Prólogo

Medianoche, 30 de junio, 1859

Torre de St Stephen, Palacio de Westminster

Sollozando, un hombre se acurruca en un saliente estrecho, apretándose los ojos con las manos para poner ante ellos un escudo que les impida ver el horror que hay allí abajo. Está oscuro, por lo que su terror es irracional; incluso si quisiera, no podría ver lo que ha hecho, y mucho menos podría distinguir los detalles más horribles. Aun así, su mente insiste en recrear la escena: una imagen sangrienta, explícita, rotunda. No es el remordimiento, sino la imaginación lo que está en el corazón de su violento ataque de histeria.

Tras una hora allí se sentirá exhausto, e incluso se quedará dormido durante unos minutos. Cuando se despierte, con un sobresalto, la razón volverá a él, y traerá consigo un cierto grado de fatalismo. Ahora se abren ante él dos sendas, y la decisión sobre cuál de ellas tomar ya no es suya. Se incorporará, con cuidado de no mirar al abismo. Arreglará sus ropas, inspeccionará con detenimiento sus manos y regresará a casa. Y, entonces, aguardará a ver qué le depara el futuro.

Y se comprometerá a revelar la verdad… Pero solo en el momento de su muerte.