Capítulo 8
Casa de huéspedes de Miss Phlox
Coral Street, Lambeth
Coral Street estaba llena de vida por la tarde, con niños y mujeres llamándose los unos a los otros desde ambos lados de la calle y por encima de los muros de los jardines. Las coladas colgaban de cuerdas de tender, vendedores itinerantes abastecían sus carros para las ventas vespertinas, un reparador de paraguas hacía su trabajo en lo alto de una escalera. Era una de aquellas escenas domésticas llenas de bullicio que, de vez en cuando, todavía le causaban a Mary un dolor agudo y penetrante. Esa noche sintió que le picaban los ojos. Si su padre hubiera vivido, aquel podría haber sido el destino de su familia: un hogar modesto pero confortable, hermanos y hermanas más pequeños, y cenar todos juntos alrededor de la mesa cada noche.
Cansada como estaba, Mary sabía que la escena que había surgido en su mente era más bien improbable. Sus padres habían sido muy pobres, su padre había estado embarcado más tiempo del que había estado en casa, sus hermanos habían nacido muertos. Aun así se aferró con cabezonería a aquella posibilidad. Su padre había sido un hombre de principios, valiente e inteligente, y su muerte había destruido las vidas de todos ellos. Eso era lo que ella sabía. Automáticamente, su mano fue hacia su garganta para tocar el colgante de jade que él había dejado para ella. Una fracción de segundo más tarde recordó que el colgante estaba bien lejos: a buen recaudo en su escritorio de la Academia, junto con su identidad de mujer. Por ahora, era simplemente un chico llamado Mark y, si no quería echarlo todo a perder por completo, más le valía recordarlo.
Entró en la casa de huéspedes de Miss Phlox por una puerta lateral. Subió un peldaño y quedó envuelta en el aire espeso y caliente de un día de limpieza: agua hirviendo, lejía, almidón caliente y colorante azul. Winnie, la criada que hacía todo el trabajo, estaba planchando sábanas en la cocina y levantó la vista para mirar a Mary cuando entró.
—La cena está en la despensa —su voz era jadeante, haciéndola parecer incluso más joven de lo que era a sus doce o trece años.
—Gracias —Mary se sintió de pronto famélica y devoró en un abrir y cerrar de ojos las dos finas rebanadas de pan con mantequillas que representaban la cena.
Winnie puso las placas de hierro con las que planchaba en el fuego para calentarlas y le tendió a Mary una jarra con un poco de cerveza. Sus ojos estaban fijos en el rostro de Mary. Cuando esta levantó la mirada, la otra desvió la suya, pero enseguida volvió a observarle. Se había sentido fascinada por Mark Quinn desde el momento en que se habían visto por primera vez.
Mary bebió su cerveza e intentó aparentar estar distraída. Había montones de razones por las que Winnie podía mirarle embobada. Era un nuevo huésped y, por tanto, una novedad; podría ser que tuviera manchas de suciedad en la cara; podría ser… Se rindió. Mary sabía muy bien la razón por la que la criada- para-todo la miraba con aquella curiosidad analítica: Winnie era china, como el padre de Mary, y de ahí su curiosidad sobre el físico de Mary. Pelo oscuro. La geometría de sus rasgos. El aspecto exótico que la gente solía señalar con frecuencia. Para Winnie, esas cosas probablemente se unían para significar algo muy específico.
Mary desapareció de la cocina tan pronto como pudo. No tenía ni idea de cómo manejar la curiosidad de Winnie y quería evitar cualquier conversación con la chica hasta que hubiera decidido una estrategia a seguir. ¿Debería negarlo todo? Era cierto que no parecía exactamente una mestiza. Su piel era pálida y sus ojos redondeados, lo que le hacía pasar con bastante facilidad por una morena irlandesa la mayoría de las veces. Incluso los más insistentes querían saber si era italiana o española. Y a Mary eso no le importaba. Lo último que quería era desvelar su herencia china y tener que lidiar con la hostilidad que eso indudablemente acarrearía. No se sentía aún preparada para ello. Apartó de su mente semejantes pensamientos mientras ascendía el segundo tramo de escaleras hacia su habitación, preparándose para el siguiente reto.
