Capítulo 2

Sonaba una campana.

Un estrépito nítido, sin ritmo y a todo volumen.

Una Fa, aunque eso le importaba más bien poco.

Mary apretó la almohada con más fuerza y dejó que la nota resonara a través de su cerebro fatigado, rehusando analizar el sonido, sin querer conectarlo con ningún tipo de significado. Siempre había campanas sonando en la Academia. Su vida, desde los doce años, había sido dirigida por esas campanas. Nunca había tenido resentimiento hacia ellas, hasta hoy.

La campana finalmente dejó de oírse y Mary giró su cuerpo para tumbarse de espaldas, provocando que el miriñaque se destrozase bajo su peso. Un mechón de pelo corto, puntiagudo, que no parecía suyo, se le metió en el ojo izquierdo. El techo de escayola tenía un aspecto detestablemente perfecto y cremoso, resultado de la necesaria reforma que se había llevado a cabo el verano anterior. Echaba de menos su vieja y amarillenta apariencia, con sus finas grietas y sus desconchones.

La sensación de opresión en su pecho seguía aumentando, así que abrazó la almohada en un esfuerzo por combatirla. ¿Qué era lo que le ocurría? Acababan de asignarle la misión más emocionante de su emergente carrera y sus únicas respuestas eran el pánico y las náuseas. ¿Es que, después de todo, este tipo de trabajo, el espionaje y la investigación, no era para ella? Tal vez debiera ser una simple y buena institutriz, o una simple y agradable enfermera, o una simple y tranquila dependienta. Cualquier cosa excepto la más afortunada y más desagradecida chica de todo Londres.

¿Acaso seguía siendo una chica? Este año cumpliría dieciocho, eso lo sabía, aunque la fecha exacta había desaparecido en su precaria e infeliz infancia. Ahora era una mujer, y si había tenido la esperanza de que la sabiduría, la perspectiva y la confianza llegarían de la mano, resultaba que había estado equivocada.

Tres golpes suaves en la puerta interrumpieron su introspección. Se mantuvo en silencio.

Hubo una pausa y luego los tres golpes se repitieron.

—¿Mary? —La voz era femenina, por supuesto, pero llegó amortiguada por el grosor de la puerta de madera.

Tres no, seis golpes deliberados. Continuó muda.

El picaporte de metal giró y Mary arrugó el entrecejo. Obviamente, había olvidado cerrar con llave. Vaya una agente secreto que era.

—Es una habitación privada —dijo con su voz más gélida cuando la puerta se empezó a abrir—. Haz el favor de cerrar.

En el hueco apareció el rostro delgado y con gafas de Anne Treleaven.

—Me gustaría hablar contigo, Mary, algo más tarde si no puede ser ahora.

Mary se incorporó tan rápidamente que de repente se sintió mareada.

—¡Miss Treleaven! Lo lamento muchísimo. Pensé que era una de las chicas, tampoco es que eso sea una excusa, pero si… Quiero decir, si hubiera sabido…

Anne le indicó con un gesto que no hacía falta la disculpa.

—No es necesario, Mary. Solo quiero hablar contigo.

—Por supuesto —se apresuró a sacar la silla del escritorio para ofrecérsela.

Se sentaron una frente a la otra, Anne en la silla y Mary en el borde de la cama. Fue Anne quien rompió el pesado silencio.

—Puede resultar difícil encontrar un poco de privacidad en un internado.

El tremendo sonrojo de Mary menguó un poco.

—Tengo suerte de tener una habitación individual, lo sé.

Algo abruptamente, Anne se inclinó hacia delante, juntando sus manos en su habitual gesto de profesora de escuela.

—Querida, quiero hablarte sobre esta misión.

Mary notó un nudo en el estómago.

—Creí que estaba todo arreglado, Miss Treleaven.

Anne asintió.

—Lo está. Pero a mi parecer está claro que esta misión acarrea ciertas dificultades especiales para ti. Ahora las discutiremos.

