Capítulo 22
¡Esa risa! Ese chillido histérico, rechinante, penetrante. Pocas veces había oído James algo así antes, y desde luego no viniendo de Harkness. Él siempre había estado sobrio. Vehemente. Pomposo, incluso. Y ahora el sonido de su demencial risa resonaba sin cesar en los oídos de James mientras él y Barker recorrían Tufnell Park buscando a un crío en la oscuridad.
Mary estaba en el punto de encuentro que habían acordado, a pocos metros de un pub de aspecto tranquilo en la carretera de Leighton. Ella había sugerido algún lugar menos concurrido, un parque o una iglesia, por ejemplo, pero en esta ocasión James se había salido con la suya diciendo que le resultaría más fácil pasar desapercibida cerca de un local abarrotado. No se había atrevido a admitir que estaba preocupado por su seguridad en un parque solitario y oscuro. Mary Quinn era una persona difícil y testaruda y, a pesar de la ansiedad que le producía discutir con ella, una profunda excitación recorría su cuerpo cuando pensaba en ella.
—¿Una buena cena? —Le preguntó Mary al subirse al carruaje, que no había llegado a detenerse por completo y ahora aceleró con elegancia en dirección a Bloomsbury, y a casa.
James hizo un mohín. Había estado bien, al menos en lo referente a la calidad de la comida, aunque la ausencia total de vino y licores había sido realmente extraña. Las bebidas dulces con sabor a frutas que habían acompañado la cena lo habían hecho parecer una fiesta de niños. Y comer queso Stilton sin un vaso de oporto le parecía algo que carecía por entero de sentido.
—Estoy preocupado por Harkness. Da la impresión de haber perdido completamente la cabeza.
—Esa risa de loco, ¿era Harkness?
James asintió.
—Contando sin parar chistes malos y luego riéndose él mismo de ellos. Su esposa no sabía qué decir ni qué hacer y tampoco lo sabíamos los demás.
—¿Tienes alguna idea de…?
—¿De qué le llevó a comportarse así? Bueno, no estaba borracho, eso es seguro.
—La presión de la obra…
—No es algo nuevo. Lleva en ese puesto varios años.
Mary se quedó en silencio, mirando a James con preocupación en sus ojos. Él sintió el impulso repentino de hundir su rostro en el cuello de ella y echarse a llorar. En vez de hacer eso, miró al exterior por la ventana, concentrándose en la luz de las farolas que iban quedando atrás. Cada una de ellas estaba rodeada por un halo amarillento y vaporoso que se desvanecía cuando James parpadeaba.
—Su comportamiento —dijo—. Los libros de cuentas. Todo apunta a que es culpable, ¿no?
Por respuesta, Mary buscó en su bolsillo y le entregó algo con una mirada de disculpa.
—También encontré esto.
James cogió ambos objetos con perplejidad. No parecían ser gran cosa: una tira de papel secante grueso usado varias veces y una hoja de papel en blanco. No obstante, mientras examinaba el trozo el vago temor que había sentido toda la tarde tomó forma. Su estómago se removió, intranquilo, y maldijo entre dientes.
—¿Lo has arrancado de su despacho?
Mary afirmó con la cabeza.
—Lo siento.
—¿Por qué tendrías que sentirlo? —Dijo él. Estudió ahora la hoja en blanco y pasó la yema de sus dedos por encima de la marca de agua—. Es la confirmación —dijo, en voz baja.
No era una pregunta, pero Mary asintió como si lo hubiera sido.
—Podría ser un accidente…
—La firma del Primer Comisionado nítidamente visible en la mesa de Harkness: ¿eso es un accidente?
—Puede que el Primer Comisionado le haya visitado —dijo rápidamente Mary— y le haya pedido sentarse en su escritorio para redactar una carta.
—Podría haberle cogido prestada una hoja de papel, ya puestos.
—Es verdad —dijo Mary—. No será complicado verificar una visita por su parte a la casa de Harkness.
De pronto, James arrugó la hoja que había estado sosteniendo con sumo cuidado hasta ese momento.
—Falsa esperanza. Si el Comisionado tenía tanta prisa para asignarme la evaluación de seguridad, nunca habría hecho todo el camino hasta Tufnell Park para escribir una carta. Lo habría hecho desde su propio despacho, al lado del Palace Yard. Esto es una clara evidencia de que Harkness falsificó la carta que recibí asignándome el trabajo. Y si está falsificando cartas del Comité de Obras, solo Dios sabe en qué más anda metido —miró a Mary a la cara y soltó una especie de gemido—. Oh, Dios mío. Aún tienes algo más que decir, ¿no es cierto?
Mary bajó los ojos hacia las manos de él y James deseó que volviese a levantar la mirada. Aquella odiosa conversación era más soportable si podía mirar los ojos de Mary.
—Háblame de Harkness —le pidió ella, con voz calmada.
James hizo una pausa para ordenar sus pensamientos.
—Era amigo de mi padre. Un ingeniero decente, pero no brillante. Cristiano devoto. Con esposa. Hijos, cuatro, creo, de mi edad y más jóvenes. Algo estúpido, pero con buena intención, y un hombre sensato —su boca se torció en una mueca—. O eso pensaba.