Había un hombre sentado en la cama, quitándose las botas y llenando la pequeña habitación con el hedor de pies sudados. Al abrirse la puerta levantó los ojos. Su mirada era a la vez de recelo y de cansancio.
—Hola —dijo Mary, tragando saliva. Sonó realmente nerviosa.
—Hola.
¿Cuál era la norma en situaciones así? Algo más tarde, estaría compartiendo cama con aquel extraño, un problema sin solución cuando el alojamiento es barato y las camas caras. ¿Pero cuántos hombres hablaban entre ellos? ¿Cómo organizarían quién dormiría en un lado o en otro? ¿Y cómo diablos iba a poder mantener su secreto?
—Me llamo Quinn —dijo, en un intento de entablar conversación.
El otro asintió.
—Rogers.
Cuando pareció evidente que el tal Rogers no tenía nada más que decir, Mary colgó su gorra y su chaqueta de un gancho detrás de la puerta. En el pequeño lavabo había un jarrón de agua medio lleno y una toalla áspera usada solamente por un lado. Se lavó rápidamente, frotándose la cara y el cuello y mojándose el pelo para quitarse la mugre. Aquello era lo máximo que iba a poder hacer en una temporada. En la casa de huéspedes los baños costaban extra y solo estaban disponibles los miércoles y los sábados. Pero incluso si tuviera el dinero, no había forma de bañarse con absoluta privacidad.
Resultaba imposible hacerlo aquí, bajo el firme escrutinio de Rogers. No era una mirada hostil, pensó Mary, más bien de frustración motivada por el hecho de saber que no estaba solo. Sabía perfectamente cómo se sentía. Tenía que hacer algo. Cualquier cosa era mejor que sentarse allí en aquel silencio sofocante.
El oscuro paseo de vuelta a Westminster se le hizo largo esta vez. A lo largo de todas las calles brillaban luces amarillentas desde detrás de las cortinas de las ventanas. El efecto resultaba acogedor y excluyente, y Mary sintió el agudo y amargo deseo de estar en la Academia. Por lo general, la perspectiva de un sillón y una taza de té no se le antojaba excesivamente atractiva, pero aquella noche le parecía enormemente deseable. Al cruzar el puente y adentrarse en Westminster, el silencio envolvió las calles. Muy poca gente vivía allí y la zona solamente era bulliciosa durante el día. Le dolían los pies. Sentía los músculos agarrotados. Y estaba tan ocupada bostezando que por poco chocó con una silueta oscura que pasaba frente a la valla de madera que separaba el recinto de la obra de la calle.
Su entrenamiento la salvó. Antes de que su mente registrara la presencia del hombre y pudiera formar un plan, ya se había agazapado en las sombras y se había quedado inmóvil. Aun así, el hombre pareció notar algo: también él se detuvo, mirando por encima de su hombro el tramo de calle a sus espaldas. Después de varios segundos reanudó la marcha, pero se movía ahora con mayor sigilo y miraba a su alrededor a cada poco.
Mary permaneció como congelada, con la espalda contra la valla. A juzgar por su silueta, el hombre era alto y parecía corpulento, aunque no podía ver sus rasgos ni distinguir su perfil por la escasez de luz. Llevaba puesta una chaqueta y pantalones, no un traje, pero aquella información era más bien de escasa utilidad: ¿quién iba a ir merodeando por ahí con el traje de los domingos? Aquel tipo podía ser uno de los millones de trabajadores que había en Londres.
El hombre no perdió tiempo con el candado de la puerta, en lugar de eso eligió una sección de la valla de madera. Otro rápido examen de los alrededores. Después de una pausa, sacó algo pequeño y curvado de su bolsillo y con una embestida veloz lo clavó en la parte alta de la valla. Fue un gesto breve y violento, similar al de acuchillar a un hombre en el muslo. Echó un rápido vistazo a la calle una vez más y, aparentemente satisfecho, dio la impresión de caminar hacia arriba por el panel de madera en un solo movimiento. Se detuvo un momento en lo alto, luego saltó y aterrizó con un sonido sordo.
