Capítulo 27

Gordon Square, Bloomsbury

James despertó de una siesta febril con sus existencias de paciencia completamente agotadas. Sentía martillazos en la cabeza. Su piel parecía hipersensible y le molestaban incluso las sábanas. Miró el reloj con desconfianza, su tic-tac se le antojaba excesivamente alto. Marcaba las siete en punto, pero era sin duda un error. Aún estaba mirándolo cuando Mrs. Vine apareció portando una bandeja.

—Mrs. Vine, ¿qué hora es?

El ama de llaves echó una mirada al reloj, sorprendida.

—Las siete en punto, Mr. James.

Eso no tenía ningún sentido.

—¿De la mañana?

—De la tarde, señor. Es domingo por la tarde y le he traído la cena.

James se sobresaltó. Claro que era por la tarde: estaba empezando a anochecer. Pero eso significaba que había estado durmiendo durante horas…

—Aguante la cena. ¿Dónde está esa carta que he estado esperando?

—No ha recibido ninguna carta, Mr. James.

—Tiene que haber una carta. Cuando me desperté esta mañana, envié una carta con un mensajero, que debía esperar para traer la respuesta. ¡¿Dónde está esa respuesta?! —Oyó cómo su propia voz subía de volumen y adquiría tono de enfado, pero se sentía incapaz de controlarlo.

—El mensajero entregó la carta pero no recibió ninguna respuesta, señor.

James blasfemó y apartó de un tirón las sábanas. Un aire frío golpeó su piel, provocándole escalofríos.

—Voy a salir. Dígale a Barker que esté listo en diez minutos, por favor.

—Eso no es muy inteligente, Mr. James. La malaria es un asunto serio; va a poner en riesgo su salud, en serio.

—No hay nada que pueda decir que me vaya a hacer cambiar de idea.

—Beba un poco de sopa, al menos. Debe estar deshidratado.

—Diez minutos, Mrs. Vine —abrió un cajón y sacó de él un pequeño sobre de papel fino.

La expresión en el rostro del ama de llaves permaneció perfectamente neutra.

—Muy bien. ¿Algún mensaje para Mr. George cuando me pregunte por su ausencia?

—Gracias, no.

También Barker se mostró reacio a cumplir sus órdenes, hasta estar a punto de amotinarse.

—No está usted bien para ir a ninguna parte yo iré y preguntaré por la carta, Mr. James, pero usted debería guardar reposo.

—No tengo ganas de discutir con usted, Barker.

—Esa fiebre se le ha metido en el cerebro. No haga el tonto, señor.

—Gracias, Barker. Ahora, pongámonos en marcha.

Las calles estaban secas y sumidas en la calma, pero el trayecto hasta Tufnell Park fue una tortura. Cada golpeteo contra el empedrado, el constante balanceo del carruaje, el agudo sonido de los cascos de los caballos, todo ello se le antojaba a James grotescamente magnificado. Aún se sentía desesperadamente frío, a pesar del grueso abrigo de lana que llevaba. Le parecía absurdo que la gente pudiera ir andando por la calle con chaquetas finas. Pero aun con todas esas sensaciones causadas por la fiebre, pensaba que podía manejar la situación. Podía terminar su trabajo incluso estando enfermo. De lo que se trataba era de ser racional.

Ya en la casa de Harkness, la puerta fue abierta por un criado distraído que le pidió dos veces su tarjeta cuando James ya se la había presentado, y luego le hizo esperar en el vestíbulo durante un buen rato. Podía oír pisadas apresuradas y puertas abriéndose y cerrándose en los pisos superiores. Finalmente, Mrs. Harkness bajó las escaleras. Llevaba puesto un elegante vestido de satén y, encima de él, una mañanita bastante gastada y deformada.

—Mr…, Ah, Mr. Easton. Acepte mis disculpas por la confusión. Mi marido… no puede atenderle ahora mismo.

James aguardó unos segundos.

—¿No se encuentra bien? —Preguntó educadamente.

—Oh, Señor, no lo sé —Mrs. Harkness se tambaleó como si estuviera a punto de caerse, pero ignoró el brazo que James le ofreció para agarrarse—. ¡Simplemente no lo sé!

La mujer no olía a alcohol, pero James no podía pensar en otra razón que explicase su extraño comportamiento.

—¿Ha enviado usted a buscar a un médico?

Los ojos dilatados de Mrs. Harkness miraron algo que estaba más allá de él. De hecho, todavía no le había mirado a los ojos desde que había llegado.

—No, no. Un doctor no.

No resultaba claro si ella no había enviado a buscar a un médico o si Harkness no quería verlo. A James le costaba controlar su impaciencia.

—¿Puedo verle? Tal vez pueda ayudar de algún modo.

Por fin, la mujer le miró. Sus ojos eran los de una persona aterrorizada y brillaban a causa de las lágrimas que estaban a punto de brotar.

