doña Inés… vuelve al convento que tu don Juan no está aquí.

—No.

—Bueno, pues tú misma. Ya veo que eres terca.

—Obstinada.

No era terca y estaba acojonada, pero no tenía a dónde ir. Había discutido con su tía, con la que vivía desde que era pequeña, porque esta consideraba una locura lo que estaba a punto de hacer. Pero al recibir la herencia había visto la única posibilidad de escapar del pueblo y de una vida monótona y gris, y había decidido aprovecharla. Sin pensárselo demasiado, había alquilado un piso en la capital, había hecho la maleta y se había marchado. Y como bien le había dicho a aquel chico, se moriría antes de volver con el rabo entre las piernas.

—Pues… ¿Cuándo quieres empezar?

—Cuanto antes. ¿Esta noche?

—Mejor mañana para los desayunos. Vayamos poco a poco, las noches son algo más complicadas.

¿Tú… llevas esto solo? ¿Eres el encargado?

—No, no tenemos encargado, aquí cada uno conoce su cometido y lo cumple para conservar el puesto de trabajo. Por las mañanas viene una cocinera que hace los churros y las tostadas, mientras yo me ocupo de los cafés. Luego suelo descansar y entro por las noches para las copas, pero esta semana has tenido suerte; la chica que hace los mediodías está de vacaciones y has tenido el placer de conocerme. Soy la atracción del bar —rio guiñándole un ojo.

Inés respiró hondo.

—Estás de broma ¿verdad?

—Y tú muy verde, Solo trato de curtirte un poco antes de que te coman por sopas.

¿Qué es eso?

Hugo soltó una carcajada y saltó sobre la barra situándose junto a ella.

—Ya lo aprenderás en tus propias carnes.

Inés intentó decirle que era su jefa, que la tratara con respeto, pero se sintió incapaz. Se dio cuenta de que a su lado resultaba aún más alto e impresionante que detrás de la barra.

—Vamos, te enseñaré tus dominios. Pasa por aquí —dijo invitándola a seguirle por una puerta situada junto a la parte exterior de la barra. Entraron en una cocina pequeña y alargada, donde solo cabía una persona entre la encimera y la pared. Un fregadero, un lavavajillas industrial, un tostador enorme, una freidora, un microondas y una plancha con aspecto de usarse poco eran los únicos elementos que formaban el mobiliario de la misma.

Hugo se había detenido a su lado, demasiado cerca para el gusto de Inés, que sentía invadido su espacio vital, lo que la hacía ponerse muy nerviosa.

¿Esta es la cocina?

¿Qué esperabas?

—La de mi casa es más grande y está mejor equipada.

—Lo supongo, pero en tu casa se cocina y aquí no. Esto es más que suficiente.

¿No se cocina? Es un bar.

—De copas, no se sirven comidas aparte de los desayunos. El microondas y la plancha es más para uso nuestro que para los clientes. Con las copas servimos frutos secos que dan más sed y con las cañas de mediodía unas aceitunas o unos chochitos —dijo él usando a propósito el sinónimo de altramuces.

¿Qué es lo que servís? —preguntó Inés enrojeciendo de nuevo. Hugo se mordió la lengua para no reírse; ella había respondido tal y como esperaba.

—Has oído bien, Inés Montalbán.

Alargó la mano hacia un contenedor de plástico y sacó una cucharada de altramuces.

—Esto son «chochitos». En algunos sitios los llaman también altramuces, pero aquí no. Si algún cliente te pide chochitos no te están haciendo ninguna proposición indecente. Y no necesitarás ponerte tan roja.

Inés sentía a cada momento más ganas de abofetear a aquel hombre que se estaba burlando de ella y de su timidez desde que había entrado en el bar. Ojalá algún día pudiera superar esta y ponerle en su lugar. Decidió empezar a intentarlo y dijo con voz que procuró sonara firme y decidida:

—En mi bar se llamarán altramuces. No serviremos a nadie que pida… lo otro.