Mary abrió la boca inmediatamente para rebatir ese punto, pero algo en la expresión de Anne le hizo contenerse. Finalmente, lo único que fue capaz de decir fue:

—¿Qué quiere decir? —La pregunta brotó carente de cualquier tono.

—Me gustaría aventurar una teoría, Mary. ¿Me harás el favor de oírla antes de emitir un juicio? —Era una orden cortés, no una pregunta.

Mary tragó saliva e inclinó la cabeza afirmativamente.

Anne habló despacio, con calma:

—Tu infancia fue, en todos los sentidos, una infancia trágica. Perdiste a tu padre y fuiste testigo de la dolorosa muerte de tu madre. A la edad de diez años conocías el hambre, el peligro y la violencia. Durante los años que careciste de un hogar, te hiciste pasar por un chico por razones de seguridad. Así te resultaba más fácil moverte por la ciudad y evitar una posible violación, y aumentó tus posibilidades de supervivencia. No fue hasta que viniste a la Academia que tuviste la libertad de vivir tu vida como una chica sin miedo al maltrato o la explotación. ¿Estoy en lo cierto?

Mary consiguió realizar un simple gesto de asentimiento.

—Volver a disfrazarte de chico… —Anne parecía estar seleccionando sus palabras con extremo cuidado— …debe evocar un regreso a los mismos peligros y las mismas privaciones.

Mary olvidó su promesa de escuchar en silencio.

—¡No es lo mismo en absoluto! Soy muy consciente de que es un regreso temporal y teórico.

Anne asintió.

—Por supuesto, eres demasiado inteligente para creer otra cosa. De todos modos, lo que estoy sugiriendo es que de alguna forma, en el fondo de tu mente, esos miedos continúan contigo. La sugerencia de que revivas aquellos días, incluso estrictamente como parte de una misión, con toda la certeza de volver después a tu vida real, puede provocarte angustia —realizó un gesto mínimo, frustrado—. No me estoy expresando correctamente. Quiero decir que, incluso viéndolo como una representación, la idea de hacerte pasar por un chico puede ser un recordatorio extremadamente desagradable de tu pasado.

Mary empezó a sentir cierto picor en sus ojos y no se atrevió a mirar a Anne al hablar:

—Durante mi primer caso, en la casa de los Thorold, me puse la ropa de un chico. Entonces no me importó correr en pantalones —se mordió el labio inferior—. Yo… lo disfruté, incluso —su voz se quebró en la penúltima palabra.

—Cierto. ¿Pero no es posible que vieras ese acto de una manera diferente, entonces? ¿Como una aventura, o como un juego?

—¿De un modo distinto a esta misión?

—Posiblemente. O quizás era diferente porque tú elegiste hacer eso, y esta vez es algo obligatorio para la misión —Anne suspiró—. La mente, la memoria y las emociones son muy complejas.

Mary miró sus manos, apoyadas firmemente en su regazo. Su imagen se volvió borrosa y, a continuación, se duplicó, pero no entendió el por qué hasta que sintió caer la primera lágrima.

—Querida —Anne le ofreció un pañuelo limpio—. Dejando a un lado la misión, tú eres nuestra principal preocupación. No te exigiremos que hagas nada que te haga sentirte…

—¿Asustada?

—Sí.

Mary se sorbió la nariz y se froto los ojos. No tenía ni idea de si Anne tenía razón. Sus suposiciones le parecían… simples. Místicas. Absurdas. Y aun así no podía rechazarlas de plano.

Quedaron en silencio durante unos minutos. La luz que se colaba por la ventana era un rayo dorado que calentaba y dulcificaba todo lo que había en la habitación: la decadencia de un día inusualmente glorioso de verano. Hacía calor, pero Mary sentía las manos frías y entumecidas.

—Te dejaré con tus pensamientos —dijo Anne al fin—. Y diré que te suban una bandeja con la cena —eso era lo que la campana había anunciado: la hora de la cena.

Mary asintió.

—Gracias.

Anne se incorporó y puso su mano sobre la cabeza de Mary, solo por un instante.

—No te quedes toda la noche despierta y pensando —dijo—. Confía en tu instinto.

Un momento después, Mary estaba sola.