—Si usted pudiera verle, desde luego sería una ayuda —pero permaneció quieta en el mismo sitio.

James dio medio paso hacia delante.

—¿Está arriba?

Ella negó con la cabeza.

—No. Arriba no.

Quizás era ella quien necesitaba que la viera un médico.

—Por favor, señora, lléveme hasta su marido.

De la garganta de Mrs. Harkness brotó un sonido extraño, horrendo: mitad chillido, mitad llanto.

—¡Si pudiera! —Volvió a tambalearse y esta vez perdió el equilibrio y cayó, muy despacio, sin realizar ningún intento de enderezarse o evitar la caída con las manos. James, con un movimiento veloz que hizo que le dolieran todos los músculos, se echó hacia delante con los brazos estirados. Mrs. Harkness era una mujer alta y gruesa, igual que su marido, y James no tenía hoy fuerza para levantarla. Todo lo que pudo hacer fue parar su caída. Mientras mantenía aquella extraña e incómoda postura: su cuerpo doblado hacia delante, sudando por el esfuerzo, con los brazos alrededor de la mujer, regresó el criado que le había abierto la puerta.

—¡Rápido! —Le urgió James—. Ayúdeme a ponerla en un sofá.

El criado parpadeó una vez, dos veces y, solo después de eso, obedeció. Entre los dos, transportaron el cuerpo de Mrs. Harkness escaleras arriba hasta el salón. James encontró la campanilla y la hizo sonar enérgicamente.

—Traigan sales, brandy y busquen a un médico, rápido —le dijo a la desconcertada doncella que acudió a la llamada—. Y usted —le espetó al criado que le había ayudado, y que parecía intentar escaquearse—, ¿dónde está Mr. Harkness?

El criado se deslizó hacia atrás, parpadeando nerviosamente.

—No lo sé, señor.

—¿Qué quiere decir con que no lo sabe? ¿Está en la casa o no?

—N-no, señor.

—¿No para recibir visitas, o no de verdad?

—N-no está en la c-casa, señor.

James miró fijamente a aquel majadero.

—Entonces dígame dónde ha ido.

—No… no lo sé, señor. No lo dijo.

—¿A qué hora salió?

Los ojos del criado parecían bailar en su cara, evitando la mirada vehemente de James e incapaces de mantenerse quietos.

—A eso de la una, señor. Un poco después.

—¡Quédese quieto mientras hablo con usted! ¿Se llevó el carruaje?

—N-no, señor.

—¿Un caballo?

—N-no lo creo, señor.

—¿Qué dijo?

—N-no lo sé, señor —el hombre no paraba de parpadear mientras hablaba. Parecía un conejillo asustado.

James suspiró. Estaba claro que su vehemencia había aturrullado la capacidad de discernimiento de aquel hombre.

—De acuerdo —dijo, intentando calmarse y recuperar la paciencia—, dígame qué ocurrió.

El criado se pasó la lengua por los labios. Una vez. Dos veces. Tragó saliva. Y luego dijo:

—No parecía él, señor. Desde anoche. Y hoy recibió una carta, a eso del mediodía, sería. Y estaba en su despacho, leyéndola, y de pronto empezó a reírse. Como lo oye, señor. Esa misma risa alta y chillona con la que se reía ayer por la noche. Y estaba medio riéndose, medio llorando y Mrs. Harkness fue a buscarle y le preguntó qué sucedía, y él le contestó: Todo. Nada. Es… —El criado torció el gesto, intentando recordar. Tras un momento, negó con la cabeza—. No sé qué fue lo que dijo, señor. Parecía algo en francés, o algo así.

—No importa eso. ¿Qué pasó después?

—Y… y le dijo a Mrs. Harkness: No puedo arreglar esto. Solo recuerda, querida, que hice todo esto por vosotros. Y Mrs. Harkness siguió preguntando cuál era el problema, una y otra vez, pero el señor no dijo nada más. Cogió su sombrero y su bastón y salió de la casa. Así, sin más.

—¿No dijo adónde se dirigía, o qué pensaba hacer?

—No, señor.

—¿En qué dirección se fue?

—Sur.

—¿Usted no le siguió?

El hombre cambió de postura.

—Mrs. Harkness… estaba gritando, desesperada, señor. Estábamos ocupados con ella.

James asintió.

—Muy bien. ¿Tiene Mrs. Harkness algún familiar, una hermana, tal vez, que viva cerca y pueda venir a ayudarla?

El criado movió la cabeza afirmativamente.

—Mrs. Phelps, señor. Iré a buscarla ahora mismo.