Hugo se inclinó un poco sobre ella.

—Dilo… la palabra no muerde. —Inés dio un paso atrás para poner un poco de distancia entre ellos—. Y yo tampoco —añadió.

—No estoy acostumbrada a estar tan cerca de nadie.

Hugo decidió dejar de ser malo y se irguió dándole el espacio que reclamaba.

—Claro, no lo había pensado. En tu pueblo, al ser tan pocos habitantes disponéis de mucho espacio entre unos y otros. Disculpa, intentaré recodarlo. Pero hazte a la idea de que el bar es un sitio estrecho… no siempre va a ser posible mantener espacio a tu alrededor.

A pesar de que Hugo había adquirido un tono serio, el brillo malicioso de sus ojos negros hacía suponer a Inés que volvía a burlarse de ella.

—Pasemos al baño… Es un sitio pequeño, casi seguro que no cabremos los dos sin rozarnos. Entra tú y ya me cuentas. Yo volveré a la barra por si entra alguien; se acerca la hora de las cañas.

Salió de la cocina por la parte que la comunicaba con la barra e Inés se dirigió a la puerta donde la placa indicaba los servicios y entró en ellos.

Salió poco después.

¿Alguna pega?

—En efecto, son muy pequeños. Casi incómodos —dijo recordando la estrechez que había sentido al usar el de señoras.

—Hay un motivo para eso. Antes eran mayores pero tuvimos que reducirlos un poco.

¿Por qué? El bar es lo bastante grande y medio metro menos no iba a afectar a la comodidad de los clientes de la sala.

—No sé si decírtelo, tengo miedo de que te desmayes. Estoy tras la barra y no podré cogerte antes de que te caigas al suelo.

—No voy a desmayarme, puedes decir lo que sea —dijo apretando los dientes.

—Bueno, allá va. Los redujimos porque la gente se metía a follar dentro y se formaban unas colas enormes.

Inés volvió a enrojecer. Hugo fingió limpiar la encimera de la barra con un trapo mientras la observaba de reojo tratando de mantenerse serio.

—La gente… ¿hace eso en el baño?

¡Oh, sí! Siempre que pueden. Por eso había que ponérselo difícil, para que quienes necesitan usar los baños para lo que están diseñados no tuvieran que esperar. Pero si quieres, los volvemos a agrandar… La dueña eres tú.

—No, no… están bien así.

—Ven, doña Inés, acércate a la barra y te serviré algo más fuerte que una infusión de manzanilla. Creo que lo necesitas.

—No bebo.

Hugo le sirvió una caña que depositó sobre el mostrador.

—Esto no te va a llevar de cabeza a Alcohólicos Anónimos.

Entró en la cocina y salió con un plato pequeño en la mano, que depositó junto al vaso.

—Con unos altramuces. Como ves, aprendo rápido.

—No me gusta beber sola.

—Bueno, si me autorizas, me sirvo otra y te acompaño.

Inés asintió. No se encontraba capaz de tomarse lo que le había servido bajo la escrutadora mirada del hombre.

Hugo se sirvió otro vaso de cerveza y lo alzó ofreciendo un brindis.

—Por la nueva propietaria de Alveares, Inés Montalbán.

Ella entrechocó su propio vaso y bebió un sorbo. El líquido se deslizó frío y delicioso por su garganta. Había bebido cerveza antes, pero no le había gustado demasiado. Sin embargo aquella le estaba sabiendo a gloria.

Hugo vació medio vaso de un trago. Estaba sediento, la charla con aquella increíble mujer salida de la época de las cavernas le había secado la garganta. Después alargó la mano y se metió en la boca un buen puñado de chochitos, gesto ante el que ella desvió la vista.

Y mientras compartían el aperitivo, se dijo que iba ser muy divertido observar cómo doña Inés se iba adaptando al bar. ¡Si es que duraba!