Mary sonrió y reptó fuera del cobijo de las sombras hasta el lugar donde el hombre había estado. Como había imaginado, había una pieza de metal con forma de media luna clavada en la valla. Solo tenía unos cinco centímetros de anchura y dos y medio de profundidad, pero para quien tuviera experiencia suponía un buen soporte para trepar. Ella misma había usado uno de vez en cuando, en su vida anterior.
Miró el soporte pensativamente. Era imposible no seguir a aquel hombre. La dificultad radicaba en que casi con total seguridad se dirigía a la oficina de Harkness, que quedaba perfectamente a la vista desde aquel punto de entrada. No podía entrar por allí y esperar no ser descubierta. Tampoco podía coger prestado el soporte metálico para usarlo en otro punto de la valla: obviamente el hombre lo echaría en falta. No, tendría que hallar otra forma de entrar. Y ahora que estaba completamente alerta, el reto resultaba atractivo y emocionante.
La primera cuestión era averiguar dónde estaban los vigilantes nocturnos. Había dos, recordó, que rendían cuentas ante Harkness al finalizar su turno. Habría otros en diferentes puntos alrededor del Palacio, vigilando la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores, pero por ahora asumiría que esos se mantendrían dentro de sus respectivas jurisdicciones. En su interior se libraba una lucha entre la precaución y la tentación de seguir sus impulsos. La precaución ganó, lo cual, pensó con cierto orgullo, era una indicación de lo que había progresado desde los primeros días de su entrenamiento. Dio una vuelta alrededor del recinto, escuchando atentamente y manteniendo un ojo por si descubría el destello de las linternas de los vigilantes.
Nada.
¿Acaso estaban durmiendo? ¿O cotilleando cómodamente en algún lugar a cubierto? Como fuera, lo que resultaba claro era que no estaban haciendo su trabajo. El labio de Mary se curvó en una mueca de desagrado. No soportaba la desidia, incluso si esta hacía que su tarea fuese más sencilla. Se detuvo y escuchó de nuevo. A un lado estaban los eternos sonidos del Támesis: las pisadas pegajosas y las voces excitadas de los carroñeros, tanto humanos como animales; voces de barqueros y los golpes de los remos contra el agua; alguien, en algún lugar, lloraba. Desde el otro lado llegaban los ruidos de la ciudad: herraduras de caballos y ruedas sobre guijarros, voces saliendo de las tabernas y las casas, el murmullo constante do millones de vidas entrecruzándose. Pero el interior de la obra estaba sumido en un enigmático silencio.
Escogió para entrar un punto situado al este, tanteando la valla hasta encontrar lo que quería por el tacto, no por la vista. Una de las planchas estaba suelta y se inclinaba bajo la presión de su mano. Sonrió. Un pedazo de valla sin supervisión y apartado de la vista de la calle principal era una poderosa tentación para los chicos. Jenkins y sus compañeros habían debido estar preparando aquella plancha para convertirla en una especie de trampilla como la que utilizan los gatos para entrar y salir de las casas, dándoles acceso a la obra sin el conocimiento de Harkness.
Mary tenía el tamaño justo para escurrirse por el hueco. Una vez dentro, permaneció agachada y escuchó de nuevo: aún nada. Era una buena oportunidad también para hacer una rápida inspección del lugar. Cualquier sitio siempre parece diferente por la noche y eso era especialmente cierto en aquel, que seguía resultándole tan extraño incluso de día. Las distancias y las dimensiones se distorsionaban. Los materiales amontonados y las siluetas de los andamios adquirían formas extrañas, tanto siniestras como cómicas. Y la propia Torre de St. Stephen parecía más alta y espléndida que nunca.
Un leve ruido como de raspadura le hizo salir de su ensimismamiento y empezó a moverse hacia el lugar del que provenía, en las cercanías de la oficina de Harkness. Curiosamente, no había señales de ninguna luz en el interior del pequeño cobertizo y el hombre no había ido cargando una linterna oscura. Sin embargo, la puerta estaba ligeramente abierta, por lo que se acercó un poco más y miró por el hueco.
La única razón por la que le vio en la oscuridad casi absoluta fue porque el hombre se movió con rapidez. Dio tres pasos con decisión hacia la mesa de Harkness, metió la mano en el cajón superior y se llevó algo al bolsillo sin pararse a examinarlo. Un ligero estremecimiento recorrió el cuerpo de Mary: aquello no era un robo ordinario.