—¿Tiene dinero? ¿O parientes ricos?
James negó con un gesto, desconcertado.
—No lo creo. Siempre ha hecho una virtud de ser un profesional, no un aristócrata apoltronado.
—Entonces no es probable que tenga ingresos privados.
—¿Qué es lo que estás sugiriendo, Mary?
Mary continuaba desviando la mirada, aferrando con las manos las rodillas.
—¿Qué te pareció su casa?
—¡¿A qué viene eso?! —James la cogió por los brazos e intentó obligarla a mirarle—. ¿Qué estás insinuando?
—Estoy buscando un motivo —dijo ella, sin asustarse por aquella repentina sacudida—. Dime qué te pareció su casa. Su contenido. La decoración.
James la observó inexpresivo.
—Es solo una casa. Con la decoración algo opresiva, recargada, pero Mrs. Harkness siempre ha sido así. Le gusta poner una docena de servilletas formando un lazo decorativo en lugares donde no hace falta ponerlas, ese tipo de cosas. El mal gusto no es un crimen.
—Pero el coste de todo… ¿No te fijaste? Todos esos objetos de bronce, la estatua medieval, los muebles de madera tallada y todas las cosas chapadas en oro. ¿Y qué hay de los candelabros y la vajilla? ¿Podría un ingeniero pagar todo eso con su sueldo?
James arrugó el ceño.
—No hago compras. No conozco el precio de las cosas.
—Créeme, James, son muy caras. Incluso si hubieran sido alquiladas o compradas con algún tipo de descuento, el contenido de esa casa vale una pequeña fortuna, aunque solo sea por la enorme cantidad de cosas que hay.
El otro cerró los ojos y escuchó el silencio que invadía el interior del carruaje. Más allá se oía el clop clop que producían los cascos de los caballos, el traqueteo de las ruedas sobre el empedrado y los sonidos crecientes de la ciudad conforme se iban acercando a ella. En aquel momento el silencio era más opresivo que todos esos ruidos.
—Entonces tenemos un motivo: avaricia.
—O desesperación —la voz de Mary sonó tranquila y gentil, aunque James casi hubiera preferido que su tono fuera más violento—. El despacho de Harkness era completamente diferente al resto de la casa: las paredes desnudas, sin alfombra en el suelo, muy poco mobiliario y carente de comodidades. ¿No te sugiere eso un hombre que está en desacuerdo con los gustos excesivamente caros de su familia?
James lo pensó un momento.
—Sus hijos cuentan con grandes asignaciones. Uno está en Cambridge, las hijas a punto de terminar la escuela. Y Mrs. Harkness estaba cubierta de joyas, ahora que lo mencionas.
—Así que tenemos a un hombre intentando satisfacer los deseos de su familia…
—Y fracasando. Al menos con su sueldo.
—Pero parece como si estuviera obligado a ello. El despacho, al menos, sugiere que Harkness no comparte sus gustos y que si tuviera la oportunidad viviría de modo muy diferente.
James sintió que le embargaba una repentina fatiga.
—Todo hombre puede elegir.
—Pero si eso significa renegar de su familia o hacerles infelices…
—Entonces es su responsabilidad hacerlo —dijo James con severidad—. Un hombre debe vivir de acuerdo a sus valores. Especialmente cuando alardea de esos mismos valores y proclama sus beneficios, tal y como Harkness hacía. Y aún lo hace.
Hubo un silencio. Luego Mary puso su mano sobre la de él y dijo, con suavidad:
—Es una buena filosofía. Pero tal vez solo se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo cuando ya era demasiado tarde. Está claro que es un hombre sometido a una gran presión: mira su comportamiento durante la cena, por ejemplo.
—¿Por qué te empeñas en defenderle? —Preguntó James, súbitamente irritado—. Estamos hablando de un hombre cuya avaricia ha comprometido la seguridad de una obra y puede haber causado la muerte de uno de sus empleados. Y todo porque quería costearse unos portavelas de oro.
—¿Y si él no lo hizo? ¿Y si Wick saltó, o fue empujado por Keenan o por Reid? ¿Y lo que Harkness ha hecho mal no tiene relación alguna con la muerte de Wick?
—Aun así seguiría siendo moralmente culpable. Y, cuando entregue mi informe, las autoridades y todo el mundo llegarán a la misma conclusión, por muchas excusas que se te puedan ocurrir.
Mary retiró la mano. Se echó hacia atrás con la espalda y los hombros completamente rígidos.
—No estoy disculpando nada, solo busco la verdadera causa de la muerte de Wick. Y quizás un poco de compasión tenga sentido aquí, en lugar de…
—Sigue. Puedes muy bien decirlo.
—Santidad inflexible.
—¿Excusarías sus acciones: el robo, poner en peligro vidas humanas por utilizar equipos inadecuados y Dios sabe qué más?
—Por supuesto que no. Pero ningún hombre… Ninguna persona es perfecta —miró a James durante un buen rato, con una expresión indescifrable en su rostro—. Excepto, tal vez, tú.
Dio la impresión de que no había nada más que pudiera decirse.