—Espere un momento. Quédese con ella hasta que llegue el doctor, usted y la doncella de Mrs. Harkness. Una vez que el doctor esté aquí, vaya a buscar a Mrs. Phelps —el otro asintió. Estaba acostumbrado a recibir órdenes y, poco a poco, parecía ir recuperando un comportamiento más adecuado. James se volvió hacia Mrs. Harkness, que yacía inmóvil y silenciosa en el sofá. Tenía los ojos cerrados y parecía tan quieta y calmada que James sintió la necesidad de comprobar su pulso. Su muñeca estaba caliente, y el pulso, aunque acelerado, se notaba fuerte—. Señora. Voy a buscar a su marido. Le avisaré cuando lo encuentre.

No hubo respuesta, ni tan siquiera un leve temblor en los párpados.

El sombrero de James seguía colgando de un gancho en el vestíbulo y se le antojó algo peculiar que fuera lo único que parecía estar en su sitio. Al subir al carruaje se tocó el bolsillo a la altura del pecho y notó la presencia del sobre que había cogido en su casa. No le hacía falta pensar dónde podría haber ido Harkness en las siete horas que llevaba ausente. Solamente había un lugar posible.

—¿A casa, señor? —Preguntó Barker, sin mucha esperanza.

—No. A la torre de St. Stephen.

Aunque él intentó negarlo, a Mary le resultaba obvio que Jenkins todavía sufría por los azotes de Keenan. El máximo ritmo que pudo darle a sus piernas fue un paso cansino que pronto se transformó en cojera. Le costaba un esfuerzo enorme: estaba sudando profusamente y cada nuevo paso suponía una mueca de dolor en su rostro.

—Casi estamos —dijo Mary para animarle—. ¿Verdad? —Aunque Jenkins no le había preguntado cuánto sabía o por qué tenía tanta curiosidad, seguía siendo más seguro hacer el papel de camarada durante todo el tiempo que pudiese.

El chico asintió de manera desagradable.

—A la vuelta de la esquina.

—¿Me adelanto y echo un vistazo? ¿Es el número nueve, verdad? —Aquella segunda visita a la casa de los Wick era pecar de optimista. Mary dudaba que Reid estuviese allí, pero por una vez se alegraría de estar equivocada.

—Sí, ve.

Mientras echaba un rápido vistazo a la hilera de casas, Mary vio que se movían un par de cortinas: vecinos fisgones, otra vez. Pero la casa de Wick no tenía cortinas —¿y quién se ponía a lavar cortinas en domingo?— lo cual le daba a la casa una sensación de abandono. El crespón negro había desaparecido y su ausencia era una clara señal de la rapidez con que una vida puede ser olvidada.

—¿Te mudas aquí?

Mary se giró. Una chica pelirroja de unos nueve años, de aspecto solemne, la miraba desde la puerta de la casa de enfrente.

—¿Dónde?

—Ahí. Al número nueve.

—¿Está… vacía?

—Se fueron esta mañana.

—¿No es eso demasiado repentino?

—Les vi recogiéndolo todo, toda la noche.

—¿Adónde se fueron?

La chica se encogió de hombros.

—¿Lo recogió todo la mujer, Mrs. Wick, sola? ¿O había un hombre ayudándola? —Tenía que haber habido uno. Jane Wick no era una mujer dada a tomar decisiones por sí misma. Cualquier mudanza repentina tenía que haber sido idea de alguien más. La cuestión era: ¿quién era ese alguien, Keenan o Reid?

—¡Quinn! ¡Quinn! ¿Qué estás haciendo?

Tanto Mary como la chica dieron un respingo al ser interrumpidas: Peter Jenkins se les venía encima como un lobo cojo. Con un pequeño chillido de alarma, la chica se apresuró a meterse en su casa, cerrando con un portazo tras ella.

Mary suspiró.

—Jenkins.

—¡No es el momento de ponerse a hacer tonterías! ¿No lo entiendes?

—Lo entiendo, Jenkins. Esa chica acaba de decirme que los Wick se han mudado esta mañana temprano.

—¡Eso no tiene sentido! ¡Me lo habría dicho!

Mary hizo un mohín.

—Míralo tú mismo. Y después, vuelve a tu habitación y comprueba que tu alquiler haya sido pagado por adelantado, y por cuánto tiempo.

Jenkins se le quedó mirando.

—¿Por qué? ¿Qué te importa a ti?

Mary soltó un suspiro.

—Si está pagado, significa que Reid sabía que iba a marcharse y probablemente fue él quien se llevó a la familia Wick. Si no está pagado, lo más posible es que Keenan sea el que se los ha quitado de en medio.

Jenkins continuaba mirándole, con una creciente expresión de asombro en su cara.

—Yo… Tú… ¡Vaya! ¡No eres tan estúpido como pareces!

Mary dibujó en sus labios una media sonrisa.

—Y cuando hayas comprobado eso, ve a la obra. Coge un taxi o algo.

Los ojos del chico no paraban de aumentar de tamaño por el pasmo.

—¿Al Palace Yard?

Mary hizo un gesto afirmativo.

—Tengo el presentimiento de que la respuesta está allí.