Ella no había hecho ningún ruido, pero de repente el hombre se puso en alerta, como si pudiera sentir que lo observaban. Dejó de moverse. Lentamente, Mary retrocedió un poco. El otro no podría verla pero por si acaso…
El hombre giró hacia la salida. Instintivamente, ella se apartó de la puerta de la oficina y dobló la esquina, y al instante se alegró de haberlo hecho. La cabeza del tipo apareció un segundo más tarde, oteando la silenciosa oscuridad. Un simple momento de duda habría significado ser descubierta. No obstante, el hombre seguía sin tenerlas todas consigo. Se movió con cautela pero con una velocidad impresionante, registrando el área más próxima a la oficina. Mary continuaba retrocediendo, manteniendo un ojo en su presa al tiempo que ella misma se transformaba en la presa del otro.
La extraña y silenciosa búsqueda continuó. El hombre parecía cada vez más convencido de que allí había algo o alguien a quien descubrir, y Mary se movió más rápido intentando hallar una vía de escape. Giró en una esquina y se paró luego en seco, parpadeando sorprendida ante el sólido muro que había surgido delante de ella. Aquel muro no podía haberse levantado en cuestión de minutos. ¿Se había equivocado de dirección? Entonces sus ojos enfocaron mejor y comprendió que el muro no era más que la sombra de un andamio cercano proyectada por la luz de la luna.
La luna. Había aparecido mientras ella espiaba al ladrón. Cualquier otra noche le habría dado la bienvenida, pero en esta ocasión obstaculizaba su huida. No solo hacía que fuera más fácil verla, sino que también cambiaba el aspecto de todo lo que había a su alrededor. Aun así, Mary se movió con rapidez y sin hacer ruido.
Ahora tenía delante un pequeño trozo de campo abierto entre ella y la valla. El hombre había abandonado la obsesión por el silencio en su búsqueda. ¿Significaba eso que estaba menos seguro de lo que hacía? ¿O simplemente quería que ella pudiera oírle, con la esperanza de que le entrase el pánico y cometiese algún error? Fuera como fuese, se le estaba acercando. ¿Tendría tiempo de cruzar aquel pedazo de tierra al descubierto? Miró a su alrededor, buscando lugares donde esconderse: un montículo de escombros, un cobertizo lleno de cachivaches, la entrada a la torre. Ninguno de esos sitios le proporcionaría cobijo suficiente si el hombre la seguía, todos ellos eran callejones sin salida.
Respiró profundamente, sin importarle si resultaba audible. Aquella era su última oportunidad. Corrió con todas sus fuerzas atravesando aquel pedazo de tierra, con sus botas resonando claramente contra las piedras del suelo. Al lanzarse hacia la valla, contorneándose y pateando para meterse por el estrecho agujero, los bordes de la madera se engancharon en sus ropas y arañaron sus caderas y sus piernas. Trastabilló al salir a la calle, riendo para sus adentros al oír a su perseguidor blasfemando mientras intentaba atraparla. La plancha de madera recuperó su posición, posiblemente golpeando al tipo al hacerlo. Un adulto no podría caber en aquel hueco. No un hombre adulto, desde luego.
Gateó hasta ponerse en pie y siguió corriendo, sabiendo que estaba a salvo pero empujada por una oleada de energía para continuar moviéndose, para largarse de allí y poner tierra de por medio. Casi había llegado de vuelta a la casa de Miss Phlox cuando disminuyó el ritmo. La noche estaba avanzada, pero no tenía ni idea de qué hora era. Sentía un hormigueo en los pulmones. Le picaba la piel raspada de sus caderas y sus espinillas. Cuando cruzó la verja un cansancio repentino se apoderó de ella. El escalón de entrada, una losa ancha de piedra, se le antojaba maravillosamente atractivo: podría haberse acurrucado y dormir allí. En vez de eso, subió con esfuerzo los dos tramos de escaleras y cayó en la cama, completamente vestida, haciendo caso omiso de la abultada figura de Rogers y de sus sonoros ronquidos. En cuestión de segundos estaba dormida.